Sin tetas no hay paraíso (32 page)

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Authors: Gustavo Bolivar Moreno

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Drama, #Novela

BOOK: Sin tetas no hay paraíso
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Catalina le dijo que estaba frente al Café y que tenía panorámica sobre Yésica que acababa de llegar al lugar. Que estaba vestida con una chaqueta blanca, una bufanda rosada, un pantalón negro y unas zapatillas del mismo color de la bufanda. Que la farsante llevaba un libro grande en sus manos y que ellas acostumbraban a sentarse en la segunda mesa sobre el andén exterior… ¡Qué ya podían actuar!

«Pelambre» se apresuró a comunicarse con sus hombres y les dio la orden de matar a Yésica quien se encontraba sentada en la segunda mesa del café leyendo un libro. Para más seguridad describió la vestimenta de la mujer con la misma exactitud y colores con los que Catalina se la describió a él.

Con la frescura que les daba la experiencia, los hombres apagaron los cigarrillos que fumaban a esa hora, uno de ellos restregando la colilla contra el suelo. Echaron un chiste a propósito de una señora gorda que pasaba, se montaron sonrientes a la moto roja de alto cilindraje, palparon sus cinturas para cerciorarse que las armas estuvieran en sus puestos y arrancaron sigilosos pero con decisión. Atravesaron la calle haciendo verónicas a un par de carros, se subieron al andén de la cuadra de enfrente, donde quedaba el café y empezaron a acortar la distancia que los separaba de la mesa donde Yésica esperaba de espaldas al andén esculcando su bolso con nerviosismo y pisando con su codo derecho una página del libro que estaba leyendo.

De repente, la motocicleta irrumpió con su estruendo miedoso por la parte ancha del andén, haciendo mover con disgusto a algunos transeúntes que se movilizaban a pie por el lugar. El pasajero de atrás, un asesino apodado «Sangrefría», se persignó, se encomendó a la Virgen, le prometió un viaje a su santuario en una población llamada Carmen de Apicalá, sacó su pistola con disimulo, le quitó el seguro, la camufló bajo su gabán de cuero carmelito y la dejó lista para matar a la mujer que ahora escribía con cierta premura sobre una página del libro del que no desprendía su mirada.

Los asesinos se acercaron lo suficiente para cerciorarse de que fuera ella. Era ella. Estaba terminando de escribir una frase sobre el obeso libro y llevaba la ropa descrita por «Pelambre». No cabía duda. Contuvieron la respiración, pararon la moto, sin apagarla, detrás de las materas que separaban el café del andén. «Sangrefría» se bajó y caminó a paso largo sin mirar atrás. Sin verlos la mujer cerró los ojos, sonrió y se puso el libro en el pecho. El matón entró al lugar, la abrazó por la espalda, sin que ella tuviera tiempo de oponer resistencia, y le descargó todo el proveedor de su pistola 9 milímetros en el corazón, apuntalando sus tetas con un borde del libro. La mujer, que estaba desprevenida y con los ojos cerrados, cayó al piso herida de muerte sin soltar un celular que la acompañaba. El libro y el esfero de tinta roja cayeron al lugar hacia donde la fuerza de gravedad los quiso llevar. «Sangrefría» volvió a la moto sin afán y se subió de un brinco mientras su compinche aceleraba. Los dos sicarios arrancaron satisfechos pensando cómo gastarse el dinero que se acababan de ganar.

Al escuchar los mortales disparos, un mesero soltó la bandeja con dos tazas hirvientes que se reventaron contra el piso y se escondió bajo una de las mesas del negocio donde ya estaba uno de los clientes del lugar eludiendo con miedo uno de los brazos de la mujer asesinada que amenazaba con tocarlo. Los sicarios huyeron empleando todo tipo de malabares y haciendo bailar, con indecisión, a los peatones a quienes salpicaban pisando los charcos del andén.

