Authors: Ken Follett
Llegaron a Reims y fueron directamente a la calle du Bois. Aparcaron a la vuelta de la esquina y Hans bajó del coche en la penumbra previa al alba, caminó hasta la casa y echó el sobre con la foto de Flick en el buzón. El cuarto de Helicóptero estaba en la parte posterior del edificio, de modo que era poco probable que viera a Hans y lo reconociera más tarde.
El sol empezaba a alzarse cuando llegaron al centro de la ciudad. Hans aparcó a unos cien metros de la casa de Michel Clairet y abrió una boca de registro del PTT. Fingiría trabajar mientras vigilaba el edificio. Era una calle concurrida, con coches aparcados en ambas aceras, así que la furgoneta pasaría inadvertida.
Dieter se quedó en el vehículo y procuró mantenerse oculto mientras cavilaba sobre su discusión con Weber. Willi era estúpido, pero tenía parte de razón. Se estaba arriesgando demasiado. Helicóptero podía darle esquinazo, desaparecer y dejarlo con las manos vacías. Lo más fácil y lo más seguro habría sido torturarlo. No obstante, si dejarlo en libertad entrañaba grandes riesgos, prometía recompensas aún mayores. Si todo salía según lo previsto, Helicóptero podía ser una auténtica mina. Cuando pensaba en el triunfo que tenía al alcance de la mano, lo ambicionaba con una pasión que le aceleraba el pulso.
Por el contrario, si las cosas se torcían, Weber aprovecharía la oportunidad para contarle a todo el mundo que se había opuesto a su arriesgado plan desde el principio. Pero Dieter no estaba dispuesto a perder ni un segundo más pensando en aquellas intrigas burocráticas. Los individuos que, como Weber, jugaban a aquellos juegos eran la gente más despreciable de la tierra.
La ciudad empezaba a despertar. Las más madrugadoras fueron las mujeres que acudían a la panadería situada frente a la casa de Monet. El comercio seguía cerrado, pero el grupo permaneció pacientemente ante la puerta, conversando para aliviar la espera. Dieter supuso que, a pesar de estar racionado, el pan se acababa de vez en cuando, y que las buenas amas de casa compraban temprano para asegurarse su parte. Cuando el establecimiento abrió sus puertas, las francesas se abalanzaron al interior sin orden ni concierto, a diferencia de lo que habrían hecho las alemanas: formar una cola y esperar su turno, se dijo Dieter con un sentimiento de superioridad. Al verlas salir con sus barras, lamentó no haber desayunado.
A continuación, aparecieron los obreros, tocados con boina, calzados con recias botas y cargados con la bolsa o la fiambrera del almuerzo. Los niños empezaban a llenar las calles camino de las escuelas, cuando llegó Helicóptero montado en la bicicleta de Marie. Dieter se enderezó en el asiento. La cesta de la bicicleta contenía un objeto rectangular cubierto con un trapo: la maleta de la radio, supuso.
Hans asomó la cabeza fuera de la alcantarilla y siguió a la bicicleta con la mirada.
Helicóptero se detuvo ante la casa de Michel Clairet y llamó a la puerta. Por supuesto, nadie contestó. El muchacho esperó en el quicio unos segundos, antes de volver a la acera, mirar hacia las ventanas y dar la vuelta al edificio en busca de otra entrada. No la había; Dieter lo sabía de sobra.
Él mismo le había sugerido a Helicóptero el siguiente paso: «Vaya hasta un bar de la misma calle llamado Chez Régis. Pida café y panecillos, y espere». Dieter confiaba en que la Resistencia estuviera vigilando la casa de Monet a la espera de un emisario de Londres. Puede que no la mantuvieran bajo vigilancia las veinticuatro horas; pero era probable que un vecino simpatizante de la causa se hubiera prestado a colaborar. La evidente candidez de Helicóptero tranquilizaría al posible vigía. Bastaban sus idas y venidas para descartar que fuera un hombre de la Gestapo o un agente de la Milicia, la policía de seguridad francesa. Dieter estaba convencido de que alguien alertaría a la Resistencia y de que, más pronto que tarde, un enlace abordaría a Helicóptero. Y ese enlace podía conducirlo hasta el corazón de la Resistencia.
Al cabo de un minuto, Helicóptero siguió el consejo de Dieter. Empujó la bicicleta hasta Chez Régis, se sentó en la terraza y se arrellanó al sol. Le sirvieron un café. Debía de ser achicoria, pero él se lo tomó con evidente delectación.
Unos veinte minutos después, entró en el bar, volvió a salir con un periódico y otro café, y empezó a leer con parsimonia. Parecía muy tranquilo, como si estuviera dispuesto a esperar todo el día. Estupendo, pensó Dieter.
Fueron pasando las horas. Dieter empezaba a preguntarse si aquello iba a funcionar. Puede que la escabechina de Sainte-Cécile hubiera diezmado al circuito Bollinger hasta el punto de anular su operatividad y que no tuvieran gente ni para llevar a cabo las tareas más básicas. Sería muy decepcionante que Helicóptero no lo condujera a otros terroristas. Y todo un triunfo para Weber.
