Alto Riesgo (24 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: Alto Riesgo
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─No te preocupes ─respondió Stéphanie.

Cruzó el patio cargado con la chica y salió a la calle. Abrió el maletero del Hispano-Suiza y la metió dentro. Si se hubiera ahorrado su desagradable comentario, habría viajado tumbada en el asiento posterior.

Cerró el maletero de golpe y miró a su alrededor. No vio a nadie, pero en calles como aquélla siempre había mirones espiando por las rendijas de las persianas. Los habrían visto llevarse a mademoiselle Lemas el día anterior, y se acordarían del cochazo azul celeste. En cuanto se alejara en él, empezarían a largar sobre aquel individuo que había encerrado a una chica atada de pies y manos en el maletero de su coche. En tiempos normales, habrían llamado a la policía; pero, en la Francia ocupada, nadie acudía a las fuerzas del orden a menos que no tuviera más remedio, sobre todo cuando el asunto tenía que ver con la Gestapo.

Para Dieter, la pregunta clave era ésta: ¿se enteraría la Resistencia de la detención de mademoiselle Lemas? Reims era una ciudad, no un pueblo. Detenían a gente todos los días: ladrones, asesinos, estraperlistas, comunistas, judíos... Era muy probable que lo ocurrido en la calle du Bois en aquellos dos días no llegara a oídos de Michel Clairet.

Pero no imposible.

Dieter entró en el coche y se dirigió hacia Sainte-Cécile.

Para alivio de Flick, el equipo había completado la primera sesión de adiestramiento razonablemente bien. Todas habían aprendido la técnica de caída, que era la parte más difícil del salto en paracaídas. La clase de interpretación de mapas no había ido tan bien. Ruby nunca había asistido a la escuela y apenas sabía leer: para ella, un mapa era como una página escrita en chino. Maude se hacía un lío con direcciones como nornoreste y empezaba a agitar las pestañas postizas mirando al instructor. A pesar de su esmerada educación, Denise parecía completamente incapaz de comprender el sistema de coordenadas. Si, una vez en Francia, se veían obligadas a dispersarse, se dijo Flick con preocupación, parecía poco probable que consiguieran orientarse por sus propios medios.

Por la tarde, pasaron a las materias duras. El capitán Jim Cardwell, instructor de armamento, tenía un carácter diametralmente opuesto a Bill Griffiths. Era un individuo bonachón de rostro anguloso y espeso bigote negro que sonrió de oreja a oreja cuando las chicas comprobaron lo difícil que era acertarle a un árbol a seis pasos de distancia con un Colt 45 automático.

Ruby empuñaba la pistola con naturalidad y la disparaba con puntería: Flick sospechó que había usado armas cortas con anterioridad. La gitana aún se sintió más a gusto cuando el capitán la rodeó con sus brazos para enseñarle a sujetar un rifle Lee Enfield canadiense.Jim le murmuró algo al oído, y Ruby ladeó la cabeza y le sonrió con un destello de malicia en sus ojazos negros. Llevaba tres meses encerrada en una prisión de mujeres, recordó Flick. No podía culparla por disfrutar del contacto con un hombre.

Jelly también manejaba las armas con relajada familiaridad. Pero la estrella de la sesión fue Diana. Se echó el rifle al rostro y alcanzó el centro de la diana con las cinco balas de ambos cargadores, que disparó en segura y letal sucesión.

─¡Muy bien! ─exclamó Jim sorprendido─. Me va a quitar el puesto. Diana lanzó una mirada triunfante a Flick.

─Ésta es una de las cosas en las que no eres la mejor ─le soltó.

«¿A qué demonios ha venido eso?», se preguntó Flick. ¿Seguía acordándose Diana de la época del colegio, en que Flick sacaba mucho mejores notas? ¿Intentaba resucitar aquella rivalidad infantil?

La nota discordante la dio Greta. Una vez más, resultó ser más femenina que las mujeres de verdad. Se tapaba las orejas y daba saltitos nerviosos a cada detonación, y cerraba los ojos aterrada antes de apretar el gatillo. Jini, todo paciencia, le dio tapones para los oídos y le cogió la mano para enseñarle a apretar el gatillo con suavidad; pero no sirvió de nada: era demasiado asustadiza para acertarle al blanco.

─¡Yo no estoy hecha para estas cosas! ─exclamó con desesperación. 

─Entonces, ¿qué coño haces aquí? ─le replicó Jelly. Flick intervino de inmediato.

─Greta es nuestra técnica. Ella te dirá dónde tienes que colocar las cargas.

─¿Para qué necesitamos una técnica alemana?

─Soy inglesa ─respondió Greta─. Mi padre era de Liverpool. Jelly soltó un bufido escéptico.

─Si ese acento es de Liverpool, yo soy la duquesa de Devonshire. 

