Read Sin tetas no hay paraíso Online
Authors: Gustavo Bolivar Moreno
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Drama, #Novela
Por eso traté de hacer lo posible por deshacerme, cuanto antes, del gerente y me devolví a las salas de espera de la terminal a buscarla. La encontré sentada en una de las sillas del salón de una empresa que viajaba a Bogotá. Estaba dormida, rematada, fundida. Tenía la cabeza recostada sobre la punta del espaldar y de su boca abierta descolgaba un hilillo de saliva. Me dio pena, pero la desperté. Para mí era muy importante recuperar mi computadora. Y aunque daba por hecho que ellas eran las autoras del robo, tenía la esperanza de saber a quién se lo vendieron o se lo cambiaron por vicio porque necesitaba rescatar mis archivos, algunos de ellos muy comprometedores.
Cuando abrió los ojos cerró la boca con algo de vergüenza y me sonrió, sin moverse, para después volver a apagarlos, contra su voluntad. La volví a mover, esta vez con más fuerza y le hablé. La llamé por su nombre y le dije que necesitaba hablarle. Al oír mi nombre se despertó tratando de disimular que estaba ebria, se enderezó sobre su silla y me miró de frente haciendo grandes esfuerzos por recordarme.
—¡Soy Octavio!, —le dije y se asustó porque, tal vez, se acordó de todas las cosas malas que me hicieron. De todas maneras la saludé con cariño y consideración olvidando lo que ella y Yésica se habían robado de mi apartamento, que según un arqueo natural, de esos que se hacen a medida que uno va necesitando las cosas, pasaba de 20 objetos entre relojes, chaquetas, una agenda electrónica, un par de encendedores de colección, un par de porcelanas finas, un par de lociones de marca, unas gafas costosas, una condecoración en oro puro con la que me honró el Congreso al terminar con éxito mi primera legislatura y una computadora portátil que acababa de reemplazar por una nueva pero en la que tenía documentos de mucho valor para mí.
Por fin terminó de recordarme y habló. Estaba irreconocible, dejada, con síntomas de guayabo y trasnocho, casi desechable, mareada por el alcohol y las drogas, el maquillaje corrido por el llanto y un aliento insoportable. Le noté un dejo de tristeza en sus ojos, pero también noté que se alegró sinceramente al verme. Cuando me abrazó, esperé rebotar sobre su pecho pero las siliconas ya no estaban. La miré para cerciorarme y noté que ya no tenía las tetas por las que tanto luchó en la vida y por las que estuvo a punto de enloquecer con el autoestima en ceros. Pensé que se las había embargado quien se las fió, pero no fue así. Como su bus salía tres horas más tarde y como ella sabía que yo era un hombre de negocios, me propuso contarme la historia para que escribiera un libro sobre su vida y me ganara una platica. Acepté. De todas formas, la interrumpí antes de que iniciara su relato para preguntarle por mi computadora pero negó que ellas, o al menos ella, la hubiera robado. Estaba tan desquiciada que le creí. A esas alturas de su vida ya no tenía por qué negar algo. Ahí sí entramos en materia.
Con la misma tristeza que la invadía esa noche se puso a narrarme su historia. Me contó todas las afugias, angustias y penalidades por las que estaba pasando desde que decidió escoger el camino fácil para conquistar el mundo. Los lugares donde tuvieron que vivir con Yésica y de los que debieron salir a las malas, casi en las mismas circunstancias. Lo que hicieron con todas las cosas que se robaron de los apartamentos donde vivieron gracias a los deseos de sus anfitriones por llevarlas a la cama. Me volvió a hablar de «Caballo» y del engaño que le hizo, junto con dos compinches suyos para llevarla a la cama, que en realidad no fue una cama sino una paca de heno áspera. Sonrió contándome de su venganza contra los tres hombres. Nunca olvidó lo que le hicieron.
Me habló de las tetas de colores y usadas que le puso Mauricio Contento para llevarla a su cama. De las tetas talla 40 y sobre una cirugía reciente que le hizo un falso médico de nombre Alejandro Espitia para llevarla a la cama. Las cosas que le otorgó Marcial Barrera, incluido su estatus de mujer casada, para llevarla a la cama. De las artimañas de Albeiro para no rebelar su gusto por doña Hilda antes de llevarla a la cama. De hecho, y haciendo cuentas sobre la dependencia de los hombres de las vaginas, se preguntó aterrada, en medio de su disertación: ¿Qué hubiera sido de ella si no hubiera tenido una?
También me habló de la desaparición, sin explicaciones, de su mejor amiga, de la delación de «El Titi», de la muerte del Capitán que les recibió la denuncia, de los dos millones que daba Cardona por el nombre del informante, del video porno que sin su autorización le grabaron en una cárcel, de las pocas ganas que tenía de vivir, de las intenciones que tenía de matarse pero al mismo tiempo del miedo que producía hacerlo ella misma. Llorando y en estado trémulo me contó cómo planeaba morir y hasta me dijo que un escolta de Marcial llamado «Pelambre», la estaba esperando en la terminal de buses de Bogotá. Fueron tres horas de charla fluida, sincera, cruda, penosa. Era como escuchar un moribundo, agonizando dejando escapar un par de hilillos de sangre por los costados de la boca y el sol pleno sobre sus ojos.
