Sin tetas no hay paraíso (30 page)

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Authors: Gustavo Bolivar Moreno

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Drama, #Novela

BOOK: Sin tetas no hay paraíso
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Desde luego, «Pelambre» le estaba diciendo mentiras piadosas, por compasión, para no hacerla morir de tristeza si se enteraba de la verdad que no era otra que, en sus palabras, se resumía en dos frases aburridísimas: «Nadie sabe para quién trabaja» y «su amiga la ha bajado del bus».

Sin tetas durante dos años porque su piel y sus pezones no resistían una cirugía más; sin fortuna porque Marcial Barrera no le dejó sino el poco dinero que ella llevó a la clínica y que sólo le alcanzó para pagar su cuarta operación; sin esposo porque Marcial Barrera se aburrió de su frialdad, su infidelidad y su cinismo; sin amigos porque Yésica seguía sin contestarle el teléfono; sin familia porque su mamá se acababa de convertir en la concubina de su novio de toda la vida, Catalina sintió que estaba sepultada bajo el mundo. Sólo le quedaba su basta experiencia con los hombres, una bien ganada reputación de puta prepago y un nuevo y doloroso postoperatorio pendiente. Pensó que ni siquiera debía tomarse la molestia de quitarse la vida porque ya estaba muerta. Sentía que todo la asfixiaba, que todo estaba oscuro, que quienes la miraban eran monstruos inmensos con deseos de tragársela. Empezó a temerle al viento, al agua, a los ojos de la gente. Empezó a claudicar.

En medio de su horripilante crisis existencial, «Pelambre» la acompañó hasta el aeropuerto y, por instrucciones de Marcial Barrera, le compró un tiquete de regreso a Pereira. No era lo que quería pero no tenía alternativas. Volver a su casa en su lamentable estado anímico, en medio de su derrota y sabiendo que iba a encontrarse con un padrastro que antes fue su novio, la terminaría de matar. «Pelambre» se despidió de Catalina con profundo pesar. Alcanzó a enamorarse de ella, pero no se tomó la molestia de decírselo porque sabía que sus palabras no iban a surtir efecto diferente que el de la burla. Sin embargo, le dejó su teléfono para que lo llamara cuando lo necesitara.

—Te llamaría ya mismo, «Pelambre». Le dijo Catalina con los ojos aguados y a punto de partir mientras grababa su número y su nombre en el celular.

A «Pelambre» también se le aguaron sus ojos blancos y el abrazo fue inevitable. Él jamás había estrechado entre sus brazos a una mujer blanca. La sintió tan frágil, tan delicada, tan imposible que, de inmediato, la soltó con algo de brusquedad y la despachó con inseguridad pensando que si se quedaba otro segundo, se iba a terminar haciendo daño:

—La va a dejar el avión, mi señora.

Catalina se despidió de él en silencio y sin quitarle la mirada de encima hasta que se giró con su maleta de ruedas para ingresar luego al muelle nacional, donde solo los pasajeros tienen acceso. A través de los cristales se miraron otro par de veces hasta que desaparecieron cada uno con sus pesares.

Capítulo 20

El regreso a casa, el regreso a la vida

En el aeropuerto de Pereira, como era de esperarse, nadie la estaba esperando. Alcanzó a reconocer a algunos amigos que regresaban en el vuelo 911, que siempre transportaba entre 8 y 12 mulas del narcotráfico, pero se ocultó para que no la fueran a saludar. La mayoría de los pasajeros lucían contentos, y no era para menos: regresaban a casa con cinco o diez mil dólares que no tenían en el bolsillo hacía una semana. Sólo una mujer pasó sin sonreír ni celebró su llegada con sus familiares y amigos. Por el contrario, desde la distancia, Catalina observó que el saludo entre ellos fue triste y traumático. Se rascaban la cabeza con angustia, disentían con pesar y aburrimiento y hasta lloraban con profundo dolor, caminando con rasquiña de un lugar a otro. Catalina se acercó un poco para conocer la razón de la aparente tragedia a ver si con ese consuelo de tontos podía levantar un poco su ánimo y lo logró. La amiga de la pasajera triste había sido capturada en Miami con un kilo de cocaína pura entre su estómago y era su hermana.

