Authors: Ken Follett
Avanzó por el pasillo y abrió la siguiente puerta. El rumor de la maquinaria se hizo más fuerte. Volvió a encender la linterna, durante apenas un segundo, lo justo para ver un generador de electricidad ─la fuente independiente de alimentación de la central telefónica, supuso─, y se volvió hacia Greta y Jelly.
─¡Traed los cuerpos aquí! ─les susurró.
Las dos mujeres arrastraron los cadáveres de los centinelas hasta el cuarto del generador. Flick volvió a la entrada del sótano y cerró la puerta de acero de un portazo. El pasillo quedó completamente a oscuras. En el último momento, decidió disparar contra los tres enormes cerrojos de la parte interior. Eso podía darles unos segundos preciosos.
Volvió al cuarto del generador, cerró la puerta y encendió la linterna.
Jelly y Greta habían arrimado los cuerpos a la pared de la puerta e intentaban recuperar el aliento.
─Hecho ─murmuró Greta.
El cuarto estaba lleno de tuberías y cables, pero, gracias a la eficiencia alemana, el color de cada uno dependía de su función, y Flick sabía lo que representaba cada color: las tuberías de aire eran amarillas; las de combustible, marrones; las de agua, verdes; y los cables eléctricos, a rayas rojas y negras. Flick dirigió el foco de la linterna hacia la tubería marrón que alimentaba de gasoil el generador.
─Más tarde, si tenemos tiempo, quiero que le hagas un boquete a ese tubo.
─Eso es pan comido ─dijo Jelly.
─Ahora, agárrate a mi hombro y sígueme. Greta, tú agárrate a Jelly y adelante, ¿de acuerdo?
─De acuerdo.
Flick apagó la linterna y abrió la puerta. Ahora tendrían que explorar el sótano a ciegas. Flick apoyó una mano en la pared y empezó a avanzar hacia el final del pasillo. A cierta distancia, un vocerío confuso indicaba que varios hombres se movían intentando orientarse en la oscuridad.
─¿Quién ha cerrado la puerta principal? ─preguntó un alemán en tono autoritario.
─Parece que está atascada ─respondió Greta en alemán, pero con voz de hombre.
El alemán soltó una maldición. Al cabo de un instante, se oyó el chirrido de un cerrojo.
Flick llegó a otra puerta. La abrió y volvió a encender la linterna. El cuarto contenía dos enormes cajones de madera del tamaño y la forma de mesas de autopsia.
─El cuarto de las baterías ─susurró Greta─. Vamos al siguiente.
─¿Qué era eso, una linterna? ─se oyó decir al alemán─. ¡Tráiganla aquí!
─Enseguida ─respondió Greta con la voz de Gerhard, pero las tres «grajillas» siguieron avanzando en dirección opuesta.
Flick abrió la siguiente puerta, entró en el cuarto seguida de Jelly y Greta y volvió a cerrar antes de encender la linterna. Estaban en una sala alargada con estanterías llenas de aparatos a ambos lados. Junto a la puerta había un mueble que probablemente contenía planos. En el extremo más alejado de la sala, el haz de la linterna iluminó una mesa pequeña. Tres hombres permanecían sentados a su alrededor con naipes en las manos. Al parecer no se habían movido en el minuto transcurrido desde el comienzo del apagón. En ese instante, lo hicieron.
Flick los encañonó antes de que acabaran de levantarse. Jelly fue igual de rápida. Flick abatió a uno. La pistola de Jelly detonó, y el de al lado se desplomó. El tercer alemán se arrojó al suelo, pero la linterna de Flick volvió a enfocarlo de inmediato. Flick y Jelly dispararon al mismo tiempo, y el hombre quedó inmóvil.
Flick procuró olvidar que los muertos eran tres seres humanos. No había tiempo para sentimientos. Recorrió las paredes con el haz de la linterna, y lo que vio consiguió levantarle los ánimos. Aquel cuarto era casi con seguridad el que estaban buscando.
A un metro de una de las paredes largas había un par de estanterías de la altura de la sala, atestadas de terminales colocados en perfectas hileras. Los cables telefónicos procedentes del exterior atravesaban la pared formando pulcros haces y acababan conectados en la parte posterior de los terminales de la estantería más próxima a la puerta. Cables similares salían de la parte posterior de los terminales de la estantería más alejada y desaparecían por el techo en dirección a las centralitas de la planta baja. Una maraña de cables de empalme conectaba entre sí los terminales de ambas estanterías. Flick se volvió hacia Greta.
─¿Bien?
Greta examinaba los terminales a la luz de su linterna con expresión fascinada.
─Este es el CPD, el cuadro principal de distribución ─ respondió─. Aunque es un poco distinto a los que tenemos en Inglaterra.
Flick la miró sorprendida. Hacía unos minutos había asegurado que estaba demasiado asustada para continuar. Ahora parecía absorta en la faena, a pesar de que acababan de matar a tres hombres.
En la pared de enfrente, las estanterías relucían con el resplandor de unos tubos de vacío.
─¿Y lo del otro lado? ─le preguntó Flick.
Greta se volvió y enfocó la linterna.
