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Authors: Ken Follett

Alto Riesgo (11 page)

BOOK: Alto Riesgo
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Willi Weber los esperaba sentado a la mesa.

─¡Heíl Hitler! ─exclamó Dieter alzando el brazo para obligar a Weber a ponerse en pie. Luego, apartó una silla de la mesa, se sentó y se volvió hacia el oficial de la Gestapo─. Por favor, Weber, siéntate.

Weber se enfureció al oír que lo invitaban a sentarse en su propio cuartel general, pero hizo lo que le indicaban. ─¿Cuántos prisioneros tenemos? ─preguntó Dieter. 

─Tres.

─¿Sólo? ─dijo Dieter decepcionado.

─Matamos a ocho terroristas durante la refriega. Otros dos han muerto durante la noche a consecuencia de las heridas.

Dieter soltó un bufido. Había ordenado que procuraran mantener con vida a los heridos. Pero ya no tenía sentido exigir cuentas a Weber sobre el trato que habían recibido.

─Creo que escaparon dos... ─siguió diciendo Weber.

─Sí ─confirmó Dieter─. La rubia de la plaza y el hombre al que salvó.

─Exacto. De modo que, de un total de quince atacantes, tenemos tres prisioneros.

─¿Dónde están?

Weber se removió en el asiento.

─Dos, en su celda.

─¿Y el tercero?

Weber señaló el otro cuarto con un gesto de la cabeza.

─Está siendo sometido a interrogatorio en estos momentos.

Dieter se puso en pie y abrió la puerta con aprensión. La figura achaparrada del sargento Becker apareció frente al vano blandiendo un garrote semejante a una larga porra de policía. Jadeaba y estaba empapado en sudor. Se había empleado a fondo. Tenía los ojos clavados en el prisionero atado al poste.

Dieter vio confirmados sus temores. A pesar de que estaba decidido a mantener la calma, no pudo reprimir una mueca de repugnancia. El prisionero era Genevieve, la chica que ocultaba una metralleta Sten bajo la chaqueta. Estaba desnuda y atada al pilar con una cuerda que le pasaba por debajo de los brazos y la mantenía en pie.Tenía la cara tan hinchada que no podía abrir los ojos. La sangre que le manaba de la boca le cubría la barbilla y la mayor parte del pecho, y en el resto del cuerpo el morado de las contusiones había sustituido al color natural de la piel. Uno de los brazos pendía en un ángulo extraño, aparentemente dislocado en el hombro. El vello del pubis estaba empapado en sangre.

─¿Qué le ha contado?

─Nada ─respondió Becker apurado.

Dieter asintió procurando no perder los estribos. Era lo que cabía esperar. Se acercó a la mujer.

─Genevieve, escúcheme ─le dijo en francés. Ella no dio signos de haberlo oído─. ¿Le gustaría descansar? ─insistió Dieter. No hubo respuesta.

Dio media vuelta. Weber lo miraba desde el umbral con expresión desafiante.

─Tenías instrucciones expresas de dejar en mis manos los interrogatorios ─le dijo Dieter con fría cólera.

─Nos ordenaron que te permitiéramos hablar con ellos ─replicó Weber con burlona suficiencia─. Pero nadie nos ha prohibido que los interrogáramos.

─¿Y estás satisfecho de los resultados? ─Weber no respondió─. ¿Y los otros dos? ─preguntó Dieter.

─Todavía no los hemos interrogado.

─Demos gracias a Dios ─dijo Dieter, que, no obstante, estaba consternado. Contaba con media docena de prisioneros, y sólo tenía dos─. Quiero verlos.

Weber hizo un gesto a Becker, que dejó la porra y abrió la marcha. A la brillante luz del pasillo, Dieter pudo ver las salpicaduras de sangre en el uniforme del sargento. Becker se detuvo ante una puerta con mirilla. Dieter se acercó y miró al interior.