En el café Salento, los clientes sacaban la cabeza debajo de las mesas y los curiosos hacían rueda alrededor de la víctima mientras se escuchaban gritos desesperados de algunos voluntarios que pedían una ambulancia o que le gritaban a la gente que se retirara para que dejaran respirar a la moribunda. Al instante llegó la policía y organizó un cerco, separó a los curiosos y le trató de prestar los primeros auxilios a la mujer baleada que sonreía mientras moría, tratando de pescar un poco de aire. Los policías trataron de reanimarla con masajes cardiacos, pero la mujer soltó un último suspiro, más de satisfacción que de muerte y sucumbió.

Uno de los agentes, el que le tomó el pulso, se levantó con cara de haber visto muchas veces la misma escena y le dijo a sus compañeros que ya no había nada qué hacer. La mujer estaba muerta. Su cuerpo quedó doblado por el dolor, en posición fetal. Trataron de buscar alguna identificación de la víctima, pero ella no llevaba nada encima, aparte de una Biblia, un esfero y un teléfono celular que nunca soltó y que ahora reposaba sobre la palma de su mano izquierda, ya con los dedos aflojados.

A pocas cuadras del lugar, los sicarios abandonaron la moto, que acababan de robar, y se subieron al carro de «Pelambre» que los estaba esperando con la camioneta encendida. Se despojaron de la sudorosa indumentaria y arrancaron, a toda velocidad, celebrando el éxito de la operación por el camino. Nadie los pudo ver gracias al acrílico oscuro de los cascos que llevaban y se alegraron porque tenían claro que sin testigos no había presos. Se chocaron las manos, gritaron vivas y dieron gracias al Divino Niño y a la Virgen María por haberlos ayudado ignorando que Dios y la Virgen no colaboran con esas empresas. «Pelambre» les dijo que gracias al éxito de la «vuelta» podría realizar su sueño de conquistar a la niña que lo traía loco y le marcó de inmediato para ponerla al tanto del éxito de la operación. Catalina no contestó, pero él siguió insistiendo porque sabía que con esa noticia se iba a poner feliz.

En ese mismo momento y simultáneamente con las llamadas de Pelambre a Catalina, Marcial Barrera le marcaba desde su teléfono a Yésica para anunciarle el regalo que le acababa de comprar. Una costosa y hermosa camioneta, importada desde Alemania con todos los lujos electrónicos propios de un objeto que en Colombia costaba 160 millones de pesos.

En el lugar de los hechos, donde los curiosos comentaban sin ninguna discreción, uno de los policías llamó la atención de su compañero sobre algo que estaba observando. El teléfono de la víctima, que aún permanecía en su mano izquierda, sonaba insistentemente, al tiempo que iluminaba su alrededor con un bello color azul profundo. No lo contestaron, por miedo a entorpecer la investigación, pero anotaron en su libreta un nombre que titilaba en la pantalla al compás de los timbrazos melodiosos del celular: «Pelambre cel».

Cerca al celular, salpicada por unas pocas gotas de sangre y a merced del viento, estaba una Biblia abierta y rayada en el libro de San Lucas, capítulo 23, versículo 43, con esta frase lapidaria que escribiera la víctima con la mano temblorosa y el corazón en fuga cuando escuchó la moto desplazándose sin remedio hacia ella con sus verdugos a bordo:

—«Pura mierda, sin tetas no hay paraíso».

EPÍLOGO

En el café Martán, al otro lado de la ciudad, Yésica, se encontraba hablando por teléfono con Marcial mientras esperaba a Catalina que ya presentaba un retraso de veinte minutos en su cita. Cuando su esposo la puso al tanto del suntuoso regalo estalló en carcajadas, observó el reloj, se asomó a la calle mirando hacia todas partes y se marchó convencida de que Catalina ya no llegaría a la cita.

Podría decirse que una sobredosis de silicona acabó con los sueños de una niña como Catalina, que se pasó toda su corta vida correteando a su esquiva suerte por cuanto recoveco encontró, para ponerse a salvo de quien, con sobrados méritos, tan poquito había hecho para merecerla.

