Authors: Ken Follett
Compartían la cabina con una docena de contenedores metálicos de la altura de un hombre, provistos de arneses de paracaídas y llenos ─supuso Flick─ de armas y municiones para facilitar las operaciones de sabotaje de otros circuitos de la Resistencia durante la invasión. Después de lanzar a las «grajillas» sobre Chatelle, el Hudson continuaría vuelo hacia un destino indeterminado antes de virar y poner rumbo de nuevo a Tempsford.
La sustitución de un altímetro averiado había retrasado el despegue; cuando dejaron atrás la costa inglesa, era la una de la madrugada. Una vez sobre el Canal, el piloto descendió a unos centenares de pies sobre la superficie del mar para mantener el aparato por debajo del nivel de los radares enemigos, y Flick cruzó los dedos para que no les disparara algún barco de la Royal Navy. Pero, al cabo de unos minutos, ascendió de nuevo hasta los ocho mil pies para cruzar la costa francesa y se mantuvo a esa altura hasta dejar atrás la fortificada franja costera de la «Muralla Atlántica»; luego, volvió a descender hasta los trescientos pies para facilitar la navegación.
El navegante, atareado con sus mapas, calculaba la posición del aparato por estima e intentaba confirmarla mediante los accidentes del terreno. A sólo tres días de la fase llena, la luna seguía creciendo y permitía distinguir los pueblos importantes, a pesar de que permanecían completamente a oscuras. No obstante, solían disponer de baterías antiaéreas, que aconsejaban evitarlos como a los campamentos e instalaciones militares. Los puntos de referencia más útiles eran ríos y lagos, especialmente si la luna se reflejaba en sus aguas. Los bosques aparecían como simples manchas negras, cuya inesperada ausencia era signo inequívoco de que el piloto había equivocado el rumbo. El brillo de las vías férreas, el resplandor de las máquinas de vapor y los faros de los escasos coches que se atrevían a desobedecer la prohibición también servían de ayuda.
Flick se pasó el vuelo cavilando sobre Brian Standish y el misterioso Charenton. La historia podía ser cierta. La Gestapo habría averiguado la localización del lugar de contacto interrogando a los supervivientes del ataque al palacio; luego, habría tendido una trampa en la cripta y habría atrapado a Brian, liberado no obstante por el amigo de mademoiselle Lemas. Todo era perfectamente plausible. No obstante, Flick odiaba las explicaciones enrevesadas. Sólo se quedaba tranquila cuando los hechos encajaban solos y no necesitaban ninguna explicación.
Al llegar a la región de Champaña, un factor adicional facilitó la navegación. Era un invento reciente conocido como Eureka- Rebecca. Eureka, una radiobaliza, emitía una señal distintiva desde un lugar secreto en el casco urbano de Reims. La tripulación del bombardero ignoraba su localización exacta, pero Flick sabía que Michel la había colocado en la torre de la catedral. El receptor de radio, Rebecca, iba en la cabina de vuelo del Hudson, encajado entre los instrumentos de navegación. Estaban a unos ochenta kilómetros al norte de Reims cuando el navegante captó la señal del Eureka de la torre de la catedral.
La idea de los inventores era que el Eureka estuviera en el campo de aterrizaje con el comité de recepción. Sin embargo, el equipo pesaba más de cuarenta kilos, era demasiado aparatoso para pasar inadvertido y no habría engañado ni al agente más inepto de la Gestapo en un control. Los jefes de la Resistencia estaban dispuestos a colocar los Eureka en emplazamientos permanentes, pero no a cargar con ellos de aquí para allá.
En consecuencia, el navegante tuvo que volver a echar mano de los medios tradicionales para encontrar Chatelle. Por suerte, tenía al lado a Flick, que había aterrizado allí en numerosas ocasiones y podía reconocer el prado desde el aire. De hecho, iban a pasar de largo a un kilómetro del pueblo, pero Flick vio el estanque al oeste y advirtió al piloto.
Viraron a babor y sobrevolaron el campo a trescientos pies de altura. Flick vio las luces de las linternas, cuatro débiles puntos en forma de ele, y los destellos de la luz del ángulo, que emitía la señal convenida. El piloto ascendió a seiscientos pies, la altura ideal para efectuar el salto: más arriba, el viento podía alejar a los paracaidistas de la zona de aterrizaje; más abajo, la capota podía no haberse desplegado del todo cuando el agente llegara al suelo.
─Listo cuando lo estén ustedes ─dijo el piloto. ─No lo estamos ─ respondió Flick.
─¿Cuál es el problema?
─No estoy segura. ─El instinto de Flick la había puesto en guardia. Ya no eran sólo las dudas sobre Brian Standish y Charenton. Abajo pasaba algo. Señaló el pueblo, a la izquierda del aparato─. Mire, ni una luz.
─¿Y eso la sorprende? Es por los bombardeos. Y son las tres de la mañana.
Flick sacudió la cabeza.
─En el campo, a la gente le importan un bledo las prohibiciones de los alemanes. Y siempre hay alguien levantado: una madre dando el pecho, un insomne, un estudiante empollando para los exámenes. Nunca he visto este pueblo completamente a oscuras.