La celda era un cubículo sin más mobiliario que un cubo arrimado a una pared. Sentados en el suelo de tierra, los dos hombres miraban al vacío sin decir palabra. Dieter los observó detenidamente. Los recordaba de la noche anterior. El viejo, Gaston, había instalado las cargas. El otro, que debía de tener unos diecisiete años, se llamaba Bertrand. No parecía herido, pero, recordando que durante el ataque le había explotado cerca una granada, Dieter se dijo que tal vez hubiera sufrido una conmoción.

Dieter siguió observándolos y tomándose tiempo para pensar. No podía fallar. No podía desperdiciar otro prisionero: aquellos dos eran todo lo que tenía. El chico parecía más asustado, pero aguantaría mejor el dolor. El otro era demasiado viejo para soportar una auténtica sesión de tortura ─podía morir antes que flaquear─, pero tendría el corazón blando. Dieter empezaba a vislumbrar la estrategia con más probabilidades de éxito.

Cerró la mirilla y volvió a la sala de entrevistas. Becker, que le seguía los pasos, volvió a recordarle a un perro estúpido pero peligroso.

─Sargento Becker ─le dijo─, desate a la mujer y llévela a la celda con los otros dos.

─¿Una mujer en la celda de los hombres? ─se asombró Weber. Dieter lo miró con incredulidad.

─¿Crees que se sentirá humillada?

Becker entró en la cámara de tortura y volvió a aparecer llevando a cuestas el cuerpo martirizado de Genevieve.

─Asegúrese de que el viejo le echa un buen vistazo. Luego, tráigalo aquí.

Becker se alejó por el pasillo.

Dieter decidió librarse de Weber, pero sabía que si se lo ordenaba, se resistiría, de modo que hizo justo lo contrario:

─Opino que deberías quedarte a presenciar el interrogatorio. Podrías aprender mucho de mi técnica.

Weber reaccionó como esperaba Dieter.

─Lo dudo mucho ─replicó─. Becker me mantendrá informado. Dieter fingió indignarse, y Weber dio media vuelta y se marchó. Dieter captó la mirada del teniente Hesse, que había permanecido sentado en un rincón sin despegar los labios y lo observaba con admiración.

Dieter se encogió de hombros.

─A veces es tan fácil que no tiene gracia ─dijo.

Becker regresó con Gaston. El anciano estaba pálido. Saltaba a la vista que el estado en que había quedado Genevieve lo había conmocionado profundamente.

─Siéntese, por favor ─le dijo Dieter en alemán─. ¿Quiere un cigarrillo?

Gaston lo miró alelado.

Dieter acababa de averiguar que el prisionero no entendía alemán, un dato que convenía tener en cuenta.

Le indicó una silla y le ofreció cigarrillos y cerillas. Gaston cogió un cigarrillo y lo encendió con manos temblorosas.

Algunos prisioneros se desmoronaban en ese momento, antes de que empezaran a torturarlos, de puro miedo a lo que les ocurriría. Dieter esperaba que fuera el caso. Le había mostrado las alternativas: por un lado, el cuerpo martirizado de Genevieve; por el otro, cigarrillos y amabilidad.

A partir de ese momento, se dirigió al prisionero en francés, empleando un tono amistoso:

─Voy a hacerle algunas preguntas.

─Yo no sé nada ─se apresuró a decir Gaston.

─Bueno, yo no estoy tan seguro ─dijo Dieter─. Tiene usted unos sesenta años, y probablemente ha pasado toda la vida en Reims o en sus alrededores.

─Gaston no se molestó en negarlo. Dieter prosiguió─: Sé que los miembros de una célula de la Resistencia usan nombres en clave y comparten el mínimo de información personal, como medida de seguridad.

─A su pesar, Gaston asintió con un leve cabeceo─. Pero usted conoce a la mayoría de esas personas desde hace décadas. Un hombre puede hacerse llamar Elefante, o Reverendo, o Berenjena cuando está con otros miembros de la Resistencia, pero usted lo conoce y sabe que es Jean-Pierre, el cartero, que vive en la rue du Parc y visita a escondidas a la viuda Martineau todos los martes, mientras su mujer cree que está jugando a los bolos.

