Sin tetas no hay paraíso (18 page)

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Authors: Gustavo Bolivar Moreno

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Drama, #Novela

BOOK: Sin tetas no hay paraíso
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Paola no quiso contar nada. Sólo se limitó a decir que no valía la pena llover sobre mojado y que más bien, Yésica, mirara la forma de sacarlas de esa experiencia tan horrible porque se habían vuelto putas y se estaban consumiendo de a pocos… Estaban muriendo a gotas.

Muerta de la tristeza, Yésica les dijo que estuvieran tranquilas que de un momento a otro los Tales iban a aparecer y todo iba a volver a la normalidad, entendiendo como tal, las bacanales en las fincas compartiendo cama con dos o tres mujeres más, pero con el consuelo de estar al lado de hombres interesantes y caballerosos, como lo eran para ellas los narcotraficantes. Ninguna se atrevió a pensar que estaban tan jodidas en la vida que hacer bacanales resultaba toda una solución a sus problemas de dignidad. Sin embargo, se fueron con el alma destrozada a trabajar esa noche en la casa de citas. Catalina y Yésica se quedaron igualmente destrozadas y aguantaron las lágrimas a la hora de despedirse, buscando la manera de no acabarles de romper el alma.

Lo cierto es que la solución que ellas veían a la mano, o sea el regreso de los narcos, no estaba tan cercana. Morón estaba escondido en Venezuela después de haber sobornado a varios oficiales del ejército de ese país que le habían brindado protección en una finca de la frontera con Colombia donde guerrilleros y paramilitares luchaban por controlar un corredor estratégico para cada grupo, que les significaba escapar sin apremios del Ejército de Colombia durante las persecuciones en caliente que este emprendía de acuerdo con las informaciones de un avión espía que recorría la zona. A Morón lo protegía la guerrilla a cambio de una buena cantidad de dólares y la revelación de ratas, contactos en el exterior y secretos del negocio de la droga con la que ellos querían seguir financiando la liberación de un pueblo que, paradójicamente, los ignoraba.

Cardona estaba en Cuba. Arribó a ese lugar aprovechando la escasez de divisas en la Isla por lo que nunca supo si pesó más la ayuda de algunos funcionarios corruptos del gobierno o los tres millones de dólares con los que llegó al único país comunista que quedaba en el mundo. Allí recordó con su esposa la noche en que el embajador de los Estados Unidos puso a sonar su nombre y el de sus amigos en todos los noticieros del país. Fue la noche en que Cardona estaba departiendo con su esposa y sus dos hijos de cinco y siete años respectivamente en su espectacular apartamento automatizado de 750 metros cuadrados de extensión con vista hacia los nevados y el resto de la ciudad. Estaba tan distraído con las pilatunas de los inocentes chiquillos que no le estaba prestando atención a las noticias hasta que su hijo menor empezó a reírse y a asombrarse al ver la foto de su papá en la pantalla. Doña Patricia se extrañó al ver el comportamiento de su hijo a quien solo le gustaba ver el canal Cartoon Network y previno a Cardona sobre el hecho cuando ya su fotografía estaba a punto de diluirse en la pantalla, mientras Rogelio gritaba ¡papá!, ¡papá! Poseído por un frío helado, el segundo del cartel escuchó su nombre, su alias y el de Morón, el de «El Titi» y el de una docena más de traquetos, todos conocidos por él. Su rostro empezó a desdibujarse mientras pensaba en el avión de la DEA, en sus hijos, en la odisea de su esposa para conseguir una visa americana para poderlo visitar y en lo que estarían pensando los millones de televidentes que acaban de verlo en sus televisores.

—¡Hijueputa qué es esto! —Exclamó, y sin pensarlo dos veces agarró un niño en cada brazo y salió corriendo hacia su habitación mientras le gritaba a Patricia que tenían que irse ya mismo porque les iban a echar mano.

