Authors: Ken Follett
Diana empezó a chillar. Lo mantuvo encendido durante diez segundos; luego, lo apagó.
─Eso era menos de la mitad de la potencia ─dijo Dieter cuando Diana dejó de sollozar.
Era cierto. Rara vez usaba toda la potencia. Sólo recurría a ella cuando la tortura se había prolongado en exceso y el prisionero se desmayaba constantemente, en un último intento de penetrar en su oscurecida consciencia. Y a esas alturas solía ser demasiado tarde, porque la locura había empezado a declararse.
Pero eso Diana no lo sabía.
─Otra vez, no ─suplicó─. Por favor, otra vez no.
─¿Está dispuesta a responder a mis preguntas?
Diana soltó un gemido, pero no dijo que sí.
─Traiga a la otra ─ordenó Dieter a Hesse.
Diana ahogó un grito.
El teniente volvió con Maude y la ató a la silla.
─¿Qué quieren de mí? ─gimoteó Maude.
─No digas nada... Es mejor.
Maude llevaba una blusa fina. Tenía una figura estupenda y abundante pecho. Dieter le abrió la blusa de golpe, y los botones salieron volando.
─¡Por favor! ─suplicó la chica─. ¡Se lo contaré todo!
Bajo la blusa llevaba una camiseta de algodón con cenefas de encaje. Dieter agarró la prenda por el cuello y la rasgó. Maude empezó a chillar.
Dieter retrocedió y la miró. Tenía los pechos redondos y firmes. Una parte de su mente se recreó contemplándolos. A Diana debían de encantarle, pensó.
Retiró las pinzas de contacto del labio de Diana y las colocó cuidadosamente en los pequeños y rosados pezones de Maude. Luego, volvió junto al aparato y puso la mano en el mando.
─De acuerdo ─murmuró Diana─. Se lo diré todo.
Dieter se aseguró de que el túnel ferroviario de Marles estuviera fuertemente custodiado. Si las «grajillas» conseguían llegar, les resultaría prácticamente imposible entrar en el túnel. Estaba seguro de que Flick ya no conseguiría su objetivo. Pero eso era secundario. Dieter deseaba capturarla e interrogarla con desesperación.
Ya eran las dos de la madrugada del domingo. El martes habría luna llena. Podían faltar horas para la invasión. Pero en esas pocas horas Dieter podía partirle el espinazo a la Resistencia francesa... si conseguía meter a Flick Clairet en una cámara de tortura. Sólo necesitaba la lista de nombres y direcciones que llevaba en la cabeza. La Gestapo de todas las ciudades de Francia, miles de agentes bien entrenados, sólo esperaba una orden. No eran un dechado de inteligencia, pero sabían detener a la gente. En un par de horas podían encarcelar a cientos de cuadros de la Resistencia. En lugar del alzamiento de masas que sin duda esperaban los aliados en apoyo de la invasión, reinaría la calma y el orden necesarios para que los alemanes organizaran su respuesta y empujaran a los invasores de vuelta al mar.
Había enviado un equipo de la Gestapo al Hotel de la Chapelle, pero por puro formalismo: estaba seguro de que Flick y las otras tres mujeres lo habrían abandonado minutos después de la detención de sus camaradas. ¿Dónde estarían ahora? Reims era el centro de operaciones natural para una acción en Marles, lo que explicaba que el plan original de las «grajillas» fuera saltar sobre Chatelle. Dieter seguía considerando probable que Flick pasara por Reims. La ciudad estaba en la carretera y en la línea férrea a Marles, y en ella la agente británica debía de esperar obtener alguna ayuda del diezmado circuito Bollinger. Dieter habría apostado cualquier cosa a que en esos momentos Flick estaba en camino entre París y Reims.
Tomó las disposiciones necesarias para que todos los puestos de control de la Gestapo entre las dos ciudades dispusieran de información detallada sobre las identidades falsas de las cuatro agentes británicas. No obstante, aquello también era poco más que una formalidad: si no tenían identidades alternativas, encontrarían el modo de evitar los controles.