─Gaston rehuyó la mirada de Dieter,y éste supo que no se equivocaba─. Quiero que comprenda que todo lo que ocurra aquí estará bajo su control ─siguió diciendo Dieter─. El dolor o el alivio al dolor; la sentencia de muerte o el indulto. Todo depende de lo que usted elija.

─Dieter vio satisfecho que Gaston parecía aún más aterrado que antes─. Responderá a mis preguntas. Al final, todos lo hacen. El único imponderable es cuánto tardará.

Ése era el momento en que algunos se venían abajo; pero Gaston resistió.

─No puedo decirle nada ─aseguró con un hilo de voz.

Estaba asustado, pero conservaba un asomo de coraje y no parecía dispuesto a rendirse sin luchar.

Dieter se encogió de hombros. Tendría que ser por las malas. Se volvió hacia Becker y le habló en alemán:

─Vuelva a la celda. Haga que el chico se desnude. Tráigalo y átelo al pilar de la otra habitación.

─Muy bien, mayor ─dijo el sargento con evidente satisfacción. Dieter se volvió hacia Gaston.

─Va a decirme los nombres auténticos y en clave de todos los hombres y mujeres que participaron en el ataque de ayer y los del resto de los miembros de su circuito de la Resistencia.

─Gaston meneó la cabeza, pero Dieter hizo caso omiso─. Quiero saber la dirección de todos ellos, y la de cualquier otra casa usada por miembros del circuito.

Gaston dio una profunda calada a su cigarrillo y clavó los ojos en la brasa. En realidad, aquellas preguntas no eran las más importantes. El objetivo fundamental de Dieter era obtener información que lo condujera a otros circuitos de la Resistencia. Pero debía evitar que Gaston lo adivinara.

Al cabo de unos instantes, Becker volvió con Bernard. Gaston miró boquiabierto al muchacho, que estaba completamente desnudo, y lo siguió con ojos desorbitados mientras el sargento lo empujaba al interior de la cámara.

Dieter se puso en pie.

─Quédese con el prisionero ─le dijo a Hesse, y siguió a Becker al interior de la cámara.

Tuvo buen cuidado de dejar la puerta entornada para que Gaston pudiera oírlo todo.

Becker ató a Bertrand al pilar. Antes de que Dieter pudiera intervenir, le propinó un puñetazo en la boca del estómago. Fue un potente derechazo de un hombre fuerte, y produjo un sonido escalofriante. El muchacho gimió y se retorció de dolor.

─No, no, no ─dijo Dieter. Como había imaginado, la técnica de Becker carecía de rigor científico. Un hombre joven y sano podía encajar golpes casi indefinidamente─. Primero hay que vendarle los ojos. ─Se sacó un amplio pañuelo de algodón del bolsillo y lo anudó a la nuca de Bertrand─. Así, cada golpe es como un terrible shock, y cada pausa entre dos golpes se convierte en una espera agónica.

Becker cogió la porra de madera. Dieter asintió, y el sargento alzó el garrote y lo descargó sobre la cabeza de Bertrand. La madera produjo un fuerte chasquido al golpear los huesos bajo el cuero cabelludo. El muchacho soltó un alarido de dolor y pánico.

─No, no ─repitió Dieter─. Nunca golpee a un prisionero en la cabeza. Podría dislocarle la mandíbula e incapacitarlo para hablar. Peor aún, podría dañar el cerebro, y nada de lo que nos dijera tendría ningún valor. ─Le quitó la porra y volvió a dejarla en el paragüero. Eligió una palanca de acero y se la tendió─. Ahora, recuerde: nuestro objetivo es infligir al sujeto un sufrimiento insoportable sin poner en peligro su vida o su capacidad para decirnos lo que queremos saber. Evite los órganos vitales. Concéntrese en las zonas óseas: tobillos, espinillas, rótulas, dedos, codos, hombros y costillas.

