Alto Riesgo (49 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: Alto Riesgo
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Dieter y el agente de la Gestapo registraron almacén tras almacén atestado de botellas de champán, algunas colocadas en los botelleros de las paredes, otras inclinadas con el cuello hacia abajo dentro de bastidores especiales en forma de A. Pero no vieron a ninguna mujer.

En el cuarto del final del último pasillo, Dieter encontró migas de pan, colillas y una horquilla. Aquello confirmaba lo que había temido. Las «grajillas» habían pasado la noche allí. Pero habían escapado.

Dieter necesitaba alguien sobre quien descargar su frustración. Era poco probable que los trabajadores supieran algo sobre las «grajillas», pero el propietario debía de haberlas autorizado a ocultarse en el sótano. Se lo haría pagar caro. Volvió a la planta baja, atravesó el patio y fue hacia la casa. Uno de los agentes de la Gestapo le abrió la puerta.

─Están en la habitación delantera ─le dijo.

Dieter entró en una sala amplia y decorada con objetos caros, pero abandonados: gruesas cortinas polvorientas, una alfombra raída y una larga mesa de comedor con doce sillas a juego. La aterrorizada servidumbre permanecía de pie en un extremo de la habitación: la doncella que abría la puerta, un anciano que llevaba un gastado traje negro y parecía el mayordomo y una mujer gruesa con un delantal anudado a la cintura, que debía de ser la cocinera. El otro agente de la Gestapo los encañonaba con la pistola. Una mujer delgada de unos cincuenta años y pelo rojo con hebras de plata permanecía sentada en el extremo más alejado de la mesa. Llevaba un vestido fino de seda de color amarillo pálido y miraba a Dieter con aire de tranquila superioridad.

Dieter se acercó a uno de los agentes de la Gestapo.

─¿Dónde está el marido? ─le preguntó en voz baja.

─Se ha marchado a las ocho. No saben adónde ha ido. Lo esperan para la hora de comer.

Dieter se volvió hacia la señora de la casa.

─¿Madame Laperriére?

La mujer asintió con expresión grave, pero no se dignó hablar.

Dieter decidió herir su amor propio. Algunos oficiales alemanes trataban con deferencia a los franceses ricos; en opinión de Dieter, hacían mal. Él no estaba dispuesto a rebajarse yendo hasta el final de la mesa para proseguir la conversación.

─Tráigala aquí.

El agente de la Gestapo se acercó a ella y le dijo unas palabras. La mujer se levantó lentamente y fue hasta donde estaba Dieter. 

─¿Qué quiere? ─preguntó madame Laperriére.

─Ayer por la mañana, un grupo de terroristas ingleses mató a dos agentes alemanes y a una mujer francesa y se dio a la fuga. 

─Siento oírlo ─murmuró la mujer.

─Ataron a la mujer y le pegaron dos tiros en la nuca ─siguió diciendo Dieter─. Cuando la encontramos, tenía el vestido cubierto de sangre y materia gris. ─Madame Laperriére cerró los ojos y volvió la cabeza─. Anoche, su marido dio cobijo en su bodega a esos terroristas. ¿Se le ocurre algún motivo por el que no debamos ahorcarlo?

Detrás de Dieter, la doncella empezó a sollozar.

Madame Laperriére estaba deshecha. Las piernas dejaron de sostenerla, y tuvo que agarrarse al respaldo de una silla y sentarse.

─No, por favor ─murmuró.

─Puede ayudar a su marido contándome lo que sepa ─le dijo Dieter.

─Yo no sé nada ─respondió la mujer con un hilo de voz─. Llegaron cuando acabábamos de cenar y se han marchado antes del amanecer. Ni siquiera he llegado a verlos.

─¿Tenían vehículo? ¿Les ha proporcionado un coche su marido? La mujer meneó la cabeza.

─No tenemos gasolina.

─Entonces, ¿cómo distribuyen el champán que producen?

─Nuestros clientes tienen que venir a recogerlo.

Dieter no la creía. Estaba seguro de que Flick necesitaba un medio de transporte. Por eso había pedido prestada la furgoneta Clairet y se había presentado allí con ella. Sin embargo, Flick y las «grajillas» se habían ido sin esperarlo. Debían de haber conseguido otro vehículo y decidido continuar por su cuenta. Sin duda, Flick habría dejado un mensaje para su marido explicándole la situación y diciéndole dónde podía reunirse con ella.

─¿Pretende hacerme creer que se fueron de aquí a pie? ─le preguntó Dieter.

─No ─respondió madame Laperriére─. Sólo he dicho que no sé nada. Cuando me he levantado, ya se habían ido.

Dieter seguía pensando que mentía, pero sacarle la verdad exigiría tiempo y paciencia, y a Dieter se le estaban agotando ambas cosas.

─Deténganlos a todos ─ordenó a los agentes de la Gestapo con una mezcla de cólera y frustración.

En ese momento, sonó el teléfono del pasillo. Dieter salió del comedor y descolgó el auricular.

─Póngame con el mayor Franck ─dijo una voz con acento alemán. 

─Al aparato.

─Aquí el teniente Hesse, mayor.

