Alto Riesgo (4 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: Alto Riesgo
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Falló, pero las balas hicieron saltar fragmentos de piedra al rostro del mayor, que no tuvo más remedio que agacharse.

Michel seguía corriendo.

El mayor se repuso rápidamente y volvió a apuntarle.

Michel se aproximaba al ayuntamiento, pero también al alemán, al que ofrecía un blanco cada vez más fácil. Michel disparó el Enfield en su dirección, pero el tiro salió desviado, y el mayor siguió apuntándole y disparó. Michel dobló el cuerpo, y Flick soltó un grito.

Su marido cayó al suelo, intentó levantarse y se derrumbó. Flick procuró calmarse y pensar. Michel seguía con vida. Genevieve había llegado al atrio de la iglesia y seguía disparando y manteniendo a raya a los defensores del palacio. Flick vio la oportunidad de salvar a Michel. Sus órdenes eran estrictas, pero nadie podía ordenarle que dejara desangrarse a su marido en el suelo de aquella plaza. Por otra parte, si lo abandonaba allí, lo harían prisionero y lo someterían a interrogatorio. Como jefe del circuito Bollinger, Michel sabía todos los nombres, todas las direcciones, todos los códigos. Su captura sería una catástrofe.

Flick no tenía elección.

Volvió a disparar, y volvió a fallar, pero siguió apretando el gatillo hasta forzar al mayor a retroceder a lo largo del muro para ponerse a cubierto.

Abandonó la puerta del bar y echó a correr por la plaza. Por el rabillo del ojo vio al dueño del deportivo, que seguía en el suelo, protegiendo a la pelirroja con el cuerpo. Se había olvidado de él por completo, se dijo con súbito miedo. ¿Estaría armado? Si era así, podría abatirla con toda facilidad. Pero nadie le disparó.

Llegó junto a Michel y se arrodilló a su lado. Se volvió hacia el ayuntamiento, disparó dos veces sin apuntar para mantener en jaque al mayor y se volvió hacia su marido.

Michel estaba tendido boca arriba, y Flick comprobó aliviada que tenía los ojos abiertos y respiraba. La sangre parecía brotar de la nalga izquierda. Flick se tranquilizó.

─Te han hecho un agujero nuevo en el culo ─le dijo en inglés.

─Me duele horrores ─respondió él en francés.

Flick se volvió hacia el ayuntamiento. El mayor se había alejado unos veinte metros, había atravesado la calleja y se había parapetado en el quicio de una tienda. Esa vez Flick empleó unos segundos en apuntar cuidadosamente. Disparó cuatro veces. El escaparate de la tienda saltó hecho añicos, y el mayor se tambaleó y se desplomó sobre el empedrado.

─Intenta levantarte ─le dijo Flick a Michel en francés. Gimiendo de dolor, Michel rodó sobre un costado y se incorporó sobre una rodilla, pero no consiguió mover la pierna herida─. ¡Vamos! ─le urgió Flick con aspereza─. Si te quedas aquí, conseguirás que nos maten.

Lo agarró de la pechera de la camisa y, haciendo un esfuerzo sobrehumano, consiguió ponerlo en pie. Michel se aguantaba sobre la pierna ilesa, pero no podía con su propio peso y tuvo que apoyarse en su mujer. Flick comprendió que no podía andar y soltó un gemido de desesperación.

Volvió la cabeza hacia la esquina del ayuntamiento. El mayor se estaba levantando. Tenía la cara ensangrentada, pero no parecía herido de gravedad. Flick comprendió que las astillas de cristal sólo le habían producido cortes superficiales y que seguía estando en condiciones de disparar.

No le quedaba otra solución: tendría que cargar con Michel y llevarlo hasta un lugar seguro.

Se inclinó, lo agarró por los muslos y se lo echó al hombro al estilo de los bomberos. Michel era alto pero estaba delgado, como la mayoría de los franceses en aquellos tiempos; aun así, Flick creyó que la aplastaría con su peso. Se tambaleó y tembló como una hoja, pero aguantó en pie.