Ya en la alcoba y mientras sacaba los cinco millones de dólares en efectivo, que tenía guardados para una eventualidad como esta, increpó a su esposa por ponerse a empacar cremas y otras «mancadas» y, sin bañarse ni cambiarse, corrió con desespero hasta la puerta, llamando a sus escoltas por radio para que tuvieran el carro listo. Como almas llevadas por el diablo, sin equipaje y apenas con lo que llevaban puesto, bajaron al garaje que quedaba en un sótano, frío como todos, y le pidieron al chofer que los llevara hasta el aeropuerto de Cali. Por el camino hizo, desde su celular, los contactos necesarios para que alguno de sus pilotos lo esperara con la avioneta encendida y casi carreteando, luego de ofrecerle sobornos a cuanto funcionario policial y de la aeronáutica se atreviera a negarle el permiso para decolar. En total repartieron dos millones de dólares entre la gente del aeropuerto, los policías y los oficiales de un retén que se encontraron a la salida de la Unión, luego de haber pasado por Cartago. El caso es que Cardona llegó a Cuba con sus tres millones de dólares como pasaporte, pensando encontrar la tranquilidad que acababa de perder en Colombia, pero ignorando que en ese lugar no le iría tan bien como esperaba.

A «El Titi» le estaba yendo mejor. Se escondió en Panamá, lugar al que llegó luego de zarpar en lancha rápida desde Buenaventura. Durante su travesía de 12 horas, con un par de paradas en Bahía Solano y en Punta Cabo Marzo, un municipio minúsculo del departamento de Chocó, pensó que la plata era una ilusión. Que no cambiaba su libertad por las montañas de dinero que tenía en Colombia y empezó a buscar la manera de hacer viajar, lo antes posible, a Marcela Ahumada. En Panamá se instaló en un hotel de cinco estrellas y se registró con un documento falso, de los que tenía cuatro, y que había mandado a elaborar con funcionarios corruptos de la Registraduría. Al igual que Cardona, llegó con mucho dinero en efectivo y empezó a darse la gran vida en los casinos de Ciudad de Panamá mientras transcurrían los tres días que le exigió Marcela para arreglar unos asuntos antes de viajar hasta ese país a encontrarse con él.

Lo cierto es que los tres capos y una docena de sus socios menores, estaban gastando dinero a manos llenas en otros países mientras en Colombia eran buscados afanosa e ingenuamente por todos los órganos de inteligencia del Estado. En todo pensaban los tres capos y sus lugartenientes, en todo: en cómo escapar en caso de que la Interpol los ubicara en los países donde estaban, en cómo y cuándo regresar a Colombia, en la manera de vender algunos bienes, en la manera de desenterrar algunos bultos de dólares que tenían escondidos en algunas de sus fincas, en la manera de negociar con la DEA o el FBI algún tipo de acuerdo que les permitiera volver a la legalidad luego de entregar algunas de sus propiedades y delatar a algunos de sus amigos. En fin, pensaban en todo, en todo, en todo, menos en Yésica, Catalina, Paola, Ximena y Vanessa, quienes los estaban esperando para que les arreglaran la vida. La cruda realidad era que ellas no figuraban ni en los planes ni en la memoria de estos «señores».

Al regresar a su casa, luego de ver partir a sus tres amigas en un taxi con rumbo al prostíbulo donde trabajaban, Catalina escuchó la voz de Albeiro y la de doña Hilda en la cocina. Le llamó la atención que estuvieran gritando con tono de reclamo y se fue caminando en puntillas hacia el comedor para entender lo que estaba pasando. Doña Hilda se puso en alerta desde que escuchó la puerta de la casa al cerrarse y pudo disimular un poco la situación. Catalina los sorprendió cuando el alegato ya había terminado, pero empezó a llenarse de sospechas. Les preguntó, con la intención de que se le notara la rabia, sobre lo que estaba pasando y ambos contestaron torpe y nerviosamente que nada.

