Alto Riesgo (7 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: Alto Riesgo
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─Me han metido una bala en el culo.

─Entonces habrá que sacártela. ─La mueca de preocupación se esfumó del rostro de Claude, que se volvió hacia Flick con la diligente profesionalidad de costumbre─: Extiende unas cuantas toallas sobre la cama para absorber la sangre; luego, le quitas los pantalones y lo tumbas boca abajo. Mientras tanto, voy a lavarme las manos.

Gilberte extendió revistas viejas sobre la cama y puso encima las toallas, mientras Flick ayudaba a Michel a levantarse y lo acompañaba hasta el dormitorio. Al verlo acostarse en aquella cama, no pudo evitar preguntarse cuántas veces lo habría hecho con anterioridad.

Claude introdujo un instrumento de metal en la herida e intentó localizar la bala. Michel gritó de dolor.

─Aguanta, compañero ─lo animó Claude.

Flick casi disfrutó viendo sufrir a Michel en la misma cama donde hasta entonces había gemido de adúltero placer. Confiaba en que nunca olvidara aquel mal rato en el dormitorio de Gilberte.

─Por lo que más quieras, acaba de una vez ─gruñó Michel.

La rencorosa satisfacción de Flick se esfumó enseguida, y no pudo evitar sentir pena por Michel.

─Muerde esto ─le dijo acercándole el almohadón─. Te ayudará a aguantar.

Michel hundió el rostro en el almohadón.

Claude siguió hurgando en la herida hasta que consiguió sacar la bala. Durante unos segundos, la sangre fluyó en abundancia del orificio. Claude esperó a que cesara la hemorragia para aplicar un apósito. 

─Procura no moverte durante unos días ─ aconsejó al herido.

Eso significaba que tendría que quedarse en casa de Gilberte. Por suerte, no estaba para demasiados trotes, pensó Flick con siniestro regocijo. 

─Gracias, Claude.

─Encantado de ayudaros.

─Tengo que pedirte otro favor.

Claude la miró con aprensión.

─Tú dirás.

─Tengo que coger un avión a las doce menos cuarto. Necesito que me lleves a Chatelle.

─¿No puede llevarte Gilberte en el coche en el que me ha traído?

─Sería muy arriesgado con el toque de queda. Pero contigo estaré segura. Eres médico.

─¿Cómo explicaré que me acompañen dos personas?

─Tres. Necesitamos a Michel para que sostenga la linterna.

Las operaciones de recogida se atenían a un procedimiento estricto: cuatro miembros de la resistencia formaban una ele gigante con linternas encendidas para indicar la dirección del viento y el lugar en el que el avión debía tomar tierra. Las pequeñas linternas tenían que apuntar hacia el aparato para tener la certeza de que el piloto las veía. Dejarlas en el suelo era arriesgarse a que no viera lo que esperaba, sospechara que le tendían una trampa y decidiera no aterrizar. Siempre que fuera posible, convenía que hubiera cuatro.

─¿Y cómo se lo explico a la policía? Los médicos no acuden a las emergencias acompañados por tres personas.

─Ya pensaremos en algo.

─¡Es demasiado peligroso!

─A estas horas de la noche, será cuestión de unos minutos. 

─ Marie Jeanne me matará. Dice que tengo que pensar en los niños. 

─No tenéis ninguno.

─Está embarazada.

Flick asintió. Eso explicaba que se hubiera vuelto tan precavido. Michel se puso de costado y se incorporó. Extendió la mano y agarró a Claude por el brazo.

─Claude, por favor, es muy importante. Hazlo por mí, ¿quieres? Era difícil negarle algo a Michel. Claude suspiró. 

─ ¿Cuándo?

Flick consultó su reloj. Eran casi las once.

─Ahora.

Claude miró a Michel.

─Volverá a abrírsele la herida.

─Ya ─dijo Flick─. Qué le vamos a hacer...

