Alto Riesgo (52 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: Alto Riesgo
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─Ya he dado las órdenes pertinentes.

Dieter no estaba muy seguro de que a Weber se le hubiera ocurrido declarar una alerta, pero eso era lo de menos, con tal de que lo hiciera ahora.

Por un momento, Dieter consideró anular sus instrucciones sobre Gilberte y Clairet, pero decidió no hacerlo. Podría necesitar interrogar a Clairet antes de que acabara la noche.

─Volveré a Sainte-Cécile de inmediato ─le dijo a Weber.

─Como quieras ─respondió Weber con suficiencia, dando a entender que podía apañárselas sin él.

─Necesito interrogar a la detenida.

─Ya hemos empezado a hacerlo. El sargento Becker la está ablandando un poco.

─¡Por amor de Dios! La quiero en sus cabales y capaz de hablar. 

─Por supuesto.

─Por favor, Weber, esto es demasiado importante para cometer errores. Te ruego que mantengas a Weber bajo control hasta mi llegada.

─Muy bien, Franck. Me aseguraré de que no se le vaya la mano. 

─Gracias. Llegaré tan pronto como pueda ─dijo Dieter, y colgó.

Flick se detuvo en la puerta del magnífico vestíbulo del palacio. El corazón le latía con mucha fuerza y un miedo helado le oprimía el pecho. Estaba en la guarida de los leones. Si la capturaban, nada podría salvarla.

Abarcó la sala con una rápida mirada. Las modernas centralitas telefónicas, instaladas en hileras de una exactitud marcial, contrastaban con el desvaído esplendor de las paredes pintadas de rosa y verde y los rechonchos querubes que decoraban el techo. Los haces de cables reptaban por el tablero de ajedrez del suelo de mármol como cuerdas desenrolladas sobre la cubierta de un barco.

La cháchara de las cuarenta operadoras se confundía en un abejorreo constante. Las que estaban más cerca levantaron la vista hacia las recién llegadas. Flick vio que una de las chicas hablaba con su vecina y las señalaba. Todas eran de Reims y sus alrededores, y muchas del mismo Sainte-Cécile, de modo que debían de conocer a las limpiadoras habituales y advertirían de inmediato que las «grajillas» eran desconocidas. Pero Flick contaba con que no las delataran a los alemanes.

Se orientó rápidamente recordando el plano de Antoinette. El ala oeste, a su izquierda, era la más afectada por el bombardeo y estaba en desuso. Torció a la derecha y, seguida por Jelly y Greta, cruzó la puerta de hojas altas que conducía al ala este.

Una sala conducía a la siguiente, en una sucesión de grandiosos recibidores llenos de centralitas y estantes atestados de aparatos que zumbaban y pitaban a medida que las operadoras marcaban números. Flick ignoraba si las limpiadoras solían saludar a las telefonistas o pasaban junto a ellas en silencio: los franceses eran gente expresiva, pero aquel sitio se regía por la disciplina militar alemana. Se limitó a sonreír levemente y evitar el contacto visual.

En la tercera sala había una supervisora con uniforme alemán sentada ante un escritorio. Flick iba a pasar de largo, pero la mujer la interpeló:

─¿Dónde está Antoinette?

─Vendrá enseguida ─respondió Flick sin detenerse; y, al oír el temblor de miedo de su propia voz, rezó para que la mujer no lo hubiera percibido.

La supervisora alzó la cabeza hacia el reloj, que marcaba las siete y cinco.

─Llegan tarde.

─Lo sentimos mucho, madame, empezaremos enseguida ─dijo Flick apretando el paso y entrando en la sala inmediata.

Con el corazón en un puño, se quedó escuchando un momento, temiendo que la supervisora le gritara que volviera; pero, al no oír nada, respiró aliviada y siguió andando, con Jelly y Greta pegadas a sus talones.

Al final del ala este había una escalera, que ascendía hacia las oficinas y descendía hacia el sótano. El objetivo de las «grajillas» se encontraba en el sótano; pero antes de bajar debían llevar a cabo algunos preparativos.

Giraron a la izquierda y avanzaron por el ala de servicio. Siguiendo las indicaciones de Antoinette, encontraron el pequeño cuarto donde se guardaban los artículos de limpieza: escobas, fregonas, cubos para el agua, cubos de basura y las batas marrones de algodón que debían ponerse para trabajar. Entraron en el cuarto y Flick cerró la puerta.

─Esto va como la seda, de momento ─dijo Jelly.

─¡Estoy tan asustada! ─murmuró Greta, pálida y temblorosa─. Creo que no podré seguir.

─Ya verás como sí ─le dijo Flick sonriendo tranquilizadoramente─. Vamos con ello. Meted vuestras cosas en esos cubos.

Jelly empezó a colocar los explosivos en uno de los cubos y, tras un momento de vacilación, Greta la imitó. Flick montó la metralleta Sten, pero no le puso la culata, lo que reducía su longitud en treinta centímetros y permitía ocultarla con más facilidad. A continuación, le acopló el silenciador y puso la palanca de tiro en la posición de disparo a disparo. Cuando se usaba silenciador, había que recargar la recámara manualmente después de cada disparo.

