Alto Riesgo (20 page)

Read Alto Riesgo Online

Authors: Ken Follett

BOOK: Alto Riesgo
3.1Mb size Format: txt, pdf, ePub

El sufrimiento de mademoiselle Lemas no era sólo físico. Dieter lo sabía. La dolorosa presión de su vejiga no era nada comparada con el miedo a orinarse encima en una sala llena de personas educadas y bien vestidas que seguían trabajando con la mayor naturalidad. Para una señora mayor y respetable, no había pesadilla más aterradora. Dieter admiraba su entereza y se preguntaba si desfallecería y se lo contaría todo o seguiría resistiendo.

Un joven cabo dio un taconazo frente a él.

─Perdone, mayor ─dijo el muchacho─. El mayor Weber me envía a pedirle que acuda a su despacho.

Dieter pensó en enviarle una respuesta en estos términos: «Si quieres hablar conmigo, ya sabes dónde estoy». Pero decidió que no convenía mostrarse beligerante hasta que fuera estrictamente necesario. Puede que Weber dejara de ponerle obstáculos si le permitía marcarse un tanto.

─Muy bien ─respondió, y se volvió hacia Hesse─. Hans, ya sabe lo que tiene que preguntarle si decide hablar.

─Sí, mayor.

─Por si no es así... Stéphanie, ¿podrías ir al Café des Sports y traer ─me una cerveza y un vaso?

─Claro ─dijo Stéphanie, encantada de tener una excusa para abandonar la sala.

Dieter siguió al cabo hasta el despacho de Willy Weber. Era una amplia sala en la parte delantera del palacio, con tres ventanas altas que daban a la plaza. El sol se ponía sobre el pueblo, y sus oblicuos rayos doraban los contrafuertes y los arcos de medio punto de la iglesia medieval. Dieter vio a Stéphanie, que cruzaba la plaza con sus zapatos de tacón de aguja, contoneándose como un caballo de carreras, delicada y fuerte al mismo tiempo.

Un grupo de soldados trabajaba en la plaza. Estaban colocando tres postes de madera sólidos y perfectamente alineados.

─¿Un pelotón de fusilamiento? ─preguntó Dieter frunciendo el ceño.

─Para los tres terroristas que sobrevivieron a la escaramuza del domingo ─respondió Weber─. Tengo entendido que has acabado de interrogarlos...

Dieter asintió.

─Me han dicho todo lo que saben.

─Serán fusilados en público como advertencia a quienes pudieran estar pensando en unirse a la Resistencia.

─Buena idea ─dijo Dieter─. Sin embargo, aunque Gaston está bien, tanto Bertrand como Genevieve se encuentran en un estado lamentable... Dudo mucho que puedan andar.

─Entonces, habrá que arrastrarlos hasta los postes. Pero no te he hecho venir para hablar de ellos. Mis superiores en París me han preguntado en qué punto se encuentra la investigación.

─¿Y qué les has dicho, Willi?

─Que tras cuarenta y ocho horas de pesquisas has arrestado a una anciana que tal vez haya dado cobijo a agentes aliados en su casa, y que hasta ahora no nos ha dicho nada.

─¿Y qué te habría gustado decirles?

Weber dio un puñetazo en la mesa con inesperada teatralidad. ─¡Que le hemos partido el espinazo a la Resistencia francesa! ─Eso no se consigue en cuarenta y ocho horas. ─¿Por qué no torturas a ese vejestorio?

─La estoy torturando.

─¿No dejándola ir al baño? ¿Qué clase de tortura es ésa? ─La más efectiva en este caso, créeme.

─Te crees más listo que nadie. Siempre has sido un arrogante. Pero esto es la nueva Alemania, mayor. Ya no basta ser hijo de un profesor para que te consideren intelectualmente superior.

─No seas ridículo.

─¿De verdad crees que habrías llegado a ser el jefe más joven del departamento de investigación criminal si tu padre no hubiera sido un personaje en la universidad?

─Hice los mismos exámenes que los demás.

─Resulta la mar de extraño que otros tan capaces como tú nunca consiguieran hacerlo tan bien.

Pero, ¿con qué fantasías intentaba consolarse Weber?

