Alto Riesgo (26 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: Alto Riesgo
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HLCP DXDX QTC1 QRK? K

Dieter frunció el ceño intentando adivinar. El primer grupo de letras debía de ser el indicativo de «Helicóptero». El siguiente, «DXDX», era un misterio. El uno del final de «QTC 1 » sugería que aquel grupo significaba algo como: «Tengo un mensaje para enviarles». La interrogación del final de «QRK?» hacía suponer que Helicóptero preguntaba si lo recibían alto y claro. Dieter sabía que «K» significaba «Cierro». Pero el «DXDX» seguía sin decirle nada.

─No olvide su clave de seguridad ─dijo Dieter obedeciendo a una intuición.

─No la he olvidado ─respondió Helicóptero.

«Ahí tienes el "DXDX"», concluyó Dieter.

Helicóptero cambió la clavija a «Recibir», y Dieter oyó responder al Morse:

HLCP QRK QRV K

El primer grupo volvía a ser el indicativo de «Helicóptero». El segundo, «QRK», aparecía en el otro mensaje, pero seguido de un interrogante. Sin él, debía de significar: «Lo recibo alto y claro». «QRV» admitía más dudas, pero cabía interpretarlo como una invitación a emitir.

Mientras Helicóptero tecleaba el mensaje en Morse, Dieter lo observaba eufórico. Estaba viviendo el sueño de cualquier cazador de espías: tenía en sus manos a un agente que se creía libre como un pájaro.

Helicóptero apagó la radio en cuanto acabó de enviar el mensaje. Convenía utilizarla el tiempo estrictamente necesario, pues la Gestapo disponía de equipos radiogonométricos para rastrear las emisiones.

En Inglaterra, tendrían que transcribir el mensaje, descifrarlo y entregárselo al controlador de Helicóptero, que probablemente debería consultar con sus superiores antes de responder; todo el proceso podía tardar horas, de modo que Helicóptero esperaría hasta las once para volver a establecer la conexión.

Entre tanto, Dieter tenía que conseguir alejarlo del aparato y, sobre todo, del pañuelo y del cuadernillo.

─Imagino que ahora querrá contactar con el circuito Bollinger... ─le dijo.

─Sí. Londres necesita saber lo que queda de él.

─Lo pondremos en contacto con Monet, el jefe del circuito. ─ Dieter consultó su reloj y el corazón le dio un vuelco: era un reloj de reglamento de oficial del ejército alemán; si Helicóptero lo reconocía, todo el montaje se iría al garete. Procurando recobrar la calma, añadió─: Tenemos tiempo, lo llevaré en coche a su casa.

─¿Está lejos? ─preguntó Helicóptero levantándose.

─En el centro de la ciudad.

Monet, cuyo auténtico nombre era Michel Clairet, no estaría en casa. No había vuelto a pisarla tras el ataque al palacio; Dieter lo había comprobado. Los vecinos aseguraban no tener la menor idea de dónde estaba. Era lógico. Monet, convencido de que alguno de sus camaradas revelaría su nombre y su dirección durante los interrogatorios, había decidido ocultarse.

Helicóptero empezó a guardar la radio.

─¿No hace falta recargar la batería de vez en cuando? ─le preguntó Dieter.

─Sí. De hecho, nos aconsejan que la mantengamos conectada a la corriente siempre que sea posible, para tenerla cargada al máximo.

─¿Y por qué no la deja conectada? Dentro de un rato, cuando volvamos por la radio, la tendrá completamente cargada. Si viniera alguien, Burguesa puede esconderla en cuestión de segundos.

─Buena idea.

─Entonces, vámonos. ─Dieter abrió la marcha hacia el garaje y sacó el Simca-Cinq. A continuación, salió precipitadamente del coche como si hubiera olvidado algo─. Espere aquí un momento ─le dijo a Helicóptero─, tengo que decirle algo a Burguesa.

