Read Agentes del caos II: Eclipse Jedi Online
Authors: James Luceno
Tags: #Aventuras, #Ciencia ficción
Han volvió a situar la retícula sobre su blanco, pero el coralita desapareció de su vista con una llamarada.
Dejó que Droma siguiera disparando y maniobró la nave para que acentuase su trayectoria descendente. Varios proyectiles impactaron contra los escudos traseros, y el plasma se derramó entre las mandíbulas de la nave. Han desvió energía hacia el deflector delantero y volvió a aumentar el ángulo de descenso.
Atravesaron un espeso manto de nubes y siguieron descendiendo en espiral. Muy por debajo de ellos, el océano se abría a un lado, y el desierto al otro. Un sistema tormentoso cubría el horizonte occidental de Sriluur; al norte, una especie de niebla color castaño tapaba el terreno.
Droma le echó un vistazo a los sensores meteorológicos.
—¡Es una tormenta de arena!
—¿Lo ves? —dijo Han—. Algunos deseos se hacen realidad.
Apenas había terminado de hablar cuando el coralita líder se acercó a una velocidad increíble hasta situarse bajo el
Halcón
y disparó hacia arriba. Géiseres de plasma surgieron de los emplazamientos de sus armas.
Han surgió de la espiral, forzó el acelerador y trazó un círculo hacia atrás que lo llevó directamente hasta la cola del coralita. Un proyectil fundido procedente de la nave enemiga impactó de lleno contra uno de sus compañeros de escuadrón. El coralita se estremeció, mientras pedazos de coral yorik volaban en todas direcciones. Una explosión interior surgió de la cristalina cabina del piloto, y la nave entró en caída libre, condenada a muerte por la gravedad.
Los compañeros del coralita destruido viraron y se engancharon a la cola del
Halcón,
bombardeándolo con sus proyectiles y negándose a despegarse pese a los giros desesperados y las maniobras de evasión de Han.
Han intentó aprovechar la ventaja, pero no tuvo tiempo. Algo golpeó el
Halcón,
como si recibiera una palmada en la espalda. Luchando con los mandos, consiguió enderezar la nave, sólo para dejar de girar y encontrarse con otros tres coralitas pegados a él cuando entró en la tormenta de arena.
El pelaje de Droma se erizó.
—¡Otro impacto como ése y será como si nos arrojaras contra la arena para que el
Halcón
nos sirva de tumba!
Más proyectiles pasaron rozando la cabina de pilotaje. Han llevó la nave hasta sus límites dando bandazos y haciendo rugir el motor Quadex del
Halcón,
mientras los coralitas seguían abriendo fuego contra ellos. Dejó caer la nave en otra zambullida, y Droma tuvo que luchar para ajustar la impulsión y evitar el desastre mientras los proyectiles enemigos se acercaban más y más.
De repente, una montaña apareció ante ellos. Han trazó un giro a estribor tan cerrado que Droma y él apenas pudieron mantenerse en sus asientos. El líder de los coralitas los persiguió ferozmente, obviamente incapaz de mantener al
Halcón
en su punto de mira, pero disparando igualmente, quizá con la esperanza de romper la concentración de Han.
Sin previo aviso, una descarga de plasma estalló contra los sobrecargados escudos traseros. Desde popa llegó una explosión sorda, seguida del siseo sibilante de los sistemas extintores. Un olor acre flotó en el ambiente antes de ser expulsado por los extractores.
Han olfateó y le lanzó a Droma una mirada de ojos desorbitados:
—¿Qué ha sido eso?
—El convertidor de energía —respondió Droma, revisando los indicadores de la consola.
Han hizo una mueca.
¡Maldita suerte!
Aprovechó la sorprendente velocidad de su nave para mantener la ventaja y se adentró aún más en los remolinos de la bruma. Los tres coralitas frenaron su marcha y esperaron divisar al
Halcón
entre la arena, pero Han aceleró al máximo, ascendió, dio una vuelta de campana y logró situarse tras el trío de naves.
Droma disparó instintivamente el cañón ventral. El láser atravesó fácilmente el escudo del coralita al estar su dovin basal demasiado ocupado en controlar al mismo tiempo la navegación y las defensas. El impacto en la parte derecha del morro hizo que la nave volase en pedazos.
Han lanzó un grito de triunfo mientras desviaba el
Halcón
a un lado y se colocaba con ventaja tras el segundo de sus perseguidores. El piloto coralita, dándose cuenta de que su posición lo situaba en desventaja, intentó elevarse, sin darse cuenta de que la maniobra lo situaba en campo de tiro de las baterías superior e inferior del
Halcón.
—¡Hagan juego! —gritó Han—. ¡Cien créditos al primero que lo derribe!
—¡Hecho! —contestó Droma.
Ambos apretaron el gatillo al mismo tiempo. Los láseres cuádruples vomitaron un torrente de dardos rojos que atravesaron la popa del enemigo y perforaron la cabina del piloto, desintegrando la nave.