─Guarda la agresividad para la próxima clase ─le dijo Flick─. Dentro de un momento podrás luchar cuerpo a cuerpo.

Aquellos rifirrafes empezaban a preocuparla. Necesitaba que cada cual confiara en todas sus compañeras.

Volvieron al jardín de la casa, donde las esperaba Bill Griffiths. Se había puesto pantalones cortos y zapatillas de tenis, y estaba haciendo flexiones sobre la hierba, desnudo de cintura para arriba. Cuando se puso en pie, Flick tuvo la sensación de que quería que admiraran su físico.

A Griffiths le encantaba enseñar defensa personal dando un arma al alumno y diciéndole: «Atáqueme». Así podía demostrar que era posible repeler a cualquier atacante sólo con las manos. Era un método espectacular. A veces, Griffiths era innecesariamente violento, pero Flick se decía que a los agentes les convenía habituarse.

Ese día había extendido una selección de armas sobre la vieja mesa de pino: un cuchillo de aspecto impresionante que, según él, formaba parte del equipo de las SS; una Walther P38 automática como las que Flick había visto usar a los oficiales alemanes; una porra de la policía francesa; un trozo de cable eléctrico negro y amarillo, al que llamó «garrote», y una botella de cerveza con el culo astillado.

Griffiths volvió a ponerse la camisa y se dirigió al grupo:

─Cómo escapar de alguien que te está apuntando con una pistola. ─Empuñó la Walther, le quitó el seguro y se la tendió a Maude. Ella le apuntó con el arma─. Tarde o temprano, su captor querrá que vayan a algún sitio. ─Dio la espalda a la chica y levantó las manos─. Lo más probable es que las siga de cerca clavándoles el cañón entre los riñones. ─Empezó a andar en un amplio círculo con Maude pisándole los talones─. Ahora, Maude, quiero que apriete el gatillo en cuanto crea que pretendo escapar. ─Griffiths avivó el paso poco a poco y Maude se vio obligada a imitarlo para mantener la pistola pegada a su espalda; de pronto, el sargento se inclinó a un lado y hacia atrás. Le atrapó la muñeca derecha con el brazo y le propinó un golpe seco en la mano. La chica soltó un grito y dejó caer el arma─. En este momento, conviene no cometer un error fatal ─ dijo Griffiths mientras Maude se frotaba la muñeca─. No echen a correr. Si lo hacen, Hans no tendrá más que recoger la pistola del suelo y pegarles un tiro en la espalda. Lo que tienen que hacer es... ─Se agachó, cogió la Luger, apuntó con ella a Maude y apretó el gatillo. Se oyó─ un disparo. Maude soltó un grito, lo mismo que Greta─. Por supuesto, son balas de fogueo.

A veces, Flick habría preferido que Griffiths no fuera tan teatral en sus demostraciones.

─Practicaré todas estas técnicas con ustedes durante unos minutos ─siguió diciendo el sargento. Cogió el cable eléctrico y se volvió hacia Greta─. Rodéeme el cuello con él. Cuando se lo diga, apriete tan fuerte como pueda. ─Se lo tendió─. El tío de la Gestapo, o el traidor colaboracionista de la policía francesa, podría matarlas con el cable, pero no sostener su peso con él. Muy bien, Greta, estrangúleme. ─Greta vaciló un instante; luego, tiró de los extremos del cable, que se hundió en el musculoso cuello de Griffiths. El sargento alzó ambos pies, se dejó caer y aterrizó de espaldas en el suelo con el cable alrededor del cuello. Greta se miró las manos─. Desgraciadamente ─dijo Griffiths─, ahora están tumbadas en el suelo con su enemigo de pie junto a ustedes, o sea, se encuentran en una posición nada ventajosa ─ recalcó poniéndose en pie de un salto─.Vamos a intentarlo de nuevo. Pero esta vez, antes de dejarme caer, voy a agarrar de la muñeca a mi captor.

El sargento se colocó en posición y Greta tensó el cable. Griffiths le cogió la muñeca y saltó en el aire sin soltársela. Greta perdió el equilibrio y cayó hacia él, que dobló una rodilla y se la clavó en el estómago.

Greta rodó por el suelo y se quedó ovillada, boqueando y haciendo arcadas.

─¡Por Cristo bendito, Griffiths!.─gritó Flick─. Esta vez se ha pasado... El sargento sonrió satisfecho.

─Yo no soy nada comparado con los de la Gestapo. Flick se acercó a Greta y la ayudó a levantarse.

─Lo siento.

─Es un jodido nazi ─consiguió decir Greta entre dos jadeos.

Flick la acompañó al interior de la casa y la hizo sentarse en la cocina. El cocinero, que estaba pelando patatas, les ofreció una taza de té, y Greta la aceptó y le dio las gracias.