Catalina pensó que esa era una tragedia peor que la suya y avanzó hasta la salida del aeropuerto donde tomó un taxi con rumbo a su casa. Al llegar a la cuadra sintió miedo. Un frío helado recorrió su cuerpo y se extrañó al ver la puerta de su casa abierta y más aún, que de ella estuviera saliendo música a gran volumen. Descartó la posibilidad de una fiesta porque no vio gente y se bajó luego de pagar 10 mil pesos por la carrera. Como pudo, se dio maña de subir la maleta hasta el andén, para luego ponerla a rodar hacia la puerta de su residencia. Al llegar, encontró un letrero en la puerta que decía: «Se venden helados», más abajo observó otro que decía: «Estampamos camisetas para equipos de microfútbol». Catalina apreció con simpatía los letreritos que significaban rebusque, ganas de salir adelante, ganas de reemplazar el taxi acabado contra una buseta y un poste. Por eso sonrió y entró directo hacia el patio donde escuchó la voz de Albeiro cantando al ritmo y los compases de la música rock que salía de su grabadora.

Al llegar al patio, lo encontró concentrado sobre una plancha de screen, estampando el número cuatro sobre una camiseta de microfútbol de color blanco y rojo como la del River Play. Lo observó por largo rato sin que él lo notara, hasta que Albeiro sacó la camiseta debajo de la plancha de marcos de madera y bastidor en organza y levantó la mirada para ubicar el tendedero donde la iba a poner a secar, pero se encontró de sopetón con la mirada tierna y compasiva de su ex novia e hijastra. Se quedó mirándola con espanto. Catalina le sonrió y Albeiro continuó mudo. Ella se acercó a la grabadora sin quitarle la mirada y la apagó para luego saludarlo a secas, con un simple hola, aunque su corazón estuviera latiendo a miles de revoluciones por minuto. Albeiro seguía extasiado mirándole el pecho otra vez plano, su rostro demacrado y su aspecto abandonado y sólo atinó a preguntarle con sutileza lo que le estaba pasando. Ella contestó, como siempre solía hacerlo, con otra pregunta:

—¿Dónde está mi mamá?

Albeiro miró hacia dentro de la casa por encima del hombro de Catalina y se llenó de nervios.

—Está por ahí, le dijo, y colgó, por fin, la camiseta para luego acercarse a ella limpiándose las manos como un maniático perfeccionista.

—¿Quiere tomar algo?

—No, gracias, solo vine a saludarlos…

—Voy a buscar a Hilda, le dijo y salió gritando por toda la casa su nombre con una familiaridad que le alcanzó a chocar a Catalina:

—¡Amor!

Ya dentro de la casa, Albeiro le dijo muy asustado que a lo mejor estaba en la tienda y no pasaron cinco segundos antes de que doña Hilda apareciera en la puerta. Catalina se quedó pasmada al verla y ella sintió alegría y vergüenza al mismo tiempo. Doña Hilda estaba embarazada. El feto tenía cuatro meses de gestación y ya estaba obligando a su mamá a ponerse vestidos de maternidad, uno de los cuales, el rojo, el que llevaba puesto ese día, había sido estampado por Albeiro con un letrero a la altura de la cintura que decía: ¡Apúrese pues parcero que lo estamos esperando!

El impacto para ambas fue extremo. Catalina no sabía si llorar de rabia o alegrarse por la llegada de un nuevo hermano aunque se lamentó al presumir que no lo conocería. Doña Hilda no sabía en qué hueco de la tierra meterse para evitar ese momento, tratando de abrazar su barriguita para que Catalina no se percatara del estampado. Albeiro pasaba saliva y se preparaba para sortear alguna reacción violenta de Catalina, pero la verdad es que ya sus fuerzas y sus continuas desilusiones no le daban para emprender otra cruzada por la reivindicación de su orgullo. Sonrió con hipocresía, asintió con la cabeza con una mirada inquisidora y tomó su maleta para dirigirse a la puerta con sumo aburrimiento.