Becker esbozó una sonrisa astuta. Dio una vuelta alrededor del pilar, se detuvo bruscamente y, apuntando con cuidado, descargó la palanca de acero sobre un codo de Bertrand. El chico soltó un aullido de auténtico dolor, que Dieter reconoció de inmediato.

Becker sonrió satisfecho. «Dios me perdone ─pensó Dieter─ por enseñar a ser más efectivo a semejante animal.»

Siguiendo las indicaciones de Dieter, Becker golpeó primero uno de los huesudos hombros del muchacho, luego una mano, después un tobillo... Dieter obligaba al sargento a hacer pausas entre los golpes para dar tiempo a que el dolor se desvaneciera y a que la víctima empezara a temer el siguiente bastonazo.

Bertrand empezó a suplicar piedad:

─Basta, por favor ─imploró en el paroxismo del dolor y el miedo. Becker volvió a levantar la palanca, pero Dieter lo contuvo. Pretendía que Bertrand siguiera suplicando─. Por favor, no me golpeen más ─gimió Bertrand─. Por favor, por favor...

─A veces ─dijo Dieter─ es buena idea partirle una pierna al sujeto al comienzo de la entrevista. El dolor es terrible, especialmente cuando se vuelve a golpear el hueso roto. ─Se acercó al paragüero y eligió un mazo─. Justo debajo de la rodilla ─dijo tendiéndoselo al sargento─. Tan fuerte como pueda.

Becker apuntó cuidadosamente y asestó un golpe brutal. La tibia se fracturó con un audible crac. Bertrand soltó un alarido y perdió el conocimiento. El sargento se acercó a una esquina de la cámara, cogió un cubo lleno de agua y la arrojó al rostro del muchacho. Bertrand recobró el sentido y volvió a gritar.

Los gritos fueron debilitándose hasta transformarse en estremecedores gemidos.

─¿Qué quieren de mí? ─farfulló Bertrand─. ¡Por favor, díganme qué quieren de mí!

Dieter no le preguntó nada. Se limitó a tender la palanca al sargento y señalarle la pierna, en la que asomaba el extremo astillado del hueso entre la carne. Becker la golpeó en aquel punto. Bertrand aulló y volvió a desmayarse.

Dieter supuso que aquello bastaría.

Volvió a la sala de entrevistas. Gaston seguía donde lo había dejado, pero parecía otro hombre. Estaba inclinado hacia delante y, con la cara oculta entre las manos, lanzaba fuertes sollozos, gemía y rezaba. Dieter se arrodilló junto a él y le apartó las manos del rostro. Gaston lo miró llorando a lágrima viva.

─Sólo usted puede pararlo ─le dijo Dieter con suavidad. 

─Por favor, párelo... Se lo suplico ─gimió Gaston. 

─¿Responderá a mis preguntas?

Hubo un momento de silencio. Bertrand volvió a chillar.

─¡Sí! ─gritó Gaston─. ¡Sí, sí, se lo diré todo, pero pare de una vez! 

─¡Sargento Becker! ─dijo Dieter alzando la voz. 

─¿Sí, mayor?

─Basta por el momento.

─Sí, mayor ─murmuró Becker con un dejo de decepción en la voz. 

─Ahora, Gaston ─dijo Dieter de nuevo en francés─, empecemos con el jefe del circuito. Nombre auténtico y nombre en clave. ¿Quién es? 

Gaston titubeó. Dieter miró hacia la puerta abierta de la cámara de tortura.

─Michel Clairet ─se apresuró a responder Gaston─. Nombre en clave, Monet.

Lo había conseguido. El primer nombre era el más difícil. El resto lo seguiría sin esfuerzo. Procurando disimular su satisfacción, Dieter ofreció un cigarrillo al prisionero y le acercó una cerilla encendida.

─¿Dónde vive?

─En Reims.

Gaston soltó una bocanada de humo y dio una dirección cerca de la catedral. Ya apenas temblaba.

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