Cansada de soportar tantas deslealtades, decepcionada de sí misma por haberse equivocado tanto, arrepentida por haber puesto a girar su vida en torno a un par de tetas ficticias, hastiada del mundo y de tantas injusticias, odiando a su mamá, aborreciendo a Albeiro, detestando a Marcial, maldiciendo a Yésica por haberle terminado de poner el pie en el cuello cuando apenas estaba sacando la cabeza de un fango podrido, Catalina se mandó a matar. Algo así como un suicidio a domicilio.

Engañó a «Pelambre» haciéndole creer que era Yésica quien se encontraba esperando la muerte en el café Salento. Por eso unas horas antes, en medio de un macabro ritual frente al espejo y llena de lágrimas en sus ojos, se vistió de muerte, con la chaqueta blanca, pantalón negro, bufanda rosada y zapatillas rosadas. Luego llamó a Yésica y la citó en un café de nombre Martán. Enseguida llamó a «Pelambre» y le dijo que a las dos de la tarde Yésica iba a estar sentada con un libro en el café Salento. Se limpió las lágrimas, tomó una Biblia que encontró en un cajón de la mesa de noche del hotel y se fue a cumplir su cita con el destino.

Desde el mismo café Salento, hizo la llamada en la que le dijo a «Pelambre» que Yésica ya estaba sentada en el lugar con tal y tal ropa y se puso a rezar. Nunca, durante su vida, mantuvo contacto con Dios, pero al escuchar el rugido de la moto en la que se aproximaban sus verdugos, empezó a rezar, se arrepintió de corazón por todos los errores y los pecados que había cometido y se puso a esperar la muerte con resignación mientras tachaba con rabia un salmo de la Biblia que hablaba del paraíso. A medida que el ruido de la moto se acercaba, Catalina recordaba con rencor o felicidad las escenas más connotadas de su vida mientras escribía con rabia la frase con la que tachó el versículo de Lucas.

De repente, escuchó el traqueteo del motor muy cerca de sus oídos y cerró los ojos. Sintió el abrazo hipócrita de su asesino, escuchó la ráfaga que viajaba hacia su corazón, empuñó la cara, soltó una sonrisa y se murió. Cayó al piso sonriente, esperando que la sangre saliera a borbotones y admirándose por la belleza del cielo. Dios y los jueces del karma la perdonaron, a pesar de todas sus equivocaciones, porque ellos saben que una niña como Catalina, sin padre, con madre ignorante, con hermano ignorante, con un novio complaciente y débil, que vivió en un entorno difícil, sin oportunidades de educación, sin oportunidades de empleo, sin un sólo chance en la vida de salir de la pobreza, y con amigos como yo o como Yésica, no tiene, en lo más mínimo, la culpa de ser así.

El día que se mandó a matar, Catalina me llamó a las 11 de la mañana y me puso una cita. Quería decirme algo muy importante. La cité en mi apartamento y me impresionó la transformación que había sufrido en tan pocas horas. Ya estaba bañada y lucía prendas de vestir nuevas. Me dijo, con una pasmosa tranquilidad, que se iba a morir en tres horas y hasta me contó la estrategia, que me pareció bastante inteligente y audaz para una persona de su edad y de sus limitaciones culturales e intelectuales. Le dije, con la misma pasmosa tranquilidad, que no se mandara a matar, que lo hiciera ella misma. Me dijo que le daba miedo. Que el día anterior y luego de visitar a sus amigas de infancia en el prostíbulo donde trabajaban, cuando el desespero, la angustia existencial y la tristeza superaron sus ganas de vivir, se fue a parar en una de las barandas del Viaducto César Gaviria de Pereira y que nada. Que le dio miedo. «Esa vaina es muy alta y me dio culillo tirarme» me dijo muerta de la risa.