─Ésos son los amplificadores y el sistema de circuitos conductores para las líneas de larga distancia.
─Estupendo ─dijo Flick con animación─. Explícale a Jelly dónde tiene que colocar las cargas.
Las tres mujeres pusieron manos a la obra. Jelly retiró los envoltorios de papel de cera que cubrían las barritas de explosivo plástico amarillo, mientras Flick cortaba trozos de mecha. Ardían a centímetro por segundo.
─Haré todas las mechas de tres metros ─dijo Flick─. Eso nos dará exactamente cinco minutos para alejarnos.
A continuación, Jelly conectó las mechas con los detonadores y éstos con los fulminantes.
Flick sostuvo la linterna mientras Greta colocaba las cargas en los puntos más vulnerables del cuadro de distribución y luego mientras Jelly introducía los fulminantes en el plástico.
No perdieron un instante. En cinco minutos, al cuadro, sembrado de cargas, parecía haberle salido un sarpullido amarillo.
Por último, trenzaron los extremos de las mechas de modo que una sola llama sirviera para encenderlas todas.
Jelly sacó la bomba de termita, un bote negro del tamaño y la forma de una lata de sopa, que contenía una mezcla de limaduras de aluminio y óxidos metálicos. Al inflamarse, desprendería un calor muy intenso y violentas llamas. Le quitó la tapa para dejar al descubierto las dos mechas y la colocó detrás del CPD.
─En algún lugar del sótano tiene que haber miles de tarjetas que muestran cómo deben conectarse los circuitos. Deberíamos quemarlas. Los operarios tardarían dos semanas en lugar de dos días en volver a conectar los cables.
Flick abrió el armario arrimado a la pared de la puerta y vio cuatro cajas llenas de diagramas, cuidadosamente clasificados mediante separadores etiquetados.
─¿Es esto lo que estamos buscando?
Greta examinó una tarjeta a la luz de la linterna.
─Sí.
─Amontónalos alrededor de la bomba de termita ─dijo Jelly─. Arderán en segundos.
Flick volcó los diagramas junto al cuadro de distribución.
Jelly dejó el producto químico generador de oxígeno junto a la pared del fondo.
─Esto avivará el fuego ─explicó─. Normalmente, sólo ardería la madera de las estanterías y el material aislante que recubre los cables; pero, con esto, hasta el cobre de los cables se fundirá.
Todo estaba listo.
Flick barrió el cuarto con el haz de la linterna. Los muros exteriores eran de ladrillo antiguo, pero los tabiques que separaban los cuartos eran de madera. La explosión los destruiría, y el fuego se propagaría rápidamente por todo el sótano.
Habían pasado siete minutos desde el comienzo del apagón. Jelly sacó un mechero.
─Vosotras dos ─dijo Flick─, salid del edificio por vuestra cuenta. Jelly, por el camino haz una visita al cuarto del generador y agujerea la tubería del gasoil donde te he dicho.
─Entendido.
─Nos encontraremos en casa de Antoinette.
─¿Y tú adónde vas? ─le preguntó Greta angustiada. ─A buscar a Ruby.
─Tienes cinco minutos ─le advirtió Jelly.
Flick asintió.
Jelly prendió las mechas.
Al pasar de la oscuridad del sótano a la penumbra de la escalera, Dieter comprobó que los centinelas de la entrada habían desaparecido. Probablemente habían ido a buscar ayuda, pero su falta de disciplina consiguió enfurecerlo. Tenían que haber permanecido en su puesto.
Sin embargo, cabía la posibilidad de que no se hubieran marchado voluntariamente. ¿Los habrían reducido y encerrado en algún sitio a punta de pistola? ¿Habría comenzado ya el ataque al palacio?
Dieter echó a correr escaleras arriba. En la planta baja no había signos de lucha. Las operadoras seguían trabajando: el circuito eléctrico que alimentaba el sistema telefónico era diferente al del resto del edificio, y por las ventanas seguía entrando bastante luz para que las mujeres vieran sus centralitas. Corrió hasta la cantina y la atravesó en dirección a la parte posterior del palacio, donde estaban los talleres de mantenimiento, pero por el camino se asomó a la cocina y vio a tres soldados vestidos con mono, que observaban la caja de los fusibles.
─En el sótano no hay luz ─les dijo.
─Sí, señor ─respondió uno de ellos. Dieter vio que llevaba galones de sargento─. Han cortado todos estos cables.
─¡Entonces ─dijo Dieter alzando la voz─, vaya por sus herramientas y vuelva a conectarlos, maldito idiota!
El sargento lo miró asustado.
─Sí, señor.
─Creo que ha sido el horno eléctrico, señor ─dijo tímidamente un cocinero joven.
─¿Qué ha pasado? ─le ladró Dieter.
─Verá, mayor, estaban limpiando detrás del horno y de repente se ha oído una explosión...
─¿Quién? ¿Quién lo estaba limpiando?
─No lo sé, señor.
─¿Un soldado? ¿Alguien a quien conozca?
─No, señor... una limpiadora.