─Hans, ¿qué ha ocurrido?

─Estoy en la estación. Clairet ha aparcado la furgoneta y ha sacado un billete a Marles. El tren está a punto de salir.

Era lo que Dieter había pensado. Las «grajillas» se habían marchado por su cuenta tras dejar instrucciones para que Clairet se reuniera con ellas. Seguían planeando volar el túnel ferroviario. Estaba harto de que Flick fuera siempre un paso por delante de él. No obstante, no había conseguido eludirlo completamente. La persecución no había acabado. Dieter estaba convencido de que no tardaría en darle caza.

─Coja el tren de inmediato ─le ordenó a Hans─. No se separe de él. Nos encontraremos en Marles.

─Muy bien ─dijo Hesse, y colgó.

Dieter regresó al comedor.

─Llamen al palacio y pidan transporte ─dijo a los agentes de la Gestapo─. Entreguen a los detenidos al sargento Becker para que los interrogue. Díganle que empiece con Madame ─añadió, y se volvió hacia el conductor─. Usted me llevará a Marles.

Desayunaron en el Café de la Jare, cerca de la estación de ferrocarril. Flick y Paul tomaron achicoria, pan negro y salchichas con poca o ninguna carne en su interior. Ruby, Jelly y Greta desayunaban en otra mesa, como si no los conocieran. Flick no dejaba de mirar hacia la calle.

Sabía que Michel corría un enorme peligro, y había considerado la posibilidad de buscarlo para ponerlo sobre aviso. Podría haber ido a casa de Moulier, pero eso habría sido hacerle el juego a la Gestapo, que estaría siguiendo a Michel con la esperanza de que los condujera hasta ella. Y llamarlo por teléfono a la casa era arriesgarse a que los escucharan en la central telefónica y descubrieran su escondrijo. De hecho, había decidido Flick, lo mejor que podía hacer para ayudar a Michel era no ponerse en contacto con él directamente. Si su teoría era acertada, Dieter Franck lo dejaría libre en tanto no la hubiera capturado.

De modo que había optado por entregar un mensaje para Michel a madame Laperriére. Decía lo siguiente:

Michel:

Estoy segura de que estás bajo vigilancia. El lugar en el que estuviste anoche recibió una visita inesperada después de que te fueras. Es muy probable que te hayan seguido esta mañana.

Nos iremos antes de que llegues y procuraremos pasar inadvertidos en el centro de la ciudad. Aparca la furgoneta cerca de la estación y deja la llave bajo el asiento del conductor. Coge un tren a Marles. Líbrate de tu perseguidor y vuelve a Reims.

¡Ten cuidado, por favor!

Flick

No olvides quemar esta nota.

En teoría, era una buena idea, pero Flick pasó la mañana con el corazón en un puño, rezando para que funcionara.

Por fin, a las once, vio una furgoneta negra que aparcó ante la entrada de la estación. El rótulo del costado, estarcido con letras blancas, rezaba: «Moulier et Fils─Viandes».

Flick vio bajar a su marido y volvió a respirar.

Michel entró en la estación. Estaba siguiendo el plan.

Flick intentó comprobar si lo seguían, pero era imposible. La gente no paraba de llegar a pie, en bicicleta o en coche. Cualquiera de los que entraban en la estación podría estar siguiendo a Michel.

Flick se quedó en el bar, fingiendo tomarse el amargo sucedáneo de café, pero lanzando constantes vistazos a la furgoneta para descubrir si la estaban vigilando. Observó los vehículos que llegaban a la estación y estudió los rostros de la gente que entraba y salía, pero no vio a nadie que mirara hacia la furgoneta. Al cabo de quince minutos, le hizo un gesto a Paul. Se levantaron, cogieron las maletas y salieron del café.

Flick abrió la puerta del conductor y se metió en la furgoneta. Paul se sentó a su lado. Flick tenía un nudo en la boca del estómago. Si la Gestapo les estaba tendiendo una trampa, aquél era el momento ideal para detenerlos. Buscó debajo del asiento, encontró la llave y puso en marcha el vehículo.

Miró alrededor. Nadie parecía haberse fijado en ellos.

Ruby, Jelly y Greta salieron del café. Flick movió la cabeza para indicarles que subieran atrás.

Flick se volvió hacia la caja del vehículo. La furgoneta disponía de estantes, cajones y bandejas de hielo para mantener baja la temperatura. Todo parecía escrupulosamente limpio, pero el aire conservaba un leve olor a carne cruda.

En la parte posterior, las mujeres abrieron las puertas, lanzaron las maletas a la caja y subieron. Ruby cerró de un golpe. Flick puso primera y empezó a alejarse de la estación. 

─ ¡Lo hemos conseguido! ─exclamó Jelly.

Flick sonrió débilmente. Lo más duro estaba por llegar.

Salieron de la ciudad y tomaron la carretera a Sainte-Cécile. Flick temía ver algún coche de la policía o algún Citroen de la Gestapo, pero se sentía relativamente segura. El letrero de la furgoneta proclamaba su derecho a circular. Y no era extraño que una mujer condujera un vehículo de reparto, cuando tantos hombres franceses trabajaban en campos de Alemania o habían huido a las colinas para unirse al maquis y eludir la deportación.