Dieter llamó a Reims, sacó a Weber de la cama y le explicó la situación. Por una vez, Weber no puso pegas. Aceptó enviar a dos agentes de la Gestapo a vigilar la casa de Michel Clairet, otros dos, el piso de Gilberte y dos más, la casa de la calle du Bois, para proteger a Stéphanie.
Por último, cuando empezaba a dolerle la cabeza, llamó a Stéphanie.
─Los terroristas británicos van camino de Reims ─le explicó─. He ordenado que manden dos hombres para protegerte.
Stéphanie estaba tan tranquila como de costumbre.
─Gracias.
─Pero es importante que sigas acudiendo a las citas. ─Con suerte, Flick no sospecharía hasta qué punto había penetrado Dieter en el circuito Bollinger e iría derecha a sus brazos─. Recuerda que cambiamos el lugar de contacto. Ya no es la cripta de la catedral, sino el Café de la Gare. Si se presenta alguien, te lo llevas a la casa, como hiciste con Helicóptero. La Gestapo se encargará del resto.
─De acuerdo.
─¿Estás segura? He procurado reducir al mínimo los riesgos, pero sigue siendo peligroso.
─Estoy segura. ¿Tienes jaqueca?
─Sólo está empezando.
─Tienes la medicina?
─La tiene Hans.
─Siento no estar ahí para ponértela yo.
Él también lo sentía.
─Tenía intención de volver a Reims esta noche, pero me parece que no podré.
─Ni se te ocurra coger el coche. Yo estoy bien. Un pinchacito y a la cama. Ya vendrás mañana.
Tenía razón. Le iba a costar Dios y ayuda volver al piso de la Porte de la Muette, que estaba a menos de un kilómetro. No podría volver a Reims hasta que se recuperara de la tensión de los interrogatorios.
─De acuerdo ─dijo─. Dormiré unas horas y saldré por la mañana.
─Feliz cumpleaños.
─¡Te has acordado! Yo lo había olvidado.
─Tengo algo para ti.
─¿Un regalo?
─Algo más... movido.
A pesar del dolor de cabeza, Dieter sonrió de oreja a oreja. ─ Mira que voy para allá...
─Te lo daré mañana.
─No sé si podré esperar.
─Te quiero.
Las palabras «Te quiero» acudieron a sus labios, pero Dieter dudó, reacio como siempre a pronunciarlas; al cabo de un instante oyó un clic. Stéphanie había colgado.
En la madrugada del domingo, Paul Chancellor saltó en paracaídas sobre un campo de patatas próximo al pueblo de Laroque, al oeste de Reims, donde ─no sabía si por suerte o por desgracia─ no lo esperaba ningún comité de recepción.
El aterrizaje le causó un tremendo espasmo de dolor en la rodilla mala. Paul apretó los dientes y se quedó inmóvil en el suelo esperando a que se le pasara. Probablemente, la rodilla seguiría doliéndole de vez en cuando el resto de su vida.
Cuando fuera viejo podría decir que una punzada significaba lluvia, si llegaba a viejo.
Al cabo de cinco minutos pudo ponerse en pie y desembarazarse del paracaídas. Encontró la carretera, se orientó por las estrellas y empezó a andar, despacio, porque cojeaba más que nunca.
Su identidad, ideada a toda prisa por Percy Thwaite, era la de un maestro de escuela de Epernay, a unos kilómetros al oeste de Laroque. Viajaba a dedo hasta Reims para visitar a su padre enfermo. Percy le había conseguido todos los documentos necesarios, algunos falsificados a toda prisa esa misma noche y enviados a Tempsford con un motorista. La cojera encajaba de maravilla en la identidad falsa: un veterano con heridas de guerra podía ser maestro perfectamente, mientras que un joven sano debería haber estado en un campo de trabajo en Alemania.
