Alto Riesgo (34 page)

Read Alto Riesgo Online

Authors: Ken Follett

BOOK: Alto Riesgo
6.44Mb size Format: txt, pdf, ePub

Para acabar, les mostró una selección de artículos de equipaje: un macuto de lona, una maleta grande de dos compartimentos, una mochila y varias maletas de fibra sintética, de distintos tamaños y colores. Cada mujer eligió un artículo. En su interior encontraron un cepillo, pasta de dientes, polvos de tocador, crema para el calzado, cigarrillos y cerillas de marcas francesas. Aunque estarían fuera poco tiempo, Flick había insistido en que les proporcionaran juegos completos.

─Recordad ─les dijo─, no podéis llevar nada que no os hayamos dado esta tarde. Vuestra vida depende de ello. ─Las chicas se acordaron del peligro que afrontarían en unas horas, y las risas cesaron de golpe─. Muy bien, escuchadme todas: volved a vuestras habitaciones y vestíos de francesas, ropa interior incluida. Nos veremos a la hora de la cena.

El salón principal de la casa había sido transformado en bar. Cuando entró Flick, había una docena de hombres con uniforme de la RAF, todos ─Flick lo sabía de otras veces─ destinados a hacer vuelos clandestinos sobre Francia. En una pizarra, figuraban los nombres auténticos o en clave de los que partirían en misión esa noche, con las horas a las que debían abandonar la casa. Flick leyó:

Aristóteles ─ 19.50 Cpt. Jenkins y Tte. Ramsey ─ 20.05 Grajillas ─ 20.30 Colgate y Topadas ─ 21.00 El Pupas, Paradoja, Saxofón ─ 22.05

Flick consultó su reloj. Las seis y media. Faltaban dos horas.

Se sentó en la barra y paseó la mirada por la sala preguntándose cuántos de aquellos hombres volverían y cuántos morirían en acción. Algunos, muy jóvenes, fumaban y contaban chistes como si tal cosa. Los mayores, más curtidos, saboreaban el whisky o la ginebra con la sombría certeza de que podía ser el último. Flick pensó en sus padres, en sus mujeres o novias, en sus hijos, pequeños o crecidos. El trabajo de aquella noche dejaría a algunos de ellos hundidos en un dolor del que nunca se recuperarían del todo.

Sus lúgubres pensamientos se vieron interrumpidos por una aparición que la dejó pasmada. Simon Fortescue, el solapado burócrata del M16, entró en el bar con su perenne traje de raya diplomática seguido... por Denise Bouverie.

Flick los miró boquiabierta.

─Felicity, no sabe cuánto me alegro de encontrarla ─dijo Fortescue. Sin esperar a que lo invitaran, acercó un taburete para Denise─. Camarero, un gin tonic, por favor. ¿Qué tomará usted, lady Denise?

─Un martini, muy seco.

─¿Y usted, Felicity?

─¡Tenía que estar en Escocia! ─exclamó Flick por toda respuesta. ─Mire, me parece que aquí ha habido un malentendido. Denise me ha contado todo lo referente a ese policía...

─De malentendidos, nada ─lo atajó Flíck─. Denise no superó el cursillo. Ni más ni menos.

Denise resopló indignada.

─No me entra en la cabeza que una joven de buena familia y de inteligencia más que mediana no haya supe...

─Es una bocazas.

─¿Qué?

─Que no sabe mantener la jodida boca cerrada. No es de fiar. ¡Y no debería andar suelta por el mundo!

─Maldita insolente... ─farfulló Denise.

Fortescue procuró mantener la calma y bajó la voz.

─Mire, su hermano es el marqués de Inverlocky, íntimo del primer ministro. Inverlocky en persona me ha pedido que me asegure de que Denise tiene una oportunidad de arrimar el hombro. Imagino que ahora comprende lo poco diplomático que sería rechazarla.

─A ver si lo he entendido ─dijo Flick alzando la voz. Un par de pilotos se volvió a mirarla─. Como favor a su amigo de la clase alta, me está pidiendo que me lleve a alguien que no es de fiar a una peligrosa misión detrás de las líneas enemigas. ¿Es eso?

