Read Sin tetas no hay paraíso Online
Authors: Gustavo Bolivar Moreno
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Drama, #Novela
Yésica aguantó en silencio la envidia que la carcomía por dentro y se dedicó a esperar el momento exacto para empezar a destruirla. Y ese momento estaba a punto de llegar. Luego de su tercera cirugía, Catalina empezó a sufrir más de lo debido. Primero, porque su segunda intervención, la que le hizo el doctor Molina para extraerle la basura que Mauricio Contento le metió en el pecho, estaba muy reciente y segundo porque el aumento de talla le estaba trayendo muchos problemas colaterales. La columna ya empezaba a doblársele, su espalda no soportaba tanto peso y, en las noches, sentía mucho frío en el pecho por el material de las prótesis. Además, su piel empezaba a tensionarse de manera absurda ante el ataque de dos prótesis que sumadas podían pesar un kilo. Pero lo peor estaba por venir.
Catalina empezó a notar que la piel de sus senos estaba empezando a surcarse, como cuando una tela está a punto de romperse. No sabía lo que estaba pasando y no lo quiso comentar con nadie para que no la llenaran de pesimismo. Lo cierto es que la piel que quedaba en el centro de sus dos senos se estaba tensionando tanto que empezó a padecer de dolores agudos que la hacían retorcer, mientras Yésica seguía adelante con su macabro plan de cobrarle lo que ella consideraba «su buena suerte».
Aprovechando que Catalina se estaba valiendo del post operatorio como pretexto para dormir sola, Yésica se le metió una noche a Marcial Barrera en su habitación. Fue la noche que los noticieros de televisión dieron cuenta de la muerte de Mauricio Contento. Su cadáver fue encontrado en el kilómetro 27 de la vía a Villavicencio y ya presentaba un considerable deterioro y un estado de putrefacción lamentable. Las imágenes fueron tan horrorosas que Catalina se arrepintió de odiarlo y apagó el televisor.
Entre tanto Yésica seguía tratando de seducir a Marcial Barrera sin que se le notara la intención. Comentó con tono de pesar que era una lástima que la recuperación de Catalina estuviera resultando tan larga. Le dijo que a ella le parecía que Catalina era una mujer muy afortunada por haberse encontrado a una persona tan linda como él. Marcial sonreía sin pensar mal aún, mientras Yésica arreciaba sus ataques. Le dijo que cómo hacía para aguantar tanta abstinencia haciendo que la conversación tomara otro tono y otro rumbo: que muy pocos hombres como él aguantaban tanto tiempo sin estar con su esposa, que lo felicitaba por ser tan fiel y que si le podía hacer el favor de dejarla bañar en su ducha porque se sentía mojada de tanto hacer ejercicios en el gimnasio y le daba pena subirse a un taxi oliendo a sudor. Marcial Barrera, que ya sabía para dónde iban las cosas, accedió.
Yésica se la jugó a fondo para conquistarlo, sin saber que sólo hubiera bastado con ponerle la mano en la pelvis, y le pidió prestada una toalla. Marcial se la entregó mirándola a los ojos y tratando de contener el demonio de la lujuria que amenazaba con poseerlo. La cara y el cabello de la niña se quedaron mirándolo de pies a cabeza mientras su cuerpo caminaba hacia la puerta del baño arrastrando una esquina de la toalla por el piso.
Cuando sonó la ducha, Marcial Barrera ya estaba a punto de infartar por la angustia de saberla desnuda bajo su regadera y entró en desespero. Se paseó de un lado a otro sin saber qué pretexto sacar para entrar, se paró varias veces en la puerta con la manija en la mano, pero no se atrevió a seguir. Sólo hasta que Yésica le pidió que la ayudara balanceándole la temperatura del agua que le estaba saliendo muy caliente, Marcial Barrera entró al baño y se entregó al placer con una niña de la misma edad de su esposa que, aunque menos voluptuosa, sí era más candente y experimentada.
La noche fue larga y suficiente para comprobarlo. Yésica se fajó una de sus mejores faenas sexuales porque sabía que si no lo enamoraba en ese momento, Catalina estaba a punto de terminar su recuperación y ella no volvería a tener otra oportunidad de hacerlo. Le hizo de todo al pobre Marcial que ya rayaba en los sesenta y cinco años. Le hizo recordar a sus mejores putas, a sus mejores esposas, a sus mejores amantes. La calidad del sexo que le ofreció Yésica fue tanta que no tuvo necesidad de ingerir su pastilla de viagra como sí tenía que hacerlo para estar con Catalina. Es más, volvió a tener, como hacía treinta años no lo hacía, tres eyaculaciones en una misma noche. Estuvo a punto de tener la cuarta, pero el sol los interrumpió y el miedo que le dio de ser sorprendido por su esposa lo desconcentró y lo sacó del juego. De todas maneras, registró en su memoria esa, como una de sus noches más memorables de los últimos tiempos. Desde luego, vinieron otro par de noches increíbles y maravillosas para él que le fueron suficientes para rejuvenecer, sentirse útil sexualmente y para enconarse de Yésica.
