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Authors: Iñaki Anasagasti
LA MUERTE DE GABI CISNEROS
Estuve por última vez con Gabi Cisneros, vicepresidente tercero del Congreso, en junio de ese año 2007, cuando Manolo Marín nos organizó un acto conmemorativo del treinta aniversario de las elecciones de junio de 1977 y donde, tanto en el vídeo que encargó a TVE como en su propio discurso de presidente del Congreso, pareció que el gran artífice de aquellas elecciones no había sido el pueblo soberano con su voto, sino el soberano puesto allí por el general. Ante aquel atropello parlamentario y de forma ostensible estuve todo el acto sin aplaudir ni a él, ni al rey, ni al vídeo; y como los miembros de la Mesa estábamos colocados en el frontispicio del hemiciclo, todos los presentes vieron mi huelga de palmas caídas con un cierto estupor.
Sentado en aquel lugar estratégico, recordaba yo el veinte aniversario de aquella fecha siendo presidente del Congreso Federico Trillo y secretario de la Mesa José Juan González de Txabarri. Allí sólo hubo palabras de Trillo y la intervención del Orfeón Donostiarra. ¡Oh tiempos!
También observé escurrido en su escaño, al lado de Fraga, a Gabi Cisneros, que pudiendo estar con nosotros en aquella vitrina prefirió colocarse en su escaño. La siguiente vez que volvió al Congreso fue en un ataúd el 28 de julio en plena polémica borbónica.
Cisneros había fallecido de un cáncer y todos los diputados y senadores que íbamos a las reuniones de las Mesas conjuntas habíamos ido viendo cómo aquel robusto zaragozano se iba consumiendo y cómo a sus camisas, como le ocurrió asimismo a Rodríguez Sahagún, le iban sobrando tela y números en el cuello, mientras ya no le respondía la voz.
En la sala Isabel II se colocó la capilla ardiente y allí fueron políticos, familiares y periodistas a cumplimentar al primer ponente constitucional fallecido desde 1978.
Yo había recortado una entrevista que le habían hecho en el diario
La Razón
sobre la Constitución con objeto de discutir con él algunas de las preguntas que había contestado. Más de una vez le había dicho que eso de los «padres de la Constitución» no sólo me parecía una cursilada machista, porque además se habían cargado la posibilidad de que las infantas, no las mujeres, pudieran ser reinas, sino porque al PNV se le excluyó de la ponencia constitucional y, por tanto, éramos huérfanos de padre, mientras que él, que hablaba un castellano muy preciso, se me revolvía y daba datos de por qué no habíamos estado.
Pero en aquella entrevista, quizás la última, había ido por primera vez más lejos que nunca. Si hasta entonces había dicho que de reformar la constitución nada de nada, el 22 de julio contestaba así a
La Razón:
¿Cree que hay que reformar la Constitución?
—Si me hace esta pregunta hace un año o dos le digo que no. Lo primero, soy conservador y, lo segundo, me parecía lleno de riesgos abrir el melón. Me parecía que eran mayores las desventajas que tenía el hacerlo que el mantenerlo. Ahora le digo radicalmente que sí y además no una reforma menor. Hay que meterle mano en la línea del dictamen del Consejo de Estado que tanto le ha disgustado al Gobierno. Hay que meterle mano al título octavo, al Senado. Por supuesto, está el tema, que todos damos por hecho pero que tiene que pasar por referéndum, sobre la igualdad de la mujer, eliminando la prevalencia del varón en la línea sucesoria de la Corona.
¿Y la Ley Electoral?
—He defendido el aumento del número de escaños para reducir el peso nacionalista, pero consciente de que esto sin reforma constitucional no es posible.
Preguntando sobre su momento preferido de la historia de España, contestó: «Retendría el de 1512, la incorporación de Navarra a la Corona española y, desde luego, como el más lamentable, el regreso del miserable Fernando VII al poder». Para mí, las dos fechas son lamentables. Pero Cisneros había contestado como un perfecto nacionalista español. No obstante, reconozco que me extrañó que un diputado tan políticamente correcto llamara miserable al tatarabuelo del abuelo del actual monarca. La raya debe estar ahí.
ACEBES Y BLANCO, COMO ROMANONES
Como a los romanos de Asterix y Obelix se me cayó el cielo encima, pero, curtido en estas lides vi que aquello era flor de un día porque si el discurso políticamente correcto era ponerme como chupa de dómine, la gente normal me decía en la calle, en Internet, en llamadas a la centralita de la sede de mi partido, y en el aeropuerto, que había puesto voz a un sentimiento que nadie se atrevía a verbalizar. Pero lo oficial iba por otro registro.
Y es que como con la copla con la que se habían quedado fue lo de la «pandilla de vagos», desconociendo todo el océano que había por detrás y el propio texto, la Fiscalía General tuvo que salir diciendo que no iba a instar medida alguna contra mí, una iniciativa que, en todo caso debería impulsar la Fiscalía del Tribunal Supremo dada la condición de aforado que tenía yo como parlamentario.