Iba siendo hora de que Helicóptero pidiera algo de comer para justificar seguir ocupando la mesa. Un camarero se acercó a él, volvió al interior del bar y regresó trayéndole un pastis. También debía de ser un sucedáneo, elaborado con algún sustituto sintético del anís, pero Dieter no pudo evitar relamerse pensando en lo bien que le sentaría un trago.
Un hombre se detuvo en la terraza y se sentó en la mesa inmediata a la de Helicóptero. Había cinco, y hubiera sido más normal que eligiera cualquier otra. Dieter sintió renacer sus esperanzas. El desconocido, un individuo desgarbado de unos treinta años, vestía camisa de cambrayón azul y pantalones de lona azul marino, pero Dieter intuyó que no era un obrero. Parecía algo más, tal vez un artista disfrazado de proletario. Al verlo arrellanarse en la silla y apoyar la pierna derecha en la rodilla izquierda, Dieter se dijo que aquella pose le resultaba familiar. ¿Dónde había visto a aquel hombre?
El camarero se acercó a la mesa y el hombre pidió algo. Pasó un minuto sin que ocurriera nada. ¿Estudiaba el desconocido a Helicóptero disimuladamente o tan sólo esperaba su copa? El camarero volvió con un vaso de cerveza en una bandeja. El desconocido le dio un largo trago y se pasó el dorso de la mano por la boca con aire satisfecho. Dieter empezaba a pensar con desánimo que sólo era un hombre muerto de sed. Sin embargo, aquel modo de limpiarse los labios...
De pronto, el desconocido se dirigió a Helicóptero.
Dieter se puso tenso. ¿Podía ser aquello lo que tanto había esperado?
Los dos hombres entablaron conversación. A pesar de la distancia, Dieter comprendió que el desconocido sabía ganarse a la gente: Helicóptero sonreía y hablaba con animación. Al cabo de unos instantes, el agente señaló la casa de Monet, y Dieter supuso que preguntaba por el paradero del dueño. El desconocido se encogió de hombros en un gesto típicamente francés, y Dieter lo imaginó diciendo: «Lo siento, no lo sé». Pero Helicóptero parecía insistir.
El desconocido apuró su cerveza, y Dieter tuvo una inspiración súbita. De pronto, supo quién era aquel hombre con toda certeza, y la revelación le produjo tal sobresalto que dio un respingo en el asiento. Lo había visto en la plaza de Sainte-Cécile, sentado en otro velador, al lado de Flick Clairet, justo antes del ataque al palacio... Aquel hombre era su marido, el famoso Monet.
─¡Sí! ─exclamó Dieter pegando un puñetazo en el salpicadero con satisfacción.
Su estrategia había dado fruto. Helicóptero lo había conducido al corazón de la Resistencia local.
Pero aquel éxito superaba sus expectativas. Dieter confiaba en que aparecería un enlace, y que el enlace podía llevar a Helicóptero ─y, por tanto, llevarlo a él─ al escondite de Monet. Ahora tenía un grave dilema. Michel Clairet era una presa importante. ¿Debía detenerlo de inmediato o seguirlo, confiando en pescar un pez aún más gordo?
Hans cerró la alcantarilla y se metió en la furgoneta.
─¿Contacto, señor?
─Sí.
─¿Y ahora?
Dieter no sabía qué hacer, si detener a Monet o seguirlo. Clairet se puso en pie y Helicóptero lo imitó. Dieter decidió seguirlos.
─¿Qué hago yo? ─preguntó Hans nervioso. ─¡Saque la bicicleta, deprisa!
Hans se apeó, abrió las puertas posteriores de la furgoneta y sacó el ciclomotor.
Los dos hombres dejaron el dinero en los veladores y echaron a andar. Dieter advirtió que Clairet cojeaba, y recordó que lo habían herido durante el ataque al palacio.
─Sígalos, yo lo seguiré a usted ─le dijo a Hans encendiendo el motor.
Hans subió al ciclomotor y empezó a pedalear. El pequeño motor petardeó y se puso en marcha. El teniente siguió a sus presas a la largo de la calle, avanzando a paso de paseo a unos cien metros de distancia. Dieter se mantuvo tras él.
Monet y Helicóptero doblaron una esquina. Un minuto después, Dieter los imitó y los vio parados ante el escaparate de una tienda. Era una farmacia. Por supuesto, no tenían intención de comprar medicamentos; intentaban asegurarse de que no los seguían. Cuando la furgoneta pasó a su altura, se apartaron del escaparate y volvieron por donde habían venido. Estarían pendientes de cualquier vehículo que cambiara de sentido, de modo que Dieter optó por no seguirlos. No obstante, se cruzó con Hesse, que había dado media vuelta y avanzaba oculto tras un camión. El teniente se mantuvo alejado de los dos hombres, pero procurando no perderlos de vista.
Dieter dio la vuelta a la manzana y los vio de nuevo. Se acercaban a la estación de ferrocarril, con Hans a prudente distancia.
