Authors: Ken Follett
A un gestó de Dieter, el teniente Hesse sacó una libreta y empezó a anotar las respuestas del prisionero. Pacientemente, Dieter interrogó a Gaston respecto a cada miembro del grupo de la Resistencia. En algunos casos, los menos, Gaston sólo conocía los nombres en clave, y a dos de los hombres aseguró haberlos conocido ese mismo domingo. Dieter lo creyó. Había dos conductores esperándolos en sendos coches estacionados cerca de la plaza, dijo Gaston: una chica joven llamada Gilberte y un hombre cuyo nombre en clave era Mariscal. El grupo, conocido como circuito Boffinger, contaba con más miembros.
Dieter lo interrogó sobre las relaciones entre los miembros del grupo. ¿Había parejas? ¿Homosexuales? ¿Alguno que se acostara con la mujer de otro?
Aunque habían dejado de torturarlo, Bertrand seguía gimiendo, y volvía a gritar cuando el dolor de las heridas le resultaba insoportable.
─¿Harán que lo vea un médico? ─ preguntó Gaston. Dieter se encogió de hombros. ─Por favor, llame a un médico.
─Está bien... Cuando acabemos de hablar.
Gaston le contó que Michel y Gilberte eran amantes, aunque él estaba casado con Flick, la rubia de la plaza.
Hasta ese momento, el prisionero le había hablado de un circuito prácticamente desarticulado, de modo que la información tenía un interés puramente teórico. Dieter decidió pasar a las preguntas importantes:
─Cuando un agente aliado llega a este distrito, ¿cómo establece contacto?
Se suponía que nadie debía saberlo, respondió el prisionero. Como medida de seguridad, había un intermediario. No obstante, Gaston se había enterado de algunas cosas. Una mujer cuyo nombre en clave era Burguesa se ponía en contacto con los agentes. Gaston no sabía dónde se encontraban, pero sí que se los llevaba a su casa y les arreglaba una cita con Michel.
Nadie conocía a Burguesa, ni siquiera Michel.
Dieter lamentó que el prisionero supiera tan poco respecto a aquella mujer. Pero ésa era la utilidad de los intermediarios.
─¿Sabe dónde vive?
Gaston asintió.
─Se le escapó a uno de los agentes. Tiene una casa en la calle du Bois. Número once.
Dieter se esforzó en ocultar su júbilo. Aquella información era crucial. Con toda probabilidad, los aliados seguirían enviando agentes para intentar reconstruir el circuito Bollinger. Dieter tendría la posibilidad de cazarlos en casa de la intermediaria.
─¿Y cuando se van?
Los recogía un avión en un lugar llamado Campo de Piedra, un simple prado a las afueras de Chatelle, le explicó Gaston. Había una pista de aterrizaje alternativa cuyo nombre en clave era Campo de Oro, pero ignoraba su emplazamiento.
Dieter interrogó a Gaston sobre el enlace con Londres. ¿Quién había ordenado el ataque a la central telefónica? El prisionero le explicó que el oficial al mando del circuito era Flick ─la mayor Clairet─; ella traía las órdenes de Londres. Dieter estaba intrigado. Una mujer, al mando. Pero había comprobado su valor en acción. No le cabía duda de su capacidad como líder.
En la cámara de tortura, Bertrand empezó a suplicar que lo mataran.
─Por favor... ─murmuró Gaston─. Un médico.
─Antes, hábleme de la mayor Clairet ─respondió Dieter─. Luego ordenaré que le inyecten un calmante.
─Es una persona muy importante ─respondió Gaston, ansioso por proporcionarle información que lo satisficiera─. Dicen que ha sobrevivido en la clandestinidad más tiempo que nadie. Ha actuado en todo el norte de Francia.
Dieter estaba fascinado.
─¿Tiene contacto con otros circuitos?
─Eso creo.
Era un hecho insólito, e implicaba que aquella mujer podía ser una fuente inagotable de información sobre la Resistencia francesa.
─Ayer se dio a la fuga después del ataque ─dijo Dieter─. ¿Adónde pudo ir?
─De vuelta a Londres. Seguro ─respondió Gaston─. Para informar sobre la operación.
Dieter maldijo para sus adentros. La necesitaba en Francia, donde podía capturarla e interrogarla. Si conseguía darle caza, podría desmantelar la mitad de la Resistencia francesa... como le había prometido a Rommel. Pero la chica estaba fuera de su alcance.
─Eso es todo por hoy ─dijo poniéndose en pie─. Hans, haga venir al doctor para que examine a los prisioneros. No quiero que ninguno de ellos muera hoy. Puede que tengan más cosas que contarnos. Luego, pase sus notas a máquina y tráigamelas por la mañana.
─Muy bien, mayor.
─Haga una copia para el mayor. Weber. Pero no se la entregue hasta que yo se lo diga.
─Entendido.
─Volveré solo al hotel ─dijo Dieter, y se marchó.
Empezó a dolerle la cabeza en cuanto salió a la explanada.