Sobre el filo de la medianoche, en el terminal de buses de Bogotá, estaba «Pelambre» esperándola con mucha ilusión.
Cada vez que llegaba una flota se asomaba por encima de las cabezas de los pasajeros recién descendidos y su sonrisa se iba apagando hasta que el último pasajero pasaba por su lado. Al rato llegó. Fue la última en bajarse del bus. Apenas la vio sonrió de oreja a oreja con su blanca dentadura y caminó rápido hasta ella, disimulando su ansiedad. Catalina se aferró a él como su última tabla de salvación y lloró en sus brazos hasta quedarse dormida, después de un viaje de ocho horas en vela. «Pelambre» la llevó como pudo hasta una de las camionetas de su patrón y la trasladó hasta la cama de un motel donde se acostó a su lado a cuidarle el sueño, bajo el más absoluto respeto, sin la menor intención de hacerle daño, sin el menor asomo de quererla poseer. La contempló toda la noche con ilusión y ni siquiera se atrevió a darle un beso en su cabeza, como sus impulsos le indicaban.
Catalina durmió, con aparente placidez, hasta el final de la mañana del día siguiente cuando despertó con un hambre voraz y sorprendida al ver a «Pelambre» en su cama. Pero no se asustó. Por el contrario se alegró mucho y le pidió comida. Almorzaron y se fueron a un centro comercial a comprar ropa para ella. Catalina le rogó que no lo hiciera, a sabiendas de que ya no serviría de nada ponerse algo nuevo sobre un cuerpo que estaba a punto desaparecer de la faz de la tierra. «Pelambre» insistió y le compró ropa y zapatos nuevos mientras su teléfono repicaba y repicaba sin poderle decir a Catalina que era Marcial quien lo estaba llamando, porque ya le había mentido al decirle que su patrón estaba escondiéndose de la DEA, en cualquier lugar del mundo.
«Pelambre cel»
Catalina le pidió entonces que le prestara dinero para hacer una diligencia. El no sabía qué estaba tramando la niña que lo tenía obnubilado y tampoco quiso preguntarle, porque seguía dándole el mismo tratamiento de señora que le procuraba cuando vivía al lado de su patrón. Le entregó el dinero y se despidieron de nuevo. Ella se iba a comprar una sobredosis de éxtasis para mezclarlo con alcohol y él se iba a pedirle a Yemayá que se la permitiera ver una vez más y, en lo posible, que hiciera el milagro de concedérsela para siempre, pues, pobre y todo, estaba convencido de que sólo él podría convertirla en una mujer feliz sin fórmula mágica distinta a amarla y respetarla toda su vida.
Para dilatar un poco más su estadía, «Pelambre» le dio el dinero a Catalina pero le pidió que no se fuera sin comer algo. Ella aceptó, no muy convencida, pero considerando que a «Pelambre» no le podía negar un favor a estas alturas del juego, se fueron a un restaurante de la ciudad, muy elegante por cierto, para un hombre de la categoría del moreno, a quien en ese lugar ya conocían como el conductor de Marcial Barrera. Pero «Pelambre» no sólo era el conductor del ex esposo de Catalina. La estaba pretendiendo y al llevarla a ese elegante lugar no buscaba otro efecto que impresionarla. Ingenua táctica, pues si alguien conocía los lugares más finos del país ese alguien era Catalina. Sin embargo, entraron al lugar, ella aburrida y con ansias de finiquitar con urgencia su definitivo plan y él con la ilusión intacta. Se sentaron en una mesa que les garantizara algo de discreción y, ante el asombro de los meseros que creyeron que el portentoso moreno estaba esperando a su jefe, comieron langostinos al ajillo y bebieron vino tinto y no blanco como ordena la etiqueta, sin cruzar palabra alguna. Ella por aburrimiento y él por timidez y temor reverencial.
Para ambos el momento era muy especial. Catalina se estaba despidiendo del último humano con el que iba a cruzar palabras en su vida y «Pelambre» estaba enamorado, gastándose la plata de su patrón, con su ex mujer y en los sitios que él frecuentaba. Fue entonces cuando un hecho coincidencial precipitó las ganas que tenía Catalina de morirse. Por la puerta del restaurante, ingresaron Yésica y Marcial Barrera. Ella venía aferrada a su brazo y vestía un elegante vestido azul de minifalda con lentejuelas plateadas y de su cuello pendía una hermosa gargantilla de diamantes. «Pelambre» se asustó más que la misma Catalina y los ojos de los dos se abrieron más de lo acostumbrado. Luego de observarlos con asombro durante unos segundos se levantó con la mirada fría y perdida mientras tomaba un cuchillo de la mesa:
—La voy a matar, dijo levantándose, pero «Pelambre» la sentó con fuerza a su lado y le suplicó en voz baja que no lo hiciera porque si Marcial se percataba de su presencia, él iba a perder su puesto y tal vez su vida. Pero Catalina estaba tan furiosa que no entendía razones. Pelambre, que no encontraba la manera de controlarla, se le arrodilló, le confesó su amor y le pidió que no lo hiciera. Pero Catalina seguía enfurecida sin pensar en otra cosa que en acabar con Yésica por lo que Pelambre, en un intento desesperado por detenerla, la abrazó y le dijo al oído que si ella quería, él se la mataba pero que, por favor, salieran del restaurante sin que su patrón lo notara. Sospechando que la escena para el moreno no era nueva, Catalina le preguntó que si él sabía lo de Marcial con Yésica y «Pelambre» le prometió que si salían a la calle se lo contaría todo.