Dieter no sabía qué pensar. Era evidente que el ataque al palacio había comenzado. Pero, ¿dónde estaba el enemigo? Salió de la cocina, fue hasta la escalera y empezó a subir hacia las oficinas del primer piso.
Al llegar a la curva de la escalera, algo captó su mirada, y Dieter se volvió. Una mujer alta vestida con bata de limpiadora subía del sótano llevando una fregona y un cubo.
Se quedó petrificado, con los ojos clavados en la limpiadora y la mente trabajando a toda velocidad. Aquella mujer no podía estar allí. Los trabajadores franceses tenían prohibido el acceso al sótano. Desde luego, la confusión provocada por el corte de luz podía explicarlo todo. Sin embargo, el cocinero había culpado del apagón a una limpiadora. Dieter recordó su breve conversación con la supervisora de las telefonistas. No había ninguna nueva. Pero no le había preguntado sobre las limpiadoras francesas.
Bajó las escaleras y se encontró con la mujer en el rellano de la planta baja.
─¿Qué hacía usted en el sótano? ─le preguntó en francés.
─He bajado a limpiar, pero se ha ido la luz.
Dieter frunció el ceño. La mujer hablaba francés con un acento que no acababa de reconocer.
─Usted no puede bajar ahí.
─Sí, ya me ha dicho el soldado que limpian ellos mismos. No lo sabía.
El acento no era inglés, pero se percibía perfectamente. ─ ¿Cuánto hace que trabaja aquí?
─Sólo una semana. Hasta hoy siempre he limpiado arriba.
La historia era plausible, pero Dieter no se quedó satisfecho. ─ Acompáñeme ─dijo agarrando a la mujer del brazo.
Ella no se resistió, y Dieter la llevó a la cocina y buscó al cocinero.
─¿Reconoce a esta mujer?
─Sí, señor ─contestó el cocinero─. Es la que estaba limpiando detrás del horno.
Dieter se volvió hacia la limpiadora.
─¿Es cierto?
─Sí, señor. Si he estropeado algo, lo siento mucho. Dieter reconoció el acento.
─Usted es alemana ─dijo.
─No, señor.
─Traidora inmunda... ─masculló Dieter, y se volvió hacia el cocinero─. Agárrela y sígame. Va a contármelo todo.
Flick abrió la puerta rotulada «Sala de entrevistas», entró, volvió a cerrar y recorrió la habitación con el haz de la linterna.
Vio una mesa de pino con ceniceros, varias sillas y un escritorio de acero. No había nadie.
Flick se quedó perpleja. Había encontrado las celdas en aquel mismo pasillo y las había iluminado a través de las mirillas. Estaban vacías: los prisioneros capturados por la Gestapo en los últimos ocho días debían de estar en otro sitio... o muertos. Pero Ruby tenía que seguir allí.
En ese momento, a su izquierda, vio otra puerta, que debía de conducir a una cámara interior.
Apagó la linterna, abrió la puerta, entró, cerró y encendió la linterna.
Vio a Ruby al instante. Estaba tumbada en una mesa similar a la mesa de operaciones de un quirófano. Correas especialmente ideadas le inmovilizaban las muñecas y los tobillos y le impedían mover la cabeza. Un cable conectado a una máquina eléctrica reposaba entre sus piernas y desaparecía bajo su falda. Flick comprendió de inmediato lo que le habían hecho y ahogó un grito de horror.
─Ruby, ¿puedes oírme? ─le preguntó acercándose a la mesa.
Ruby emitió un gemido. Flick respiró aliviada: estaba viva.
─Voy a soltarte ─le dijo, y dejó la metralleta Sten encima de la mesa. Ruby intentó hablar, pero sólo consiguió emitir una queja inarticulada. Flick se apresuró a desabrochar las correas que la mantenían sujeta a la mesa.
─Flick ─dijo Ruby al fin.
─¿Qué?
─Detrás...
Flick saltó a un lado. Un objeto pesado le rozó la oreja y le golpeó el hombro izquierdo con fuerza. Flick soltó un grito de dolor, dejó caer la linterna y se derrumbó. Al tocar el suelo, rodó sobre sí misma tan deprisa como pudo para que su atacante no pudiera golpearla de nuevo.
Ver a Ruby en aquel estado la había impresionado tanto que se había olvidado de iluminar los rincones del cuarto con la linterna. Alguien que permanecía al acecho entre las sombras había esperado el momento propicio y se había deslizado hasta su espalda.
Tenía el brazo izquierdo agarrotado, y empezó a tentar el suelo con la mano derecha en busca de la linterna. Antes de que pudiera encontrarla, se oyó un fuerte chasquido y se encendieron las luces.
Flick parpadeó y vio dos siluetas. Una pertenecía a un individuo bajo y corpulento de cabeza redonda y pelo cortado al rape.Tras él, estaba Ruby. En la oscuridad, había recogido del suelo una especie de barra de acero, y en esos instantes la levantaba en alto preparada para descargarla. Apenas volvió la luz, Ruby vio al hombre, giró y le golpeó con la barra en la cabeza con todas sus fuerzas. Fue un golpe atroz, y el hombre cayó al suelo como un saco y se quedó inmóvil.