Mientras Flick decía aquello, Paul y Percy entraron en el bar. El coronel Thwaite clavó los ojos en Fortescue con indisimulada animosidad.

─¿He oído bien? ─preguntó Paul.

─He traído a Denise conmigo ─dijo Fortescue─ porque, francamente, sería muy embarazoso para el gobierno que la dejaran en tierra...

─¡Y un peligro para mí que subiera al avión! ─lo atajó Flick─. Está malgastando saliva. Lady Denise no volverá al equipo.

─Mire, no quiero abusar de mi rango...

─¿Qué rango? ─preguntó Flick.

─Renuncié a mi puesto en la Guardia como coronel... retirado ─completó Flick. Y, en el servicio civil, soy el equivalente a un general de brigada. ─No sea ridículo ─rezongó Flick─. Usted no pertenece al ejército. ─Le estoy ordenando que lleve con usted a Denise. ─Entonces tendré que meditar mi respuesta ─dijo Flick. ─ Eso está mejor. Estoy seguro de que no lo lamentará. ─Muy bien, ahí va mi respuesta. Que le den por el culo.

Fortescue se puso rojo. No debía de ser frecuente que una mujer le deseara esas cosas, porque se había quedado sin habla, cosa rara en él. ─¡Bien! ─dijo Denise─. Creo que ya ha quedado suficientemente claro con qué clase de persona estamos tratando.

─Están tratando conmigo ─replicó Paul, y se volvió hacia Fortescue─. Estoy al mando de esta operación, y no aceptaré a Denise en el equipo a ningún precio. Si quiere seguir discutiendo, llame a Monty.

─Bien dicho, muchacho ─añadió Percy.

Fortescue consiguió recuperar la voz, se volvió hacia Flick y agitó un dedo ante sus ojos.

─Llegará el día, señora Clairet, en que lamentará lo que me ha dicho ─murmuró bajándose del taburete─. Lo siento mucho, lady Denise, pero creo que aquí ya hemos hecho todo lo que hemos podido. La aristócrata y el espía se marcharon por donde habían venido. 

─Maldito imbécil... ─murmuró Percy.

─Vamos a cenar ─dijo Flick.

Las «grajillas» los esperaban en el comedor. Cuando se disponían a tomar su última comida en Inglaterra, Percy les hizo un regalo espléndido: pitilleras de plata para las fumadoras y polveras de oro para las demás.

─Tienen contrastes franceses, de modo que pueden llevarlas consigo. ─Las chicas estaban encantadas, pero el coronel volvió a bajarles los ánimos con su siguiente comentario─. El regalo tiene un segundo propósito. Se trata de objetos fáciles de empeñar si necesitan dinero rápido para salir de un auténtico apuro.

La comida era abundante, un auténtico banquete para los tiempos que corrían, y las «grajillas» se la metieron entre pecho y espalda en un visto y no visto. Flick seguía sin tener apetito, pero hizo un esfuerzo y se echó al cuerpo un bistec enorme, sabiendo que era más carne de la que comería en Francia en una semana.

Cuando acabaron de cenar, se había hecho la hora de salir hacia el aeródromo. Volvieron a las habitaciones para recoger sus maletas francesas y subieron al autobús. Recorrieron otro camino de tierra, cruzaron un paso a nivel y, al cabo de un rato, vieron una especie de graneros al borde de una explanada estrecha y larga. El letrero rezaba «Granja Gibraltar», pero Flick sabía de sobra que habían llegado a Tempsford y que los graneros eran hangares Nissen mal camuflados.

Entraron en lo que parecía un establo, donde los esperaba un oficial con uniforme de la RAF montando guardia junto a los estantes de acero de los equipos. Antes de recibir los suyos, las «grajillas» tuvieron que someterse a un registro. Maude llevaba una caja de cerillas inglesa en la maleta; Diana, un crucigrama a medio hacer arrancado del Daily Mirror en un bolsillo, aunque juró y perjuró que pensaba dejarlo en el avión; y Jelly, jugadora empedernida, una baraja con «Made in Birmingham» impreso en cada carta.

