Alto Riesgo (22 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: Alto Riesgo
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─El palacio dispone de una central automática nueva, instalada por los alemanes para mejorar las comunicaciones por teléfono y teletipo entre Berlín y las fuerzas de ocupación.

Al principio, Greta se mostró escéptica respecto al plan.

─Pero, cariño, contando con que tengamos éxito, ¿qué impide a los alemanes desviar las llamadas hacia la red general?

─El volumen de tráfico. El sistema está sobrecargado. El centro de mando del ejército, conocido como «Zeppelin», que se encuentra a las afueras de Berlín, recibe o envía ciento veinte mil llamadas de larga distancia y veinte mil télex diariamente. Y serán muchos más cuando invadamos Francia. Pero la mayor parte del sistema francés consiste en centrales manuales. Ahora imagina que la principal central automática queda fuera de servicio y hay que hacer todas esas llamadas como antes, a través de operadoras, empleando diez veces más tiempo. El noventa por ciento de ellas no llegaría a establecerse nunca.

─Los militares podrían prohibir las llamadas civiles.

─Eso no arreglaría nada. Las llamadas civiles representan una fracción muy pequeña del tráfico total.

─De acuerdo. ─Greta se quedó pensativa─. Bueno, podríamos destruir los paneles del equipo común.

─¿Para qué sirven?

─Proporcionan los voltajes de los tonos y los timbres, tanto para las llamadas manuales como para las automáticas. Y los transformadores de registro, que convierten los códigos de área en instrucciones para la elección de rutas.

─Y con eso, ¿inutilizaríamos toda la central?

─No. Además, estarían en condiciones de reparar los daños. Tendríamos que destruir la central manual, la central automática, los amplificadores de larga distancia, la central de télex y los amplificadores de télex, que probablemente están en sitios diferentes.

─Recuerda que no dispondremos de muchos explosivos. Sólo podremos entrar con los que quepan en nuestros seis bolsos.

─Eso es un auténtico problema.

Michel había examinado la cuestión con Arnaud, un miembro del circuito Bollinger que trabajaba en el PTT francés ─Postes, Télégraphes, Téléphones─; pero Flick ignoraba a qué conclusiones habían llegado, y Arnaud había muerto durante el ataque a la central.

─Tiene que haber algún dispositivo común a todos los sistemas.

─Sí, lo hay. El CPD.

─¿Qué es?

─El cuadro principal de distribución. Dos juegos de terminales instaladas en largos soportes. Todos los cables que llegan del exterior confluyen en un extremo del cuadro, y todos los que parten de la central telefónica salen del otro. Están conectados entre sí por cables de empalme.

─¿Dónde podrían estar?

─En alguna sala próxima a la cámara de cables. Sobre el papel, bastaría con aplicar una llama a los cables hasta fundir el cobre. 

─¿Cuánto tardarían en volver a conectarlos? ─Un par de días.

─¿Estás segura? No hace mucho, una bomba destrozó los cables de mi calle, y el técnico de Correos y Telégrafos los volvió a conectar en unas horas.

─Las reparaciones del tendido exterior son sencillas; basta con conectar los extremos cortados, rojo con rojo y azul con azul. Pero un cuadro principal de distribución tiene centenares de conexiones cruzadas. Dos días es una estimación optimista, y doy por supuesto que los técnicos disponen de las fichas guía.

─¿Fichas guía?

─Muestran cómo están conectados los cables. Normalmente, se guardan en un armario del cuarto del CPD. Si las hiciéramos desaparecer, se pasarían semanas haciendo pruebas hasta acertar con las conexiones.

Flick recordó haber oído decir a Michel que la Resistencia tenía a alguien del PTT dispuesto a destruir los duplicados de las fichas, que se custodiaban en los cuarteles generales.

─Esto empieza a tener buena pinta. Ahora, préstame atención. Por la mañana, cuando les explique la misión a las demás, voy a contarles algo completamente diferente, una historia que servirá de tapadera.

─¿Por qué?

─Para que la misión no se vaya al garete si detienen e interrogan a alguna de nosotras.

─Ah. ─Greta puso cara de susto─. Qué horror...

─Tú eres la única que sabe la verdad, así que mantén la boca cerrada por el momento.

─No te preocupes. Las locas estamos acostumbradas a guardar secretos.

A Flick le sorprendió aquel calificativo, pero no hizo ningún comentario.

El centro de desbaste estaba instalado en los terrenos de una de las mansiones más señoriales de Inglaterra. Beaulieu, pronunciado «Biuli», era una extensa propiedad situada en New Forest, cerca de la costa sur. Palace House, el edificio principal, era la residencia de lord Montagu.

Ocultas tras los bosques, se alzaban numerosas y espléndidas casas de campo rodeadas por sus propios terrenos. La mayoría estaban vacías desde el comienzo de la guerra. Los propietarios jóvenes habían pasado al servicio activo y los viejos solían disponer de medios para huir a lugares más seguros. El Ejecutivo había requisado doce de aquellas casas, que utilizaba como centros de adiestramiento en seguridad, manejo de radio, interpretación de mapas y otras habilidades más turbias, como el robo, el sabotaje, la falsificación y el asesinato.