Se metió la metralleta debajo del cinturón. Luego, se puso una de las batas y se la dejó desabrochada para poder echar mano a la metralleta con rapidez. Entre tanto, Jelly y Greta se habían guardado las pistolas y la munición en los bolsillos de las suyas.

Casi estaban listas para bajar. No obstante, el sótano era un área de alta seguridad, con un centinela en la puerta; la limpieza la llevaban a cabo los propios alemanes, y el personal francés tenía prohibido el acceso. Antes de entrar, iban a provocar un pequeño alboroto.

Estaban a punto de salir cuando la puerta se abrió de golpe y un oficial alemán apareció en el umbral.

─¡Pases! ─les ladró.

Flick se puso tensa. Había supuesto que se encontrarían con una alerta de seguridad. Los alemanes tenían que haber descubierto que Ruby era una agente aliada, aunque sólo fuera porque llevaba una pistola automática y un machete de comando; lo más lógico era que tomaran precauciones extraordinarias para proteger la central. No obstante, Flick contaba con que reaccionaran demasiado tarde para frustrar la operación. Al parecer, su esperanza había resultado fallida. Debían de estar comprobando la identidad de todos los franceses presentes en el edificio.

─¡Deprisa! ─gritó el oficial con impaciencia. Flick vio la insignia de su camisa de uniforme y supo que era un teniente de la Gestapo. Le tendió el pase. El alemán lo examinó detenidamente, comparó la fotografía con el rostro de Flick y se lo devolvió. Luego, hizo lo mismo con Jelly y Greta─.Tengo que registrarlas ─dijo inclinándose sobre el cubo de Jelly.

A su espalda, Flick sacó la Sten de debajo de la bata.

El teniente frunció el ceño con perplejidad, metió la mano en el cubo de Jelly y cogió el recipiente a prueba de sacudidas. Flick le quitó el seguro al arma.

El alemán desenroscó la tapa del recipiente y se quedó mirando los detonadores con el asombro pintado en el rostro. Flick le disparó a la espalda.

El arma no fue totalmente silenciosa ─el supresor de sonido dejaba mucho que desear─, y el disparo produjo un ruido seco, como el ¡plof! de un libro al golpear el suelo.

El oficial de la Gestapo dio un respingo y se desplomó.

Flick extrajo el cartucho, tiró del cerrojo y volvió a dispararle en la cabeza para curarse en salud.

Introdujo otra bala en la recámara y se guardó el arma debajo de la bata.

Jelly arrastró el cuerpo hasta la pared y lo dejó detrás de la puerta, donde nadie lo vería aunque echara un vistazo al cuarto.

─Larguémonos de aquí ─dijo Flick. Jelly salió del cuarto. Greta, blanca como el papel, se quedó plantada con los ojos clavados en el cadáver del alemán─. Greta. Tenemos un trabajo que hacer. Vamos.

Al fin, Greta asintió, cogió la fregona y el cubo y cruzó la puerta como un autómata.

Fueron directamente a la cantina. En el comedor sólo había dos chicas de uniforme fumando y tomando café.

─Ya sabéis lo que tenéis que hacer ─murmuró Flick en francés. Jelly empezó a barrer el suelo.

Greta no se movió.

─No me dejes en la estacada ─le dijo Flick.

Greta asintió. Respiró hondo, enderezó el cuerpo y murmuró: 

─Estoy lista.

Flick entró en la cocina, y Greta la siguió.

Según Antoinette, las cajas de los fusibles del edificio estaban en un armario de la cocina, junto al enorme horno eléctrico. Un joven alemán trabajaba ante los fogones. Flick le lanzó una sonrisa pícara.

─¿Qué puede ofrecerle a una chica hambrienta? ─le preguntó.

El alemán sonrió de oreja a oreja.

A su espalda, Greta sacó unos alicates con los brazos forrados de caucho y abrió la puerta del armario.

El cielo estaba parcialmente cubierto, y el sol se ocultó cuando el coche de Dieter Franck entró en la pintoresca plaza de Sainte-Cécile. Las nubes eran del mismo tono gris oscuro que el techo de pizarra de la iglesia.

Dieter vio a cuatro centinelas en la entrada del palacio, en lugar de los dos habituales. Aunque iba en un coche de la Gestapo, el oficial examinó detenidamente su pase y el del conductor antes de ordenar que les abrieran las puertas de hierro forjado de la verja e indicarles que entraran. Dieter sonrió satisfecho: Weber se había tomado en serio la necesidad de extremar la seguridad.

Un viento frío le azotó el rostro mientras ascendía la escalinata del palacio. Al entrar en el vestíbulo y ver las hileras de mujeres atareadas ante sus centralitas, pensó en la agente aliada que había detenido Weber. Las «grajillas» eran un equipo exclusivamente femenino. Se le ocurrió que podían intentar introducirse en el palacio haciéndose pasar por telefonistas. ¿Podrían conseguirlo? Se dirigió hacia el ala este y se detuvo a hablar con la supervisora alemana.