Esperó un momento y dio un paso adelante.

Avanzó haciendo eses por el empedrado. Creyó que el mayor le estaba disparando, pero no estaba segura, porque los alemanes del palacio, Genevieve y los dos supervivientes del aparcamiento seguían intercambiando disparos. El miedo a que una bala la alcanzara en cualquier momento le dio fuerzas, y empezó a trotar sin dejar de hacer eses. Se dirigió hacia la calle que desembocaba en el extremo sur de la plaza, la salida más próxima. Pasó junto al alemán de paisano, que seguía tumbado sobre la pelirroja, y se sobresaltó al ver que la miraba con una mezcla de incredulidad y admiración. De pronto, tropezó con un velador, que cayó al suelo, y estuvo a punto de perder el equilibrio, pero consiguió enderezarse y siguió avanzando. Una bala alcanzó la ventana del bar, y Flick echó un vistazo a la telaraña de fisuras que cuarteó el cristal. Un momento después, dobló la esquina y se puso fuera de la línea de tiro del mayor. «Vivos ─pensó aliviada─; los dos. Al menos unos minutos más.»

Hasta ese momento no había pensado adónde iría cuando se pusiera a cubierto. Los dos vehículos en que preveían huir estaban aparcados a dos calles de distancia, pero no llegaría tan lejos cargada con Michel.

No obstante, Antoinette Dupert vivía en aquella misma calle, a sólo unos pasos. No era de la Resistencia, pero simpatizaba con la causa lo bastante como para haberles dibujado un plano del palacio. Además, Michel era su sobrino. No podía negarse a ayudarlos.

Fuera como fuese, Flick no tenía alternativa.

Antoinette vivía en la planta baja de una casa de vecinos. Cargada con Michel, Flick recorrió los escasos metros que separaban la esquina de la plaza del edificio y entró en el patio. Empujó una puerta interior y dejó a su marido sobre el suelo de baldosas.

Aporreó la puerta de Antoinette jadeando ruidosamente.

─¿Quién es? ─oyó preguntar a una voz recelosa. Amedrentada por el tiroteo, Antoinette parecía reacia a abrir. ─¡Vamos, deprisa! ─susurró Flick, temiendo que algún vecino simpatizara con los nazis.

La puerta siguió cerrada, pero Flick oyó la voz de Antoinette al otro lado de la hoja:

─¿Quién es?

Instintivamente, Flick evitó dar nombres en voz alta. ─Su sobrino está herido ─susurró.

La puerta se abrió de inmediato. Antoinette, una mujer de cincuenta años y espalda recta, apareció en el umbral. Llevaba un vestido que había vivido tiempos mejores, desteñido, aunque impecablemente planchado. Estaba pálida de miedo.

─¡Michel! ─exclamó arrodillándose junto a su sobrino─. ¿Es grave? ─Duele, pero sobreviviré ─murmuró Michel con los dientes apretados.

─Pobrecito mío... ─suspiró la mujer apartándole el pelo de la sudorosa frente con suavidad.

─Llevémoslo adentro ─la urgió Flick.

Agarró a su marido por los brazos mientras Antoinette lo levantaba por las piernas. Michel soltó un quejido. Lo llevaron en volandas hasta el salón y lo dejaron sobre un sofá de raído terciopelo.

─Quédese con él mientras voy a buscar el coche ─dijo Flick, y echó a correr hacia la calle.

El tiroteo había menguado. Le quedaba poco tiempo. Siguió corriendo, dobló a la izquierda y luego a la derecha.