Por eso empezó a mirar con otros ojos a su esposa y Yésica empezó a disfrutar de todos los lujos y las comodidades que tenía su amiga. En completo silencio y con la complicidad de su eterno y fiel subalterno, Marcial le compró un apartamento y un carro, la mandó con sus hombres a que desocuparan un par de almacenes de ropa y la puso a lucir las joyas más lindas y finas que pudo encontrar en un par de viajes que hizo a Los Ángeles. Yésica le contó a Catalina que, por fin se había conseguido un noviecito que la sacara de «la inmunda» y no le mintió. Antes de hacer un tercer viaje, Marcial le pidió a Yésica que se casaran, asegurándole que a su regreso de España le iba a decir a su esposa que se separaran.
Marcial viajó a España y se llevó a Yésica. Catalina se quedó convencida que su amiga del alma estaba en Cartagena y jamás armó conjetura alguna sobre el por qué de los viajes simultáneos de ella y de su esposo. Creía con firmeza que ella era la única mujer de su edad, capaz de soportar a un viejo tan desagradable como Marcial tan solo por la plata. Durante su estadía en Galicia, Marcial y Yésica reafirmaron su mutua atracción, la de él por la manera inverosímil en que ella hacía el amor y la de ella por la manera escandalosa como repartía dinero ese señor.
Ya curada de las heridas de su tercera operación, Catalina, que gozaba cuando su esposo se ausentaba, aprovechó el tiempo recorriendo centros comerciales y comprando, por docenas, brasieres talla 40 de los cuales no tenía uno solo. Los compró de todos los colores y tonos, con arandelas, sin arandelas, con encajes, sin encajes, lisos, transparentes, corrugados, estampados y hasta de malla. Hubo uno que nunca buscó y que, por ende, no encontró porque no existía. Era el brasier talla 80 de una sola copa que dentro de poco se vería en la necesidad de usar. Ella no lo sabía pero la piel de su esternón, la piel que divide los senos, la que sirve de valle central al par de montañas estrambóticas que ahora tenía, estaba a punto de colapsar.
Sí estaba sufriendo de ardor en esa zona, pero pensó que se trataba de los síntomas propios de su reciente operación. Una vez más, estaba equivocada. En la noche, mientras Yésica y su esposo disfrutaban de una nueva velada, esta vez a bordo de un yate alrededor de las Islas Canarias, Catalina empezó a sentir que la piel se le desgarraba. Sus senos se fueron juntando con parsimonia mientras aparecían estrías espantosas que anunciaban el paulatino desprendimiento del cuero del esternón. Atónita por lo que estaba viendo, salió de su habitación pidiendo ayuda a gritos.
«Pelambre», que estaba a su disposición las 24 horas por órdenes de Marcial, la llevó de urgencias a la clínica del doctor Espitia, donde fue operada, pero allí sólo encontraron un buldózer y una retroexcavadora que estaba tumbando la casa para, según una valla que adornaba la entrada, construir un edificio de siete pisos con apartamentos dúplex de 134, 176 y 250 metros cuadrados.
De inmediato se fueron a la clínica del doctor Molina y allí fue internada de urgencias. Como el doctor Molina no estaba y Catalina exigía a gritos su presencia, la recepcionista se vio en la obligación de llamarlo, a esa hora de la noche, aún a sabiendas de que a él le disgustaban enormemente este tipo de llamadas. Una hora más tarde, el doctor Ramiro Molina apareció en urgencias y encontró a Catalina retorciéndose del dolor. Le hizo quitar la blusa y el brasier con la ayuda de un par de enfermeras y se quedó estupefacto al apreciar la dantesca escena con carácter de cataclismo natural en la que se apreciaban su senos agrupados en uno solo por lo que Catalina pasó de tener dos tetas pequeñas talla 32, luego dos grandes talla 38, después dos inmensas talla 40 a tener, ahora, una sola, enorme, superlativa, gigante, talla 80.
La piel de su esternón con todo y fibra muscular, se desprendió por el peso irresponsable de sus prótesis y las dos tetas se le unieron para conformar ahora una inmensa meseta, sin valle erótico dónde poner las uvas, ni lugar por dónde dividir la copa de los 48 brasieres talla 40 que con tanto morbo y orgullo compró una tarde mientras pensaba, con picardía, en la cara que iban a poner todos sus clientes al verla desnuda.
De nuevo vinieron las preguntas, las respuestas y los comentarios mordaces: que quién la operó tan mal. Que un doctor Alejandro Espitia. Que ese era mucho bárbaro, que cómo la iba a operar tan pronto y que cómo le iba a poner esa talla si su piel no daba para tanto, que lo demandara. Que no porque la clínica ya no existe. Que usted no aprende la lección y que ahora tendré que operarla de nuevo para sacarle las prótesis talla 40 y que si quiere volver a tener tetas de silicona, debe esperar, por lo menos un par de años, hasta tanto el tejido no se regenere y la piel no vuelva a adherirse al sistema óseo porque esa era la zona con menos masa muscular de todo el cuerpo.