Dieter volvió a entrar en la casa. En la cocina, Stéphanie tenía la vista clavada en la radio, que seguía sobre la mesa. Dieter sacó el cuadernillo de uso único y el pañuelo de seda del compartimento de los accesorios.

─¿Cuánto tardarás en copiar todo esto? ─le preguntó Dieter. Stéphanie hizo una mueca.

─¿Ese galimatías? Por lo menos una hora.

─Hazlo tan deprisa como puedas, pero procura no equivocarte. Lo mantendré alejado de aquí durante hora y media.

Volvió al coche y llevó a Helicóptero al centro de Reims.

La casa de Michel Clairet era un edificio pequeño pero elegante situado en el barrio de la catedral. Dieter esperó en el coche mientras Helicóptero se acercaba a la puerta. Al cabo de un par de minutos, el agente se cansó de llamar y regresó al Simca.

─No contesta nadie.

─Volveremos a intentarlo mañana por la mañana ─dijo Dieter─. Entre tanto, conozco un bar frecuentado por miembros de la Resistencia ─mintió─.Tal vez encuentre a algún conocido.

Aparcó cerca de la estación y eligió un bar al azar. Se sentaron en una mesa y bebieron cerveza floja durante una hora. Luego, volvieron a la calle du Bois.

Cuando entraron en la cocina, Stéphanie miró a Dieter y asintió con disimulo. Dieter interpretó que había conseguido copiarlo todo.

─Bueno ─dijo Dieter volviéndose hacia Helicóptero─, imagino que le apetecerá darse un baño después de pasar la noche al raso. Y, desde luego, necesita afeitarse. Le enseñaré su habitación mientras Burguesa le llena la bañera.

─Son ustedes muy amables.

Dieter lo llevó a una habitación del ático, la más alejada del baño. En cuanto lo oyó chapotear en la bañera, volvió al cuarto y registró su ropa. Helicóptero llevaba una muda de ropa interior y calcetines, con etiquetas de tiendas francesas. En los bolsillos de su chaqueta, encontró cigarrillos y cerillas franceses, un pañuelo con etiqueta francesa y una cartera. Dentro había un montón de dinero: medio millón de francos, suficiente para comprar un coche nuevo, si hubiera habido alguno en venta. Los documentos de identidad parecían auténticos, aunque sin duda eran falsificaciones.

Además, la cartera contenía una fotografía.

Dieter la miró asombrado. La mujer que aparecía en primer plano era Flick Clairet. No cabía duda. Era la rubia de la plaza de Sainte-Cécile. Aquel hallazgo era un extraordinario golpe de suerte para Dieter. Y un desastre para ella.

La joven llevaba un traje de baño que dejaba al aire sus musculosas piernas y sus bronceados brazos. La tela elástica moldeaba los pequeños pechos, la estrecha cintura y la deliciosa curva de las caderas. La chica miraba directamente a la cámara con un asomo de sonrisa y tenía un brillo húmedo, de agua o transpiración, en la garganta. Tras ella y ligeramente desenfocados, dos jóvenes en bañador parecían a punto de zambullirse en un río. Estaba claro que la fotografía había sido tomada durante una inocente excursión campestre. Pero la semidesnudez de la modelo, la humedad de su garganta y su leve sonrisa se confabulaban para producir una imagen cargada de sexualidad. De no haber sido por los jóvenes del fondo, la chica podía haber estado a punto de quitarse el traje de baño y quedarse desnuda ante quien estuviera detrás de la cámara. Así era como sonreía una mujer a su hombre cuando quería que le hiciera el amor, se dijo Dieter. Entendía perfectamente que un chico joven como Helicóptero guardara aquella foto celosamente.

Los agentes tenían prohibido llevar fotos consigo cuando estaban en territorio enemigo, por razones más que obvias. La pasión de Helicóptero podía costarle la vida a Flick Clairet, además de provocar la destrucción de buena parte de la Resistencia.

