Alto Riesgo (57 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: Alto Riesgo
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El viento soplaba con fuerza y el mar estaba revuelto, pero el resplandor de la luna llena permitía ver con claridad. En un primer momento, Flick apenas pudo dar crédito a sus ojos. Justo debajo del avión, había un buque de guerra gris erizado de cañones. A su lado, un pequeño transatlántico blanco resplandecía a la luz de la luna. Tras ellos, un viejo barco de vapor hendía el oleaje. A su alrededor se veían mercantes, transportes de tropas, cochambrosos buques cisterna y flamantes lanchas de desembarco. Había barcos hasta donde alcanzaba la vista.

El piloto inclinó el aparato hacia el otro costado, y Flick cambió de ventana. Más de lo mismo.

─¡Paul, ven a ver esto!

Paul se levantó y acudió a su lado. ─¡Sopla! ─exclamó Paul─. ¡No había visto tantos barcos juntos en toda mi vida!

─¡Es la invasión! ─dijo Flick.

─Vengan aquí delante y echen un vistazo ─dijo el navegante.

Flick se asomó a la cabina de mando y miró por encima del hombro del piloto. Los barcos cubrían el mar como una alfombra a lo largo de kilómetros y más kilómetros.

─¡No tenía ni idea de que hubiera tantísimos barcos en el mundo! ─exclamó Paul con incredulidad.

─¿Cuántos puede haber? ─preguntó Ruby.

─He oído que unos cinco mil ─respondió el navegante.

─ Increíble ─murmuró Flick.

─Daría lo que fuera por participar en eso. ¿Ustedes no? ─dijo el navegante.

Flick se volvió hacia Paul y Ruby, y los tres sonrieron. ─Claro que lo daríamos ─dijo Flick─. Si no participáramos.

Un año después:
miércoles, 6 de junio de 1945

Los grandiosos edificios que flanqueaban la calle londinense llamada Whitehall encarnaban la magnificencia del imperio Británico tal como había sido cien años antes. En el interior de esas espléndidas mansiones, muchas de las habitaciones de techos altos y esbeltas ventanas habían sido subdivididas con tabiques de mala calidad para proveer de despachos a funcionarios de rango inferior y de salas de reuniones a grupos poco importantes. Como subcomité de un subcomité, el Grupo para la Concesión de Condecoraciones (Acciones Clandestinas) se reunía en una sala sin ventanas de veinte metros cuadrados con una chimenea enorme y apagada que ocupaba la mitad de una pared.

Simon Fortescue, del M16, vestido con traje a rayas, camisa a rayas y corbata a rayas, ostentaba la presidencia. El Ejecutivo de Operaciones Especiales estaba representado por John Graves, del Ministerio de Economía de Guerra, que en teoría había supervisado al EOE durante la contienda. Como el resto de los funcionarios civiles del comité, Graves llevaba el atuendo característico de Whitehall: chaqueta negra y pantalones negros con rayas grises. El obispo de Malborough vestía capisayo púrpura, sin duda para subrayar la dimensión moral de un comité encargado de honrar a unos seres humanos por haber matado a otros. El coronel Algernon Nobby Clarke, oficial de contraespionaje, era el único miembro del grupo que había participado activamente en la guerra.

Una secretaria se encargaba de servir el té y preparar la bandeja de galletas que circulaba entre los comisionados durante las deliberaciones.

Era media mañana cuando abordaron el caso de las «grajillas» de Reims.

─El equipo constaba de seis mujeres ─dijo John Graves─, y sólo sobrevivieron dos. Pero destruyeron la central telefónica de Sainte-Cécile que era también el cuartel general de la Gestapo en la zona. 

─¿Mujeres? ─preguntó el obispo─. ¿Ha dicho usted seis mujeres? 

─Sí.

─Alabado sea el Señor. ─El tono era reprobatorio─. ¿Por qué enviaron a mujeres?

─La central telefónica estaba fuertemente custodiada, pero consiguieron entrar haciéndose pasar por limpiadoras.

─Ya.

Algernon Clarke, que había pasado la mayor parte de la mañana fumándose un cigarrillo tras otro, decidió intervenir:

─Tras la liberación de París, interrogué al mayor Godel, que había sido ayuda de campo de Rommel. Me dijo que el colapso que habían sufrido sus comunicaciones el día D los había reducido a una parálisis casi total. Según él, fue un factor decisivo para el éxito de la invasión. No tenía ni idea de que hubiera sido obra de un puñado de chicas. En mi opinión, lo menos que merecen es la Cruz Militar.