Llegar era la parte fácil. Ahora tenía que encontrar a Flick. Su única forma de localizarla era contactar con el circuito Bollinger. No le quedaba más remedio que confiar en que Brian fuera el único miembro del circuito en poder de la Gestapo. Como cualquier otro agente recién llegado a Reims, se pondría en contacto con mademoiselle Lemas. Pero tendría que ser especialmente cauteloso.
Poco después del alba, oyó el ruido de un motor. Dejó la carretera y se ocultó entre las viñas. Cuando el vehículo estuvo cerca, vio que era un tractor. El peligro era mínimo: la Gestapo no solía desplazarse en tractor. Paul volvió a la carretera y levantó el pulgar.
Al volante del tractor, que arrastraba un remolque cargado de alcachofas, iba un chico de unos quince años. El chaval hizo un gesto hacia la pierna de Paul y preguntó:
─¿Herida de guerra?
─Sí ─respondió Paul. La ocasión más lógica en que un soldado francés podía haber resultado herido era la Batalla de Francia, de modo que añadió─: Sedan, mil novecientos cuarenta.
─Yo era demasiado joven ─dijo el chico con pesar. ─Dichoso tú.
─Pero espere a que vuelvan los aliados. Se va a armar una... ─ El chico le lanzó una mirada de soslayo─. No puedo decirle más. Pero espere y verá.
Paul se quedó pensativo. ¿Sería miembro del circuito Bollinger aquel chaval?
─Pero, ¿tendrán los nuestros las armas y las municiones que necesitan? ─le preguntó.
Si el chico sabía algo, sabría como mínimo que los aliados habían arrojado toneladas de armamento en los últimos meses.
─Usaremos lo que haga falta como armas.
¿Estaba siendo discreto? No, concluyó Paul. Sólo había dicho vaguedades. Estaba fantaseando. Paul no le hizo más preguntas.
El joven tractorista lo dejó a las afueras y Paul siguió cojeando hasta el centro de la ciudad. El punto de contacto había cambiado de la cripta de la catedral al Café de la Gare, pero la hora era la misma, las tres de la tarde. Tenía tiempo de sobra para aburrirse.
Entró en el bar para desayunar y reconocer el terreno. Pidió un café solo. El viejo camarero enarcó las cejas; Paul comprendió que había cometido un desliz y se apresuró a corregirlo.
─No sé por qué digo «solo». Como si hubiera leche para el café.
El camarero sonrió y se fue a hacerle el café.
Paul respiró aliviado. Hacía ocho meses que no trabajaba en la clandestinidad y había olvidado la agotadora atención que exigía fingirse otro. Pasó la mañana en la catedral, dormitando entre misa y misa, y volvió al bar a la una y media para almorzar. El café se quedó vacío alrededor de las dos y media, pero Paul siguió en su mesa, tomando achicoria tras achicoria. A las tres menos cuarto, dos hombres entraron en el bar y pidieron cerveza. Paul los observó con atención. Eran dos viejos propietarios y hablaban en francés regional. Conversaban con erudición sobre la floración de las viñas, un período crítico que acababa de finalizar. Parecía poco probable que fueran agentes de la Gestapo.
A las tres en punto, una mujer atractiva vestida con discreta elegancia entró en el café. Llevaba un vestido fino de algodón verde, sombrero de paja y zapatos muy usados: uno negro y el otro marrón. Tenía que ser la Burguesa.
Paul estaba un tanto sorprendido. Se la había imaginado mayor. Probablemente era una suposición gratuita, porque Flick nunca se la había descrito, pero, fuera como fuese, prefería asegurarse. Se levantó de la mesa y salió del bar.
Avanzó por la acera hasta la entrada de la estación y se detuvo para vigilar el café. No llamaría la atención: como había supuesto, había varias personas dando vueltas ante la entrada, esperando a algún compañero de viaje.