Llegaron a la casa a las tres de la mañana. El coche recorrió un camino de tierra lleno de baches, cruzó una valla y se detuvo ante un enorme edificio. Llegar a aquel sitio era como entrar en un mundo de fantasía, donde se hablaba del engaño y la violencia con la mayor naturalidad. La casa producía un efecto de irrealidad de lo más apropiado. Aunque tenía unos veinte dormitorios, había sido construida a imitación de las casitas campesinas, afectación arquitectónica que había estado en boga en los años previos a la Primera Guerra Mundial. A la luz de la luna, con sus chimeneas y sus buhardillas, sus ventanas en saliente y sus tejados a cuatro aguas, parecía una ilustración de un libro infantil, un caserón destartalado donde una podía jugar al escondite todo el santo día.

El silencio era absoluto. Las otras ya habían llegado, pero debían de estar durmiendo. Flick conocía la casa y encontró dos habitaciones libres en el ático. Se despidió de Greta y se acostó de inmediato. Estaba rendida, pero aguantó despierta unos minutos, preguntándose cómo iba a convertir a aquellos bichos raros en una unidad de combate. El sueño la venció enseguida.

A las seis ya estaba en pie. Desde su ventana se veía el estuario del Solent. A la luz gris de la mañana, el agua parecía mercurio. Hirvió agua en un cacharro y se lo llevó a Greta, para que se afeitara. Luego, despertó a los otros.

Percy y Paul fueron los primeros en llegar a la enorme cocina de la parte posterior de la casa, Percy pidiendo té y Paul, café. Flick les respondió que se lo hicieran ellos. No había ingresado en el Ejecutivo para hacer de chacha.

─Yo te he preparado té muchas veces ─protestó Percy.

─Lo haces con aire de nobleza obliga ─replicó Flick─. Como un duque cediendo el paso a la doncella.

Paul se echó a reír ─Hay que ver cómo son ustedes...

El cocinero del ejército llegó a las seis y media, y en un periquete se sentaron alrededor de la gran mesa, ante platos de huevos fritos y gruesas tiras de bacon. A los agentes no se les racionaba la comida: necesitaban hacer reservas. Una vez entraban en acción, solían pasar días sin comer caliente.

Las chicas fueron llegando de una en una. Maude Valentine, que entró la primera, provocó la admiración de Flick: Percy y Paul no le habían dicho que fuera tan atractiva. Iba de punta en blanco y se había pintado la boquita de piñón con carmín rojo brillante, como si la esperaran para desayunar en el Savoy. Fue derecha a sentarse junto a Paul y le lanzó una sonrisa seductora.

─¿Ha dormido bien, mayor? ─le preguntó.

Flick respiró aliviada al ver el rostro de pirata de Ruby Romain. No le habría extrañado enterarse de que había huido durante la noche. Desde luego, podían volver a detenerla por el asesinato. No la habían indultado; tan sólo habían retirado los cargos. Siempre cabía la posibilidad de volver a presentarlos. Eso hubiera debido bastar para disuadirla; pero era tozuda como una mula, y podía decidir probar suerte.

A esa hora de la mañana, Jelly Knight aparentaba su edad. Se sentó junto a Percy y le sonrió con afecto.

─Habrás dormido como un tronco, ¿no? ─le preguntó. ─Tengo la conciencia tranquila.

Jelly se echó a reír.

─Pero, ¿tú tienes de eso?

El cocinero le sirvió un plato de huevos con bacon, pero ella puso cara de asco.

─Gracias, guapo, pero tengo que cuidar la línea.

Desayunó una taza de té y un cigarrillo tras otro.

Greta apareció en el umbral, y Flick contuvo el aliento.

Llevaba un bonito vestido de algodón con pequeños pechos falsos. Una chaqueta rosa disimulaba la anchura de sus hombros y un pañuelo de seda, su garganta masculina. Llevaba la peluca morena y corta. Se había empolvado a fondo, pero apenas había usado rímel ni pintalabios. En contraste con su excesivo personaje cuando estaba en escena, ahora interpretaba a una joven más bien modosa y un tanto acomplejada por su altura. Flick la presentó a las demás y observó sus reacciones. Era la primera prueba del personaje de Greta.

Todos sonrieron a la nueva, sin mostrar el menor signo de encontrarla rara. Flick respiró aliviada.

Tras conocer a Maude, sólo le faltaba lady Denise Bouverie. A Percy, que la había reclutado en Hendon, le parecía indiscreta. Resultó ser una chica de lo más normal, de abundante pelo negro y aire inseguro. Aunque era hija de marqués, carecía del aplomo característico de las chicas de la clase alta. Era demasiado anodina para resultar simpática.

«Éste es mi equipo ─se dijo Flick─: una coqueta, una asesina, una ladrona, un travestí y una niña boba y bien.» Faltaba alguien, comprendió Flick: la otra aristócrata. Diana no había aparecido. Y ya eran las siete y media.