─Por amor de Dios, Willi, ¿insinúas que toda la policía de Colonia conspiraba para postergarte porque mi padre era profesor de música? ¡Es para troncharse!

─Era algo bastante habitual en los viejos tiempos.

Dieter suspiró. Weber tenía parte de razón. En Alemania, el compadreo y el nepotismo habían sido moneda corriente. Pero ése no era el motivo del fracaso de Willi. La verdad es que era idiota. Sólo podía ascender en una organización en la que el fanatismo se valoraba más que la efectividad.

Dieter decidió zanjar aquella discusión absurda.

─No te preocupes por mademoiselle Lentas ─dijo dirigiéndose hacia la puerta─. Hablará pronto. Y, como tú dices, le partiremos el espinazo a la Resistencia francesa. Es cuestión de tiempo.

Volvió a la sala del piso superior. Mademoiselle Lemas había empezado a gemir entre dientes. Irritado por la conversación con Weber, Dieter decidió acelerar el proceso. Cuando volvió Stéphanie, dejó el vaso en la mesa, abrió la botella y vertió la cerveza lentamente delante de la prisionera. Lágrimas de dolor afloraron a los ojos de la mujer y resbalaron por sus rollizas mejillas. Dieter se llevó el vaso a los labios, le dio un largo trago y volvió a dejarlo en la mesa.

─Su sufrimiento acabará enseguida, mademoiselle ─le aseguró─ El alivio está al alcance de su mano. En cuestión de instantes, responderá a mis preguntas y podrá ir al lavabo. ─La prisionera cerró los ojos─. ¿Dónde se encuentra con los agentes británicos? ─Dieter hizo una pausa─. ¿Cómo se reconocen? ─La mujer no respondió─. ¿Cuál es la contraseña? ─Esperó unos instantes y añadió─: Tenga las respuestas preparadas, y asegúrese de que sean claras, para que cuando llegue el momento me las pueda decir con rapidez, sin vacilaciones ni circunloquios; luego podrá aliviar su sufrimiento. ─Se sacó la llave de las esposas de un bolsillo─. Hans, agárrela de la muñeca. ─Se agachó y liberó el tobillo de mademoiselle Lemas; a continuación, la cogió del brazo─. Acompáñanos, Stéphanie ─dijo─.Vamos al aseo de señoras.

Stéphanie fue hacia la puerta. Dieter y Hans la siguieron sujetando a la prisionera, que andaba arrastrando los pies, con el torso doblado y mordiéndose el labio. Llegaron al final del pasillo y se detuvieron ante una puerta en cuyo letrero se leía: «Damen». Al verlo, mademoiselle Lemas soltó un fuerte gemido.

─Abre la puerta ─le dijo Dieter a Stéphanie.

Stéphanie abrió. El aseo, alicatado con azulejos blancos e impoluto, consistía en un lavabo, un toallero con una toalla y una hilera de retretes con puerta.

─¿Lo ve? ─dijo Dieter─. Su sufrimiento está a punto de acabar. ─Por favor ─musitó la mujer─. Déjeme entrar.

─¿Dónde se encuentra con los agentes británicos? ─ Mademoiselle

Lemas se echó a llorar─. ¿Dónde se encuentra con ellos? ─ murmuró Dieter con suavidad

─En la catedral ─gimió la mujer─. En la cripta. ¡Por favor, déjeme entrar!

Dieter, satisfecho, soltó un prolongado suspiro. Mademoiselle se había desmoronado.

─¿Cuándo se encuentra con ellos?

─A las tres de la tarde; voy todos los días.

─¿Cómo se reconocen?

─Llevo un zapato negro y otro marrón. ¿Puedo entrar ya? ─Sólo otra pregunta. ¿Cuál es la contraseña? ─«Rece por mí.»

La mujer intentó dar un paso, pero Dieter la retuvo con fuerza y Hans lo imitó.

─«Rece por mí.» ─repitió Dieter─. ¿Eso quién lo dice, usted o el agente?

─El agente, ahhh... ¡Por Dios!

─¿Y usted qué contesta?

─«Rezo por la paz», ésa es mi respuesta.

─Gracias ─murmuró Dieter, y la soltó. A un gesto suyo, Stéphanie entró tras la mujer y cerró la puerta─. Bueno, Hans, parece que empezamos a avanzar ─dijo Dieter sonriendo.