Dieter se guardó la foto en un bolsillo y salió del cuarto. No podía negar que había sido un día provechoso.

Paul Chancellor se pasó el día luchando contra la burocracia militar, persuadiendo, amenazando, rogando, enjabonando y, en última instancia, sacando a relucir el nombre de Monty. Al final, consiguió un avión para las prácticas de paracaidismo del grupo del día siguiente.

Cuando cogió el tren para regresar a Hampshire, se dio cuenta de que estaba impaciente por volver a ver a Flick. Le gustaba un montón. Era inteligente, fuerte y un regalo para la vista. Lástima que estuviera casada.

Aprovechó el viaje para leer las crónicas de guerra del periódico. El prolongado letargo del frente oriental había acabado el día anterior con una repentina y formidable ofensiva germana contra Rumania. La capacidad de recuperación de los alemanes era asombrosa. Se estaban retirando en todas partes, pero seguían defendiéndose.

El tren llegó con retraso, y Paul se perdió la cena de las seis en punto en el centro de desbaste. Tras la cena, solía haber una clase teórica; luego, a las nueve, los alumnos podían relajarse durante una hora, antes de irse a la cama. Paul encontró a la mayoría del grupo en la sala de estar de la casa, que disponía de una librería, un aparador lleno de juegos de sociedad, un equipo de radio y una pequeña mesa de billar. Se acercó al sofa y se sentó al lado de Flick.

─¿Cómo ha ido el día? ─le preguntó en voz baja.

─Mejor de lo que cabía esperar ─respondió ella─. Pero vamos tan apurados de tiempo... Espero que se acuerden de algo cuando estén sobre el terreno.

─Algo es mejor que nada, digo yo.

Percy Thwaite y Jelly jugaban al póquer a penique la partida. Jelly era todo un personaje, se dijo Paul. No acababa de entender que una revientacajas profesional se considerara a sí misma una respetable ciudadana inglesa.

─¿Qué tal se ha portado Jelly? ─le preguntó a Flick.

─Muy bien. Ha tenido más dificultades que las otras con los ejercicios físicos, pero, vaya, se ha puesto en facha y al final no ha desmerecido de las jóvenes.

Flick hizo una pausa y frunció el ceño.

─¿Qué? ─dijo Paul.

─Su hostilidad hacia Greta va a ser un problema.

─No tiene nada de extraño que una inglesa odie a los alemanes. 

─Pero es absurdo... Greta ha sufrido a los nazis mucho más que Jelly. 

─Eso Jelly no lo sabe.

─Pero sabe que Greta está dispuesta a luchar contra ellos. ─La gente no actúa con lógica en este tipo de cosas. 

─Desde luego que no.

La interesada estaba hablando con Denise. O casi, se dijo Paul. Denise hablaba y Greta escuchaba.

─Mi cuñado, lord Foules, pilota cazabombarderos ─la oyó decir con su amanerado acento de aristócrata─. Se está preparando para realizar misiones de apoyo a las fuerzas de invasión.

─¿Has oído eso? ─le preguntó Paul a Flick frunciendo el ceño. 

─Sí. O se lo está inventando todo o está siendo peligrosamente indiscreta.

Paul observó a Denise. Era una chica huesuda que siempre parecía ofendida. Dudaba que estuviera fantaseando.

─A mí no me parece una imaginativa ─dijo.

─A mí tampoco. Creo que está contando auténticos secretos. ─ Más vale que prepare una pequeña prueba para mañana. ─De acuerdo.

Paul quería asegurarse de tener a Flick para él solo, de forma que pudieran hablar con más libertad.

─¿Vamos a dar un paseo por el jardín? ─le propuso.

Flick aceptó y lo acompañó afuera. El aire era cálido y aún quedaba una hora de luz natural. El jardín de la propiedad consistía en varias hectáreas de césped salpicado de árboles. Maude y Diana estaban sentadas en un banco bajo un haya roja. Maude había coqueteado con Paul al principio, pero él no le había dado alas, y la chica parecía haber dejado correr la cosa. En esos momentos, escuchaba ávidamente a Diana mirándola a los ojos casi con adoración.