Lógicamente Ángel Acebes, secretario general del PP me calificó de impresentable y recalcó que mis palabras le merecían el mayor de los desprecios. Acebes me instó a rectificar y pedir perdón en lo que curiosamente coincidió con el secretario de organización del PSOE, José Blanco, para quien mi escrito era un despropósito. Blanco elogió el papel que desempeña la Familia Real y destacó que su trabajo ha sido muy positivo para España.
Leyendo estas cosas, me acordaba la de veces que tuve delante de mi escaño a Pepiño Blanco destacándome su esencia gallega y la necesidad que teníamos de entendernos. En nadie como en este personaje juega eso de si quieres conocer a fulanito, dale un carguito.
Más coherente con su ideología fue Gaspar Llamazares, que animó a la Corona a admitir la crítica como algo normal en democracia. Mi compañero Josu Erkoreka, a quien yo había promocionado desde el Instituto Vasco de Administración Pública para ser diputado, salió por la tangente cuando le preguntaron por el escrito. Yo en su caso no lo hubiera dudado un segundo, pero... Más prudente que en otras ocasiones estuvo el presidente del Senado, Javier Rojo, que dijo que cada quien es dueño de sus actos pero que cada uno debía asumir sus responsabilidades. Curioso comentario de un sindicalista de UGT.
Como andaban buscándome las cosquillas a mí y al entonces ministro de Justicia, Mariano Fernández Bermejo, no dejaron de preguntarle por lo de la «pandilla de vagos», que era a lo que había quedado reducida la polémica y muchos años de cuestionamiento, pero Bermejo contestó bien: «Desde luego, el Gobierno no comparte la opinión del senador del PNV, Iñaki Anasagasti». En rueda de prensa en el Ministerio, apuntó que no le parecía una expresión en absoluto afortunada, si bien recalcó que «el Sr. Anasagasti tiene libertad de expresión, por lo que él le explicará lo que ha dicho, y, si hay alguien a quien no le gusta, ya se lo dirá».
LO DIJO RAFA TORRES
He coincidido con el escritor republicano Rafael Torres en algunos programas de televisión. Hablamos de libros y de reyes. Sé cómo piensa y sabe cómo pienso. Y es de los pocos que ponen negro sobre blanco reflexiones que más de uno debería escribir. Pero nadie quiere ser un mosquito zumbón en un concierto de violines como al parecer somos tanto Torres como yo.
El caso es que con motivo del 75 aniversario de la llegada democrática de la República a España me invitó a presentar junto a Labordeta y con él un precioso libro de fotografías y noticias que había sacado de la prensa de la época. Y, con tal motivo, organizó una comida en el Lhardy invitando a la prensa a acudir a dicho almuerzo que contó, para mi estupor, con Ana Rosa Quintana y la periodista de
El Mundo
Esther Esteban.
Labordeta nos contó la sorpresa que había tenido aquel fin de semana, pues se había organizado, creo que en Jaca, algún tipo de homenaje a Fermín Galán, precursor de la sublevación. Y en vez de encontrarse con cuatro viejecitos decrépitos y en
taca-taca
, se maravilló de ver una sala llena de gente joven. Yo les hablé de Besteiro y de Aldasoro, cuya fotografía aparecía en el palacio de Miramar en ese abril de 1931 haciéndose cargo de aquel palacio que luego el ayuntamiento tuvo que comprarle a don Juan de Borbón.
Isabelo Herrero me regaló un libro sobre el cocinero del presidente Manuel Azaña. Pero Rafa Torres, con motivo del lío borbónico montado, además de llamarme escribió unas líneas que sinceramente agradecí. Fue de lo poco positivo que saqué aquellos días en letra impresa. Seguimos siendo un país ágrafo; aunque, por el contrario, aquellos tres meses de agosto, setiembre y octubre, parecía que llegaba la República de un momento a otro, demostrando que a nada que hubiera un debate mínimo, éstas cosas tendrían otra valoración y otro apoyo. Pero, como siempre, no pasó nada.
Esto fue lo que escribió Rafa Torres:
Madrid, 28 Jul. (OTR/PRESS)
Iñaki Anasagasti, hombre instruido, cortés y bondadoso, senador de la Nación y, tal vez, el mejor orador parlamentario que ha tenido el Congreso desde la restauración democrática, tiene un
blog
personal, y, como es lógico, en él se expresa con la desinhibición y la llaneza que en el uso de su cargo institucional no siempre puede, por cortesía. En ese
blog
tan interesante (Iñaki, al contrario que la mayoría de nuestros políticos, es un tipo interesante), su dueño ha vertido duras críticas a la Corona referidas a la opacidad de sus finanzas y al escaso control sobre sus gastos, se supone que tanto más onerosos por lo prolífero y prolífico de los miembros más jóvenes de la familia real, circunstancia que se acentúa en estas fechas en que disfrutan largas y rutilantes vacaciones, desde luego mucho más largas y mucho más rutilantes que las de la inmensa mayoría de los trabajadores españoles.