El teniente Hesse estaba tan satisfecho como su jefe.

─En la cripta de la catedral ─leyó─, todos los días a las tres de la tarde, un zapato negro y otro marrón, «Rece por mí» y, la respuesta, «Rezo por la paz». ¡Excelente!

─Cuando salgan, encierra a la prisionera en una celda y ponla a disposición de la Gestapo. Ellos se encargarán de mandarla a algún campo. Hesse asintió.

─Resulta duro, señor. Tratándose de una señora mayor, quiero decir.

─En efecto... hasta que piensa uno en los soldados alemanes y los civiles franceses asesinados por los terroristas a los que ha dado cobijo. Entonces, parece un castigo insignificante.

─Sí, eso hace que uno vea las cosas de un modo totalmente distinto, señor.

─¿Ha visto usted como una cosa lleva a la otra? ─dijo Dieter pensativo─. Gaston nos habla de una casa, la casa nos permite detener a mademoiselle Lemas, ella nos cuenta lo de la cripta y la cripta nos permitirá... ¿Quién sabe?

Dieter empezó a cavilar sobre el mejor modo de sacar partido a la nueva información.

El reto era capturar a los agentes sin que Londres se enterara. Si actuaba con habilidad, los aliados seguirían enviando gente por el mismo conducto y despilfarrando sus efectivos sin saberlo. Igual que en Holanda: más de cincuenta saboteadores, cuyo adiestramiento debía de haber costado una fortuna, se habían lanzado en paracaídas directamente a los brazos de los alemanes.

Sobre el papel, el próximo agente enviado por Londres iría a la cripta de la catedral y se encontraría con mademoiselle Lemas. Ella se lo llevaría a su casa, desde donde el agente enviaría un mensaje por radio comunicando que todo iba bien. Luego, cuando estuviera ausente, Dieter se apoderaría de sus libros de códigos. A partir de ese momento, podría arrestarlo y seguir mandando mensajes a Londres en su nombre... e interpretar las respuestas. De hecho, habría montado un circuito de la Resistencia completamente ficticio. Era una perspectiva apasionante.

Willi Weber se acercó por el pasillo.

─Y bien, mayor, ¿ha hablado la prisionera?

─Lo ha hecho.

─Ya iba siendo hora. ¿Ha dicho algo que merezca la pena?

─Puedes comunicar a tus superiores que ha revelado el lugar de encuentro y la contraseña que utilizan. Podremos capturar a los agentes a medida que lleguen.

Weber parecía interesado a pesar de su hostilidad. ─¿Dónde se encuentran?

Dieter titubeó. Habría preferido no decirle una palabra a Weber. Pero era difícil negarse a compartir la información sin ofenderlo y enemistarse definitivamente con él. Tenía que contárselo.

─En la cripta de la catedral, todos los días a las tres.

─Informaré a París ─dijo Weber, y se alejó.

Dieter siguió pensando en su próximo paso. La casa de la calle du Bois era un dispositivo de seguridad. Ningún miembro del circuito Bollinger conocía a mademoiselle Lemas. Los agentes que llegaban de Londres tampoco sabían qué aspecto tenía, de ahí la necesidad de signos exteriores reconocibles y contraseñas. Si pudiera utilizar a alguien que se hiciera pasar por ella... Pero, ¿a quién?

Stéphanie salió del aseo de señoras precediendo a la prisionera. Ella, ¿por qué no?

Era mucho más joven que mademoiselle Lemas, y no se le parecía en nada, pero los agentes no lo sabían. Era francesa. Sólo tenía que atender al agente durante uno o dos días.

Dieter la cogió del brazo.

─Hans se ocupará de la prisionera. Ven, déjame invitarte a una copa de champán.

La acompañó a la calle. En la plaza, los soldados habían acabado el trabajo, y los tres postes proyectaban largas sombras a la luz del atardecer. Un grupo de vecinos los observaba en sobrecogido silencio desde el atrio de la iglesia.

Entraron en el Café des Sports. Dieter pidió una botella de champán y se volvió hacia Stéphanie.

─Gracias por ayudarme ─dijo─. Me has sacado de un apuro.

─Te quiero ─respondió la chica─. Y tú a mí, lo sé, aunque nunca me lo hayas dicho.