─Tal vez ─dijo Simon Fortescue con un mohín desdeñoso─. No obstante, tuvimos problemas de disciplina con ese grupo. Se presentó una queja oficial contra la agente al mando de la operación, la mayor Clairet, después de que insultara a un oficial de la Guardia.

─¿A un oficial de la Guardia? ─preguntó el obispo─. ¿Cómo?

─Durante una discusión en un bar, y me temo que la mayor mandó al oficial a tomar por el culo, por ahí, si me perdona la expresión, señor obispo.

─Alabado sea el Señor. No parece la persona más recomendable para ofrecerla como modelo de heroísmo a las nuevas generaciones.

─Exactamente. Una condecoración inferior a la Cruz Militar, quizá. ¿El MBE?

Clarke volvió a intervenir.

─Estoy en desacuerdo ─dijo sin alterarse─. Después de todo, si esa mujer se achantara con facilidad, probablemente no habría sido capaz de volar la central telefónica ante las mismas narices de la Gestapo.

Fortescue estaba irritado. No solía encontrar oposición, y odiaba a a la gente a la que no conseguía intimidar.

─La mayoría de los presentes no parece opinar como usted ─ dijo recorriendo la mesa con la mirada.

Clarke frunció el ceño.

─Si no me equivoco, puedo presentar una recomendación particular ─dijo armándose de paciencia.

─Por supuesto ─respondió Fortescue─. Aunque dudo que merezca la pena.

Clarke le dio una larga calada al cigarrillo.

─¿Y eso?

─El ministro tendrá algunos datos sobre dos o tres de los integrantes de nuestra lista. En esos casos, seguirá sus propias inclinaciones, le recomendemos lo que le recomendemos. En los demás, hará lo que le sugiramos, pues no tiene ningún interés personal. Si el comité no presenta una propuesta unánime, aceptará la recomendación de la mayoría.

─Comprendo ─dijo Clarke─. A pesar de todo, me gustaría que el acta refleje que disiento del comité y recomiendo la Cruz Militar para la mayor Clairet.

Fortescue miró a la secretaria, la única mujer de la sala. 

─Por favor, señorita Gregory, asegúrese de ello. 

─Muy bien ─murmuró la mujer.

Clarke apagó el cigarrillo y encendió otro.

Y eso fue todo.

Frau Waltraud Franck llegó contenta a casa. Después de un mes sin ver carne, había conseguido comprar un pescuezo de añojo. Había salido temprano de su domicilio en un barrio residencial del devastado centro de Colonia y había hecho cola ante la carnicería toda la mañana. También había forzado una sonrisa al sentir que el carnicero le tentaba las nalgas; de haber protestado, Herr Beckmann no habría vuelto a tener género para ella nunca más. Pero las manos del carnicero la traían sin cuidado. La cuestión era que tenían para comer tres veces con aquel pescuezo de añojo.

─¡Ya estoy aquí! ─exclamó risueña abriendo la puerta.

Los niños seguían en la escuela, pero Dieter estaba en casa. Waltraud guardó la carne en la despensa. La dejaría para la cena, cuando los niños estuvieran para compartirla. Para almorzar, Dieter y ella tenían col hervida y pan negro.

─¡Hola, cariño! ─dijo Waltraud entrando en el salón.

Dieter, sentado junto a la ventana, no se inmutó. Un parche negro de pirata le cubría un ojo. Llevaba uno de sus trajes buenos, pero le colgaba flojo, porque estaba esquelético, y no se había puesto corbata. Waltraud procuraba vestirlo con elegancia todas las mañanas, pero nunca había conseguido aprender a hacer el nudo de las corbatas. Dieter tenía la mirada ausente y un hilillo de saliva en la comisura de los labios. No había respondido al saludo, pero Waltraud estaba acostumbrada.

─No vas a creértelo ─le dijo─. ¡He conseguido un pescuezo de coño!

Dieter se volvió hacia ella y la miró con el ojo bueno. ─¿Quién eres? ─le preguntó.

Waltraud se inclinó hacia él y lo besó.

─Esta noche cenaremos estofado. ¿Estás contento?

Esa misma tarde, Flick y Paul contrajeron matrimonio en una pequeña iglesia de Chelsea.

Fue una ceremonia sencilla. La guerra en Europa había acabado y Hitler estaba muerto, pero los japoneses defendían Okinawa con uñas y dientes, y la austeridad seguía achuchando a los londinenses. Flick y Paul iban de uniforme: los trajes de boda eran artículo de lujo. Por otra parte, Flick, como viuda, no se habría vestido de blanco.