El pueblo de Chatelle era un puñado de edificios arracimados en torno a un cruce de carreteras: tres granjas, una línea de casitas de agricultores y una panadería que abastecía a los caseríos y aldeas del contorno. A kilómetro y medio de la encrucijada, de pie en medio de un pastizal, Flick sostenía una linterna del tamaño de un paquete de cigarrillos.

Había hecho un cursillo de una semana, impartido por los pilotos del escuadrón 161, para aprender a hacer señales a los aviones. Aquel campo cumplía los requisitos que le habían especificado. Tenía casi un kilómetro de largo, cuando a un Lysander le bastaban unos seiscientos metros para aterrizar o despegar. El terreno era firme y sin pendiente. Un estanque próximo, perfectamente visible desde el aire a la luz de la luna, serviría de punto de referencia para el piloto.

Michel y Gilberte, con sendas linternas, se habían situado en línea recta respecto a Flick en la dirección del viento, y Claude permanecía a unos metros de ella en sentido perpendicular. Entre los cuatro, formaban una figura de puntos luminosos en forma de ele invertida. En zonas despobladas, podían utilizarse fogatas en lugar de linternas; pero en aquel prado, tan cerca del pueblo, los cuatro corros de hierba quemada hubieran resultado peligrosamente reveladores.

Los cuatro camaradas formaban lo que los agentes llamaban un «comité de recepción». Los de Flick siempre eran silenciosos y disciplinados, pero había grupos peor organizados que en ocasiones convertían el aterrizaje en un jolgorio, se gritaban chistes y se invitaban a cigarrillos, rodeados por curiosos de los pueblos vecinos. Era peligroso. Si el piloto sospechaba que los alemanes estaban al tanto de la operación y creía que la Gestapo podía estar al acecho, tenía que reaccionar con rapidez. Los comités de recepción estaban advertidos de que cualquiera que se acercara al aparato desde el ángulo equivocado podía recibir un disparo del piloto. Nunca había ocurrido, pero en una ocasión un curioso había muerto atropellado por un bombardero Hudson.

La espera siempre se hacía eterna. Si el avión no llegaba, Flick tendría que enfrentarse a otras veinticuatro horas de tensión y peligro y probar suerte a la noche siguiente. Los agentes no sabían nunca si el avión aparecería, no porque la RAF fuera poco fiable, sino porque, como le habían explicado a Flick los pilotos del escuadrón 161, orientarse a la luz de la luna sobre centenares de kilómetros de campos de cultivo era tremendamente difícil. El piloto navegaba por estimación, calculando su posición a partir de la dirección, la velocidad y el tiempo transcurrido, y procuraba confirmar sus cálculos mediante accidentes del terreno como ríos, ciudades, vías férreas y bosques. El problema era que resultaba imposible estimar las desviaciones debidas al viento. Por otra parte, a la luz de la luna todos los ríos parecían iguales. Si llegar a la zona aproximada era difícil dar con un campo concreto era toda una proeza.

Si las nubes ocultaban la luna, la misión estaba condenada al fracaso, y el piloto ni siquiera se molestaba en despegar.

Por suerte, la noche era espléndida y hacía presagiar lo mejor. En efecto, un par de minutos antes de las doce, Flick oyó el sonido inconfundible de un avión de un motor; débil al principio, aumentó rápidamente hasta convertirse en un ruido semejante a una salva de aplausos. Impaciente por regresar a casa, Flick hizo destellar la linterna para transmitir la equis en el código Morse. Si se equivocaba de letra, el piloto sospecharía y daría media vuelta de inmediato.

El avión describió un círculo y descendió en un ángulo pronunciado. Tocó tierra a la derecha de Flick, redujo velocidad, giró entre Michel y Claude, rodó de nuevo hacia Flick, volvió a girar hacia el viento hasta completar un amplio óvalo y se detuvo en posición de despegue.

Era un Westland Lysander, un pequeño monoplano de alas altas, pintado de negro mate. La tripulación se reducía al piloto. Tenía dos asientos para pasajeros, pero Flick había visto a un «Lizzie» cargado con dos más, uno en el suelo y otro en el compartimento de carga.