—¿Qué va a hacer, mija? —Le preguntó Hilda sin dejar de temblar aún y Catalina sólo se limitó a abrazarla, a llorar en su hombro y a decirle que la apretara muy fuerte porque esa, con toda seguridad, iba a ser la última vez que la vería en su vida. Doña Hilda no supo por qué, pero le creyó. Y aunque de atajarla no tuvo pretensiones, la abrazó maternalmente y se dedicó a disfrutarla con angustia. Albeiro seguía segregando y pasando saliva por montones y no tuvo arrestos para acercársele. Pero Catalina no quería irse sin decirle unas cuantas verdades sobre su vida que le sirvieran para exorcizar sus culpas. Después de recomendarle que no dejara de visitar a Bayron en el cementerio y de exigirle que cuidara a su mamá y a su nuevo hermanito, le pidió que dejara los remordimientos, si los tenía, porque ella era la culpable de todo. En medio de lágrimas y la perplejidad de doña Hilda y la del propio Albeiro, les pidió perdón y les confesó su vida con un sorprendente poder de síntesis:

—¡Soy una puta! —les dijo antes de partir.

Albeiro quedó muy afectado por la confesión de Catalina y la alcanzó a odiar por unos segundos, pero tuvo la misma sensación de doña Hilda, la de no volverla a ver más nunca y la perdonó con la misma rapidez.

Cuando Catalina alcanzó la carretera, dejando la maleta en la puerta de su casa, Albeiro quiso alcanzarla para entregársela, pero ella le pidió que la dejara ahí y que si le estorbaba la botara a la calle, pero que, por favor, no se la trajera porque ella no la necesitaría más. Fue entonces cuándo él y doña Hilda comprendieron que Catalina había tomado la determinación de matarse. Y no estaban equivocados. Con la sola compañía de la tarjeta de «Pelambre» y algún dinero, Catalina se fue a buscar a sus amigas de la cuadra. Las encontró durmiendo, como siempre cuando llegaba de día, pero las hizo despertar a la brava y se puso a hablar con ellas. En esta ocasión ya no se sabía cuál de las cuatro lucía más desbaratada, por dentro y por fuera. Todas lucían desgastadas, autómatas al hablar, tristes al mirar, lentas al moverse, hipócritas al reír.

Vanessa, Ximena y Paola le preguntaron por Yésica y Catalina les contó que no sabía nada de ella, que a lo mejor se la había tragado la selva de cemento que le parecía Bogotá. Ignoraba que, a esa misma hora la perversa adolescente estaba convenciendo a Marcial Barrera para que pusiera todas sus propiedades a nombre suyo, no solo por ser su mejor polvo en la vida, si no por estar esperando un hijo suyo.

En la noche, las cuatro salieron hacia el prostíbulo y Catalina se puso a repasar su vida con cuanto borracho enamorado se encontraba. Les hacía claridad en el sentido de que ella no estaba levantando cliente, pero les sonsacaba trago por montones. Algunos hasta le daban perica y ella, a quien los narcos convirtieron en una consumidora social durante su época de esplendor, la recibía sin problema alguno pensando que sería muy sabroso morir en las nubes, «embalada», «friquiada», peleando con sus sombras y fantasmas a punta de carcajadas. Y mientras sus desgraciadas compañeras entraban y salían de las habitaciones con distintos hombres, ella seguía brindando por su nueva amiga la muerte. De vez en cuando, Vanessa la llamaba a su habitación y le ofrecía «un pase». Tanto ella como Ximena y Paola se enviciaron a la cocaína, aunque no por gusto. Para aguantar su ritmo de trabajo, necesitaban ingresar a un estado inconsciente y eufórico que les permitiera soportar a sus clientes, la mayoría de ellos borrachos abominables y despreciables.