Subió al coche frotándose la frente con los dedos, dejó atrás el palacio y abandonó el pueblo por la carretera de Reims. El sol de la tarde se reflejaba en el asfalto, que parecía proyectarlo directamente a sus ojos. Solía tener jaqueca inmediatamente después de un interrogatorio. En una hora, estaría ciego e indefenso. Tenía que llegar al hotel antes de que el ataque alcanzara el punto crítico. Reacio a pisar el freno, hacía sonar el claxon constantemente para dispersar a las cuadrillas de peones que regresaban a casa con paso cansino. Las caballerías se encabritaban, y un carro se salió de la calzada y cayó a la cuneta. Dieter tenía los ojos arrasados en lágrimas a causa del dolor y empezaba a sentir náuseas.
Llegó a Reims sin contratiempos de puro milagro. Se dirigió hacia el centro a toda prisa y, más que aparcar, abandonó el coche ante el hotel Frankfort. Entró en el vestíbulo y subió a la suite como pudo.
Stéphanie comprendió lo que ocurría de inmediato. Mientras Dieter se quitaba la guerrera y la camisa del uniforme, sacó el botiquín de su maleta y preparó una inyección de morfina. Dieter se derrumbó en la cama, y ella le inyectó la droga en el brazo. Dejó de sentir el dolor casi al instante. Stéphanie se acostó a su lado y le acarició el rostro con las yemas de los dedos.
Al cabo de unos instantes, Dieter cayó en un profundo sueño.
Flick ocupaba una habitación con derecho a cocina en el ático de un viejo caserón de Bayswater. Si caía una bomba, atravesaría el tejado e iría a parar a su cama. Pasaba poco tiempo allí, aunque no por miedo a las bombas, sino porque la vida estaba en otra parte, en Francia, en el cuartel general del Ejecutivo o en uno de sus centros de adiestramiento en el campo. Flick tenía pocos objetos personales en el cuarto: una foto de Michel tocando la guitarra, una estantería con obras de Flaubert y Moliére en francés, un paisaje de Niza a la acuarela, que había pintado a los quince años... El pequeño baúl tenía tres cajones llenos de ropa y otro, de armas y munición.
Cansada y triste, Flick se desnudó, se tumbó en la cama y se puso a hojear un ejemplar de Parade. El miércoles, un contingente de mil quinientos aviones había bombardeado Berlín, leyó. Costaba imaginárselo. Intentó ponerse en el lugar de los habitantes de la capital alemana, y no pudo por menos de recordar un cuadro medieval del Infierno, lleno de gente desnuda que ardía viva bajo un diluvio de fuego. Volvió la página y leyó un reportaje absurdo sobre gente que vendía «cigarrillos V» como auténticos Woodbine.
No podía quitarse de la cabeza el desastre de la víspera. Volvía a presenciar los hechos como si estuvieran ocurriendo ante sus ojos, y se le ocurrían docenas de decisiones diferentes a las que había tomado, que los habrían conducido a la victoria en lugar de a la derrota. Además de perder aquella batalla, temía estar perdiendo a su marido, y no pudo evitar preguntarse si no existiría alguna relación entre ambas cosas. Si era una mala jefa y una mala esposa, debía de tener algún defecto profundamente arraigado en su carácter.
Y ahora que habían rechazado su plan alternativo, ni siquiera le quedaba la posibilidad de enmendar sus errores. La muerte de un puñado de hombres y mujeres valientes no habría servido para nada.
Al cabo de un rato, cayó en un agitado duermevela. La despertaron unos golpes en la puerta.
─¡Flíck! ¡Al teléfono! ─gritó una voz.
Era una de las chicas del piso de abajo.
El reloj de la estantería marcaba las seis.
─¿Quién es? ─preguntó.
─Alguien del trabajo.
─Dile que voy enseguida.
Se puso la bata. Dudando si eran las seis de la tarde o de la madrugada, se asomó a la pequeña ventana. El sol empezaba a declinar hacia las elegantes terrazas de Ladbroke Grove. Echó a correr escaleras abajo, hacia el teléfono del vestíbulo.
─Siento haberte despertado ─oyó decir a Percy Thwaite. ─No tiene importancia.
Siempre la alegraba oír la voz de Percy al otro lado del teléfono. Había acabado apreciándolo sinceramente, a pesar de que cada misión que le encomendaba era más peligrosa que la anterior. Dirigir a un equipo de agentes era un trabajo doloroso, que algunos sobrellevaban fingiendo encajar con flema la muerte o la captura de sus subordinados. Percy nunca lo hacía. Sentía cada pérdida como propia. En consecuencia, Flick estaba segura de que nunca la haría correr un riesgo innecesario. Confiaba plenamente en él.
─¿Puedes venir a Orchard Court?
Flick se preguntó si sus superiores habrían reconsiderado su plan para inutilizar la central telefónica, y el corazón le dio un vuelco de esperanza.
─¿Ha cambiado Monty de opinión?
─Me temo que no. Pero necesito que pongas al corriente a alguien. Flick se mordió el labio tratando de reprimir su decepción.
─Llegaré en unos minutos.
Se vistió a toda prisa y cogió el metro hasta Baker Street. Percy la estaba esperando en el piso de Portman Square.