Pues bien; la andanada de invectivas e imprecaciones que ha recibido el senador por cumplir con su deber, que no es otro que el de trabajar por el mejoramiento de la sociedad denunciando los abusos y las demasías que la afligen, pudiera inducir a pensar que el atropello a la libertad de expresión (esto es, a la libertad) sufrido por el semanario
El Jueves
, no ha sido sino el primer jalón de una desatentada reacción monárquica o cortesana, o borbónica, contra la creciente e imparable opinión republicana, o, sin más, contra todo cuanto ponga en cuestión el carácter intangible, libre de toda crítica y control, de la Corona. Si fuera así, si ésta súbita beligerancia monarquista no se apaciguara (tal vez, en efecto, necesitan unas vacaciones), mal pintan las cosas. O bien, según se mire.
NO RECTIFIQUÉ
Ante aquel chaparrón de vasallaje me preguntaron qué pensaba hacer. «Nada —contesté— No pienso rectificar ni una coma y mucho menos si me lo pide un señor como Pepiño Blanco, que es el teórico representante de un partido que fue republicano, y mucho menos si me lo pide un ex ministro del Interior apellidado Acebes que sigue manteniendo que el 11-M lo organizó ETA.»
A lo que me negué en ese momento fue el ir a
La Noria
, programa de Telecinco, aunque sí concedí una entrevista en mi despacho que, en un primer programa, Pilar Rahola valoró positivamente y que Anson respetó, frente a un Alfredo Urdaci que me criticó con acritud. Y hubo un segundo programa, como para tratar de sacarse la espina, donde volvieron a repetir lo dicho por mí en el programa
Vuelta de Tuerca
de ETB, donde otro panel de tertulianos me metió el puñal hasta el quinto espacio intercostal. Lo bueno fue que al día siguiente, Alderdi Eguna, último domingo de septiembre de 2007, no pude dar un paso por la campa de Foronda. Jamás tuve nunca mayor besuqueo, palmoteo, abraceo y petición de fotos y autógrafos. Fue algo increíble. Y sobre todo, gratificante.
Lo más que hice aquellos días en los que se quemaban efigies del rey en Catalunya fue entrar en directo en un programa vespertino, pero desde mi despacho del Senado. Tuve un correcto careo con Jaime Peñafiel en el que este curtido periodista defendía sin mucha pasión a una Casa Real de la que nadie sabe tanto como él. Algún día, si le veo, estoy seguro que me dirá que tenía más razón que un santo, pero que él no podía decir otra cosa que la que dijo sin mucho convencimiento. El hombre está ya de vuelta de muchas cosas y por eso cada vez es más interesante lo que dice.
La semilla había sido sembrada. Grandes robles crecen de pequeñas bellotas. Y todo por un artículo en Internet que, como dice Castells, no hay gobierno que pueda controlar. Es lo que todavía no saben ni Juan Carlos de Borbón, ni Alberto Aza, que seguramente no tienen ni idea de lo que es un ordenador.
Como anécdota final, diré que, estando en Alcudia con todo aquel
tsunami
desatado, tuve que andar con una gorra y gafas oscuras por si algún monárquico desatado pretendía montarme un buen lío en la calle. Y de esa guisa andaba creyendo que estaba protegido por aquellos artilugios hasta que, al ir a pagar en un local la prensa que había comprado, la señora que me atendió me dijo: «Tiene usted la misma voz que Anasagasti».
¡Tierra, trágame!
Como he comentado, fui portavoz del Grupo Parlamentario Vasco del PNV en el Congreso desde 1986 al 2004. Viví todas las vicisitudes de los gobiernos de Felipe González y de José María Aznar. Y en el año 2004 accedí al Senado y a la Secretaría primera de su Mesa ocupando el despacho que un viejo ujier comentaba era el que utilizaba el general Franco cuando en el Senado funcionaba el Consejo Nacional del Movimiento de la dictadura. Por eso nada más llegar a él coloqué una ikurriña y el busto hecho por Oteiza de Sabino Arana, entre otras cosas para que en el Valle de los Caídos don Francisco sepa que la Historia tiene este tipo de pequeñas venganzas. Y, encima del radiador, quité la fotografía de don Juan Carlos, que tenía el anterior ocupante del despacho, el socialista Javier Rojo, y enmarqué la felicitación de Navidad de los reyes con sus nietos pero todos con
txapela
.
Sé, por tanto, cómo funciona el Congreso, y sé también cómo lo hace el Senado. Por esta razón, respecto a esta Cámara, que tiene tan poca visibilidad aunque la misma capacidad de control que el Congreso, conozco los trucos que haría falta poner en marcha para que se hablara del Senado tanto como del Congreso; al margen de que piense que nunca será una Cámara de representación territorial porque el Madrid político jamás hará una apuesta confederal sobre la organización del Estado, que es lo que habría que hacer.