Han y Droma aullaron de alegría, mientras el primero realizaba un tirabuzón intentando esquivar los restos del coralita. Pasados éstos, Han invirtió el impulso de los motores y regresó a la tormenta.
Allí donde podía vislumbrarse la superficie, la tierra era de un color rojo oscuro y estaba tachonada con monolíticas torres de piedra, restos de erupciones volcánicas erosionados por el viento y la arena. A pesar de su tamaño, los torbellinos de arena hacían que los enormes peñascos apenas pudieran verse.
Han apuntó deliberadamente al obelisco más cercano, con los ojos clavados en la pantalla que mostraba el relieve del suelo, controlando manualmente las maniobras del
Halcón.
Fingiendo que ascendía, mantuvo a la nave de lado y se desvió a estribor, mientras Droma disparaba el cañón ventral. Todo aquello que no estaba atornillado o fijo en el interior de la nave volaba por los aires, chocaba contra los mamparos o rodaba por cubiertas y pasillos. Pero dos láseres bien colocados impactaron en la cabina de mando del coralita partiéndolo en dos, como si un maestro albañil lo hubiera golpeado con su cincel.
Aun así, los tres coralitas restantes siguieron obstinadamente tras la cola del
Halcón.
Cerca de la superficie, Han zigzagueó a través de un bosque de agujas ocultas por la tormenta y esculpidas por el viento. Los motores gimieron y la nave vibró como si estuviera a punto de desmenuzarse. Desviando energía hacia los escudos traseros, Han colocó al
Halcón
de costado una vez más para minimizar su perfil mientras el plasma les pasaba rozando por ambos lados.
Droma enrolló su cola alrededor del asiento para evitar que el arnés de éste lo estrangulase.
—¡Al menos avísame cuando vayas a hacer algo así!
Han niveló la nave y realizó un viraje absurdamente cerrado, forzando los motores hasta que el
Halcón
casi frenó por completo, para después aplicar toda la potencia posible a los impulsores y ascender casi en vertical. Intentando evadir los disparos de Droma, el coralita más cercano perdió el control, se dirigió hacia uno de los afloramientos de lava y estalló en llamas.
Los impulsores del
Halcón
refulgieron, y Han lo sacó de la tormenta a toda velocidad.
Ninguno de los dos coralitas supervivientes lo siguió.
Se dejaron caer en sus asientos, mientras las estrellas dejaban de centellear y se arracimaban a su alrededor como luminosas puntas de alfiler.
—Buen tiro —dijo Han después de buscar por última vez el rastro de sus agresores.
—Buena maniobra —Droma le devolvió la sonrisa.
El
Halcón
corcoveó. Los indicadores parpadearon y la consola emitió tonos de aviso. Han y Droma callaron un instante, desconcertados, antes de seguir con la dolorosa tarea de evaluar los daños sufridos por la nave.
—El motor de hipervelocidad ha resistido, pero responde erráticamente —anunció Droma tras un largo rato.
Han asintió con displicencia.
—Debió de sufrir daños colaterales cuando el conversor de energía recibió el impacto.
—Quizá podamos llegar a Nar Shaddaa —titubeó Droma tirando de la punta de su caído bigote—, pero no lo aseguraría.
—No —dijo Han—. No podemos arriesgarnos.
—¿Volvemos a Sriluur?
Han negó con la cabeza.
—Dudo que encontremos los recambios que necesitamos. Además, no quiero arriesgarme a encontrarme de nuevo con esos coralitas.
—Entonces Kashyyyk —apuntó Droma tras consultar los mapas estelares—. Dos saltos rápidos y habremos llegado.
Han le puso la mano sobre la boca.
—No es una buena idea. —Como Droma no respondió, añadió—: No es lo que piensas. Puedo controlar los recuerdos, pero la familia de Chewbacca todavía se hace responsable de mi bienestar, y ahora no puedo enfrentarme a eso.
—Así pues, ¿adónde vamos?
Han estudió el mapa desplegado y sonrió para sus adentros.
—Conozco cierto lugar un poco apartado donde tendrán todo lo que necesitamos.
—Todo lo que Han Solo necesita —puntualizó Droma.
—Quizá tengas razón —admitió Han. Se giró ligeramente hacia Droma—. ¿Crees que podrás hacerte pasar por capitán unos cuantos días?
En Coruscant, en la nueva oficina que le habían adjudicado tras su inesperado nombramiento en el Consejo Asesor, la senadora Viqi Shesh dirigía a los dos androides a los que había encargado reestructurar la decoración y el mobiliario.
—Girad el escritorio hacia la ventana —les ordenó, moviéndose por la sala.
Los androides humanoides manipularon el flotador sobre el que descansaba el escritorio. Cuando estuvo en el lugar indicado, se volvieron hacia ella, aparentemente ansiosos por ver si le complacían los resultados. No era así.
—No, no, muy mal —protestó Shesh agitando la cabeza y pasando después una mano por su lustrosa melena de pelo negro como la tinta—. Volved a dejarlo donde estaba y poned la silla debajo de la ventana.