─¿Alguna de estas mujeres ha empezado a trabajar en los últimos días? ─le preguntó.

─No, mayor ─respondió la mujer─. La última chica nueva empezó hace tres semanas.

Eso invalidaba su hipótesis. Dieter asintió y siguió andando. Llegó al final del ala este y bajó las escaleras. La puerta del sótano estaba abierta, como de costumbre, pero guardada por dos centinelas en vez de uno. Weber había doblado la vigilancia. El cabo se cuadró y el sargento le pidió el pase.

Dieter observó que el cabo permanecía detrás del sargento mientras éste comprobaba el pase.

─Tal como están, sería muy fácil reducirlos a ambos ─les dijo─. Cabo, debería ponerse a un lado, y a dos metros del sargento, de forma que tenga un buen ángulo de tiro si atacan a su compañero.

─Sí, señor ─respondió el cabo.

Dieter entró en el pasillo del sótano. Se oía el zumbido del generador diesel que proporcionaba fluido eléctrico al sistema telefónico. Dejó atrás las puertas de los cuartos del equipo y entró en la sala de entrevistas. Esperaba encontrar en ella a la detenida, pero estaba desierta.

Cerró la puerta, perplejo. El misterio quedó resuelto de inmediato. Del interior de la cámara de tortura le llegó un grito desgarrador.

Dieter se abalanzó hacia la puerta.

Becker estaba de pie junto al aparato de electroshocks; Weber observaba sentado en una silla. Sobre la mesa de operaciones había una joven con las muñecas y los tobillos sujetos con las correas y la cabeza inmovilizada en el cepo. Los cables de la maquina se deslizaban entre sus piernas y desaparecían bajo su vestido azul.

─Hola, Franck ─dijo Weber─. Adelante, únete a nosotros. A Becker se le acaba de ocurrir un invento. Enséñeselo, sargento.

Becker metió la mano bajo el vestido de la mujer y sacó un cilindro de ebonita de unos quince centímetros de largo y tres de diámetro. Dos anillos de metal separados un par de centímetros rodeaban el cilindro. Sendos cables conectaban los anillos a la máquina.

Dieter había presenciado muchas sesiones de tortura, pero aquella sádica caricatura del acto sexual le revolvió el estómago, y no pudo reprimir un estremecimiento de asco.

─Todavía no ha hablado, pero acabamos de empezar ─dijo Weber─. Aplíquele otra descarga, sargento.

Becker levantó la falda e introdujo el cilindro en la vagina de la prisionera. Cogió un rollo de cinta aislante, cortó un trozo y fijó el cilindro a las ingles de la mujer para evitar que se saliera. ─Esta vez, suba un poco el voltaje ─dijo Weber. Becker volvió junto a la máquina.

En ese momento, se fue la luz.

El horno pegó un estampido y soltó un fogonazo azul. Las luces se apagaron, el motor del frigorífico se paró con un gruñido, y el olor de los aislantes quemados llenó la cocina.

─¿Qué ha pasado? ─preguntó el cocinero en alemán.

Flick se abalanzó hacia la puerta y atravesó corriendo la cantina seguida por Greta y Jelly. Recorrieron un pasillo corto y llegaron a la escalera. Flick se detuvo, se sacó la metralleta de debajo del cinturón y la mantuvo oculta bajo la bata.

─¿El sótano estará completamente a oscuras? ─le preguntó a Greta. ─He cortado todos los cables ─respondió Greta─, incluidos los del sistema de emergencia.

─Vamos ─dijo Flick, y echó a correr escaleras abajo.

La luz natural procedente de las ventanas de la planta baja era más escasa a medida que bajaban, y la entrada al sótano en penumbra.

Ante la puerta había dos soldados. Uno de ellos, un joven cabo armado con una escopeta, les sonrió y dijo:

─No se preocupen, señoras, sólo es un corte de luz.

Flick le disparó al pecho; luego, encañonó al sargento y lo abatió.

Las tres «grajillas» cruzaron el umbral. Flick llevaba la metralleta en la mano derecha y una linterna en la izquierda. Oía un zumbido de maquinaria y voces que gritaban preguntas en alemán a cierta distancia.

Encendió la linterna durante un segundo. Estaban en un pasillo ancho de techo bajo. Al fondo empezó a abrirse una puerta. Flick apagó la linterna. Al cabo de un instante vio el resplandor de una cerilla al final del pasillo. Greta había cortado la corriente hacía unos treinta segundos. Los alemanes no tardarían en reaccionar y buscar linternas. Tenían un minuto, tal vez menos, para ocultarse.

Probó a abrir la puerta que tenía más cerca. No estaba cerrada con llave. Iluminó el interior con la linterna. Era un laboratorio fotográfico. Vio una cuerda de la que colgaban fotos y a un hombre vestido con una bata blanca que avanzaba a tientas hacia la puerta.

Cerró de un portazo, cruzó el pasillo en dos zancadas e intentó abrir la puerta de enfrente. Estaba cerrada con llave. Dada la situación del cuarto, en la parte delantera del palacio y en una esquina de la zona de aparcamiento de la explanada, supuso que contenía los depósitos de combustible.

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