Alto Riesgo (50 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: Alto Riesgo
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Bern era bajo y delgado, y usaba gafas de lentes gruesas, lo que probablemente explicaba que lo hubieran destinado a aquel agujero en lugar de asignarle una unidad de combate; pero Dieter había comprendido de inmediato que, a pesar de su juventud, era un oficial inteligente y eficaz, y se sentía inclinado a tomarse muy en serio sus opiniones.

─¿Hasta qué punto es vulnerable el túnel a los explosivos? ─le preguntó Dieter.

─Está excavado en la roca. Desde luego, puede ser destruido, pero haría falta todo un camión cargado de dinamita. 

─Tienen dinamita de sobra.

─Pero tendrían que traerla aquí e, insisto, sin que nosotros los descubramos.

─Desde luego. ─Dieter se volvió hacia el jefe de la Gestapo─. ¿Ha recibido algún informe sobre vehículos sospechosos o sobre algún grupo de recién llegados?

─En absoluto. En el pueblo sólo hay un hotel, y en estos momentos no hay nadie alojado en él. Mis hombres han recorrido los bares y restaurantes a la hora de la comida, como todos los días, y no han visto nada fuera de lo normal.

─¿Cabe la posibilidad, mayor, de que la información que ha recibido respecto a un atentado contra el túnel sea una estratagema? ─preguntó Bern tímidamente─. Una cortina de humo, tal vez para apartar su atención del auténtico objetivo...

Dieter no había descartado aquella inquietante posibilidad. La amarga experiencia le había enseñado que Flick Clairet era una maestra en el arte del engaño. ¿Habría vuelto a burlarlo? Era una idea demasiado humillante para considerarla.

─Interrogué a la informante yo mismo, y estoy seguro de que era sincera ─respondió Dieter procurando ocultar su rabia─. Aun así, podría tener razón. Es posible que esa mujer hubiera recibido una información falsa, como medida de precaución.

─Se acerca un tren ─dijo Bern inclinando la cabeza. Dieter frunció el ceño. No oía nada─. Tengo muy buen oído ─añadió el capitán con una sonrisa─. Seguramente, para compensar mi mala vista.

Dieter había averiguado que, hasta el momento, el único tren llegado de Reims había sido el de las once, de modo que Clairet y el teniente Hesse debían de haber cogido el siguiente.

El jefe de la Gestapo se acercó a la ventana.

─Es un tren procedente del este ─dijo─. Su hombre llegará de Reims, si no he entendido mal...

Dieter asintió.

─En realidad, se acercan dos trenes ─dijo Bern─. Uno de cada lado. El jefe de la Gestapo miró en la otra dirección. ─Tiene razón, son dos.

Bajaron a la plaza. El conductor de Dieter, que estaba recostado contra el Citroen, se puso firme y apagó el cigarrillo. A su lado había un motorista de la Gestapo, listo para seguir a Clairet.

Los tres hombres entraron en la estación.

─¿Hay otra salida? ─le preguntó Dieter al jefe de la Gestapo. 

─No.

Siguieron esperando.

─¿Se han enterado de la noticia? ─preguntó Bern. 

─No, ¿qué ha ocurrido? ─dijo Dieter.

─Roma ha caído.

─Dios mío...

─El Noveno Ejército de Estados Unidos entró en la Piazza Venezia a las siete de la tarde de ayer.

Como oficial superior, Dieter se sintió en la obligación de mantener la moral.

─Es una mala noticia, pero era de esperar ─dijo─. No obstante, Italia no es Francia. Si intentan invadirnos, se llevarán una desagradable sorpresa ─aseguró Dieter, esperando no equivocarse.

El tren procedente del este fue el primero en llegar. Sus pasajeros empezaban a apearse cuando el procedente de Reims entró en el andén. En el vestíbulo había un grupo de gente esperando a los viajeros. Dieter los observó disimuladamente, preguntándose si la Resistencia local contactaría con Clairet cuando saliera de la estación. No vio nada sospechoso.

La Gestapo tenía un puesto de control en la puerta de acceso al vestíbulo. El jefe de la Gestapo se unió a sus subordinados. El capitán Bern se ocultó detrás de un pilar. Dieter volvió al coche y se sentó en la parte posterior para vigilar la entrada de la estación.

¿Qué haría si el capitán Bern tenía razón y el asunto del túnel era una cortina de humo? La perspectiva era desalentadora. Tendría que considerar alternativas. ¿Qué otros objetivos militares había en la zona de Reims? La central telefónica de Sainte-Cécile, desde luego; pero la Resistencia había fracasado en su intento de inutilizarla hacía tan sólo una semana. Parecía poco probable que volvieran a atentar contra ella tan pronto. Al norte de la ciudad había un campamento militar, varias estaciones ferroviarias de clasificación entre Reims y París...

Estaba perdiendo el tiempo. Hacer suposiciones no le llevaría a ninguna parte. Lo que necesitaba era información.

