Alto Riesgo (2 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: Alto Riesgo
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Sin embargo, seguía queriéndolo. No del mismo modo: había dejado de adorarlo como en la luna de miel y ya no deseaba dedicar su vida a hacerlo feliz. Las neblinas matinales del amor romántico se habían desvanecido, y a la clara luz del día de la vida conyugal Flick podía ver que su marido era vano, egoísta y poco fiable. Pero cuando decidía prestarle atención, aún era capaz de hacer que se sintiera única, hermosa y deseada.

El encanto de Michel, que también funcionaba con los hombres, lo había convertido en un excelente líder, valiente y carismático. Flick y él habían ideado el plan de ataque juntos. Asaltarían el palacio por dos puntos a un tiempo para dividir a los defensores; una vez dentro, se reagruparían en una sola fuerza, penetrarían en el sótano, buscarían la sala del equipo principal y la harían volar por los aires.

Disponían de un plano del edificio que les había proporcionado Antoinette Dupert, encargada del grupo de mujeres del pueblo que limpiaban el palacio todas las tardes.

También era tía de Michel. Las limpiadoras empezaban a trabajar a las siete, la hora de la misa vespertina; en aquellos momentos, Flick podía ver a varias que enseñaban sus pases a los centinelas de la verja. El dibujo de Antoinette mostraba el camino al sótano, pero no detallaba el interior, cuyo acceso estaba restringido a los alemanes, que hacían la limpieza por sí mismos.

El plan de ataque de Michel se basaba en los informes del M16, el servicio secreto británico, según el cual el palacio estaba custodiado por un destacamento de las Waffen SS que se repartía en tres turnos de doce hombres cada uno. El personal de la Gestapo no estaba formado por tropas de combate, y la mayoría de sus miembros ni siquiera irían armados. El circuito Bollinger había conseguido reunir a quince hombres para realizar el ataque, los cuales se habían mezclado con los asistentes a la misa o vagaban por la plaza haciéndose pasar por desocupados transeúntes, con las armas ocultas bajo la ropa o en carteras y bolsos en bandolera. Si la información del M16 era correcta, los guerrilleros superaban en número a la guarnición.

Flick, sin embargo, sentía una aprensión que dominaba su mente y le oprimía el pecho. Al mencionar ante Antoinette la estimación del M16, la mujer, frunciendo el ceño, había replicado: «Yo diría que son más». Antoinette no era tonta ─había sido secretaria de Joseph Laperriere, director de una cava de champán, hasta que la ocupación redujo los beneficios y la mujer del jefe la sustituyó─, y podía tener razón.

Michel no había conseguido resolver la contradicción entre los datos del M16 y la conjetura de Antoinette. Vivía en Reims, y ni él ni nadie de su grupo conocía Sainte-Cécile. No habían tenido tiempo de llevar a cabo un reconocimiento en toda regla. Si los guerrilleros se encontraban en inferioridad numérica, pensó Flick con temor, tendrían pocas posibilidades ante soldados alemanes bien entrenados.

Paseó la mirada por la plaza buscando a los miembros de su grupo, en apariencia paseantes ociosos, que, no obstante, estaban a punto de matar o morir. Ante la mercería, mirando un rollo de anticuada tela verde expuesto en el escaparate, estaba Genevieve, una chica alta de veinte años con una Sten bajo la ligera chaqueta de entretiempo. La Sten era la metralleta favorita de la Resistencia, porque se desmontaba en tres piezas y cabía en un bolso pequeño. Genevieve podía ser la chica a la que Michel le había echado el ojo, lo que no impidió que Flick se estremeciera de horror al pensar que podían acribillarla a tiros en cuestión de segundos. Cruzando el empedrado de la plaza en dirección a la iglesia, vio a Bertrand, el benjamín del grupo con sus diecisiete años, un rubito de mirada inquieta con un Colt automático del calibre 45 oculto en el periódico que llevaba doblado bajo el brazo. Los aliados habían lanzado en paracaídas un auténtico diluvio de Colts. En un principio, Flick había excluido a Bertrand del grupo por su edad, pero andaban tan escasos de hombres y el chico le había insistido tanto que había acabado por convencerla. Flick confiaba en que su juvenil entusiasmo no se esfumara al iniciarse el tiroteo. En el atrio de la iglesia, fingiendo dar las últimas caladas a un cigarrillo antes de entrar, estaba Albert, que había sido padre de una niña, su primer hijo, esa misma mañana. Albert tenía una razón de más para querer sobrevivir. Llevaba una bolsa de tela que parecía llena de patatas; en realidad, eran granadas de mano Mark I Mills n.° 36.

En la plaza todo parecía normal, salvo por un detalle. Junto a la iglesia había aparcado un enorme y potente deportivo, un Hispano-Suiza modelo 68─bis de fabricación francesa con motor V 12 de avión, uno de los coches más rápidos del mundo. Era de color azul celeste y tenía un espectacular radiador plateado rematado por la característica cigüeña en pleno vuelo.

