Alto Riesgo (46 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: Alto Riesgo
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Al menos uno de ellos.

Uno permanecía inmóvil, pero el otro estaba intentando hablar. Era joven, un muchacho de diecinueve o veinte años, con el pelo negro y un pequeño bigote. Su gorra de uniforme estaba en el suelo de linóleo, junto a su cabeza.

Dieter se acercó y se arrodilló junto a él. Vio los orificios de salida en el pecho del muchacho: le habían disparado por la espalda. Yacía en medio de un charco de sangre. Agitó la cabeza y movió los labios. Dieter acercó la oreja a su boca.

─Agua ─susurró el muchacho.

Se estaba desangrando. Siempre pedían agua cuando se acercaba el fin. Dieter lo sabía: lo había visto en el desierto. Buscó un vaso, lo llenó en el grifo y lo acercó a los labios del moribundo, que bebió con avidez. El agua le resbalaba por la barbilla y caía sobre el cuello de su guerrera, empapada de sangre.

Dieter se dijo que tenía que llamar y pedir un médico, pero debía descubrir lo que había ocurrido. Si esperaba, el muchacho podía expirar sin contarle lo que sabía. Dieter dudó sobre la decisión sólo un momento. El hombre era prescindible. Primero, lo interrogaría; luego, llamaría al médico.

─¿Quién ha sido? ─le preguntó, y volvió a inclinar la cabeza hacia los labios del moribundo.

─Cuatro mujeres ─farfulló el muchacho.

─Las «grajillas» ─murmuró Dieter con amargura. ─Dos por delante... dos por detrás.

Dieter asintió. Podía imaginarse cómo había ocurrido. Habían llamado a la puerta principal. Stéphanie había ido a abrir. Los agentes de la Gestapo habían permanecido alerta, mirando hacia el pasillo. Dos de las terroristas se habían deslizado hasta las ventanas de la cocina y les habían disparado por la espalda. ¿Y después...?

─¿Quién ha matado a Stéphanie?

─Agua...

Dieter necesitó toda su fuerza de voluntad para reprimir su impaciencia. Fue al fregadero, volvió a llenar el vaso y regresó junto al moribundo. El muchacho volvió a beberse toda el agua y exhaló un suspiro de alivio, un suspiro que se transformó en un gemido de atroz agonía.

─¿Quién ha matado a Stéphanie? ─repitió Dieter. ─La más baja ─murmuró el agente de la Gestapo.

─Flick ─masculló Dieter con el corazón henchido de un furioso deseo de venganza.

─Lo siento, mayor... ─susurró el muchacho. 

─¿Cómo ha sido?

─Rápido... Ha sido muy rápido.

─Cuéntemelo.

─La han atado... han dicho que era una traidora... le han disparado en la nuca... y se han marchado.

─¿Traidora? ─murmuró Dieter.

El muchacho asintió.

Dieter ahogó un sollozo.

─Nunca le pegó un tiro en la nuca a nadie ─dijo en un susurro dolorido.

El agente de la Gestapo no lo oyó. Sus labios estaban inmóviles y su respiración había cesado.

Dieter extendió la mano derecha y le cerró los párpados con las yemas de los dedos.

─Descansa en paz ─murmuró.

Luego, dando la espalda al cuerpo de la mujer a la que amaba, fue hacia el teléfono.

Acomodarse en el Simca-Cinq les había costado lo suyo. Ruby y Jelly se habían sentado en el estrecho asiento trasero. Paul, al volante. Greta, en el asiento del acompañante y Flick, encima de Greta.

En otras circunstancias, les habría entrado la risa, pero lo que acababa de ocurrir seguía angustiándolos. Habían estado a punto de caer en manos de la Gestapo, y habían matado a tres seres humanos. En esos momentos, estaban tensos, alerta y listos para reaccionar de inmediato ante cualquier imprevisto. Sólo pensaban en sobrevivir.