─Si presiente que pasa algo, deberíamos largarnos cuanto antes ─dijo el piloto, nervioso.
Aparte de las luces, había algo. Flick fue a rascarse la cabeza, y sus dedos chocaron con el casco. Sus temores seguían sin concretarse.
¿Qué hacía? No podía anular la operación sólo porque los habitantes de Chatelle hubieran respetado la prohibición por una vez.
El avión sobrevoló el campo y se escoró para virar.
─Recuerde ─dijo el piloto, angustiado─, cada pasada de más aumenta los riesgos. Toda la gente del pueblo debe de estar oyendo nuestros motores, y alguno puede llamar a la policía.
─¡Exacto! ─exclamó Flick─. Deberíamos haber despertado a todo el mundo, pero nadie ha encendido una luz.
─No sé, la gente de pueblo suele ser desconfiada. Cada uno en su casa y Dios en la de todos, como dicen ellos.
─Chorradas. Son tan cotillas como el que más. Esto es rarísimo.
El piloto estaba cada vez más nervioso, pero siguió volando en círculos.
De golpe, Flick cayó en la cuenta.
─El panadero no ha encendido el horno. Normalmente se ve el resplandor desde el aire.
─¿No será su día de descanso?
─¿Qué día es hoy? Sábado. Los panaderos cierran los lunes o los martes, pero nunca los sábados. ¿Qué habrá pasado? ¡Parece un pueblo fantasma!
─¡Entonces, vámonos de una vez!
Era como si hubieran juntado a los vecinos, incluido el panadero, y los hubieran encerrado en un granero... Justo lo que habría hecho la Gestapo si se hubiera enterado de sus planes y estuviera esperándolas.
No podía cancelar la operación. Era demasiado importante. Pero el instinto le repetía que no se lanzara sobre Chatelle.
─Un riesgo es un riesgo ─dijo en voz alta.
El piloto empezaba a perder la paciencia.
─Entonces, ¿qué quiere hacer?
De pronto, Flick se acordó de los contenedores de la cabina del pasaje.
─¿Cuál es su siguiente destino?
─No puedo decírselo.
─Normalmente, no. Pero le aseguro que necesito saberlo.
─Un campo al norte de Chartres. Es decir, el circuito Vestryman.
─Los conozco ─dijo Flick sintiendo renacer sus esperanzas. Ahí tenía la solución─. Nos lanzaremos con los contenedores. Habrá un comité de recepción esperándolos, de modo que podrán hacerse cargo de nosotras. Podríamos estar en París esta misma tarde, y en Reims, mañana por la mañana.
El piloto aferró la palanca de mando.
─¿Está segura?
─¿Puede hacerlo?
─Puedo llevarlas allí, no hay problema. La decisión táctica es suya. Usted está al mando de la misión... Eso me lo han dejado muy claro.
Flick estaba indecisa. Sus sospechas podían ser infundadas, en cuyo caso debería enviar un mensaje a Michel a través de la radio de Brian, para comunicarle que, aunque había decidido no saltar sobre Chatelle, el equipo estaba en camino. Pero debería dar el mínimo de información, en previsión de que la radio de Brian estuviera en manos de la Gestapo. Sin embargo, era factible. Podía redactar un escueto mensaje para que el piloto se lo entregara a Percy. Brian lo recibiría en un par de horas.
También tendría que cambiar los planes para la recogida de las «grajillas» una vez hubieran cumplido la misión. Lo previsto era que un Hudson aterrizara en Chatelle a las dos de la madrugada del domingo y, si no estaban allí, volviera a hacerlo el lunes a la misma hora. Si Chatelle estaba vigilado por la Gestapo, habría que utilizar el Campo de Oro, nombre en clave de la zona de aterrizaje próxima al pueblo de Laroque, al oeste de Reims. El grupo emplearía un día más en llevar a cabo la misión, porque tendría que trasladarse de Chartres a Reims; por lo tanto, el avión que lo recogiera debería aterrizar a las dos de la madrugada del lunes y, en caso de no encontrarlas, el martes a la misma hora.
Flick sopesó los pros y los contras. Tomar tierra en Chartres significaba perder un día. Pero hacerlo en Chatelle podía significar el fracaso de la misión y la captura de todo el grupo, que acabaría en las cámaras de tortura de la Gestapo. La elección estaba clara.
─Vamos a Chartres ─le dijo Flick al piloto.
─Recibido y conforme.
El aparato se inclinó para virar, y Flick volvió a la cabina del pasaje. Las «grajillas» la miraron con expectación.
─Ha habido un cambio de planes ─les dijo.
Escondido tras el seto, Dieter observaba con perplejidad las evoluciones del avión británico.
¿A qué esperaban para saltar? El aparato había pasado dos veces sobre la zona de aterrizaje. El comité de recepción estaba en su sitio. ¿Se habría equivocado el jefe al hacer la señal? ¿Se habrían descubierto los hombres de Weber? Era para volverse loco. Tenía a Felicity Clairet a tan sólo unos metros. Si ordenaba disparar al avión, un tiro afortunado habría podido alcanzarla.