Llegaron a Sainte-Cécile poco después de mediodía. Una vez más, Flick comprobó la calma repentina que se adueñaba de las calles francesas apenas daban las doce y la gente se sentaba en torno a la comida más importante del día. Flick se dirigió directamente a casa de Antoinette. La puerta alta de dos hojas que daba al patio interior estaba entreabierta. Paul se apeó y la abrió de par en par. Flick entró con la furgoneta y Paul la siguió y volvió a cerrar.

─Venid cuando me oigáis silbar ─dijo Flick, y saltó fuera de la furgoneta.

Flick llegó ante la puerta de Antoinette. La última vez que había llamado a ella, hacía ocho días eternos, la tía de Michel, asustada por el tiroteo de la plaza, había tardado en contestar. Esta vez, abrió de inmediato. La mujer, que llevaba un vestido amarillo de algodón, elegante pero gastado, la miró sin comprender: Flick seguía llevando la peluca morena. Al cabo de un instante, consiguió reconocerla.

─¡Tú! ─exclamó aterrorizada─. ¿Qué quieres ahora?

Flick se volvió hacia la furgoneta, soltó un silbido y empujó a Antoinette al interior del piso.

─No se preocupe ─le dijo─. La vamos a atar para que los alemanes no sospechen de usted.

─¿A qué viene esto? ─preguntó Antoinette temblando como una hoja.

─Enseguida se lo explico. ¿Está sola?

─Sí.

─Bien.

Paul y las mujeres entraron en el piso y Ruby cerró la puerta. Flick los reunió en la cocina. La mesa estaba puesta: pan negro, zanahoria rallada, un trozo de queso y una botella de vino sin etiqueta.

─¿A qué viene esto? ─volvió a preguntar Antoinette.

─Siéntese ─le dijo Flick─. Acabe de comer.

La mujer se sentó, pero no tocó la comida.

─Se me ha quitado el apetito.

─La cosa es muy sencilla ─dijo Flick─. Sus chicas no van a limpiar el palacio esta tarde. Lo haremos nosotras.

Antoinette la miró asombrada.

─¿Cómo?

─Vamos a mandarles una nota diciéndoles que vengan antes de acudir al trabajo. Cuando lleguen, las ataremos. Luego, entraremos en el palacio en su lugar.

─No pueden, no tienen pases.

─Sí, los tenemos.

─¿Cómo...? ─Antoinette ahogó un grito─. ¡Tú me robaste el pase! ¡El domingo del tiroteo! Creía que lo había perdido... ¡Los alemanes me volvieron loca!

─Siento haberle causado problemas ─dijo Flick.

─Pero esto es peor... ¡Quieres volar el palacio! ─Antoinette empezó a gemir y mecerse en la silla─. Me culparán a mí. Ya los conoces... ¡Nos torturarán a todas!

Flick apretó los dientes. Sabía que Antoinette podía estar en lo cierto. Cabía la posibilidad de que la Gestapo diera por supuesto que las limpiadoras habían colaborado en el engaño y las matara a todas.

─Vamos a hacer todo lo posible para que parezcan inocentes ─ dijo Flick─. Usted y sus chicas serán nuestras víctimas, igual que los alemanes.

─No nos creerán ─gimió Antoinette─.Y puede que nos maten.

─Sí ─replicó Flick con dureza─. Eso es lo malo de la guerra.

Marles era una pequeña localidad situada al este de Reims, donde la línea férrea iniciaba el largo ascenso hacia las montañas camino de Frankfurt, Stuttgart y Nuremberg. Por el túnel situado a las afueras del pueblo discurría la inagotable corriente de suministros enviados por la madre patria a las fuerzas alemanas que ocupaban Francia. La destrucción del túnel dejaría a Rommel sin municiones.

Las casas con entramado de madera pintada de colores vivos daban al pueblo un aire bávaro. El ayuntamiento se alzaba en una plaza arbolada, frente a la estación de ferrocarril. En esos momentos, el jefe local de la Gestapo, que se había instalado en el magnífico despacho del alcalde, estudiaba un gran mapa de la zona extendido sobre la mesa con Dieter Franck y el oficial al mando del destacamento que custodiaba el túnel, un tal capitán Bern.

─Tengo veinte hombres en cada extremo del túnel y otro grupo patrullando la montaña constantemente ─dijo Bern─. La Resistencia tendría que reunir una fuerza considerable para vencerlos.

Dieter frunció el ceño. Según la confesión de la lesbiana a la que había interrogado, Diana Colefield, Flick había empezado con un equipo de seis mujeres, incluida ella, y en esos momentos no debía de contar más que con cuatro. No obstante, cabía la posibilidad de que se hubiera unido a otro grupo o establecido contacto con miembros de la Resistencia de Marles y sus alrededores.

─Tienen gente de sobra ─dijo Dieter─. Los franceses están convencidos de que la invasión es inminente.

─Sin embargo, es difícil que un grupo numeroso pase inadvertido. Y hasta la fecha no hemos visto nada sospechoso.

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