Sonreían respondiendo a las preguntas de Catalina y Albeiro se burló de ella por el solo hecho de haber concebido la idea de que entre doña Hilda y él…

—¡Háganse los pendejos! —Les gritó repleta de dudas e interrumpiendo las disculpas de Albeiro, se fue enfadada hacia su habitación. Doña Hilda y su yerno se miraron aburridos y luego se fueron a corretearla diciéndole todo tipo de cosas. Doña Hilda le gritaba que la respetara, que cómo se le iba a ocurrir una cosa de esas y Albeiro trataba de pedirle perdón sin pedirle perdón para que no se le notara la culpa. El caso es que Catalina aprovechó la oportunidad para pelear con ambos y devolverse a Bogotá.

Capítulo 13

El que les narra soy yo

Cuando Catalina y Yésica volvieron a Bogotá se encontraron con una sorpresa previsible: Mauricio Contento se fue a los Estados Unidos y no pensaba regresar antes de un mes. Catalina, que ya estaba curtida en este tipo de desplantes y decepciones, se preocupó más por el lugar donde se alojarían con su amiga para esperarlo esos treinta días, que por la misma desilusión que le causaba, una vez más, el aplazamiento de ver realizado su único sueño en la vida.

Llamaron a Fernando, pero este les dijo que no podía tenerlas esa noche, porque estaba viviendo con su novia que era muy celosa y que por ningún motivo le creería que ellas sólo eran amigas suyas. Acudieron entonces a Mario Esteban, pero Mario Esteban les dijo que se iba para una feria ganadera y que no podía dejarlas solas por temor a que su esposa, que estaba en España, se apareciera de un momento a otro en el apartamento. Cristian les mintió y les dijo desde su celular que no estaba en Bogotá, pero que no se preocuparan porque la semana entrante regresaba. Al colgar capitalizó la aburrida llamada para darle celos a su novia, con la que estaba haciendo el amor y le dijo que esas mujeres eran muy fastidiosas que lo llamaban a toda hora, pero que a él no le gustaban porque eran muy perras. Terminó perdiendo porque la novia lo insultó reclamándole que entonces qué hubiera pasado si ellas no hubieran sido tan perras.

Llamaron luego a Luis Miguel, pero Luis Miguel les dijo que estaba de trasteo. Mentira, claro. Luis Miguel era amigo de Benjamín Niño y ya sabía que ese par de huracanes habían pasado por su casa arrasando con todo. Llamaron a Juan Pablo y cuando Juan Pablo vio el teléfono de Yésica en la pantalla de su teléfono celular se hizo el loco, le quitó el volumen a su teléfono y no quiso contestar. Llamaron a dos o tres amigas de sus épocas de rumba en Pereira, pero dos les dijeron que estaban igual de jodidas y la otra les dijo que dejaran de soñar porque ella no les iba a dar la dirección donde se estaba quedando.

Catalina y Yésica, eran conscientes de estar pidiendo posada por una noche de 30 días, no le insistieron a nadie más y decidieron llamarme a mí, que apenas las vi una noche en la vida. Fue en una discoteca de Pereira adonde acudimos por invitación de un amigo que me donó 20 millones de pesos para una de las tantas campañas electorales que he emprendido sin mucho éxito en mi vida. En la última me faltaron poco menos de tres mil votos para ganar la curul, pero en aras de un buen entendimiento con ustedes que me han estado leyendo por horas con un tono moral que desespera, debo decirles que de todas maneras me hice a la curul y hoy día soy un honorable representante a la Cámara. Soy un corrupto y no me da pena decirlo. A la única persona que no he robado en la vida ha sido a mi mamá, pero no porque uno deba tener consideración con la persona que le regaló la vida, sino porque la pobre no ha tenido nunca donde caerse muerta. Por eso, no se confundan al escucharme pontificar sobre la moral y los problemas del país con un tono que raya en la santidad y la solemnidad, solo quiero sus votos. Mi doble moral me permitirá conseguirlos.