Los dos vehículos, estacionados ante una panadería cerrada, esperaban con los motores encendidos: un viejo Renault y una furgoneta un letrero apenas legible en uno de los costados: «Blanchisserie Bisset», Lavandería Bisset. La furgoneta era del padre de Bertrand, que podía conseguir gasolina porque se encargaba de lavar las sábanas de varios hoteles ocupados por los alemanes. El Renault lo habían robado esa misma mañana en Chalons; Michel le había cambiado las placas de la matrícula. Flick optó por coger el coche y dejar la furgoneta para quienes consiguieran sobrevivir a la matanza, y se acercó a dar instrucciones a su conductor.

─Espera cinco minutos; luego, vete ─le dijo. Corrió hacia el coche y se sentó en el asiento del acompañante─. ¡Vámonos, deprisa! ─le ordenó a la conductora.

Al volante del Renault estaba Gilberte, una adolescente de diecinueve años y larga melena negra, guapa pero corta de alcances. Flick ignoraba si pertenecía a la Resistencia, aunque desde luego no daba la talla.

─¿Adónde? ─preguntó Gilberte sin mover la palanca de cambio.

─Ya te lo diré. ¡Por amor de Dios, muévete! ─Gilberte puso primera e hizo avanzar el vehículo─. A la izquierda; luego, a la derecha.

En los dos minutos de inactividad que pasó en el coche, Flick comprendió abrumada la magnitud de la tragedia. El grueso del circuito Bollinger había caído. Albert y otros habían muerto. Genevieve, Bertrand y cualquier otro superviviente serían capturados y torturados con toda probabilidad.

Y no había servido para nada. La central telefónica no había sufrido daños y el sistema alemán de comunicaciones seguía intacto. Flick se sintió una incompetente. Se esforzó por descubrir en qué se había equivocado. ¿Habían errado al intentar un ataque frontal contra una instalación custodiada por soldados? No necesariamente; el plan podía haber funcionado si la información del M16 hubiera sido exacta. No obstante, en ese momento comprendió que habría sido preferible penetrar en el edificio por algún medio clandestino. Eso habría aumentado las posibilidades de la Resistencia.

Gilberte detuvo el coche ante la casa.

─Da la vuelta ─le ordenó Flick antes de apearse.

Con los pantalones bajados y tumbado boca abajo en el sofá de su tía, Michel ofrecía un espectáculo poco digno. Arrodillada junto a él, con una toalla ensangrentada en la mano, Antoinette observaba el trasero de su sobrino con las gafas en la punta de la nariz.

─Ya sangra menos, pero la bala sigue ahí dentro ─dijo la mujer.

Tenía el bolso en el suelo, junto al sofá. Había vaciado su contenido sobre la mesita de café, seguramente para buscar las gafas. Los ojos de Flick se posaron sobre una hoja de papel escrita a máquina, estampillada y con una pequeña foto de Antoinette pegada en un ángulo, todo ello en una pequeña carpeta de cartón. Era el pase que la autorizaba a entrar en el palacio. Flick tuvo una súbita inspiración.

─Tengo un coche esperando ─dijo.

─No deberíamos moverlo ─respondió la mujer sin dejar de examinar la herida.

─Si se queda aquí, lo capturarán los boches. ─Flick cogió el pase disimuladamente─. ¿Cómo estás? ─le preguntó a Michel.

─Creo que podré andar ─respondió─. Ya no me duele tanto.

Flick se guardó el pase en el bolso. Antoinette no se había dado cuenta de nada.

─Ayúdeme a levantarlo ─le pidió Flick.

Consiguieron ponerlo en pie entre las dos. Antoinette le subió los pantalones de algodón azul y le abrochó el viejo cinturón de cuero.

─Quédese dentro ─le aconsejó Flick─. Más vale que no la vean con nosotros.

No había empezado a madurar su idea, pero estaba claro que no funcionaría si Antoinette y sus limpiadoras empezaban a despertar sospechas.

Michel pasó un brazo sobre los hombros de su mujer y se apoyó en ella con todo su peso. Flick lo sostuvo como pudo, y juntos fueron dando tumbos hasta la calle. Cuando llegaron al coche, Michel estaba pálido de dolor. Gilberte los miró por la ventanilla con expresión aterrorizada.