Paul les repartió los carnés de identidad, las tarjetas de racionamiento y los cupones para ropa. Cada una recibió cien mil francos franceses, casi todo en mugrientos billetes de mil francos. Era el equivalente de quinientas libras esterlinas, suficiente para comprar dos automóviles Ford.

También les entregaron armas, pistolas automáticas Colt del calibre 45, y afilados machetes de comando de doble hoja. Flick rechazó la una y el otro. Llevaba su propia pistola, la Browning automática de nueve milímetros. Se había puesto el cinturón de cuero, en el que podía llevar la pistola o, en caso necesario, la metralleta. También prefería la navaja de manga al machete de comando, más largo y mortífero, pero mucho menos práctico. La mayor ventaja de la navaja era que, si le pedían la documentación, podía llevarse la mano a un bolsillo interior con toda naturalidad y sacar el arma en el último momento.

Además, había un rifle Lee-Enfield para Diana y una metralleta Sten Mark II con silenciador para Flick.

El explosivo plástico que necesitaría Jelly se distribuyó equitativamente entre las seis mujeres, de forma que, aunque se perdieran una o dos bolsas, quedara bastante para hacer el trabajo.

─¡Podríamos volar por los aires! ─protestó Maude.

Jelly le explicó que el explosivo plástico era extraordinariamente seguro.

─Conozco a un tío que se pensó que era chocolate y se comió un trozo ─aseguró─. Pues, ¿querrás creerlo? ─añadió─. Ni siquiera le entró cagadera.

Iban a darles las habituales granadas de mano Mills en forma de piña, pero Flick pidió las de carcasa cuadrada y uso general, porque podían utilizarse como cargas explosivas.

Por último, cada mujer recibió una pluma estilográfica, con una píldora letal en el capuchón.

Antes de ponerse el traje de vuelo, hicieron cola para ir al lavabo. El mono disponía de una pistolera, de modo que el agente tuviera el arma a mano y, en caso necesario, pudiera defenderse nada más tomar tierra. Tras enfundarse el mono, se colocaron el casco y las gafas y, por último, se abrocharon el arnés del paracaídas.

Paul se llevó aparte a Flick. Seguía teniendo los pases especiales que permitirían a las mujeres entrar en el palacio haciéndose pasar por limpiadoras. Si una de las «grajillas» caía en manos de la Gestapo, el pase revelaría a los alemanes el auténtico objetivo de la misión. Por seguridad, se los entregó todos a Flick, para que los repartiera en el último momento.

Luego la besó. Ella lo abrazó con pasión desesperada y le metió la lengua en la boca sin pudor hasta perder la respiración.

─No dejes que te maten ─le susurró Paul al oído.

Una discreta tos los sacó de su abstracción. Flick percibió el aroma de la pipa de Percy y se apartó de Paul.

─El piloto espera sus últimas instrucciones ─dijo el coronel. Paul asintió y echó a andar hacia el aparato.

─Asegúrese de que comprende que Flick es el oficial al mando ─le dijo Percy cuando aún estaba cerca.

─Claro ─respondió Paul.

Percy parecía preocupado, y Flick tuvo un mal presentimiento. ─¿Qué ocurre? ─le preguntó.

El coronel Thwaite sacó una hoja de papel del bolsillo de su chaqueta y se la tendió.

─Un motociclista procedente de Londres me ha entregado esta nota del cuartel general del Ejecutivo justo antes de que abandonáramos la casa. Lo envió ayer por la noche Brian Standish.

Percy aspiraba con ansia el humo de la pipa y lo soltaba a grandes bocanadas.

Flick leyó la hoja a la última luz de la tarde. Era un mensaje descodificado. Su contenido la golpeó como un puñetazo en el estómago.

─¡Brian ha estado en manos de la Gestapo! ─exclamó consternada alzando la vista.

─Sólo unos segundos.

─Eso dice el mensaje.

─¿Alguna razón para desconfiar?

─¡Qué puta mierda! ─dijo Flick alzando la voz.

