Read Tatuaje II. Profecía Online
Authors: Javier Pelegrín Ana Alonso
Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil
Álex sonrió débilmente al oír el relato de Jana. Aquella versión de los hechos simplificaba bastante lo que había sucedido en realidad. Pero era lógico que Jana no quisiese contar lo que realmente había hecho. Aquello, lo que había pasado en el interior del templo mágico, era un secreto entre ellos dos. Un secreto que los uniría para siempre.
Al menos, su narración había conseguido disipar las dudas de Yadia. Era evidente que el mercenario había creído a la muchacha.
Su rostro, mientras navegaban en silencio entre las rocas, reflejaba un sufrimiento tan profundo que Jana comenzó a sentir pena por él.
—¿Por qué era tan importante para ti que leyésemos el libro? —preguntó, casi con amabilidad—. Al fin y al cabo, tú no habrías ganado nada…
—Al contrarío —repuso Yadia con gesto ausente—. Habría perdido mucho. Eilat rae lo advirtió en una ocasión. No entendía que yo quisiese renunciar…
Sus ojos se encontraron con los de Álex y se estremeció, como si despertase de un sueño. .
—Lo siento —se disculpó—. Estaba pensando en voz alta.
Jana advirtió una ligera vibración en la máscara que cubría el rostro del mercenario. Ya había sucedido en otras ocasiones…
Sin embargo, esta vez Jana apartó la mirada. Ya no deseaba obligar a Yadia a desvelar su verdadera identidad. Al fin y al cabo, tenía derecho a intentar proteger sus secretos. Como todo el mundo.
Poco a poco, las rocas que flanqueaban el canal fueron dispersándose, hasta desaparecer completamente. Jana observó con asombro que habían ido a parar a la gran Laguna de Venecia. Frente a ellos, a una distancia considerable, la silueta del Palacio Ducal se recortaba contra un cielo profundamente azul sobre la Riva degli Schiavoni. A un lado quedaba la isla de la Giudecca, y justo por detrás la hermosa iglesia de San Giorgio…
Al menos, debería haber estado allí. Pero no estaba.
Y, fijándose bien, tampoco el Palacio Ducal tenía el aspecto de siempre. Su silueta parecía desdibujada, como si le hubiesen amputado sus rasgos arquitectónicos más reconocibles.
Un vértigo insoportable obligó a la muchacha a cerrar los ojos.
Se había equivocado. Tanto ella como Álex estaban convencidos de que, al derrotar al monstruo y deshacer el conjuro de oscuridad, habían acabado con la plaga que asolaba Venecia.
Sin embargo, no era así. Cuanto más se acercaban al embarcadero del Molo, más evidentes eran los estragos que la peste mágica había producido en la ciudad. Las cúpulas de la basílica de San Marcos se habían derrumbado, y el viento arrastraba las teselas vidriadas de sus mosaicos sobre el suelo de piedra de los muelles. Allí donde mirara, Jana podía ver el progreso continuo de la destrucción: una cornisa que se desplomaba, un balcón que se hundía, una puerta arrancada de cuajo que flotaba en el agua, a la deriva…
Bajo la luz despiadada del sol, los destrozos se veían con total nitidez, lienzos desgarrados, trípticos rotos, muebles despedazados se acumulaban sobre los muelles en medio de un silencio sepulcral en el que solo se oía el batir del agua contra las orillas de los canales y el rumor incansable del viento.
Mirasen a donde mirasen, todo lo que los rodeaba era enfermedad y destrucción.
Sencillamente, Venecia se moría.
En el palacio de los guardianes reinaba un silencio absoluto. Mientras subían las escaleras, Jana podía escuchar con toda claridad el eco de sus zapatos sobre las paredes desnudas de cuadros y adornos. Por un momento temió que no hubiera nadie, que todos hubiesen huido…
Pero justo en ese instante oyeron una puerta que se abría, y pocos segundos más tarde Nieve apareció en el rellano del primer piso.