Flick guió a Paul hasta una calle paralela a la de Gilberte. Recordó el día en que había llegado allí con Michel, herido durante el ataque al palacio, hacía justo una semana, e indicó a Paul que aparcara junto a la entrada de la calleja.

─Esperad aquí ─dijo saliendo del coche─.Voy a echar un vistazo. 

─Date prisa, por amor de Dios ─la urgió Jelly. 

─Me daré toda la que pueda.

Flick echó a correr por la calleja, dejó atrás el muro posterior de la fábrica y cruzó la puerta de la tapia. Atravesó el jardín a toda prisa y se deslizó al interior del edificio por la puerta trasera. El vestíbulo estaba desierto y en silencio. Subió las escaleras, procurando no hacer ruido, hasta el último piso.

Se detuvo ante la puerta de Gilberte. Lo que vio la llenó de consternación. Habían forzado la puerta. Estaba abierta, colgando del gozne superior. Flick escuchó con atención, pero no oyó nada, y algo le dijo que el allanamiento se había producido hacía días. Respiró hondo y entró con cautela.

Habían registrado la vivienda superficialmente. En el pequeño cuarto de estar, los cojines de los asientos estaban desordenados, y en el rincón de la cocina, las puertas del aparador, abiertas de par en par. Flick echó un vistazo en el dormitorio y vio algo por el estilo. Habían sacado los cajones de la cómoda, abierto las puertas del armario y dejado huellas de botas sucias sobre la colcha.

Se acercó a la ventana y miró hacia la calle. Aparcado frente al edificio, vio un Citroen Traction Avant con dos hombres en los asientos delanteros.

Todo eran malas noticias, pensó Flick con desesperación. Alguien había hablado, y Dieter Franck le había sacado mucho partido a la confesión. Pacientemente, había seguido un rastro que lo había llevado primero a mademoiselle Lemas, luego a Brian Standish y finalmente a Gilberte. ¿Y Michel? ¿Estaría detenido? Parecía más que probable.

Flick se puso a cavilar sobre Dieter Franck. Había sentido un estremecimiento al leer la escueta nota biográfica redactada por el M16 pegada al dorso de su foto. Ahora comprendía que no se había asustado bastante. Era listo y persistente. Había estado a punto de capturarla en Chatelle, había llenado París de carteles con su imagen y había capturado e interrogado a sus camaradas uno tras otro.

Sólo lo había visto dos veces, durante apenas unos momentos en ambas ocasiones. Procuró recordar su rostro. Su mirada traslucía inteligencia y firmeza, se dijo, además de la determinación propia de un hombre que podía ser implacable. Estaba totalmente segura de que le seguía el rastro y decidió ser más cautelosa que nunca.

Alzó los ojos al cielo. Quedaban unas tres horas de luz.

Bajó las escaleras de dos en dos, atravesó el jardín a la carrera y llegó al Simca-Cinq.

─Malas noticias ─dijo agachándose para entrar en el coche─. La Gestapo ha registrado el piso y vigila la entrada principal.

─Dios... ─murmuró Paul─. ¿Y ahora adónde vamos?

─Conozco otro sitio ─respondió Flick─.Volvamos a la ciudad.

Flick oyó los jadeos del diminuto motor de quinientos centímetros cúbicos, que se las veía y se las deseaba para mover el sobrecargado Simca-Cinq, y se preguntó cuánto tardaría en dejarlos en la estacada. Por otra parte, suponiendo que los alemanes hubieran descubierto los cadáveres de la casa de la calle du Bois, ¿cuánto tardarían en dar la alerta sobre el coche de mademoiselle Lemas a todas las fuerzas de la Gestapo y de la policía de Reims? Franck no podía ponerse en contacto con los hombres que ya estaban patrullando las calles, pero los informaría en el primer cambio de turno. Y Flick no sabía a qué hora entraban en servicio las patrullas nocturnas. Llegó a la conclusión de que apenas les quedaba tiempo.

