Read Sin tetas no hay paraíso Online
Authors: Gustavo Bolivar Moreno
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Drama, #Novela
Empezamos a cenar en los mejores restaurantes. Una semana después, luego de las llamadas de rigor, que yo no impedía pero que ya empezaban a molestarme, cenábamos en restaurantes decentes. Dos semanas después lo hacíamos en lugares de comidas rápidas y cuando completaron un mes empezamos a pedir comidas a domicilio. Fue ahí cuando llegó el primer recibo del teléfono: 890 mil pesos. Abrí los ojos más de lo acostumbrado y me llené de ira porque ese dinero equivalía a un viaje de cuatro días a Cartagena con una amiguita. Hice cuentas en mi mente y calculé que con esa suma podía haber comprado una caja de aguardiente para emborrachar a 100 personas durante una reunión política, o un potente equipo de sonido para regalar a los dirigentes comunales de un barrio a cambio de sus votos.
Hice el reclamo respectivo, admito que sin la seriedad y bravuconada que ameritaban la ocasión, pero me tranquilicé cuando ellas me dijeron que no me preocupara porque, no se quién, les iba a prestar una plata con la que ellas prometieron cancelarme la factura. No les creí y tampoco me cumplieron. No tenían por qué hacerlo si cuando prometían quedarse una noche en un apartamento resultaban quedándose muchas más. Pensé entonces que debía recortar los gastos de comida para compensar el pago del recibo de teléfono y, de los grandes restaurantes, los restaurantes decentes, los lugares de comida rápida y los domicilios, pasamos a comer arroz con huevo frito y gaseosa al almuerzo y la comida, todos los días. No encontré otra manera más original de aburrirlas. Los fines de semana me iba con mis hijos, con mis amigos, mis amantes y a veces solo, a mi casa de campo de tierra caliente porque pensé que no era buena idea llevarlas a ellas. Ese fue un error que nunca cometí. Aunque tampoco fue buena la idea de dejarlas solas en el apartamento porque cada vez que regresaba algunos de mis objetos de valor habían desaparecido. Agendas, relojes, dinero, joyas, discos compactos, películas de DVD y ropa. Después de tenerlas mes y medio en mi apartamento, empecé a chocar con ellas, a confrontarlas, a cuestionarlas. Catalina siempre se mantenía al margen de las discusiones pero era Yésica la que respondía y se defendía por las dos.
A veces las escuché peleándose entre ellas porque Catalina le reprochaba su comportamiento y sus actitudes abusivas para conmigo. Me importó un bledo si encontraban al doctor Contento o si se iban a conseguir un traqueto para que les financiera las operaciones que no necesitaban pero que de todos modos se iban a hacer. Sólo necesitaba recuperar mi territorio, verlas salir con sus maletas, expulsar al invasor como lo pudo hacer en nueve días y con total facilidad, alguien delicado como Oswaldo Ternera y en 75 días alguien pusilánime y lujurioso como Benjamín Niño. Yo que me sentía un estúpido compasivo tuve que hacerlo en ochenta y dos días y eso porque llegó el segundo recibo telefónico, esta vez por un millón 546 mil pesos, es decir, casi el doble de la cifra del mes anterior. Llegaron 18 llamadas a Pereira, algunas de ellas hasta por 78 minutos, 12 llamadas a Cartago, 14 a Montería, 7 a Cartagena, dos a la Unión, Valle, 25 a Tulúa, cuatro a España, tres a los Estados Unidos y nueve a México, ocho a Cuba, doce a Venezuela y también llegaron más de 170 llamadas a celulares.