Podía interrogar a Clairet de inmediato, tan pronto bajara del tren, arrancarle las uñas una a una hasta que hablara... pero, ¿sabría la verdad? Puede que le contara alguna historia falsa en la que creía a pies juntillas, como había hecho Diana. Era preferible limitarse a seguirlo hasta que se encontrara con Flick. Ella sabía cuál era el auténtico objetivo. Era la única a quien merecía la pena interrogar.

Dieter observaba a los viajeros que habían pasado el control de la Gestapo y abandonaban la estación. Se oyó un pitido, y el tren procedente del este se puso en marcha. Seguían saliendo viajeros: diez, veinte, treinta... El tren procedente de Reims arrancó.

En ese momento, Hesse apareció en la entrada de la estación.

─¿Qué demonios...? ─farfulló Dieter.

Hans recorrió la plaza con la mirada, vio el Citroen y corrió hacia él. Dieter saltó fuera del coche.

─¿Qué ha pasado? ¿Dónde está? ─le preguntó el teniente.

─¿Qué quiere decir? ─gritó Dieter colérico─. ¡Tenía usted que seguirlo!

─¡Y lo he hecho! Ha bajado del tren. Lo he perdido de vista en la cola del control. Al cabo de un momento, he empezado a preocuparme y me he saltado la cola, pero había desaparecido.

─¿Ha podido volver al tren?

─No... Lo he seguido hasta que ha abandonado el andén. ─¿Y subirse al otro?

Hans lo miró estupefacto.

─He dejado de verlo justo cuando cruzábamos al andén de Reims. 

─Eso es ─murmuró Dieter─. ¡Maldita sea! Va camino de Reims.

Clairet era un señuelo. Todo este viaje ha sido una cortina de humo ─dijo Dieter, furioso consigo mismo por haberse tragado el anzuelo. 

─¿Qué hacemos?

─Daremos alcance al tren y usted volverá a seguirlo. Estoy convencido de que nos llevará hasta Flick Clairet. ¡Suba al coche, vamos!

Flick apenas podía creer que hubieran llegado tan lejos. Cuatro de las seis «grajillas» originales habían eludido la captura, a pesar de la brillantez de su adversario y de los vaivenes de la suerte, y ahora estaban en la cocina de Antoinette, a sólo unos pasos de la plaza de Sainte-Cécile y a apenas cien metros de un cuartel de la Gestapo. En diez minutos se pondrían en marcha hacia las puertas del palacio.

Antoinette y cuatro de las cinco limpiadoras estaban fuertemente atadas a sendas sillas de cocina. Paul las había amordazado a todas menos a Antoinette. Las cinco habían llegado con una pequeña cesta o una bolsa de lona con comida y bebida ─pan, patatas asadas, fruta y una botella con vino o sucedáneo de café─, que solían tomar durante el descanso de las nueve y media, pues tenían prohibida la entrada a la cantina alemana. En esos momentos, las «grajillas» estaban vaciando las cestas y bolsas a toda prisa y volviendo a llenarlas con lo que debían introducir en el palacio: linternas, pistolas, munición y explosivo plástico en barritas de doscientos cincuenta gramos. Las maletas en las que habían transportado todo aquello hasta el momento habrían llamado la atención en manos de unas limpiadoras que acudían al trabajo.

Flick se dio cuenta enseguida de que las bolsas y las cestas no bastaban. Su metralleta Sten con silenciador podía desarmarse en tres partes, pero cada una medía palmo y medio, y Jelly tenía dieciséis detonadores en un recipiente a prueba de sacudidas, una bomba incendiaria de termita y un bloque de un producto químico que producía oxígeno, para avivar fuegos en sitios cerrados, como búnqueres. Además, tras llenar las bolsas con sus cosas, tendrían que ocultarlas con las de las limpiadoras. Les faltaba sitio.

─Maldita sea ─murmuró Flick, que empezaba a ponerse nerviosa─. ¿No tiene bolsas más grandes, Antoinette?

─¿De qué clase?

─Pues bolsas, bolsas grandes. Tendrá alguna bolsa de la compra, ¿no? 

─La que uso cuando voy a comprar fruta. Está en la despensa. Flick se puso a buscar y sacó un capazo de paja de forma rectangular. ─Es perfecto. ¿No tiene algún otro?

─No. ¿Para qué iba a querer dos?

Necesitaban cuatro, se dijo Flick.

Se oyó llamar a la puerta. Flick fue a abrir. En el rellano había una mujer con una bata floreada y una redecilla en el pelo: la última limpiadora.

─Buenas tardes ─dijo Flick.

La mujer, sorprendida al ver a una extraña, dudó. ─¿Está Antoinette? Me ha mandado una nota... Flick esbozó una sonrisa tranquilizadora.

─Está en la cocina. Entre, por favor.

La mujer avanzó por el piso, que evidentemente conocía bien, y entró en la cocina, donde se detuvo en seco y soltó un chillido.

─No te preocupes, Francoise ─le dijo Antoinette─. Nos han atado para que los alemanes no piensen que les hemos ayudado.

Flick se acercó a la mujer y le cogió la bolsa. Era de cuerda trenzada, ideal para llevar una barra de pan y una botella, pero inservible para ellas.