─¡Sal del coche y abre la jodida puerta, pánfila! ─masculló Flick.

Gilberte saltó fuera del Renault, abrió la puerta posterior y ayudó a Flick a acomodar en el asiento a Michel. Cerraron la puerta y entraron en el coche a toda prisa.

─Larguémonos de aquí ─dijo Flick.

Diether estaba consternado y colérico. En cuanto cesó el tiroteo y su corazón recobró el ritmo normal, empezó a reflexionar sobre lo que acababa de presenciar. Nunca hubiera imaginado que la Resistencia fuera capaz de llevar a cabo una acción tan bien planeada y tan cuidadosamente ejecutada. Basándose en lo que había aprendido en los últimos meses, creía que sus atentados solían ser ataques relámpago. Pero aquélla era la primera vez que los veía en acción. Iban armados hasta los dientes y desde luego no andaban escasos de munición, a diferencia del ejército alemán. Y, por si fuera poco, eran valientes. Diether no podía evitar sentir admiración por el tirador que había intentado cruzar la plaza a la carrera, por la chica de la metralleta Sten que lo había cubierto y, sobre todo, por la rubita que se lo había echado al hombro y había cargado con él ─un hombre que le sacaba media cabeza─ hasta ponerlo a salvo. No cabía duda de que gente como aquélla representaba una auténtica amenaza para las fuerzas alemanas de ocupación. No se parecían en nada a los criminales que había perseguido en la Colonia de preguerra. Los delincuentes eran estúpidos, perezosos, cobardes y brutales. Los hombres y mujeres de la Resistencia eran combatientes.

Pero su fracaso brindaba a Diether una oportunidad única.

Cuando tuvo la certeza que de que el tiroteo había acabado, se puso en pie y ayudó a levantarse a Stéphanie. La joven, que tenía las mejillas rojas y respiraba con dificultad, le cogió las manos y lo miró a los ojos.

─Me has protegido ─murmuró. Los ojos se le arrasaron en lágrimas─. Has arriesgado tu vida convirtiéndote en mi escudo.

Diether le sacudió el polvo del vestido. Estaba sorprendido de su propia caballerosidad. Había sido un acto reflejo. Al pensarlo detenidamente, comprendió que no estaba seguro de querer dar la vida por Stéphanie.

─Este cuerpazo es inmune a las balas ─bromeó procurando quitarle importancia al asunto.

La chica se echó a llorar.

Diether le cogió la mano y atravesaron la plaza en dirección al palacio. ─Entremos ─le dijo─. Así podrás sentarte y descansar.

Cruzaron la verja. Una vez en la explanada, Diether vio un boquete en el muro de la iglesia y comprendió por dónde había entrado el grueso de los atacantes.

Los Waffen SS habían salido del edificio y estaban desarmando a los guerrilleros. Diether observó con atención a los hombres de la Resistencia. La mayoría habían muerto, pero algunos sólo estaban heridos, y un par habían resultado ilesos. Tendría que interrogar a todos los supervivientes.

Hasta ese momento, su trabajo había sido preventivo. Se había limitado a precaverse contra los ataques de la Resistencia fortaleciendo la seguridad de las instalaciones clave. Los prisioneros capturados ocasionalmente le habían proporcionado escasa información. Pero disponer de varios, pertenecientes a un circuito importante y tan bien organizado como aquél, era algo muy distinto. Aquélla podía ser su oportunidad de tomar la iniciativa, se dijo, impaciente por ponerse manos a la obra.

─¡Usted! ─exclamó haciendo una seña a un sargento─. Consiga un médico para los prisioneros. Tengo que interrogarlos. Procure que no muera ninguno.

Aunque Diether iba de paisano, su actitud evidenciaba que era un oficial de alto rango.

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