Un piloto que pasaba cerca volvió la cabeza, sorprendido de oír aquella expresión de labios de una mujer. Flick hizo un rebujo con el papel y lo tiró al suelo.

Percy se agachó, lo recogió y alisó las arrugas.

─Vamos a intentar mantener la calma y pensar con claridad. Flick respiró hondo.

─Tenemos una regla ─dijo con vehemencia─. Cualquier agente que haya estado en manos del enemigo, fueran cuales fuesen las circunstancias, debe regresar inmediatamente a Londres para informar.

─Entonces no tendrías operador de radio.

─Puedo arreglármelas sin él. ¿Y qué me dices de ese Charenton? 

─Supongo que es natural que mademoiselle Lemas haya reclutado a alguien para que la ayudara.

─Todos los nuevos deben ser investigados por Londres.

─Sabes perfectamente que esa regla no se ha aplicado nunca. 

─Como mínimo deben recibir el visto bueno del jefe local. 

─ Bueno, pues ya lo ha recibido. Michel está convencido de que Charenton es de fiar. Después de todo, salvó a Brian de la Gestapo. El incidente de la catedral no es algo que se pueda montar deliberadamente, digo yo.

─Puede que nunca ocurriera y que ese mensaje venga directamente del cuartel general de la Gestapo.

─Ha sido enviado utilizando nuestros códigos de seguridad. Además, los alemanes no se habrían inventado una historia sobre su captura y su posterior liberación. Habrían comprendido que despertaría nuestras sospechas. Se habrían limitado a decir que había llegado sin novedad.

─Tienes razón, pero sigue sin gustarme.

─Ya, a mí tampoco ─dijo Percy, para sorpresa de Flick─. Pero no sé qué hacer. 

Flick soltó un suspiro. 

─Tenemos que arriesgarnos. No hay tiempo para hacer comprobaciones. Si no inutilizamos la central telefónica en los próximos tres días, será demasiado tarde. 

─No tenemos más remedio que ir. 

Percy asintió. Flick vio que tenía los ojos húmedos. El coronel se llevó la pipa a los labios y volvió a retirarla.

─Buena chica ─murmuró con un hilo de voz─. Buena chica.

Séptimo día:
sábado, 3 de junio de 1944

El EOE no tenía aviones propios. Debía obtenerlos de la RAF, lo que era como arrancar muelas. En 1941, tras mucho hacerse rogar, las fuerzas aéreas habían soltado dos Lysander, demasiado lentos y pesados para servir de apoyo a las fuerzas terrestres, pero ideales para aterrizajes clandestinos en territorio enemigo. Más tarde, a instancias del propio Churchill, cedieron al Ejecutivo dos escuadrillas de viejos bombarderos, aunque el jefe del mando de bombarderos, Arthur Harris, nunca dejó de maquinar para recuperarlos. En la primavera de 1944, durante la que lanzó decenas de agentes sobre Francia para preparar la invasión, el Ejecutivo disponía de un total de treinta y seis aparatos.

El avión que transportaba a las «grajillas» era un bombardero bimotor Hudson de fabricación estadounidense, construido en 1939 y convertido en una antigualla tras la aparición del bombardero pesado Lancaster de cuatro motores. El morro del Hudson disponía de dos ametralladoras, a las que la RAF había añadido un torreta trasera con otras dos. En la parte posterior de la cabina de los pasajeros había una escotilla en forma de pequeño tobogán, por la que los paracaidistas se arrojaban al vacío. La cabina carecía de asientos, y las seis mujeres y el auxiliar permanecían repantigados en el suelo metálico. Estaban heladas, incómodas y muertas de miedo, pero a Jelly le dio un ataque de risa, que consiguió alegrarlas a todas.

Other books

The Hollywood Trilogy by Don Carpenter
Slumber by Samantha Young
The Ambassador's Wife by Jake Needham
Romeo's Tune (1990) by Timlin, Mark
Blood And Water by Bunni, Siobhain
Sweet Laurel Falls by Raeanne Thayne
Dating for Demons by Alexis Fleming