No lo sabía, tampoco lo sospeché, pero en dos meses pude haber realizado la más grande investigación sobre el paradero de los principales capos mundiales del narcotráfico. Lo supe el día que aparecieron sus nombres en el periódico causando revuelo entre mis amigas. Eran los mismos capos que habían estado esperando a lo largo de dos meses y medio. Después de ubicarlos en los países donde estaban refugiados, los llamaban todos los días para preguntar cuándo volvían. Sus lugartenientes, incluso, arrimaban hasta mi apartamento a recogerlas para sus rochelas de los viernes. Apenas lo podía creer. Me llené de pánico al pensar que la policía los capturara y encontrara mis números en sus celulares en sus recibos telefónicos o en los rastreos realizados por organismos de inteligencia. Me enfrentaba, ni más ni menos que a la posibilidad de perder mi cargo y mi reputación de político honesto e ir a la cárcel por cuenta del escándalo de narcopolítica más grave después del proceso 8.000. Otra vez entré en pánico, me estresé al máximo y decidí llamar a mi mamá para que se viniera con toda la familia a vivir en mi apartamento. Tenía que sacarlas de mi vida antes que me capturaran por narcotraficante y mis amistades y mis electores leyeran estupefactos la noticia de mi captura. Mi mamá y mi hermana llegaron con mis dos sobrinos y las sacaron luego de una dura batalla, pero las sacaron. Aprovecharon que ellas se fueron a buscar por enésima vez al doctor Contento y les sacaron las maletas a la portería. Yo viajé el día anterior a la isla de San Andrés con mis dos hijos mayores, luego de hacer una reflexión simple: si ellas iban a estar otro mes en mi casa haciendo llamadas eternas a todas partes del mundo y la cuenta de teléfono se incrementaba el doble cada treinta días, la próxima factura llegaría por 3 millones y pico de pesos. Con ese dinero costeé las vacaciones. Volamos un viernes. Antes de partir les dije que mis familiares llegarían al día siguiente y ellas me prometieron que saldrían esa misma noche. Pero no fue así. No tenía por qué ser así. Cuando mi madre, mis hermanas y mis sobrinos llegaron, ellas todavía estaban en el apartamento. Mi mamá cumplió su papel al pie de la letra y se acomodó, a sus anchas, en una de las camas que ocupaban ellas. La segunda parte del plan era dejarlas sin teléfono por lo que mis sobrinos llamaron a uno de mis asistentes que ya estaba advertido y le pidieron que les ayudara a cortar el cable telefónico que daba a la calle. Así lo hicieron en compañía del portero del edificio y no lograron con esto, sino enfurecer más a Yésica quien se pasó el día entero ensayando aparatos viejos, ignorando que el daño era de la línea.
Gritaba que si el teléfono estaba cortado peor para todos porque ellas estaban pendientes de una llamada de un señor que les iba a pagar los pasajes para poderse marchar. Con este último argumento pusieron a tambalear la moral de mi hermana. Ella me llamó a San Andrés y me dijo que el teléfono ya no servía pero que se hallaba frente a un dilema, pues Yésica decía que estaba esperando una llamada de un señor que les regalaría los pasajes para irse a su ciudad. Que si no le conectábamos el teléfono de nuevo, ellas se tenían que quedar en el apartamento otro tiempo. Yo le dije que no se preocupara, que ese cuento ya lo había oído, al menos, quince veces antes y que continuara con el plan, sin tregua, sin ceder una sola gota de terreno, que ocuparan todas las camas en la noche, que cerraran el registro del agua y que siguieran avanzando. ¡Guerra es guerra! me dijo mi hermana feliz por el respaldo recibido de mi parte y yo se lo ratifiqué: ¡guerra es guerra!
Cuando mi hermana cortó el suministro del agua, Yésica salió del baño maldiciendo.
—¡Cómo putas me voy a bañar si no hay agua! ¡Cómo putas me voy a ir por los pasajes sin bañarme! ¡Ustedes verán, si no puedo ir por los pasajes no me puedo ir de este puto apartamento!