Pagaron la cuenta y salieron del restaurante sin que Marcial Barrera y Yésica notaran su presencia. Se sentaron en un parque y, de acuerdo con su promesa, «Pelambre» le contó toda la verdad. Le dijo que Yésica se le metió por los ojos al Patrón, que lo engatusó hasta volverlo loco y que se había casado con él en España, mientras Catalina se recuperaba de una de sus tantas operaciones. Que ahora estaban viviendo juntos en la misma casa donde vivió ella con su ex esposo. Que era mentira que a su patrón lo estuviera buscando la DEA y que el mismo Marcial le dio la orden de recoger sus cosas y llevárselas a la clínica para que ella saliera derecho hacia Pereira.
Catalina lloró de rabia imaginando que Yésica ya le habría contado a Marcial todas las barbaridades que ella decía de él. Sintió que este era el golpe de gracia que le faltaba a su insípida existencia y le pidió a «Pelambre» que cumpliera su palabra de matar a Yésica y hasta le hizo jurar que lo haría. «Pelambre» le dijo que lo iba a hacer con gusto pero le pidió que se la ayudara a «cebar». Que se la sacara de la casa y del lado de Marcial porque no quería matar a sus amigos escoltas. Catalina se comprometió a llamarla, tratando de disimular su disgusto y «Pelambre» se comprometió a colaborar para que Yésica le contestara.
Volvieron al motel donde Catalina lloró toda la noche mientras repasaba el video de su existencia al lado de Yésica para hallar la causa que motivó a su mejor amiga a engañarla, pero su ego no le permitió encontrarla. La mañana siguiente, «Pelambre» volvió a la casa de su patrón y se inventó mil disculpas para que no lo matara por haberse desaparecido. Después de sortear con éxito la contrariedad de Marcial y de acuerdo con el plan, «Pelambre» se las ingenió en secreto para que Yésica le contestara el teléfono a Catalina que a esa hora estaba llegando a mi casa. Le dijo que le contestara si no quería tenerla en casa dentro de media hora y Yésica le contestó. Como si no supiera nada, Catalina la saludó con alegría. Le dijo que tan ingrata, que dónde estaba, que la quería ver, que no se perdiera tanto porque tenía que contarle «una mano de chismes extraordinarios» y le puso una cita en un lugar conocido por ambas, con el pretexto de detallarle lo que estaba pasando con Marcial.
Yésica se alegró al evidenciar que Catalina no sospechaba nada aún sobre su artera traición y salió de la mansión a la una y treinta de la tarde a cumplirle la cita en un acogedor negocio del norte de la ciudad donde ellas se apostaban a esperar a Mauricio Contento en la época en que los sueños y la salud de Catalina aún estaban intactos. Marcial, a quien su nueva mujer no le quiso indicar para donde se dirigía, salió a comprarle un regalo tan grande como sus temores, previendo que Yésica estuviera pensando en marcharse de su lado.
Mientras llegaba la hora del encuentro, Catalina se comunicó con «Pelambre» y le pidió que le mandara los sicarios a un café de nombre Salento, donde había pactado la cita con su desleal amiga a las dos de la tarde. Ciega de odio le pidió que no tuviera compasión alguna de ella y que la desapareciera de la faz de la tierra. El negocio era un lugar muy parisino con toldos de tela cruda, parasoles verdes incrustados en mesas redondas y discretas materas con plantas de flores que separaban el café de los transeúntes. Por sugerencia del moreno, acordaron que Catalina no llegaría al café para que los sicarios pudieran tener la seguridad de «encender a plomo» a Yésica cuando estuviera sola, sin el peligro de afectarla a ella.
Así pasó. Como a eso de las dos de la tarde, bajo una llovizna pertinaz, con el smog de los carros invadiendo el ambiente y las gentes caminando de afán, sin saber que de esa forma se mojaban más rápido, dos hombres en motocicleta y de aspecto sospechoso se posaron bajo el volado de un edificio, en espera de la orden de «Pelambre» para entrar en acción. Estaban ansiosos y parqueados una cuadra antes y en diagonal al café Salento.
Pero «Pelambre», que estaba apostado con su carro en la cuadra siguiente del café, se quiso asegurar de que a Catalina no le pasara nada y la llamó antes de dar la orden de matar a Yésica. En la pantalla del teléfono celular de Catalina apareció el nombre de «Pelambre» seguido de la abreviatura «cel». Ella contestó. El moreno, que no estaba nervioso, le preguntó por el lugar donde se encontraba porque ya iba a dar la orden de actuar a sus sicarios.