─¿Cómo te sientes respecto a lo que hemos hecho? Eres francesa, tienes una abuela cuya raza no es necesario mencionar y, que yo sepa, no eres nazi.

Stephanie sacudió la cabeza con energía.

─He dejado de creer en nacionalidades, razas e ideologías ─ aseguró con vehemencia─. Cuando me detuvo la Gestapo, no me ayudó ningún francés. Ni ningún judío. Ni ningún socialista, liberal o comunista. Y pasé tanto frío en aquella celda... ─Su rostro cambió de expresión. La seductora media sonrisa que rara vez abandonaba se esfumó de sus labios, y el brillo provocativo de su mirada se apagó en sus ojos. Estaba en otro sitio y en otro momento. Cruzó los brazos sobre el pecho y se estremeció, a pesar de la calidez del aire─. No sólo por fuera, en la piel. Lo tenía clavado en el corazón, en las tripas, en los huesos... Pensé que nunca volvería a sentir calor, que me iría a la tumba con aquel frío. ─Permaneció en silencio durante unos instantes, con el rostro tenso y demacrado, y Dieter pensó en ese momento que la guerra era algo terrible─. Nunca olvidaré la chimenea de tu apartamento ─dijo al fin─. El fuego de carbón. Había olvidado cuánto calor desprende. Ante aquel fuego, volví a sentirme humana. ─Stéphanie salió de su trance─.Tú me salvaste. Me diste de comer y de beber. Me compraste ropa. ─ Stéphanie recuperó su sonrisa de siempre, que parecía decir: «Si te atreves, soy tuya»─.Y, delante de aquel fuego de carbón, me hiciste el amor.

─No me resultó difícil ─dijo Dieter cogiéndole la mano.

─Conseguiste que me sintiera segura, en un mundo en el que casi nadie lo está. Así que ahora sólo creo en ti.

─Si lo dices en serio...

─Totalmente.

─Necesito que hagas algo más por mí.

─Lo que sea.

─Que te hagas pasar por mademoiselle Lemas. Stéphanie arqueó una de sus bien depiladas cejas.

─Fingir que eres ella. Ir a la catedral todas las tardes a las tres calzada con un zapato negro y otro marrón. Cuando alguien se te acerque y te diga: «Rece por mí», contestar: «Rezo por la paz». Y llevártelo a la casa de la calle du Bois. Luego, llamarme.

─Parece sencillo.

Les sirvieron la botella, y Dieter llenó dos copas. Decidió serle franco. 

─Debería ser sencillo. Pero hay cierto riesgo. Si el agente ha visto a mademoiselle Lemas con anterioridad, sabrá que eres una impostora. En tal caso, podrías estar en peligro. ¿Estás dispuesta a correr ese riesgo? 

─¿Es importante para ti?

─Es importante para la guerra.

─La guerra me trae sin cuidado.

─También es importante para mí.

─Entonces, lo haré.

Dieter alzó su copa.

─Gracias.

Entrechocaron las copas y les dieron un sorbo.

Fuera, en la plaza, se oyó una descarga. Dieter se acercó a la ventana y vio tres cuerpos atados a los postes, flojos y ensangrentados, una hilera de soldados que bajaban los fusiles y una muchedumbre de paisanos que miraban, silenciosos e inmóviles.

La penuria de la guerra apenas había afectado al Soho, el barrio chino del corazón del West End. Los mismos grupos de jóvenes borrachos como cubas se tambaleaban por sus calles, aunque la mayoría iban de uniforme. Las mismas chicas pintarrajeadas y embutidas en ceñidos modelos merodeaban por las aceras al acecho de clientes. Los letreros luminosos de los clubes y los bares permanecían apagados a causa de los bombardeos, pero todos los locales estaban abiertos.

Other books

Boy Band by Jacqueline Smith
Gold Coast Blues by Marc Krulewitch
Tracing Hearts by Kate Squires
Lorie's Heart by Amy Lillard
Fire in the Hills by Donna Jo Napoli
A Smidgen of Sky by Dianna Dorisi Winget
UNCOMMON DUKE, AN by BENSON, LAURIE
A Christmas Secret by Anne Perry
Burn by Anne Rainey