Se dedicó a observar a los clientes del local. Una mujer pasó ante la puerta con un niño que pedía un pastel; la madre acabó cediendo y entró en el café. Salieron los dos propietarios. Un gendarme hizo una visita rápida y volvió a la calle con un paquete de cigarrillos en la mano.
Paul empezó a convencerse de que la Gestapo no estaba al acecho. No había nadie a la vista que pareciera remotamente peligroso. El cambio de lugar de contacto los había despistado.
Sólo se preguntaba una cosa. Cuando Brian Standish había caído en la trampa de la catedral, Charenton, el amigo de la Burguesa, había acudido al rescate. ¿Dónde estaba hoy? Si vigilaba a su amiga en la catedral, ¿por qué no iba a hacerlo en el café? Pero el hecho no era peligroso en sí mismo. Y podía haber cientos de explicaciones plausibles.
La madre y el niño salieron del café. Luego, a las tres y media, la Burguesa apareció en la puerta y echó a andar en dirección opuesta a la estación. Paul la siguió por la otra acera. La mujer se detuvo a la altura de un coche pequeño de estilo italiano y color negro, un Simca-Cinq, lo llamaban los franceses. Paul cruzó la calle. La mujer entró en el coche y encendió el motor.
Había que decidirse, se dijo Paul. No tenía la certeza de que aquello fuera seguro, pero había tomado todas las precauciones posibles, excepto la de renunciar al contacto. Antes o después, tendría que asumir riesgos. Para eso estaba allí.
Fue derecho a la puerta del acompañante y la abrió. La mujer lo miró sin alterarse.
─¿Monsieur?
─Rece por mí.
─Rezo por la paz.
Paul entró en el coche.
─Soy Danton ─dijo improvisando un nombre en clave.
─¿Por qué no ha contactado en el café? ─preguntó la mujer poniendo el coche en marcha─. Lo he visto nada más entrar. Me ha hecho esperar ahí dentro media hora. Es peligroso.
─Quería asegurarme de que no era una trampa. La Burguesa lo miró con atención.
─Sabe lo de Helicóptero...
─Sí. ¿Dónde está su amigo, Charenton, el que lo salvó? La mujer torció en dirección sur y pisó el acelerador. ─Hoy tenía que trabajar.
─¿Un domingo? ¿Qué es?
─Bombero. Está de guardia.
Eso explicaba la ausencia. Paul decidió pasar al auténtico motivo de su viaje.
─¿Dónde está Helicóptero?
La Burguesa meneó la cabeza.
─Ni idea. Sólo soy la intermediaria. Establezco contacto con los agentes y se los paso a Monet. Lo demás no me concierne.
─ ¿Está bien Monet?
─Sí. Me telefoneó el jueves por la tarde para informarse sobre Charenton.
─¿No ha vuelto a hacerlo?
─No. Pero eso es normal.
─¿Cuándo lo vio por última vez?
─¿En persona? Nunca lo he visto.
─¿Ha oído hablar de la Tigresa?
─No.
Paul se puso a cavilar mientras el coche atravesaba un barrio residencial. La Burguesa no podía proporcionarle la información que necesitaba. Tendría que pasar al siguiente eslabón de la cadena.
La mujer detuvo el coche ante una casa alta.
─Entré y lávese un poco ─le dijo a Paul.
Paul se apeó. Todo parecía estar en orden: la Burguesa había acudido al lugar acordado y respondido correctamente a la contraseña, y nadie la había seguido. Por desgracia, no le había proporcionado ninguna información útil, de modo que seguía ignorando en qué medida estaba comprometido el circuito Bollinger y hasta qué punto corría peligro Flick. Mientras la mujer lo precedía hasta la puerta e introducía la llave en la cerradura, Paul se llevó la mano al bolsillo de la camisa y acarició el cepillo de dientes de madera; como era francés, no le habían puesto pegas para que lo llevara encima. De pronto, tuvo una inspiración. Al tiempo que la Burguesa cruzaba el umbral, se lo sacó del bolsillo, lo dejó caer justo delante de la puerta y entró.