─Vamos a la estación ─le dijo a Paul─. Dejaremos el coche allí. 

─ Buena idea ─respondió Paul─. Puede que piensen que nos hemos ido de la ciudad.

Flick recorría las calles con la mirada, temiendo ver algún Mercedes del ejército o algún Citroen negro de la Gestapo. Pasaron cerca de una pareja de gendarmes y contuvo la respiración. Sin embargo, llegaron al centro de la ciudad sin contratiempos. Paul aparcó cerca de la estación. Se apearon a toda prisa y se alejaron a buen paso del comprometedor vehículo.

─Tengo que hacer esto sola ─les dijo Flick─. Es mejor que me esperéis en la catedral.

─Hoy he pasado tanto tiempo allí ─murmuró Paul─, que estoy seguro de que me han perdonado todos los pecados varias veces.

─Entonces, reza para que encontremos un sitio en el que pasar la noche ─replicó Flick, y se alejó a toda prisa.

Volvió a la calle donde vivía Michel. El bar Chez Régis estaba a cien metros de su casa. Flick entró y se acercó a la barra. Sentado tras ella, Alexandre Régis, el dueño del local, hacía tiempo fumándose un cigarrillo. La saludó moviendo la cabeza, pero no le dijo nada.

Flick abrió la puerta que daba acceso a los lavabos, avanzó por un corto pasillo y abrió lo que parecía un armario. Subió un empinado tramo de escaleras. Al final había una puerta con mirilla. Flick llamó con los nudillos y se puso donde pudieran verla. Al cabo de un momento, Mémé Régis, la madre de Alexandre, apareció en el umbral.

Flick entró en una amplia habitación que tenía las ventanas pintadas de negro. El suelo estaba cubierto con esteras, las paredes, pintadas de marrón, y del techo pendían varias bombillas sin tulipa. Un grupo de hombres jugaba a las cartas alrededor de una mesa circular. En un rincón había una barra. Era una timba ilegal.

A Michel le gustaba apostar fuerte al póquer y codearse con gente de mal vivir, y acudía a aquel sitio alguna que otra noche. Flick nunca jugaba, pero algunas veces lo acompañaba, se sentaba a su lado y seguía las partidas durante una hora. Michel decía que le daba suerte. Era un buen lugar para esconderse de la Gestapo, y Flick tenía la esperanza de encontrarlo allí, pero se desengañó en cuanto echó un vistazo a los jugadores.

─Gracias, Mémé ─le dijo a la madre de Alexandre. ─Cuánto tiempo sin verte... ¿Cómo estás?

─Bien. ¿Sabes algo de mi marido?

─¡Ay, el granuja de Michel! No, y me temo que esta noche tampoco va a venir.

Los habituales del garito ignoraban que Michel pertenecía a la Resistencia, y Flick optó por no hacer más preguntas.

Volvió al bar y se sentó en un taburete. La camarera, una mujer de mediana edad con los labios pintados de rojo vivo, se acercó a ella sonriendo. Era Yvette Régis, la mujer de Alexandre.

─¿Tienes whisky? ─le preguntó Flick.

─Claro ─respondió Yvette─. Para los que pueden permitírselo ─ añadió sacando una botella de Dewar's White Label y sirviéndole unos dedos.

─Estoy buscando a Michel ─le dijo Flick.

─Hace cosa de una semana que no lo veo ─respondió Yvette. ─ Vaya... ─murmuró Flick, y le dio un sorbo a la bebida─. Esperaré un rato, por si aparece.

Dieter estaba desesperado. Flick era más lista de lo que creía. Había eludido su trampa. Estaba en Reims, pero no tenía modo de encontrarla.