Catalina entró en pánico. No por la nueva operación a la que debería ser sometida sino por la recomendación con carácter obligante del doctor Molina de permanecer dos años sin tetas, luego de los cuales, cuando mucho podía aspirar a tener unas prótesis talla 36. Catalina sintió que ese era el final de su vanidad. Que ese golpe era tan duro que no lo iba a poder resistir. Entró de nuevo en depresión y se puso a llorar una semana seguida, mientras «Pelambre» luchaba para que se alimentara y mientras su esposo se paseaba por toda Europa con su nueva y costosa diversión.
Cuando Marcial y Yésica aterrizaron en Bogotá, el doctor Molina estaba listo a operar a Catalina por cuarta vez. Ella estaba absolutamente sola, con mucho dinero para respaldar cualquier eventualidad, pero sin una mano amiga, sin un familiar, sin su detestable esposo, sin su inseparable amiga a quien se había cansado de marcarle al teléfono. Por eso y mientras la anestesia le surtía efecto, recordó su pasado. Recordó a su hermano esculcándole el bolso, recordó a su mamá besando a Albeiro, recordó el taxi rodando cuesta abajo hasta estrellarse con la buseta, recordó su primera vez con «Caballo», la fiesta de cumpleaños que le hicieron en su casa su mamá y su novio cuando ellos no tenían un romance aún. Recordó la escuela, recordó de nuevo la mano pervertida de su padrastro subiéndole el uniforme, recordó el reinado donde ocupó el segundo puesto. Recordó a sus muertos, a «Caballo», a Bonifacio Pertuz, al capitán Salgado y a Mauricio Contento y no supo por qué carajos, si por inercia, si por su forma de ser o su insaciable sed de venganza, pero incluyó en esa lista a Alejandro Espitia el causante de su última desgracia con quien se acostó, medio convaleciente aún, durante una cita de chequeo cuando Marcial estaba en California arreglando cuentas con unos mexicanos que no le querían pagar un dinero.
Catalina recordó, recordó y recordó, casi todo, porque la anestesia se resistía a dormirla. En un momento aciago en el límite entre el sueño y la lucidez que algunos llaman el umbral, Catalina abrió los ojos y vio al doctor Molina con un tapabocas mientras la miraba y se disponía a desprenderle por completo los pezones para extraer las prótesis asesinas. No recordó si estaba dormida, pero gritó. Gritó muy fuerte para que él supiera que estaba despierta y que el cuchillazo le iba a doler. Pero sí estaba dormida, el doctor Molina no escuchó su grito y oprimió su dedo índice contra el bisturí para empezar a romper la aureola del pezón izquierdo por donde pensaba sacar ambas prótesis dado que ya nada las separaba.
Cuando Marcial llegó a su casa, «Pelambre» lo puso al tanto de la situación y éste, en vez de preocuparse, sólo se ocupó de lanzar una frase lapidaria que de haber escuchado Catalina, con seguridad la hubiera empujado, sin remedio al abismo del suicidio:
—¡Esa china hijueputa sí jode con esas tetas! –Siguió caminando al tiempo que le ordenaba a su fiel escolta.
—Que me le alisten todas las cosas que la voy a sacar de la casa. Desde mañana la señora Yésica viene a ocupar su puesto y aproveche para llevarle las cosas a la clínica de una vez por todas, por que no la quiero volver a ver más nunca en esta casa.
Estaba ardido y lo de no quererla ver más nunca era verdad. Durante su viaje a España, Yésica le contó que Catalina estuvo a punto de entregarlo a la DEA y que se vomitaba de asco cuando lo besaba por lo que prefería besarle el pene que la boca. Ese comentario, que además era cierto, por supuesto hirió su orgullo, que era el mismo de todo hombre que se resiste a ser catalogado como de la tercera edad.
Lo de señora también era verdad. No fue una frase irónica, ni relativa, ni lógica, ni una suposición. Marcial Barrera se casó con Yésica en España, en una provincia llamada Huelva, donde un cura que no reparaba en el origen del dinero porque decía que Jesús jamás se fijó en el origen de los peces, los había casado a cambio de que Marcial le regalara dinero para ampliar aún más la torre de su iglesia, que el cura, de apellido Valenzuela, pensaba hacer llegar hasta el cielo, no tanto porque estuviera loco, como en verdad lo estaba, sino porque de esa manera podía seguir captando dinero de particulares, fundaciones y entidades de beneficencia por los siglos de los siglos. La verdad era que la torre ya medía 128 metros y el generoso de Marcial se comprometió a añadirle 20 metros más a cambio de la bendición.
«Pelambre» cumplió la orden con algo de dolor en el fondo de su corazón. Muy en el fondo, porque la vida sólo le había enseñado a ganarse el sustento matando y eran ya muy pocos los sentimientos nobles que albergaba dentro de sí.
El caso es que, dos días después, cuando se aprestaba a abandonar la clínica de nuevo, Catalina se encontró con «Pelambre» quien la puso al tanto de la situación:
—El Patrón tuvo que irse porque lo están persiguiendo y le dejó dicho que se defienda como pueda y que no puede volver a la casa porque estupefacientes está a punto de entrar en ella.