La joven esperó a que terminaran de subir. Al ver a Álex, una sonrisa iluminó su fatigado rostro.
—Jana, lo has conseguido…
Corvino y Heru venían a su encuentro por el corredor de la derecha. Sus rostros reflejaban una honda preocupación.
Yadia se mantuvo apartado mientras los demás intercambiaban saludos y abrazos.
—El Nosferatu ha muerto para siempre —explicó Jana con precipitación—. Creí que había destruido también la fuente del mal que ha caído sobre la ciudad, pero está claro que no es así…
—El hechizo de la balanza era el responsable del manto de tinieblas —murmuró Álex—; pero aquí hay algo más.
Jana miró con ansiedad hacia el fondo del pasillo.
—¿Cómo está mi hermano? —preguntó—. ¿Se encuentra mejor?
Nieve y Corvino intercambiaron una fugaz mirada.
—Me gustaría poder decirte que sí, Jana, pero te estaría mintiendo —murmuró Nieve—. Es como si esta plaga le afectase también a él. Nada de lo que hemos intentado parece funcionar…
Sus ojos se desviaron hacia la mano enguantada de Heru. Jana captó el rictus de dolor que crispaba la boca del arquero.
—Te duele la mano —murmuró, mirándole a los ojos—. Claro, en cierto modo es una obra de arte. Una obra de David.
Haciendo un gran esfuerzo, Heru consiguió esbozar una sonrisa.
—Veo que has utilizado una de mis flechas —dijo, señalando el carcaj que colgaba a la espalda de la muchacha—. Te dije que el arco te ayudaría.
Jana se descolgó el arco y el carcaj y se los tendió, sonriendo a su vez.
—No habría podido salvar a Álex de no ser por ti. Te debo un favor…
El rostro de Heru recuperó su gravedad.
—No me debes nada, Jana. Yo te lo debo a ti. Si hubiese hablado antes, David no estaría al borde de la muerte.
Un nudo de angustia estranguló la voz de Jana.
—¿Tan mal está? —murmuró.
—Está agonizando —repuso Heru brutalmente—. Es cuestión de horas, quizá de minutos…
Jana se tambaleó como si acabase de recibir un golpe. Álex le pasó un brazo por la cintura para evitar que se derrumbara.
—No has debido decírselo así —le reprochó Nieve a Heru—. Al fin y al cabo, ¿de qué sirve?
—Quiero verlo ahora mismo —murmuró Jana—. Por favor.
Corvino asintió.
—Lo hemos trasladado a mi habitación, en el último piso —explicó—. Las habitaciones de abajo se encuentran muy dañadas. Venid, os acompañaré. Y en cuanto a Yadia…
El guardián no terminó la frase. Tenía la vista clavada en el rincón junto a la escalera donde, un momento antes, se encontraba Yadia.
El írido había desaparecido.
En la habitación de Corvino olía a alcohol y a incienso. A través de la ventana se veía un cielo azul empedrado de nubes. La plaga parecía haber causado menos daños en aquel rincón del palacio que en el resto: los muebles sencillos y funcionales de Corvino apenas habían cambiado, y únicamente las acuarelas japonesas que decoraban las paredes se veían levemente descoloridas.
En la cama, a la izquierda de la ventana, yacía David. Tenía los ojos cerrados, y respiraba con tanta dificultad como si el aire tu viese que atravesar un desfiladero rocoso para llegar hasta sus pulmones.
Sobre la sábana, pegada a su costado derecho, la mano enferma era un pozo de oscuridad que se deshilachaba a su alrededor en una fina telaraña de sombras.
El mal había avanzado, pero David parecía demasiado agotado como para darse cuenta de ello.
Jana corrió hacia la cabecera de la cama y, arrodillándose junto a ella, apoyó la mejilla en la almohada. Quería estar lo más cerca posible de su hermano.