El piloto no detuvo el motor. Su intención era permanecer en tierra el tiempo imprescindible.

A Flick le habría gustado besar a su marido y desearle suerte, pero también abofetearlo y decirle que se mantuviera alejado de las mujeres. Por suerte, no había tiempo ni para lo uno ni para lo otro.

Despidiéndose con un rápido ademán, Flick trepó por la escalerilla metálica, descorrió la cubierta de cristal, saltó al interior del aparato y volvió a cerrar.

El piloto volvió la cabeza y ella alzó los pulgares. El pequeño avión se puso en marcha con una sacudida, fue cogiendo velocidad hasta despegarse del suelo e inició un pronunciado ascenso.

Flick vio una o dos luces en el pueblo: los campesinos hacían caso omiso de la prohibición alemana. A su llegada, que se produjo peligrosamente tarde, a las cuatro de la madrugada, había distinguido desde el aire el resplandor del horno de la panadería, y al cruzar el pueblo en coche, le había llegado el aroma del pan recién hecho, el perfume de Francia.

El avión se escoró para virar en redondo, y Flick vio los rostros de Michel, Gilberte y Claude iluminados por la luna, como tres manchas blancas sobre el fondo oscuro del prado. Cuando el aparato se niveló y puso rumbo a Inglaterra, Flick sintió que se le encogía el corazón al comprender que tal vez no volvería a verlos.

Segundo día:
lunes, 29 de mayo de 1944

Diether Franck conducía en plena noche acompañado por su joven ayudante, el teniente Hans Hesse. El enorme Hispano─ Suiza tenía diez años, pero su motor de once litros era incansable. La tarde de la víspera, Diether había descubierto una impecable hilera de agujeros de bala en la generosa curva del guardabarros del lado del conductor, recuerdo de la refriega en la plaza de Sainte-Cécile; pero, en vista de que no había sufrido daños mecánicos, Diether se dijo que los orificios proporcionaban al vehículo un encanto adicional, como la cicatriz de un duelo en la mejilla de un oficial prusiano.

El teniente Hesse cubrió los faros para atravesar las calles de París, que permanecían completamente a oscuras en previsión de bombardeos, y retiró las fundas en cuanto llegaron a la carretera de Normandía. Los dos hombres se turnaban al volante cada dos horas, aunque a Hesse, que adoraba el coche y admiraba como a un héroe a su propietario, no le habría importado conducir durante todo el viaje.

Adormilado en el asiento del acompañante, hipnotizado por la cinta de asfalto que salía al encuentro de los faros, Diether trataba de imaginarse su futuro. ¿Reconquistarían Francia los aliados tras expulsar a las fuerzas de ocupación? La idea de que Alemania sufriera una derrota era deprimente. Tal vez se llegara a un acuerdo de paz, que obligaría a Alemania a devolver Francia y Polonia, pero le permitiría conservar Austria y Checoslovaquia. No era un desenlace mucho mejor. Le costaba imaginarse de vuelta en Colonia, al lado de su mujer y sus hijos, tras las emociones y la libertad que disfrutaba en París, con Stéphanie. El único final feliz, para Alemania y para él, sería que el ejército de Rommel contuviera a los invasores y los arrojara al mar.

Antes del amanecer, llegaron al pequeño pueblo medieval de La Roche-Guyon, en el valle del Sena, entre París y Rouen. Hesse detuvo el coche ante el control de carretera instalado a la entrada del pueblo, pero los centinelas estaban sobreaviso y les hicieron señas de continuar. Siguieron avanzando entre las casas silenciosas y oscuras hasta el siguiente puesto de control, situado a la entrada de un viejo castillo. Aparcaron en el amplio patio empedrado. Diether dejó a Hesse en el coche y entró en el edificio.

El comandante en jefe del frente occidental era el mariscal de campo Gerd von Runstedt, un general maduro y competente de la vieja escuela. A sus órdenes, como responsable de la defensa de la costa francesa, estaba el mariscal de campo Erwin Rommel, El Zorro del Desierto, comandante del Grupo B del ejército. El castillo de La Roche-Guyon era su cuartel general.