De pronto, el avión se inclinó, viró y empezó a alejarse en dirección sur.
Dieter estaba avergonzado. Flick Clairet lo había burlado... delante de Walter Godel, Willi Weber y veinte agentes de la Gestapo.
Por un instante, ocultó el rostro entre las manos.
¿Qué había fallado? Podían ser muchas cosas. Sobre el rumor de los motores del Hudson, Dieter oyó jurar a los franceses. Los partisanos parecían tan perplejos como él. Lo más probable era que Flick, una jefe de equipo con experiencia, se hubiera olido algo y hubiera cancelado el salto.
─¿Qué piensa hacer ahora? ─le preguntó Walter Godel, sentado en la hierba junto a él.
Dieter lo pensó un instante. En el prado había cuatro terroristas: Clairet, el jefe, que seguía cojeando a consecuencia de la herida de bala, Helicóptero, el operador de radio británico, un francés al que no conocía, y una chica joven. ¿Qué hacía con ellos? La estrategia de dejar libre a Helicóptero, tan inteligente sobre el papel, le había acarreado dos reveses humillantes, y no estaba dispuesto a encajar un tercero. Tenía que sacar algún provecho del fracaso de esa noche. No le quedaba más remedio que volver a los métodos tradicionales y confiar en que los interrogatorios le permitieran salvar la operación... y la cara.
Dieter se llevó el micrófono de la radio de onda corta a los labios y susurró:
─A todas las unidades, les habla el mayor Franck... Acción, repito, acción ─dijo poniéndose en pie y sacando la pistola automática.
Los agentes de la Gestapo ocultos tras los árboles encendieron sus potentes linternas. Iluminados sin piedad, los cuatro partisanos miraron a su alrededor, desconcertados e indefensos en mitad del prado.
─¡Los tenemos rodeados! ─gritó Dieter en francés─. ¡Levanten las manos!
A su lado, Godel sacó la Luger. Los cuatro agentes de la Gestapo que acompañaban a Dieter apuntaron con sus rifles a las piernas de los terroristas. Hubo un momento de incertidumbre: ¿intentarían defenderse? Si disparaban, les responderían. Con suerte, sólo saldrían heridos. Pero esa noche Dieter no estaba de suerte. Y si aquellos cuatro morían, se quedaría sin nada.
Seguían indecisos.
Dieter avanzó hacia las luces, y los cuatro tiradores se movieron con él.
─¡Los tenemos encañonados! ─gritó─. ¡No saquen sus armas! Uno de los terroristas echó a correr.
Dieter soltó un juramento. Vio un destello rojizo a la luz de las linternas: era Helicóptero. Aquel estúpido galopaba campo a través como un toro desmandado.
─Dispárenle ─ordenó Dieter en voz baja.
Los cuatro tiradores apuntaron cuidadosamente y apretaron el gatillo. Los disparos resonaron con fuerza en el silencio del prado. Helicóptero dio otras dos zancadas y se desplomó.
Dieter miró a los otros tres, expectante. Al cabo de un instante, levantaron las manos.
Dieter se llevó la radio a los labios.
─A todos los equipos del prado ─dijo enfundando la pistola─. Acérquense y háganse cargo de los prisioneros.
Caminó hacia el lugar en que había caído Helicóptero. El cuerpo estaba inmóvil. Los tiradores de la Gestapo le habían disparado a las piernas, pero era difícil acertar a un blanco móvil en la oscuridad, y uno de los cuatro había apuntado demasiado alto y le había atravesado el cuello: le había seccionado la médula, la yugular, o ambas cosas. Dieter se arrodilló junto al muchacho y le buscó el pulso, pero no lo encontró.
─No eras el agente más listo que he conocido, pero sí un muchacho valiente ─murmuró, y le cerró los ojos─. Que Dios te acoja en su seno.
Observó a los otros tres mientras los desarmaban y los esposaban. Clairet aguantaría bien los interrogatorios; Dieter lo había visto en acción: tenía coraje. Probablemente, su punto débil era la vanidad. Era buen mozo y mujeriego. La mejor forma de torturarlo sería delante de un espejo: partirle la nariz, romperle los dientes, marcarle la cara, hacerle comprender que cuanto más tiempo resistiera, peor encarado acabaría.
El otro tenía pinta de ejercer alguna profesión liberal, tal vez la abogacía. El agente de la Gestapo que lo estaba cacheando tendió a Dieter un pase que eximía del toque de queda al doctor Claude Boucher. Dieter supuso que era falso; pero, cuando registraron los coches de la Resistencia, encontraron un maletín de médico lleno de instrumentos y específicos. El doctor Boucher estaba pálido pero sereno: también sería duro de roer.
La chica era la más prometedora. Tendría unos diecinueve años y era bonita: largo pelo negro y ojos enormes; pero estaba aterrada. Sus papeles la identificaban como Gilberte Duval. Dieter sabía, por el interrogatorio de Gaston, que Gilberte era la amante de Michel Clairet y rival de Flick. Manejada con habilidad, no tardaría en cantar.