Mi hermana no le creyó y tampoco tuvo la necesidad de llamarme porque ya sabía lo que yo le iba a responder. Por eso mantuvo las rígidas medidas y soportó con valentía las arremetidas de la mentirosa mujercita. Como mi hermana observó que Catalina trataba de no poner problemas, de no hacerse sentir y se apenaba por las cosas que hacía o decía Yésica, se aventuró a intentar una alianza con ella y lo logró. Le puso el agua a Yésica para que se bañara y se le acercó a Catalina aprovechando el sonido del agua de la ducha. Le dijo que ella parecía muy noble para estar andando con alguien como Yésica. Que no le gustaba cómo la trataba, a veces, y que esa amistad no le convenía. Que se fuera a su casa donde su mamá y dejara de estar andando con personas que no valían la pena. Catalina se puso a llorar y le dijo a mi hermana que ella tenía razón pero que la comprendiera porque si estaba aferrada a Yésica era porque su más grande sueño en la vida era mandarse a operar las tetas y que sin Yésica ese sueño, era casi imposible de cumplir.
Mi hermana se alborotó aún más y se indignó con la manera de pensar de una niña que, para ella, apenas estaba empezando a vivir. Le dijo que a su edad era pecado estar pensando en esas cosas, que no fuera tan bobita y se pusiera a estudiar porque el estudio era lo único importante en esta vida. Que un familiar, un amigo o cualquier persona le podían clavar a uno una puñalada por la espalda, pero que el estudio no. Que dejara de estar pensando «en las del gallo» porque ella, a pesar de tener unos senos que sobraban en un sostén talla 32, jamás necesitó en su vida de algo así para ser quien era. Que ningún hombre se le había retirado por no tenerlas grandes y que habría sido ella la que hubiera retirado al hombre que se osara objetarla por tenerlas pequeñas. Que uno es lo que es por lo que sabe y no por lo que tiene. Que un par de tetas no lo eran todo en la vida y que no se fuera a prostituir por conseguirlas. Que uno debía aceptarse como era, como Dios lo trajo al mundo y que le parecía muy pobre y asqueroso el hombre que lo quisiera a uno por tener las tetas grandes.
Cuando el chorro de la ducha cesó, mi hermana se silenció y Catalina le hizo un anuncio increíble e inesperado.
—Sabe qué, usted tiene razón en todo lo que me dijo. Yo también estoy cansada de andar con Yésica y le agradezco sus consejos pero no existe poder humano que me haga desistir de ponerme las tetas. Si nos quiere sacar de la casa, yo me voy a llevar a Yésica a dar unas vueltas, usted aprovecha para empacarnos la ropa en estas dos maletas que son las nuestras y las saca a la portería. Le dice al portero que nos las entregue y que no nos deje pasar por nada del mundo porque lo hacen destituir. Ella no se va a extrañar. Yo sé por qué se lo digo. —Concluyó y volvió corriendo a su habitación.
Mi hermana se alegró y sintió nostalgia a la vez por la pobre Catalina. Pensó que una persona que se sacrificaba por vergüenza merecía una segunda oportunidad en la vida pero aceptó su propuesta. Incluso le dijo que ella, sin consultármelo a mí, era capaz de dejarla quedar en el apartamento, pero a ella sola. Catalina le dijo que no porque estaban luchando las dos y que su mala suerte aún no lograba minar su lealtad. Cuando Yésica se apareció disgustada en la habitación por la camaradería de las dos, Catalina la sacó de la casa. Quería darle una vuelta y quemar tiempo para que mi hermana pudiera empacar las maletas y sacarlas a la portería como estaba acordado, y como ya tantas veces les había sucedido. Así lo hizo y así pasó.
El miércoles, cuando regresé de las islas de San Andrés, mi hermana apenas me dejó bajar del taxi para darme luego el parte de victoria:
—Hermano, por fin las pudimos sacar: ¡esas viejas ya se fueron!