El debió de notar la presión en el blando tejido, porque abrió los ojos.
Al enfrentarse con aquellos ojos, Jana sintió que se ahogaba de emoción.
—Lo siento, David —murmuró—. Todo ha sido culpa mía.
Él la miraba sin verla, aturdido, como si le costase trabajo enfocar la imagen. Poco a poco, sin embargo, sus ojos verdes volvieron a la vida.
—Lo… lo has conseguido —logró decir—. Ha vuelto la luz…
—Sí. —Jana lo miraba fijamente, luchando contra las lágrimas que pugnaban por inundar sus ojos—. Álex está aquí. Lo he traído conmigo…
Álex se acercó y se inclinó sobre la cama para acariciar el pelo de David.
—Tienes que luchar —dijo—. No te rindas, por favor.
—Ya he luchado. —La voz de David fluía como un viento deshilachado entre árboles hostiles—. He luchado… y he perdido.
—No. —Jana trató de imprimir firmeza a sus palabras, pero no podía controlar el temblor de sus labios—. Estás vivo, David. Tienes que intentarlo. Hazlo por mí…
Un sollozo quebró la voz de la muchacha. Álex se arrodilló junto a ella y, con suavidad, despegó su cabeza de la almohada y la atrajo hacia sí. Jana enterró el rostro en su hombro y se abandonó a su llanto.
Desde la cama, David observaba con sus ojos febriles el convulso temblor de los hombros de Jana y el gesto de piedad con el que Álex acariciaba sus cabellos.
Un destello de esperanza iluminó sus ojos.
—Lo habéis terminado —murmuró—. Habéis terminado… el libro…
Jana separó el rostro del hombro de Álex.
—No, David. Es decir, lo encontramos… Pero lo destruimos sin llegar a leerlo.
—Jana sacrificó la piedra de Sarasvati para salvarme —intervino Álex—. Quizá con la piedra habríamos podido leerlo. Si hubiésemos sabido…
—No entendéis nada —le interrumpió David—. Habéis creado el libro y ni siquiera lo sabéis. Su búsqueda es su creación. Te lo dije, Jana…
—Está delirando —murmuró Álex, impresionado.
—No. —David había conseguido incorporarse a medias sobre un codo. Una frágil sonrisa danzaba en su rostro ceniciento—. No lo habéis destruido. Lo sé porque lo estoy viendo. Lo tengo delante de mí.
Un extraño presentimiento se abrió paso en la mente de Jana.
—Quieres decir que… —comenzó.
Pero David no le dejó terminar.
—Sí —dijo—. El libro sois vosotros.
Su voz sonaba, de pronto, más firme. Se incorporó un poco más, hasta sentarse del todo.
—El Libro de la Muerte y el Libro de la Vida. Podríais haberos destruido el uno al otro. Pero no lo hicisteis. No puedo creer que lo hayáis conseguido…
—David, no lo hemos conseguido —murmuró Jana con la voz quebrada—. Si lo hubiésemos conseguido, tú no estarías en esa cama. La ciudad habría recuperado su antigua belleza. Tendríamos un poder prácticamente infinito…
—Ningún libro es capaz de leerse a sí mismo —la interrumpió su hermano—. Hace falta un lector: alguien capaz de interpretar la belleza oculta en sus símbolos.
Con un gesto de dolor, David se irguió cuanto pudo y estiró ambos brazos. Posó su mano sana sobre el hombro derecho de Álex, y el muñón de oscuridad de su mano enferma sobre el hombro izquierdo de Jana.
Un haz luminoso brotó del lugar en que sus dos manos habían rozado a los jóvenes. Aquella luz inundó la piel de ambos, revelando una miríada de tatuajes hechos de la más pura claridad.
Jana sintió frío en el lugar donde su hermano la había tocado, pero el frío dejó paso enseguida a un reconfortante calor. Miró a David, maravillada.