Dieter temió que los hubieran descubierto. El truco de la farmacia podía indicar que sospechaban algo. Era poco probable que hubieran prestado atención a la furgoneta del PTT, que habían visto una sola vez, pero tal vez habían advertido la presencia del ciclomotor. No obstante, la maniobra podía ser una precaución rutinaria de Monet, que estaba acostumbrado a operar en la clandestinidad.
Los dos hombres atravesaron el jardín que daba acceso a la estación. Los arriates estaban llenos de hierbajos, pero los árboles habían florecido a despecho de la guerra. La estación era un mazacote neoclásico con pilastras y frontón, tan pesado y ostentoso como los prohombres decimonónicos que debían de haberlo financiado.
Dieter se preguntó qué haría si Monet y Helicóptero cogían un tren. Era demasiado arriesgado subir al mismo convoy. Helicóptero lo reconocería en cuanto lo viera, y Clairet podía recordar haberlo visto en la plaza de Sainte-Cécile. Tendría que vigilarlos Hesse, mientras él los seguía por carretera.
Los dos hombres entraron en la estación por uno de los tres arcos neoclásicos. Hans dejó el ciclomotor y los siguió. Dieter aparcó la furgoneta y lo imitó. Si los dos hombres se acercaban a la ventanilla, le diría a Hesse que hiciera cola tras ellos y sacara billete al mismo destino.
Sin embargo, no estaban en el despacho de billetes. Dieter entró en el vestíbulo justo a tiempo para ver a Hans bajando las escaleras que llevaban al túnel de acceso a los andenes. Puede que Clairet hubiera sacado los billetes con antelación, se dijo Dieter. Era lo de menos. Hesse subiría al tren sin billete.
A ambos lados del túnel había tramos de escaleras que conducían a los andenes. Dieter siguió a Hesse hasta el final del subterráneo. Presintiendo el peligro, avivó el paso hacia la escalera que daba acceso a la entrada posterior de la estación. Alcanzó al teniente, subió con él y salió a la calle de Courcelles.
Los recientes bombardeos habían destrozado algunos edificios, pero había algunos coches aparcados en las zonas de la calle en que no había escombros. Dieter miró a derecha e izquierda con el corazón en un puño. A unos cien metros, vio a Monet y Helicóptero, que entraban a toda prisa en un coche de color negro. Iban a perderlos de todas, todas. Dieter se llevó la mano a la sobaquera, pero la distancia era excesiva para una pistola. El coche empezó a moverse. Era un Renault Monaquatre, uno de los automóviles más populares de Francia. Dieter no consiguió leer la matrícula. El coche enfiló la calle a toda velocidad y giró en una esquina.
Dieter soltó una maldición. Era un truco de principiante, pero había funcionado. Al meterse en el túnel, Clairet había obligado a sus perseguidores a alejarse de sus vehículos; luego, había cogido el coche que tenía aparcado al otro lado de las vías y se había esfumado. Puede que Monet y Helicóptero ni siquiera los hubieran descubierto. Como el cambio de dirección a la altura de la farmacia, la estratagema del túnel podía ser una precaución rutinaria.
Dieter estaba hundido. Había apostado fuerte y lo había perdido todo. Weber podía estar contento.
─¿Qué hacemos ahora? ─le preguntó Hesse.
─Volver a Sainte-Cécile.
Regresaron a la furgoneta, metieron el ciclomotor en la caja y emprendieron la marcha hacia el palacio.
Dieter vio un rayo de esperanza. Sabía a qué horas establecía contacto por radio Helicóptero, y qué frecuencias le habían asignado. Podía utilizar aquella información para volver a localizarlo. La Gestapo tenía un complejo sistema, desarrollado y perfeccionado durante la guerra, para detectar emisiones ilegales y rastrearlas hasta su fuente. Les había permitido capturar a muchos agentes aliados. Conforme mejoraba el adiestramiento británico, los operadores habían adoptado medidas de seguridad más estrictas, y nunca emitían dos veces desde el mismo sitio ni permanecían en el aire más de quince minutos; pero los menos cuidadosos seguían cayendo.
¿Sospecharían los británicos que Helicóptero había sido descubierto? En esos momentos, el agente debía de estar relatando sus andanzas a Michel Clairet con pelos y señales. Monet lo interrogaría concienzudamente respecto a su detención en la catedral y su espectacular huida. Se mostraría especialmente interesado por el tal Charenton, el desconocido que había acudido en ayuda del agente. Sin embargo, no tenía ningún motivo para sospechar que mademoiselle Lemas no era quien decía ser. Clairet no la conocía, de modo que no se sorprendería cuando Helicóptero le describiera a una atractiva pelirroja en vez de a una solterona sexagenaria. Por otra parte, el agente no tenía la menor idea de que Stéphanie había copiado meticulosamente su cuadernillo de uso único y su pañuelo de seda, ni de que Dieter había anotado sus frecuencias fijándose en las marcas de lápiz de cera del dial.
Dieter empezaba a pensar que tal vez no todo estuviera perdido.
Cuando llegaron al palacio, Dieter se encontró con Weber en el vestíbulo.
─¿Lo has perdido? ─le espetó Weber mirándolo con dureza.
Los chacales huelen la sangre, pensó Dieter.