Estaba escrito que tenía que conocerlas. Ese día llamé a mi amigo Aurelio Jaramillo a quien apodaban «El Titi» y le dije que acababa de llegar a la ciudad junto con un colega y que deseábamos «hacer algo» porque estábamos aburridos. Nos dijo que él conocía a unas amigas y que, imagínense, si queríamos, nos las podía presentar para que nos fuéramos con ellas de rumba ya que él iba a estar ocupado celebrando el cumpleaños de un amigo. Le dijimos que claro, que sí y nos dio la dirección de una de ellas para que fuéramos a recogerla junto con uno de sus lugartenientes a quien apodaban «Marañón», un hombre muy simpático, pero muy ordinario con el que, dos horas más tarde, llegamos a la casa de una de las niñas, que se llamaba Yésica y a la que se referían con cariño y sarcasmo como «La Diabla».

Por algunas llamadas que Marañón hizo desde el carro supimos que en casa de Yésica estaban sus demás amigas. Aurelio Jaramillo me dijo que esa noche no me podía acompañar porque estaría muy ocupado hablando con un amigo suyo que cumplía años.

Nos estacionamos al frente de la casa de «La Diabla» y esperamos a que las mujeres salieran. Supuestamente eran tres, pero al cabo de unos minutos aparecieron cinco. Pero no eran cinco mujeres. Eran tres niñas y dos jovencitas, todas ellas hermosas, verdaderas reinas de belleza. Nos acomodamos como pudimos en la camioneta que Titi había puesto a nuestra disposición y empezamos a escuchar sugerencias. Que vayámonos para tal parte, no que vayámonos para tal otra. No, que tal sitio es mejor pero que tal otro lo supera. Total, y sin saberlo, terminamos metidos en la misma discoteca donde Aurelio Jaramillo, un colega suyo llamado Clavijo, las novias de ellos dos, y sus demás amigos, celebraban el cumpleaños de uno de ellos. El caso es que los miembros de ese cartel habían creado en esa discoteca todo un nido impenetrable, un bunker particular. Desde luego, mi amigo y yo lo supimos tiempo después, porque desde la mesa donde nos ubicamos con las cinco niñas y «Marañón» no se podía ver hacia el fondo de la discoteca que era donde ellos estaban.

Al llegar encontramos en el parqueadero un buen número de carros, todos ellos espectaculares, hermosos, algunos blindados, casi todos con chofer, varios con vidrios polarizados y toda una muchedumbre de escoltas jugando cartas, tomando tinto, hablando de mujeres y mirando con ojos de perro a los extraños que ingresábamos por primera vez esa noche. No se les notaban las armas, pero no era difícil suponer que estábamos ingresando a la boca del lobo. Lo peor, por voluntad propia. Desde dentro del carro, las mujeres vociferaban con ínfulas y experiencia: Ahí está «El Mico», también «El Cachetón». Ese carro es el de Uriel. Aquél es de Neruda. Miren a aquél con aquella. Las Ahumada están ahí porque pillen la camioneta de Marcela. Si no está con «El Titi» la va a matar.

El ambiente se tornó pesado desde la entrada misma al parqueadero. Mi amigo y yo nos mirábamos con algo de susto pero lo disimulábamos con chistes de cierta categoría que sólo la mitad de ellas comprendía, mientras que la otra mitad los usaba para catalogarnos, en secreto, de tipos hartos y aburridos. Claro, cómo no les íbamos a parecer aburridos si, con excepción de Catalina, las demás, todas, ya conocían en carne propia el verdadero significado de la opulencia: viajes en helicóptero a ciertas fincas, fiestas de una semana a todo full, bolsos Versace o Louis Vuitton de 5 millones de pesos, relojes con diamantes, anillos de platino, operaciones a lo largo y ancho de su cuerpo que en total podían costar más que el carro donde viajábamos y en fin, el físico y puro derroche fantástico que rayaba en el pecado: Hombres prendiendo cigarrillos con billetes de cien dólares, bandejadas de cocaína pura en los ocho baños de la finca, caballos de dos millones de dólares, pistas para avionetas, radioteléfonos satelitales, avionetas repletas de dólares cagando costalados de billetes en el mar, yates descomunales surcando el océano en medio de fiestas escandalosas y capos de la mafia desnudos, moviéndose como animales e impartiendo órdenes sucias desde sus sofisticados equipos de comunicación, con una mujer debajo o, lo que quedaba de ella.

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