Del pozo de sombra de su brazo comenzaba a emerger la silueta de unos nudillos, una muñeca, unos dedos largos y elegantes.
Los tatuajes se fundieron con el resplandor sereno de la mañana hasta volverse invisibles.
Los tres muchachos enlazaron sus manos y se miraron, sonriendo.
Lo que acababa de ocurrir era un milagro: habían sobrevivido a la lectura del Libro de la Creación.
Acodados en unos de los balcones de piedra del viejo palacio, Jana y Álex contemplaban distraídos las góndolas que iban y venían por el canal. La ciudad volvía a estar llena de turistas que formaban pequeños grupos sobre los muelles o compraban helados en el puesto de toldo rojo, justo delante del puente. Se oían murmullos de voces y risas con los que se mezclaba, de cuando en cuando, el tono de llamada de algún teléfono móvil o el ruido lejano y bronco del motor de un vaporreto. Aquí y allá se distinguían, cada pocos minutos, pequeños estallidos de color. La gente se entretenía jugando con su magia, utilizándola para impresionar a o divertir a los demás con ella.
Mirando a Jana de reojo, Álex se sacó un objeto del bolsillo derecho del pantalón y comenzó a juguetear con él, deslizándolo entre sus dedos.
Era un anillo. Un anillo de oro. Jana lo observó con el ceño levemente fruncido.
—¿Un anillo? —preguntó—. ¿Quién te lo ha dado?
—Lo he comprado —dijo Álex con la vista fija en la góndola guiada por un anciano con camiseta de rayas—. Para ti.
Jana tendió la mano hacia él, pero Álex retiró la suya.
—¿A qué juegas? —se enfadó Jana—. ¿No ibas a dármelo?
Álex cogió el anillo entre el dedo pulgar y el índice de su mano derecho y, poniéndolo ante su boca, sopló delicadamente en su interior. El anillo se transformó mágicamente en un pájaro; un petirrojo de suave plumaje que fue a refugiarse en las manos de Jana.
La muchacha se echó a reír.
—Esto me gusta más que un anillo —dijo, acariciando al pájaro con dos dedos de su mano izquierda—. Es un encanto…
—¿Prefieres un pájaro a un anillo? ¿Estás segura?
Jaja asintió, convencida.
—Puedo transformarlo en otra cosa, si lo prefieres. En una brújula, en un libro… Puedo darte lo que quieras.
—Lo sé. —Jana había dejado de sonreír—. Nos hemos vuelto muy poderosos. Demasiado, diría yo.
Jana dejó escapar al petirrojo, que huyó volando para refugiarse en la cornisa de la casa cercana. Álex suspiró teatralmente y, después de fingir que daba unos pases mágicos con una de sus manos sobre la otra, hizo aparecer otro anillo exactamente igual al primero.
—Qué manera de desperdiciar los regalos —dijo—. Creo que tendré que insistir…
Se interrumpió, al notar que Jana lo miraba con expresión seria.
—Quizá no deberíamos jugar con la magia —murmuró la muchacha—. Quizá deberíamos utilizarla para cosas más importantes. Piensa en todo lo que podríamos hacer: desenmascarar a los criminales, curar a los enfermos, encontrar personas desaparecidas.
—Sería estupendo —admitió Álex, contemplando con ojos soñadores un vaporreto que pasaba en ese instante bajo su balcón—. Pero no podemos hacerlo, Jana.
Ella ladeó la cabeza para mirarle.
—¿Por qué no? —preguntó—. Ayudaríamos a mucha gente. Les ayudaríamos a encontrar el rumbo, a no cometer errores…
—Como si fuésemos dioses.
Álex tomó una mano de Jana entre las suyas y la miró directamente a los ojos.
—No somos dioses, Jana. Nunca lo seremos. La gente tiene derecho a elegir por sí misma, aunque se equivoque. Pase lo que pase, no podemos jugar con la libertad de los demás. No sería justo.