La pareja de androides parecía triste.
—En seguida, senadora —respondieron al unísono.
Shesh se sentó en un viejo sillón de su Kuat nativo y contempló todo el despacho en su conjunto, ampliando su sonrisa al comprobar que todo parecía encajar en la espaciosa sala. Diseñada para no ser ostentosa, la oficina disfrutaba de unas vistas de la avenida del Comercio y del Obelisco de la Nueva República que dejaban sin aliento. Con un poco de trabajo se convertiría en la más elegante del edificio y dejaría una impresión indeleble en todos los que la visitasen.
No está mal para alguien que ha entrado en la arena política hace sólo seis años,
pensó Shesh. Pero no había esperado menos desde el principio, y anticipaba mucho más para los próximos años, a pesar de no haber conseguido la unanimidad en su elección al Consejo Asesor.
Algunas supuestas autoridades políticas acusaban al jefe de Estado Borsk Fey’lya de intentar ganarse el apoyo del rico Kuat. Otros denunciaban a Shesh por dejarse seducir por el poder y la acusaban de dar la espalda a todo lo que había propiciado su rápido ascenso. ¿Qué ocurriría con su apasionada defensa de los necesitados, su patrocinio económico hacia los mundos privados de voz y voto, su claro respaldo hacia los Caballeros Jedi y todo lo que representaban si se dejaba dominar por Fey’lya?
La sonrisa de Shesh se ensanchó al pensar en esas cuestiones. En el fondo demostraban lo equivocados que estaban todos con ella y el gran éxito que había tenido alimentando sus ilusiones.
El comunicador de la oficina zumbó en aquel momento.
—Senadora Shesh, ha llegado el comodoro Brand —anunció su secretaria.
—Que pase —respondió ella tras mirar su reloj.
Se levantó del sillón, se arregló la falda negra que cubría sus largas piernas y ordenó a los androides que salieran de la sala. Cuando Brand entró, ya se encontraba detrás de la mesa de su escritorio.
—Comodoro Brand, es un placer volver a verlo —sonrió y extendió la mano por encima del escritorio.
Brand, un funcionario severo, oscuro y con la mirada de quien sólo es capaz de ver su propia verdad, se quitó la gorra, estrechó la mano de la mujer tan decorosamente como le fue posible e intentó sentirse cómodo entre los rígidos confines del sillón.
Shesh hizo un gesto amplio, abarcando toda la oficina.
—Disculpe este desastre. Acabo de instalarme.
—Felicidades por su nombramiento para el Consejo, senadora —respondió, recorriendo la sala con los ojos.
—Espero colmar todas las expectativas de los que me han apoyado y me han nombrado —dijo Shesh con solemnidad.
—La guerra acelera el ascenso de los más preparados para el liderazgo —apuntó Brand inclinando el torso hacia delante—. Estoy seguro de que superará las expectativas de todo el mundo.
—Gracias, comodoro —Shesh hizo una breve pausa—. ¿A qué debo el honor de su visita?
Brand carraspeó para aclararse la garganta.
—La situación corelliana, senadora.
—El restablecimiento de la estación
Centralia
—asintió la mujer—. Una decisión juiciosa, en mi opinión.
—Entonces ¿no le preocupan las posibles… repercusiones?
—¿Una Corellia armada y peligrosa, por ejemplo? Claro que no. Una Corellia con buena capacidad defensiva beneficia a todo el Núcleo. Brand la estudió un largo momento.
—Sí, pero… ¿y si le dijera que puede sernos más beneficioso engañar a los yuuzhan vong para que ataquen Corellia?
Shesh enarcó una ceja.
—¿Está hablando en serio, comodoro? Porque si es así, y a pesar de que me siento en el Consejo de Seguridad e Inteligencia, me vería obligada a presentar de inmediato ese asunto al Consejo Asesor.
—Las Fuerzas de Defensa sólo intentan hacer honor a su nombre, senadora —dijo rápidamente Brand—. Por desgracia, nos encontramos en un dilema.
—Un dilema —repitió Shesh.
—En el supuesto de que pudiéramos atraer a los yuuzhan vong hasta Corellia, deberíamos asegurarnos de poder derrotarlos allí… aplastarlos. Y para ello deberíamos concentrar todas nuestras naves en Corellia. Y para reunir esa flota habría que retirarlas de Bothawui y de un montón de mundos semejantes.
Shesh se tomó un momento para responder.
—Le preocupa que el Consejo Asesor se niegue a respaldar cualquier acto que ponga en peligro a Bothawui y a los demás. Y para lograr ese objetivo tendría que parecer que estamos defendiendo Bothawui a cambio de desproteger Corellia.
Brand casi sonrió ampliamente.
Ella lo estudió sin disimulo.
—Ya veo que lo he interpretado correctamente. Pero sigo preguntándome por qué ha querido llamar mi atención sobre ese tema.