─¿Qué le estará contando Diana? ─dijo Paul─. La tiene fascinada. 

─A Maude le encanta que le hable de su vida ─ respondió Flick─.

Desfiles de moda, recepciones, viajes en transatlántico...

Paul recordó que Maude lo había sorprendido preguntándole si la misión los llevaría a París.

─A lo mejor quería que me la llevara a Estados Unidos. 

─Ya he notado que le haces tilín ─dijo Flick.─ Es atractiva. 

─Pero no mi tipo.

─¿Por qué no?

─¿Sinceramente? No es lo bastante lista.

─Bien ─dijo Flick─. Me alegro.

─¿Por qué?

─Otra cosa me habría decepcionado.

Paul se dijo que era una actitud un tanto condescendiente. ─ Me alegro de tener tu aprobación ─replicó.

─No seas irónico ─repuso Flick─. Pretendía hacerte un cumplido. Paul le sonrió. No podía evitar que le gustara, incluso cuando lo trataba con suficiencia.

─Entonces me retiraré ahora que voy ganando ─dijo.

Al pasar junto a las dos mujeres, oyeron decir a Diana:

─... y la condesa le soltó: «Aparta las zarpas de mi marido, bruja». A continuación, le echó la copa de champán por la cabeza, a lo que Jennifer respondió agarrándola de los pelos... y quedándose con ellos en la mano, ¡porque llevaba peluca!

Maude rió de buena gana.

─¡Cuánto me habría gustado estar allí!

─Parece que todas empiezan a hacer amigas ─dijo Paul.

─Menos mal. Necesito que trabajen en equipo.

El jardín se fundía poco a poco con el bosque, y cuando quisieron darse cuenta estaban en plena espesura. El solio de las hojas apenas dejaba pasar luz.

─¿Por qué llaman «Bosque Nuevo» a esta zona? ─preguntó Paul─. Parece la mar de viejo.

─¿Aún no te has dado cuenta de que los nombres ingleses no tienen lógica?

Paul se echó a reír.

─Supongo que no.

Siguieron caminando en silencio. Paul se sentía romántico. Le habría gustado besar a Flick, pero no podía olvidarse de su anillo de boda. ─Cuando tenía cuatro años, conocí al rey ─dijo Flick de improviso. ─¿Al actual?

─No, a su padre, Jorge V. Estuvo de visita en Somersholme. Por supuesto, procuraron mantenerme alejada de él; pero el domingo por la mañana apareció por el huerto y me vio. «Buenos días, pequeña ─me dijo─. ¿Lista para ir a la iglesia?» Era un hombre bajito, pero tenía un auténtico chorro de voz.

─¿Y tú qué dijiste?

─«¿Quién es usted?», le pregunté. «Soy el rey», respondió. Y entonces, según la leyenda familiar, yo repliqué: «No es verdad, es usted demasiado pequeño». Afortunadamente, le dio por reír. ─Veo que ni de niña sentías respeto por la autoridad. ─Eso dicen.

Paul oyó un gemido ahogado. Perplejo, volvió la cabeza hacia el lugar del que procedía el ruido y vio a Ruby Romain y a Jim Cardwell, el instructor de armamento. Ruby estaba reclinada contra un árbol y Jim la abrazaba inclinado sobre ella. Se estaban besando apasionadamente. Ruby volvió a gemir.

Estaban más que abrazados, comprendió Paul, que sintió tanto apuro como excitación. Las manos de Jim no paraban quietas bajo la blusa de Ruby, que tenía la falda levantada hasta la cintura. Paul vio una de sus morenas piernas y la tupida mata de pelo que le cubría el pubis. La otra pierna, levantada y doblada, descansaba el pie en la cadera del capitán. Se meneaban al unísono de forma inequívoca.

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