Yo no sabía si alegrarme o llorar. Sentí un revuelto de sensaciones increíbles, se me encontraron los sentimientos. Se chocaron entre sí. Se licuó dentro de mí, la alegría de saberlas lejos con la nostalgia de no volverlas a ver, especialmente a Catalina y, de inmediato, recordé una noche callada, en medio de la tensión propia entre un hombre disgustado y una mujer apenada. La noche en cuestión, se me apareció en la habitación como una exhalación. Lucía sonriente, aunque pálida y nerviosa, bella y dispuesta. Eran los días en los que el ambiente no era el mejor. Acababa de llegar el recibo de teléfono por un millón y medio de pesos y en mi rostro se notaba el inconformismo y el aburrimiento de tenerlas a mi lado. Yésica se fue a dormir a otro lugar que yo ignoraba y que tampoco me importaba, por lo que ella y yo nos quedamos solos en el apartamento. Todo transcurría en silencio y amenazaba con estar así hasta el amanecer cuando escuché la puerta de su alcoba abriéndose. Pensé que iba al baño, pero se me hizo extraño el ruido porque Catalina era de esas personas que trataban de no hacerse sentir para no estorbar ni molestar. Tanta era su delicadeza que en las noches, y si hubiese dependido de ella, se hubiera vuelto invisible. Estoy seguro que muchas veces aguantó las ganas de orinar por no hacer bulla con el sonido de las bisagras inlubricadas o el inodoro al vaciarse. Pero no tuve mucho tiempo de extrañarme por los sonidos escuchados porque al cabo de cinco segundos, dos que gastó en caminar hasta mi puerta y tres que utilizó pensando en cómo entrar a mi alcoba, se apareció de repente en mi habitación como a eso de las once de la noche y se quedó mirándome con su carita de niña que ella creía adulta y me dijo que tenía frío, que estaba asustada y que no se podía dormir. Que si podía ver televisión a mi lado. Ningún hombre de la tierra le hubiera dicho que no.
Estaba descalza y llevaba puesta una pijama de vestidito corto, blanco, satinado, brillante, sensual y muy juguetón que dejaba insinuar sus encantos enmarcados en una piel bronceada y tersa como una pera fina. Mientras caminaba hacia mí con el bamboleo de la tela de su vestido sobre su cuerpo le dije que sí. Era irremediable decirle que sí.
Ella llegó en puntas hasta mi cama y se metió entre mis cobijas recostándose a mi lado con una timidez aparente que me hizo desearla. Le pregunté por el canal de televisión que deseaba ver y no me supo responder. Sólo se limitó a atornillar su nariz fría en mi cuello y a pasarme uno de sus brazos y una de sus piernas sobre mi humanidad en un gesto de inconmensurable ternura. No tuve más remedio que abrazarla y empezar a recorrer su espalda caliente con mis manos abiertas, sintiendo cómo se estremecía su cuerpo al contacto con la yema de mis dedos. Fue entonces cuando me ofreció su boca para que la besara y lo hice. Fue un beso tímido que pronto se transformó en un beso apasionado.
De repente sentí su mano inexperta palpando mi zona pélvica y sentí la gloria. Pero fue justo cuando me intentó despojar de los interiores, en un acto mecánico, cuando comprendí que aquel no era un acto sexual entre un hombre enamorado o cuando menos deseoso y una mujer enamorada o cuando menos deseosa. Estoy seguro que Yésica le ordenó a la pobre Catalina, que ya veía inminente su salida de la casa, que me hiciera el amor, para atenuar el problema del recibo de teléfono y poder prolongar de esta manera un poco más su estadía en el apartamento. En ese caso, la inusual salida de Yésica de la casa esa noche, en solitario, encajaba con sospechosa perfección en el plan de las dos amigas por apaciguar mis ánimos y pre pagar con favores sexuales la estadía en el apartamento y el respectivo abuso de la línea telefónica. Por eso la detuve. Más por tacañería, a sabiendas de lo que ese polvo podría costarme que por falta de deseo.