Nunca la vida demostró con tanta claridad sus paradojas como esa noche en la casa de citas cuando un hombre elegante y bien hablado se acercó a Catalina y la abordó con decencia ofreciéndole un trago. Le dijo que no debería desperdiciarse en un lugar como ese. Que su cuerpo era bastante armonioso y su cara muy linda como para estarse devaluando en aquel lugar. Le propuso que se fuera a trabajar con él los fines de semana en las fincas de unos amigos que le podían brindar las comodidades y lujos que jamás iba a conseguir en un lugar como ese. Catalina empezó a reír sin poderlo creer, pero se detuvo ante la molestia que expresó el hombre. Pensó que la risa de Catalina se debía a lo increíble que sonaba su historia y tuvo que jurar, pensando que de esa manera ella le creería el cuento fantástico de los hombres millonarios que la podrían dotar de lujos y comodidades, incluso carro y apartamento, si se acostaba con ellos. Catalina estalló en risas de nuevo y el proxeneta se molestó otra vez. Le dijo que si no le creía, él le podía mostrar muchos ejemplos de mujeres que ahora lo tenían todo por haber seguido su consejo. Fue entonces cuando sucedió lo inesperado. El inocente interlocutor de los narcos le sugirió con indirectas que se mandara a operar. Le dijo que lo tenía todo para triunfar en ese esquivo mundo pero que le faltaban las tetas.

—Con dos tallas más, los matas a todos. —Le dijo y Catalina ya no pudo contener más la risa y se mantuvo en ese estado durante mucho tiempo, no obstante que el dueño del establecimiento y sus borrachos amigos le pasaban agua en cantidades para que pudiera ahogar su crisis de ironía. Y es que estaba eufórica. Sintió que volvía a nacer. Recordó el día en que «El Titi» la dejó plantada en la puerta de la casa de Yésica, recordó las cuatro cirugías que soportaron sus tetas y terminó de reírse cuando el sol empezó a colarse por cuanto hueco encontró en aquella casa fantasmal y llena de malas energías. Cuando Vanessa, Paola y Ximena terminaron sus labores, bajaron vestidas, extenuadas y desechas al salón principal donde el hombre elegante y bien hablado le proponía a Catalina que él le podía pagar la cirugía siempre y cuando ella se comprometiera a dejarlo estrenarlas y devolverle el dinero con el fruto de su trabajo con sus amigos traquetos. Catalina sintió que nada en el mundo podía ser tan paradójico y, aunque quiso volver a reír ya no pudo hacerlo. La risa se le había secado.

Ya en la madrugada, salió de la casa de citas, luego de hacer amistad con un sinnúmero de simpáticos borrachines y con el dueño del establecimiento, quien trató de convencerla para que se quedara a trabajar con él, y tomó un rumbo desconocido a pesar de que Paola y Vanessa, al verla en ese estado de embriaguez y locura, le rogaron que se fuera para alguna de sus casas. Pero ella no quería martirizarse más viendo el cuadro de su madre embarazada y su ex novio besándose en la puerta de su casa. Con el dinero que le quedaba, más los aportes que sus tres amigas le hicieron, con gusto, se fue al viaducto desde donde intentó lanzarse en tres ocasiones pero todo fue en vano. Sintió miedo, se acobardó y abortó su deseo de morir. Riéndose de sí misma, se fue al terminal de buses, hizo un par de llamadas, compró un pasaje y se devolvió a Bogotá. Sin bañarse, sin cambiarse, con la ropa que tenía puesta desde el día anterior.

Yo, que estaba saliendo de un desayuno con el gerente de la terminal de transportes, me la encontré caminando sin rumbo, pero me hice el que no la conocía por pena con el funcionario. Qué pensaría de mis amistades si la saludo delante de él. Pero, de todas maneras me interesaba hablar con ella para preguntarle por el paradero de una computadora portátil que se me desapareció de la casa y que significaba mucho, ya que en el disco duro reposaban algunos archivos muy importantes para mí.

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