─He conseguido un operador de radio. No tiene experiencia, pero ha hecho el cursillo. Lo mandaré a Reims mañana mismo.
Flick se volvió hacia la ventana con preocupación para echar un vistazo al cielo, como cualquier agente en cuanto se mencionaba un vuelo. Percy tenía las cortinas corridas por seguridad. No obstante, Flick sabía perfectamente que el tiempo era favorable.
─¿A Reims? ¿Por qué?
─Hoy no hemos tenido noticias de Michel. Necesito saber qué queda del circuito Bollinger.
Flick asintió. Pierre, el radiooperador, había participado en el asalto al palacio. Si no había muerto, lo más probable era que lo hubieran capturado. Puede que Michel hubiera recuperado su transmisor, pero ni sabía utilizarlo ni conocía los códigos.
─¿Por qué tanta prisa?
─Durante los últimos meses les hemos enviado toneladas de explosivos y munición. Quiero que los utilicen. La central telefónica es nuestro principal objetivo, pero no el único. Aun en el caso de que sólo quedaran Michel y un par de hombres, serían suficientes para volar tramos de vía, cortar el tendido telefónico y abatir centinelas... Todo nos sirve. Pero no puedo ordenárselo si no tengo comunicación con ellos.
Flick se encogió de hombros. Para ella, el único objetivo que contaba era el palacio. Lo demás era calderilla. Pero, qué demonios...
─Lo pondré al corriente, desde luego.
Percy la miró detenidamente.
─¿Cómo estaba Michel? ─preguntó tras un instante de vacilación─. Aparte de la herida, quiero decir.
─Bien. ─Flick hizo una pausa. Percy no le quitaba ojo. No podía engañarlo, la conocía demasiado bien. Al cabo, soltó un suspiro y murmuró─: Hay otra chica.
─Me lo temía.
─No sé si queda algo de mi matrimonio ─confesó Flick con amargura.
─Lo siento.
─Me sentiría mejor si pudiera decirme que he hecho un sacrificio útil, que he dado un golpe decisivo para nuestra causa, que he contribuido al éxito de la invasión...
─Has hecho más que la mayoría en los últimos dos años. ─Pero en las guerras no hay premio de consolación, ¿verdad?
─No.
Flick se puso en pie. Agradecía la afectuosa comprensión de Percy, pero no quería compadecerse de sí misma.
─Más vale que hable con el nuevo operador.
─Nombre en clave Helicóptero. Te espera en el estudio. Me temo que está un poco verde, pero es valiente.
Flick estaba sorprendida.
─Si no está preparado, ¿por qué lo mandan? Podría poner en peligro a los demás.
─Como tú misma dijiste, ésta es la hora de la verdad. Si la invasión fracasa, habremos perdido Europa. Tenemos que echar toda la carne en el asador, porque no habrá segunda oportunidad.
Flick asintió con tristeza. Percy le había dado la vuelta a su argumento. Pero tenía razón. La única diferencia era que, en aquel caso, las vidas en peligro incluían la de Michel.
─Muy bien ─dijo─. Más vale que empiece cuanto antes.
─Está deseando verte.
─¿A mí? ─preguntó Flick frunciendo el ceño─. ¿Y eso? Percy sonrió divertido.
─Ve y lo comprobarás.
Flick salió del cuarto de estar, que Percy había convertido en su despacho, y avanzó por el pasillo. La secretaria, que estaba escribiendo a máquina en la cocina, le señaló la puerta del estudio. Flick se detuvo ante ella. «No tiene vuelta de hoja ─se dijo─.Tienes que dejarte de lamentaciones, seguir trabajando y confiar en que acabarás olvidando.»
Flick entró en el estudio, una habitación pequeña con una mesa cuadrada y un puñado de sillas de distintos juegos. Helicóptero, un chico blancucho de unos veinte años, vestía traje de tweed a cuadros mostaza, naranja y verdes. Se le notaba a la legua que era inglés. Afortunadamente, antes de que subiera al avión le proporcionarían ropa que le permitiría pasar inadvertido en Francia. El Ejecutivo tenía sastres y modistas franceses que confeccionaban ropa de estilo continental para los agentes (luego se pasaban horas dándoles aspecto de prendas baratas y usadas para que no llamaran la atención). Lo que no tenía remedio era el cutis lechoso y el pelo rubio rojizo de Helicóptero; sólo cabía esperar que a la Gestapo le diera por pensar que era medio alemán.
Flick se presentó, y el chico se limitó a responder:
─Sí, de hecho ya nos conocíamos.
─Lo siento, no te recuerdo.
─De hecho, mi hermano Charles fue compañero suyo en Oxford.
─Charlie Standish... ¡Claro!
Flick recordó a otro muchacho de piel blanquecina aficionado a los trajes de tweed, más alto y delgado que Helicóptero, aunque probablemente no más listo: no había conseguido licenciarse. No obstante, Charlie hablaba francés con soltura, lo que había contribuido a su amistad con Flick.
─De hecho, en una ocasión estuvo usted en nuestra casa de Gloucester.