Aquel irritante problema la estaba sacando de quicio minutos antes del momento culminante de la misión. No podrían ponerse en marcha hasta que lo resolvieran. Flick trató de pensar con calma.

─¿Dónde compró el capazo? ─le preguntó a Antoinette al cabo de un instante.

─En la cestería de enfrente. Se ve desde la ventana.

La tarde era cálida, y las ventanas estaban abiertas, pero con los postigos entornados para que no entrara sol. Flick separó unos dedos los de la ventana más próxima y se asomó a la calle du Cháteau. En la acera de enfrente había una tienda de cestos, velas, escobas y perchas.

Flick se volvió hacia Ruby.

─Ve y compra otros tres capazos, deprisa. ─Ruby fue hacia la puerta─. Si puede ser, de diferentes formas y colores ─añadió Flick, comprendiendo que cuatro mujeres con capazos idénticos podían llamar la atención.

─De acuerdo.

Deshaciéndose en disculpas y sonrisas, Paul ató a la última limpiadora a una silla y la amordazó. La mujer no se resistió.

Flick entregó sus pases a Jelly y Greta. Los había retenido hasta el último minuto por miedo a que la Gestapo capturara a alguna «grajilla», le encontrara el pase encima y descubriera el objetivo de la misión. Luego, con el de Ruby en la mano, se asomó a la ventana.

La chica salió de la tienda llevando tres capazos diferentes. Flick respiró aliviada y consultó su reloj: faltaban dos minutos para las siete.

En ese momento, se produjo el desastre.

Ruby iba a cruzar la calle cuando la abordó un individuo vestido con ropa de estilo militar: boina, camisa azul de algodón con botones en los bolsillos, corbata azul oscuro y pantalones negros con los bajos metidos en botas altas. Era el uniforme de la Milicia, la policía de seguridad que hacía el trabajo sucio del régimen.

─¡Oh, no! ─murmuró Flick.

Como la Gestapo, la Milicia estaba formada por sujetos demasiado estúpidos y brutales para trabajar en la policía regular. Sus jefes eran versiones pudientes del mismo tipo, patriotas desaforados que se llenaban la boca con la gloria de Francia y enviaban a sus subordinados a detener a niños judíos escondidos en desvanes.

Paul se acercó a la ventana y miró hacia la calle por encima del hombro de Flick.

─¡Mierda, un puto miliciano! ─masculló.

La mente de Flick trabajaba a toda velocidad. ¿Era aquello un encuentro casual, o formaba parte de un rastreo organizado para dar con las «grajillas»? Los milicianos eran un hatajo de camorristas y tenían carta blanca para incordiar a sus compatriotas. Paraban a los transeúntes por el simple hecho de que no les gustaba su cara, examinaban sus papeles con lupa y los arrestaban con cualquier excusa. ¿Era eso lo que estaba haciendo aquel sujeto con Ruby? Así lo esperaba Flick. Porque, si la policía había decidido parar a todo el mundo en las calles de Sainte-Cécile, puede que nunca llegaran a las puertas del palacio.

El policía empezó a interrogar a Ruby con agresividad. Flick no podía oírlo con claridad, pero captó las palabras «mestiza» y «negra», y se preguntó si estaría acosando a Ruby por ser gitana. Ruby sacó sus papeles. El hombre los examinó y siguió interrogándola sin devolvérselos.

Paul sacó la pistola.

─Guarda eso ahora mismo ─le ordenó Flick. ─¿No irás a dejar que la detenga?

─Sí, voy a hacerlo ─respondió Flick con calma─. Si iniciamos un tiroteo, podemos despedirnos de la misión, pase lo que pase. La vida de Ruby no es tan importante como inutilizar la central telefónica. Guárdate la maldita pistola.

Paul se la metió bajo el cinturón.

La conversación entre Ruby y el miliciano subió de tono. Aterrada, Flick vio que la chica se cambiaba los tres capazos a la mano izquierda y se llevaba la derecha al bolsillo de la gabardina. El hombre la agarró del hombro izquierdo con brusquedad, obviamente decidido a detenerla.

Ruby actuó con celeridad. Dejó caer los capazos. Su mano derecha salió del bolsillo empuñando el machete de comando. Dio un paso adelante, echó atrás la mano y descargó el arma con enorme fuerza. La hoja atravesó la camisa del miliciano justo debajo del esternón.

─Dios ─murmuró Flíck.

El policía emitió un breve quejido, que murió transformado en un barboteo horrible. Ruby sacó el machete y volvió a asestárselo, esta vez en el costado. El hombre echó atrás la cabeza y abrió la boca en un grito mudo.

Flick procuró pensar. Si conseguían ocultar el cuerpo de inmediato, tal vez salieran del paso. ¿Había algún testigo del apuñalamiento? Los postigos le impedían ver la calle en toda su extensión. Los abrió de par en par y asomó el cuerpo. A su izquierda, la calle du Cháteau estaba desierta, salvo un camión aparcado y un perro que dormitaba delante de una puerta. Al volverse hacia el otro lado, vio a tres jóvenes, dos hombres y una mujer vestidos con ropa de estilo militar, que se acercaban por la acera. Debían de pertenecer al personal administrativo del palacio.

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