Había llegado hacía media hora. Su conductor, un hombre atractivo de unos cuarenta años, vestía un elegante traje de paisano, pero nadie que no fuera un oficial alemán habría tenido la desfachatez de exhibirse con semejante vehículo. Su acompañante, una pelirroja alta y llamativa con vestido de seda verde y zapatos de ante con tacón de aguja, era demasiado chic para no ser francesa. El hombre había montado una cámara en un trípode y estaba fotografiando el palacio. Entre tanto, la pelirroja lanzaba miradas desafiantes a su alrededor, como si supiera que los desharrapados lugareños que le clavaban los ojos mientras se dirigían a la iglesia la estaban llamando «puta» mentalmente.

Hacía unos minutos, el cuarentón había conseguido alarmar a Flick al pedirle que le hiciera una foto posando con su amiga ante el palacio. Se había dirigido a ella cortésmente, con una sonrisa encantadora y apenas un asomo de acento alemán. Lo último que necesitaba Flick era distraerse en el momento crucial, pero había intuido que negarse a hacer la foto habría despertado las sospechas del alemán, tanto más cuanto que fingía ser una vecina del pueblo sin otra ocupación que tomar el sol en la terraza del bar. En consecuencia, había reaccionado como la mayoría de los franceses en parecidas circunstancias: adoptando una expresión de fría indiferencia y haciendo lo que le pedía el desconocido.

Habían sido unos instantes tan cómicos como aterradores: la agente secreta británica inclinada tras la cámara; el oficial alemán y su fulana sonriéndole; y la campana de la iglesia marcando los segundos previos a la explosión. A continuación, el oficial le había dado las gracias y había querido invitarla. Ella se había negado tajantemente: ninguna francesa habría bebido con un alemán a menos que no le importara que la llamaran puta. El hombre, comprensivo, había sonreído, y ella había vuelto a sentarse con su marido.

Era evidente que el oficial no estaba de servicio, y no parecía ir armado, de modo que no representaba ningún peligro. Aun así, tenía algo que la inquietaba. Flick intentó descubrirlo en los últimos instantes de calma, y acabó comprendiendo que no se tragaba que estuviera de turismo. Su actitud vigilante era impropia de quien está absorto en la belleza de un edificio antiguo. La mujer que lo acompañaba podía ser lo que parecía, pero él era algo más.

Antes de que Flick pudiera adivinar el motivo, la campana enmudeció.

Michel apuró su cerveza y se limpió la boca con el dorso de la mano.

Se levantaron de la mesa. Procurando no llamar la atención, fueron hasta la puerta del bar y, deteniéndose en el umbral, se pusieron disimuladamente a cubierto.

Diether Franck se había fijado en la chica de la terraza aun antes de bajar del coche. Siempre se fijaba en las mujeres guapas. Aquélla era un pimpollo rebosante de atractivo sexual.

Tenía el pelo pajizo, los ojos verde claro y probablemente sangre alemana, lo que no era raro en aquella zona del nordeste de Francia tan próxima a la frontera. El vestido que cubría su menudo y esbelto cuerpo parecía un saco, pero la chica le había añadido un pañuelo barato de algodón amarillo que, en opinión de Diether, le daba un toque de buen gusto inequívocamente francés. Al dirigirle la palabra, había percibido el inicial sobresalto que experimentaba la mayoría de los franceses al verse abordados por un miembro del ejército de ocupación; pero, acto seguido, el hermoso rostro de la joven había adoptado una expresión desafiante que había aumentado la curiosidad de Diether.

La acompañaba un hombre atractivo que no parecía muy interesado en ella, probablemente su marido. Diether le había pedido que le hiciera una foto porque le apetecía hablar con ella. Tenía mujer y dos hijos preciosos en Colonia, y compartía su piso de París con Stéphanie, pero eso no era motivo para privarse de tontear con otras. Las mujeres hermosas eran como los magníficos cuadros impresionistas franceses de su colección: tener uno era querer tenerlos todos.

Las francesas eran las mujeres más hermosas del mundo. En realidad, todo lo francés era hermoso: los puentes, los bulevares, los muebles, hasta las vajillas de porcelana. A Diether le encantaban los clubes nocturnos de París, el champán, el foie gras, las baguettes calientes y comprar camisas y corbatas en Charvet, el legendario chemisier de enfrente del hotel Ritz. No le habría importado quedarse en París el resto de su vida.