Percy Twaite entregó a la novia. Ruby fue la dama de honor. Le había tomado la delantera a su amiga y ya se había casado con Jim, el instructor de armamento, que estaba sentado en la segunda fila de bancos.

El general Chancellor, padre de Paul, hizo de padrino. Estaba destinado en Londres, y Flick había llegado a conocerlo bien. En el ejército estadounidense tenía fama de ogro, pero con Flick era suave como un guante.

Entre los invitados, se encontraba mademoiselle Lemas. La Gestapo la había enviado al campo de concentración de Ravensbrück con su amiga Marie; la joven había muerto, pero Jeanne Lemas había conseguido sobrevivir, y Percy Thwaite había movido cien hilos para que pudiera viajar a Londres y asistir a la boda. Estaba sentada en la tercera fila, tocada con un sombrero de casquete.

El doctor Claude Lebouche también había sobrevivido, pero Diana y Maude habían muerto en Ravensbrück. Según mademoiselle Lemas, Diana había sido una líder en el campamento hasta el día de su muerte. Aprovechando la obsequiosidad de los alemanes con las personas de noble cuna, se había enfrentado al comandante del campo para quejarse de las condiciones de vida de los prisioneros y pedir mejoras para todos. No había conseguido gran cosa, pero su energía y su optimismo habían contribuido a levantar la moral de sus compañeros, y varios supervivientes aseguraban haber recuperado las ganas de vivir gracias a ella.

La misa fue breve. Cuando acabó y Flick y Paul fueron marido y mujer, se limitaron a dar media vuelta y salir al atrio para que los felicitaran.

La madre de Paul también estaba presente. El general se las había arreglado para meterla en un hidroavión transatlántico. Había llegado la víspera por la noche, de modo que Flick la conoció en la iglesia. La señora Chancellor la había mirado de arriba abajo, preguntándose sin duda si aquella chica era lo bastante buena para ser la mujer de su maravilloso hijo. Flick se sintió ligeramente molesta. Pero se había dicho que era el comportamiento normal de una madre orgullosa, y la había besado en la mejilla con afecto.

Iban a vivir en Boston. Paul volvería a tomar las riendas de su empresa de grabaciones educativas. Flick planeaba acabar el doctorado y enseñar cultura francesa a los jóvenes estadounidenses. El viaje de cinco días a través del Atlántico sería su luna de miel.

La madre de Flick llevaba un sombrero que había comprado en 1938. No pudo contener las lágrimas, aunque era la segunda vez que veía casarse a su hija.

El último en besar a la novia fue su hermano Mark.

A Flick sólo le faltaba una cosa para que su felicidad fuera completa. Sin soltar el brazo de su hermano, se volvió hacia su madre, que llevaba cinco años sin dirigirle la palabra a Mark.

─Mira, mamá ─dijo─. Aquí está Mark.

Mark puso cara de susto.

La mujer se tomó su tiempo.

─Hola, Mark ─dijo al fin abriendo los brazos. ─Oh, mamá murmuró Mark abrazándola.

Flick esbozó una sonrisa y se agarró al brazo de Paul. Y todos juntos caminaron hacia el sol.

Agradecimientos

Por la información y las sugerencias sobre el Ejecutivo de Operaciones Especiales, debo dar las gracias a M.R.D. Foot; sobre el Tercer Reich, a Richard Overy; sobre sistemas telefónicos, a Bernard Green; sobre armas, a Candice DeLong y David Raymond. Por ayudarme con el trabajo de documentación en general, debo expresar mi agradecimiento, como siempre, a Dan Starer, de Research for Writers, de Nueva York, y a Rachel Flagg. Recibí abundante e inestimable ayuda de mis editores: Phyllis Grann y Neil Nyren en Nueva York, Imogen Tate en Londres, Jean Rosenthal en París y Helmut Pesch en Colonia; y de mis agentes, Al Zuckerman y Amy Berkower. Varios miembros de mi familia leyeron los borradores y me hicieron útiles criticas, especialmente John Evans, Barbara Follett, Emanuele Follett, Jann Turner y Kim Turner.

Esta obra, publicada por GRIJALBO MONDADORI, S.A. se terminó de imprimir en los talleres de BIGSA,de Sant Adria del Besós (Barcelona)el día 10 de octubre de 2001

Esta obra, publicada por GRIJALBO MONDADORI, S.A.

se terminó de imprimir en los talleres de BIGSA,

de Sant Adria del Besós (Barcelona),

el día 10 de octubre de 2001.

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