Me contó también que aprovechando una entrada de «Pelambre» al baño intentó meterse un tiro por la boca con su revólver, como hacían los gerentes de los bancos desfalcados por ellos mismos, pero que tampoco había sido capaz de asesinarse. Contempló también la idea de lanzarse al Transmilenio por la avenida Caracas de Bogotá, pero la descartó, por pura vanidad, pensando que la cara le iba a quedar terrible. Por eso utilizó las buenas intenciones de «Pelambre» y se mandó a matar, y por eso esperó la muerte de espaldas, para que no se le dañara la cara que era, según ella, lo único que le iba a ver Albeiro en el ataúd, pues sus senos ya habían desaparecido.

De repente me cortó el tema y me dijo que venía a entregarme una carta en la que explicaba los motivos por los que tomó la decisión de mandarse a matar y me dejó un anónimo, con destino a la DEA, denunciando a Marcial y a Yésica y entregando toda la información necesaria para que ellos fueran capturados y condenados.

Dos meses después del entierro de Catalina en una fosa común del Cementerio Central de Bogotá, Marcial y Yésica fueron apresados mientras celebraban, a todo dar, el embarazo de la traicionera mujercita. Estaban bebiendo trago con unos amigos en una finca de recreo cuando llegó la Policía, la DEA y el Ejército y los arrestaron junto con todos sus invitados, no obstante que muchos de ellos eran personas decentes y ni siquiera sabían de las andanzas de su anfitrión. Ella fue recluida en la cárcel para mujeres del Buen Pastor por el delito de testaferrato, él fue extraditado a los Estados Unidos donde purga una condena de 40 años de prisión y yo fui premiado con una decente recompensa de 500 mil dolaritos.

Morón continuó prófugo de la justicia y el equipo de fútbol que patrocinaba resultó campeón ese año. La Fiscalía había decomisado hasta diciembre del año 2004, 34 mil bienes de la mafia por un valor incalculable. Todos esos bienes, que incluían acciones en varios equipos de fútbol profesional, un zoológico, aviones, pistas de kart, hoteles de cinco estrellas, fincas, plazas de toros, centros comerciales, farmacias, aeropuertos, mansiones de recreo, casas, locales comerciales, apartamentos y terrenos equivalentes en extensión al tamaño de un país como Bolivia o Uruguay, estaban siendo administrados por la Dirección Nacional de Estupefacientes. ¡Qué oportunidad!

Hilda y Albeiro tuvieron una niña a la que bautizaron con el nombre de Catalina, en honor a la hija, hijastra y ex novia desaparecida y en espera de que algún día ella regresara y se sintiera dichosa por el honor que le habían hecho su antiguo novio y su mamá. La verdad es que ella me pidió que llamara a su mamá y le contara lo de su muerte, pero yo nunca lo hice por temor a perder parte de la herencia que Catalina sin quererlo me heredó.

«Pelambre» murió de rabia y de tristeza. Él no era en realidad un pez gordo, pero murió por la boca. Nunca se había enamorado. El amor lo tocó de veras cuando conoció a Catalina. Nunca había sentido envidia de su patrón hasta el día en que entró a su habitación a entregarle un dinero y la vio desnuda, tirada sobre la cama, boca abajo y borracha. Le pareció que era muy linda y muy joven para desperdiciarse al lado de un viejo tan feo, tan achacado y tan lleno de manías como Marcial. Empezó a quererla, a sentirle pesar y muchas veces sintió la necesidad de hablarle, de contarle quién era Marcial, de pedirle que se fuera de la casa a vivir su vida de otro modo. Pero no pudo, su lealtad hacia su patrón fue superior a su amor por Catalina. Pero la siguió queriendo en silencio. Sólo pensaba en ella. Quería dejarla instalada en su vida, quería protegerla, se ilusionó huyendo con el dinero de Marcial y teniendo hijos mestizos con ella, pero se abstuvo de hacerlo por miedo a morir. Él sabía que tarde o temprano lo iban a encontrar y lo iban a pegar al piso para siempre con un tiro en la cabeza y otro en el corazón, quizá sin ojos y sin las yemas de sus dedos. Por eso prefirió amarla de lejos, sufriendo por no tenerla, pero teniendo vida para mirarla.

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