─¿Le dijiste a Diana que nos levantamos a las seis? ─le preguntó a Percy.

─Se lo dije a todas.

─Y yo he aporreado su puerta a las seis y cuarto ─dijo Flick poniéndose en pie─. Más vale que vaya a buscarla. Habitación diez, ¿verdad?

Subió las escaleras y llamó a la puerta. Al no obtener respuesta, la abrió y entró. La habitación estaba patas arriba: la maleta, abierta sobre la cama deshecha; los almohadones, tirados por el suelo; unas bragas, olvidadas sobre el tocador... Pero aquello no tenía nada de anormal. Diana estaba acostumbrada a que la gente fuera tras ella recogiéndolo todo. La madre de Flick había sido una de esas personas. Simplemente, Diana había decidido dar una vuelta. Tendría que aprender que su tiempo había dejado de pertenecerle, pensó Flick con irritación.

─Ha desaparecido ─informó a los demás al regresar a la cocina─. Empezaremos sin ella. ─Se quedó de pie en la cabecera de la mesa─.Tenemos por delante dos días de adiestramiento. Luego, el viernes por la noche, nos lanzaremos en paracaídas sobre Francia. El equipo es exclusivamente femenino porque las mujeres pueden desplazarse por la Francia ocupada con más facilidad. No resultan tan sospechosas como los hombres para la Gestapo. Nuestra misión es volar un túnel de la línea férrea que une Frankfurt y París, cerca de un pueblo llamado Marles, en las proximidades de Reims. ─Flick miró a Greta, que conocía el auténtico objetivo. La falsa morena siguió untando una tostada con mantequilla sin despegar los labios ni levantar la vista─. En circunstancias normales, el curso de adiestramiento duraría tres meses ─siguió diciendo Flick─. Pero ese túnel tiene que estar destruido el lunes por la noche. En los próximos dos días, esperamos proporcionaros las reglas básicas de seguridad, enseñaros a saltar en paracaídas, a utilizar determinadas armas y a matar sin hacer ruido.

Maude se puso pálida a pesar del maquillaje.

─¿A matar? ─exclamó─. ¿No esperarás que unas chicas hagamos algo así?

Jelly soltó un bufido de indignación.

─Por si no lo sabes, hay una puta guerra en marcha.

En ese momento, se abrió la puerta del jardín y apareció Diana con los pantalones de pana manchados de verdín.

─He estado de excursión en el bosque ─dijo entusiasmada─. Maravilloso. Y mirad lo que me ha dado el hombre que cuida el invernadero.

Diana se sacó un puñado de tomates maduros de los bolsillos y los hizo rodar sobre la mesa.

─Siéntate, Diana ─dijo Flick─. Llegas tarde a la primera sesión. 

─Lo siento, querida. ¿Me he perdido tu deliciosa charla?

─Ahora estás en el ejército ─replicó Flick exasperada─. Cuando te dicen que estés en la cocina a las siete, no es una sugerencia.

─¿No irás a ponerte en plan de gobernanta conmigo, eh, cariño? 

─Siéntate y cállate.

─Vas a acabar asustándome, querida.

─Diana ─dijo Flick alzando la voz─, cuando te ordene que te sientes y calles, limítate a hacerlo sin replicar. Y no vuelvas a llamarme «querida» bajo ninguna circunstancia. ¿Entendido?

Diana se sentó y guardó silencio, pero le lanzó una mirada desafiante. «Ay, Dios ─se dijo Flick─, me parece que he metido la pata.»

La puerta se abrió de golpe, y un hombre bajo y musculoso de unos cuarenta años entró en la cocina. Su camisa de uniforme ostentaba galones de sargento.

─¡Buenos días, chicas! ─exclamó con jovialidad.

─Os presento al sargento Bill Griffiths ─dijo Flick─, uno de vuestros instructores. ─No simpatizaba con aquel individuo, instructor de adiestramiento físico del ejército, demasiado aficionado a la lucha cuerpo a cuerpo. Flick había advertido que apenas se disculpaba cuando lesionaba a alguien, y que aún se empleaba más a fondo con las mujeres─. Ya hemos acabado con la charla, sargento. Puede empezar cuando guste ─añadió Flick haciéndose a un lado y apoyando la espalda en la pared.

─Sus deseos son órdenes, mayor Clairet ─dijo el sargento en tono levemente burlón─. Aterrizar en paracaídas ─explicó Griffiths ocupando el puesto de Flick a la cabecera de la mesa─ es como saltar de un muro de cinco metros de altura. El techo de esta cocina es un poco más bajo, de modo que es como saltar al jardín desde el primer piso.

─Ay, madre ─oyó Flick murmurar a Jelly.

─Al llegar al suelo, no hay que intentar quedarse de pie ─siguió diciendo Griffiths─. Si intentan aterrizar en posición erguida, se romperán las piernas. Lo más seguro es dejarse caer. De modo que lo primero que vamos a aprender es cómo caer. Si no quieren mancharse la ropa, por favor, vayan al vestuario, que está ahí mismo, y pónganse un mono. Las espero fuera dentro de tres minutos.

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