Ya no podía hacer seguir a ningún miembro de la Resistencia de Reims, con la esperanza de que Flick se pusiera en contacto con él, porque los había detenido a todos. Mantenía la casa de Michel y el piso de Gilberte bajo vigilancia, pero estaba convencido de que Flick era demasiado astuta para dejarse ver por el típico polizonte de la Gestapo. Había carteles con su imagen por toda la ciudad, pero a esas alturas debía de haber cambiado de aspecto tiñéndose el pelo o algo por el estilo, porque nadie la había denunciado. Lo había burlado de todas todas.

Necesitaba una inspiración genial.

Y la había tenido... creía.

Estaba sentado en el sillín de una bicicleta, junto al bordillo de una acera, en una calle del centro de Reims, justo enfrente del teatro. Llevaba boina, gafas protectoras, un jersey basto de algodón y los bajos del pantalón metidos en los calcetines. Estaba irreconocible. Nadie sospecharía de él. La Gestapo no iba en bicicleta.

Miró hacia el extremo oeste de la calle, entrecerrando los ojos para protegerse del sol poniente. Esperaba ver un Citroen negro. Consultó su reloj: de un minuto a otro.

Al otro lado de la calle, Hans permanecía sentado al volante de un viejo y ruidoso Peugeot cuya vida útil tocaba a su fin. Tenía el motor encendido: Dieter no podía arriesgarse a que no se pusiera en marcha en el momento crítico. El teniente Hesse, que también se había disfrazado, llevaba gorra, gafas de sol, un traje raído y zapatos desgastados, como la mayoría de los franceses. Nunca había hecho nada parecido, pero había aceptado la orden de Dieter con impertérrito estoicismo.

Dieter tampoco había hecho nada parecido en su vida. No tenía ni idea de si funcionaría. Podía fallar todo y pasar de todo.

Lo que Dieter había planeado era desesperado, pero, ¿qué podía perder? El martes habría luna llena. Estaba seguro de que los aliados tenían la invasión a punto. Flick era la clave para hacerla fracasar. Se merecía cualquier riesgo.

Sin embargo, ganar la guerra no era la principal preocupación de Dieter. Le habían arruinado el futuro; le daba igual quién dominara Europa. No dejaba de pensar en Flick Clairet. Le había destrozado la vida; había asesinado a Stéphanie. Quería encontrarla, y capturarla, y llevársela al sótano del palacio. Allí saborearía la satisfacción de la venganza. No se cansaba de imaginar cómo la torturaría, las barras de hierro que fracturarían sus pequeños huesos, el aparato de electroshocks puesto al máximo de su potencia, las inyecciones que la dejarían indefensa y le provocarían atroces espasmos de náusea, el baño de hielo que le produciría estremecedoras convulsiones y le congelaría la sangre de los dedos... La destrucción de la Resistencia y la victoria sobre los invasores se habían convertido en meros apéndices del castigo de Flick.

Pero primero tenía que encontrarla.

Al final de la calle apareció un Citroen negro.

Clavó los ojos en él. ¿Sería el que esperaba? Era un modelo de dos puertas, el que se usaba siempre que había que trasladar a un prisionero. Intentó distinguir a los ocupantes. Le pareció que eran cuatro. Tenía que ser el coche que esperaba. Cuando estuvo más cerca, reconoció el atractivo rostro de Michel Clairet. Iba en el asiento trasero, custodiado por un agente de la Gestapo. Dieter se puso en tensión.

Se alegró de haber ordenado que no lo torturaran mientras él estuviera ausente. De otro modo, aquel plan hubiera sido irrealizable.

Cuando el Citroen llegó a la altura de Dieter, el Peugeot de Hesse se apartó de la acera bruscamente, invadió la calzada y colisionó de frente con el Citroen. Se oyó un estrépito de chapa abollada y un estallido de cristales rotos. Dos agentes de la Gestapo se apearon de un salto de los asientos delanteros del Citroen y empezaron a vociferar en francés macarrónico en dirección a Hans, sin percatarse de que su compañero se había golpeado la cabeza y se había derrumbado sobre el prisionero.

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