A veces se preguntaba dónde había adquirido aquellos gustos. Su padre era profesor de música, el único arte cuyos maestros indiscutibles no eran los franceses, sino los alemanes. Pero Diether, que encontraba insoportablemente aburrida la anodina vida académica de su padre, había horrorizado a sus progenitores haciéndose policía, algo poco habitual para un universitario en la Alemania de la época. En 1939 era jefe del departamento de investigación criminal de la policía de Colonia. En mayo de 1940, cuando los panzer del general Heinz Guderian cruzaron el río Mosa en Sedán, atravesaron Francia de victoria en victoria y llegaron al canal de la Mancha en una semana, Diether, obedeciendo a un impulso, solicitó ingresar en el ejército. Gracias a su experiencia policial, lo reclutaron de inmediato para el contraespionaje militar. Hablaba francés a la perfección e inglés con fluidez, de modo que le encomendaron interrogar a los prisioneros enemigos. Tenía talento para aquel trabajo, y sentía un orgullo inmenso al obtener información que ayudaba a ganar batallas a su país. En el norte de África, sus resultados habían merecido los elogios del propio Rommel.

En caso necesario, no dudaba en recurrir a la tortura, pero prefería persuadir a la gente con métodos más sutiles. Así había conseguido a Stéphanie. Lista, aplomada y sensual, era propietaria de una boutique parisina que vendía sombreros de mujer irresistiblemente elegantes y obscenamente caros. Desgraciadamente, una de sus abuelas era judía. Había perdido la tienda, había pasado seis meses en una prisión francesa y estaba a punto de partir para un campo alemán cuando la rescató Diether.

Podía haberla forzado. Era lo que ella esperaba. Nadie habría protestado, por no hablar de emprender alguna acción. Sin embargo, la había mantenido, le había comprado ropa, la había instalado en el dormitorio libre de su piso y la había tratado con caballeroso afecto hasta la noche en que, tras una cena con foie de veau y una botella de La Tache, la sedujo delicadamente en el sofá, ante un buen fuego de carbón.

Ese día la chica sólo era un elemento de camuflaje. Diether volvía a estar a las órdenes de Rommel. El mariscal de campo Erwin Rommel, El Zorro del Desierto, era ahora comandante del Grupo B del ejército, que defendía el norte de Francia. El servicio secreto alemán preveía que la invasión aliada se llevaría a cabo ese verano. En vista de que no tenía suficientes hombres para vigilar los centenares de kilómetros de costa en que podía producirse el desembarco, Rommel había adoptado una arriesgada estrategia de respuesta flexible: sus batallones permanecían en el interior, a kilómetros del mar, listos para ser desplegados donde fuera necesario.

Los ingleses, que también tenían espías, estaban al corriente. Su contraplán consistía en ralentizar la respuesta de Rommel dañando sus comunicaciones. Día y noche, los bombarderos ingleses y estadounidenses batían carreteras y vías férreas, puentes y túneles, estaciones y centros de clasificación. Por su parte, la Resistencia atentaba contra centrales eléctricas y fábricas, hacía descarrilar trenes, cortaba las líneas telefónicas y enviaba a niñas a echar grava en los depósitos de aceite de camiones y tanques.

El cometido de Diether era inspeccionar los principales centros de comunicaciones y evaluar su vulnerabilidad a un ataque de la Resistencia. En los últimos meses, desde su base en París, se había pateado todo el norte de Francia abroncando a centinelas soñolientos, metiendo en cintura a capitanes negligentes y reforzando la seguridad de las garitas de señales, los depósitos ferroviarios, los parques de vehículos y las torres de control aéreo. Ese día se disponía a hacer una visita sorpresa a una central telefónica de enorme importancia estratégica. De aquel edificio dependían todas las comunicaciones telefónicas del Alto Mando en Berlín con las fuerzas alemanas en el norte de Francia, así como los teletipos, el medio más habitual para cursar órdenes. La destrucción de la central dejaría gravemente dañado el sistema alemán de comunicaciones.

Los aliados, que sin duda lo sabían, habían bombardeado el edificio, aunque con escasa efectividad hasta la fecha. La central era la candidata perfecta para un ataque de la Resistencia. Por añadidura, la seguridad, según los parámetros de Diether, era escandalosamente laxa. El motivo más probable era la influencia de la Gestapo, que tenía un destacamento en el edificio. Los miembros de la Geheime Staatspolizei, la policía secreta estatal, solían ascender en razón de su lealtad a Hitler y su entusiasmo por el nacionalsocialismo más que por su inteligencia y profesionalidad. Diether llevaba media hora haciendo fotos al edificio, y su cólera iba en aumento al ver que los responsables de la vigilancia seguían sin tomar cartas en el asunto.

Al fin, cuando la campana de la iglesia dejó de sonar, un oficial de la Gestapo con uniforme de mayor traspuso las enormes puertas de hierro del palacio y fue directo hacia Diether dándose aires.

─¡Déme esa cámara! ─le gritó en francés macarrónico.

Fingiendo no haberlo oído, Diether le volvió la espalda.

─¡Está prohibido hacer fotos del palacio, imbécil! ¿No ve que es una instalación militar?

Diether se volvió hacia él y le respondió tranquilamente en alemán: ─Se ha dado usted poca prisa en mover el culo.

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