Diether Franck se sentía afín a Rommel. Ambos eran hijos de profesores ─el padre de Rommel había sido director de un colegio─, y en consecuencia ambos percibían el gélido aliento del elitismo militar de hombres como Von Runstedt. No obstante, eran muy diferentes desde otros puntos de vista. Como buen sibarita, Diether disfrutaba de todos los placeres culturales y sensuales que ofrecía Francia. Rommel, en cambio, era un trabajador compulsivo que no fumaba ni bebía y a menudo se olvidaba de comer. Se había casado con la única novia que había tenido, y le escribía tres veces al día.

Diether se encontró en el vestíbulo con el mayor Walter Godel, ayudante de campo de Rommel, un individuo de carácter frío e inteligencia privilegiada que le inspiraba respeto, aunque no aprecio. Habían hablado por teléfono a última hora de la noche. Diether lo había puesto al corriente de su pequeño problema con la Gestapo y le había dicho que deseaba ver a Rommel lo antes posible. «Esté aquí a las cuatro de la mañana», le había respondido Godel. Cada día, a esa hora, Rommel ya estaba trabajando en su despacho.

Diether empezaba a preguntarse si estaría haciendo lo correcto. Rommel podía espetarle: «¿Cómo se atreve a molestarme con detalles triviales?». No, no lo creía. A los comandantes les gustaba tener la sensación de que controlaban los detalles. Con toda probabilidad, Rommel le daría el apoyo que pensaba solicitarle. Pero no las tenía todas consigo, especialmente cuando pensaba en la presión bajo la que trabajaba su comandante.

─Lo recibirá de inmediato ─dijo Godel tras saludarlo con una seca inclinación de la cabeza─. Sígame.

─¿Qué sabe de Italia? ─le preguntó Diether mientras avanzaban por el pasillo.

─Nada bueno ─respondió Godel─. Nos estamos retirando de Arce.

Diether asintió con expresión resignada. Los alemanes combatían por cada palmo de terreno, pero desgraciadamente habían sido incapaces de detener el avance hacia el norte de las fuerzas aliadas.

Al cabo de unos instantes, el mayor lo hizo entrar en el despacho de Rommel, una magnífica sala de la planta baja. Diether contempló con envidia el valioso tapiz de Gobelinos del siglo XVII que colgaba de una de las paredes. El mobiliario se reducía a unas cuantas sillas y un enorme escritorio, que a Diether le pareció de la misma época que el tapiz. Sentado ante él, trabajando a la luz de una única lámpara de sobremesa, había un individuo menudo de frente despejada y escaso cabello rubio rojizo.

─Ha llegado el mayor Franck, mariscal ─le anunció Godel.

Diether esperaba hecho un manojo de nervios. Rommel siguió leyendo durante unos segundos; luego, hizo una señal en la hoja de papel. Parecía un director de banco revisando las cuentas de sus clientes más importantes... hasta que alzó la mirada. Diether lo había visto con anterioridad, pero el rostro de su comandante le infundió el mismo temor de otras veces. Era el de un boxeador ─nariz aplastada, barbilla ancha y ojos juntos─ y traslucía la desnuda agresividad que había hecho de Rommel un comandante legendario. Diether recordó la anécdota de su primer hecho de armas conocido. Durante la Primera Guerra Mundial, al mando de una avanzadilla de tres hombres, Rommel se había encontrado con un grupo de veinte soldados franceses. En lugar de retirarse en busca de refuerzos, había abierto fuego y aniquilado al enemigo. Diether se dijo que había tenido suerte, pero recordó la frase de Napoleón: «Dadme generales con suerte». Desde entonces, Rommel siempre había preferido el ataque audaz e inesperado al avance cauto y bien planeado. En eso era justo lo contrario que su adversario en el desierto, Montgomery, cuya filosofía consistía en no atacar hasta estar seguro de la victoria.

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