Cuando Flick volvió al jardín, Griffiths había elegido a su siguiente víctima, Ruby, y le había dado la porra de policía. Al ver la expresión de la chica, Flick pensó: «Si yo fuera Griffiths, me andaría con ojo».

No era la primera vez que lo veía enseñar aquella técnica. Cuando Ruby levantara el brazo derecho para asestarle un porrazo, el sargento se lo agarraría, giraría sobre sí mismo y la haría volar por los aires impulsándola con el hombro. Ruby caería de espaldas y se daría un buen batacazo.

─Bueno, calorra, dame con la porra ─se guaseó Griffiths─. Tan fuerte como quieras.

Ruby levantó el brazo y el sargento se abalanzó sobre ella, pero el resto del ejercicio no siguió el curso habitual. Cuando Griffiths fue a cogerlo, el brazo de la chica había desaparecido. La porra cayó al suelo. Ruby dio un paso adelante con la rodilla doblada y se la clavó entre las ingles. El hombre soltó un chillido estridente. La chica lo agarró de la pechera, lo atrajo hacia sí y le propinó un rodillazo en la nariz. Para rematar la faena, le atizó un puntapié en la espinilla con uno de sus recios zapatos negros. Griffiths cayó al suelo como un saco sangrando por la nariz.

─¡Maldita zorra! ¡El ejercicio no era así! ─gritó el sargento.

─Yo no soy nada comparada con la Gestapo ─respondió Ruby.

Cuando Dieter aparcó delante del hotel Frankfort, faltaba un minuto para las tres. Saltó fuera del coche y avanzó a grandes zancadas por el empedrado de la plaza, bajo la pétrea mirada de los ángeles posados en los arbotantes de la catedral. Sería demasiada casualidad que se presentara un agente británico el primer día, se dijo Dieter. No obstante, si la invasión era inminente, los aliados tendrían que echar el resto en los próximos días.

Vio el Simca-Cinq de mademoiselle Lemas aparcado en una esquina de la plaza: Stéphanie ya había llegado. Por suerte, apenas eran las tres. Si algo se torcía, no quería que la chica tuviera que apañárselas sola.

Cruzó la majestuosa puerta oeste y penetró en la fresca penumbra del templo. Buscó al teniente Hesse con la mirada y lo vio sentado en el último banco. Asintieron en señal de saludo, pero no cruzaron palabra.

Dieter se sentía como un violador. El asunto que se traía entre manos era impropio de un lugar así. No se consideraba religioso ─al menos, en comparación con el alemán medio─, pero tampoco ateo. Se sentía incómodo acechando a espías en un recinto sagrado desde hacía siglos.

Procuró desechar aquella idea diciéndose que era pura superstición. Se dirigió al costado sur del templo y avanzó por la nave escuchando el eco de sus pasos en los muros de piedra. Al llegar al transepto, vio la entrada de la cripta, al pie del altar mayor. Allí abajo, se dijo, calzada con un zapato negro y otro marrón, estaría Stéphanie. Desde donde se encontraba, Dieter podía ver en ambas direcciones: hacia atrás, a lo largo de la nave sur por la que había llegado, y hacia delante, hasta la pared interior del ábside, en la curva del deambulatorio. Se arrodilló en un banco y juntó las manos para rezar.

─Señor ─murmuró─, perdóname por el dolor que causo a mis prisioneros. Tú sabes que me limito a cumplir con mi deber. Y perdóname por pecar con Stéphanie. Sé que no está bien, pero la has hecho tan hermosa que no puedo resistir la tentación. Protege a mi querida Waltraud y ayúdala a cuidar de Rudi y de la pequeña Mausi. Presérvalos de las bombas de la RAE. Ilumina al mariscal Rommel cuando se produzca la invasión. Dale fuerzas para que pueda arrojar al mar al ejército aliado. Es una plegaria muy corta para lo mucho que te pido, pero Tú sabes lo ocupado que estoy ahora. Amén.

Dieter miró a su alrededor. No se celebraba ningún servicio, pero había un puñado de gente repartida por los bancos de las capillas, rezando o sentada en silencio en la quietud del templo. Unos cuantos turistas paseaban por las naves, hablando en voz baja sobre la arquitectura del templo y echando atrás la cabeza para admirar las inmensas bóvedas.

Si un agente aliado aparecía ese día, Dieter pensaba limitarse a mirar y permanecer a la expectativa. Si todo iba bien, no tendría que intervenir. El agente abordaría a Stéphanie, le diría la contraseña y la acompañaría a la casa de la calle du Bois.

De ahí en adelante, sus planes eran más vagos. El agente, esperaba, lo llevaría a otros. Tarde o temprano, se produciría un progreso: un imprudente habría hecho una lista de nombres y direcciones; un equipo de radio y un libro de códigos caerían en sus manos o conseguiría capturar a alguien como Flick Clairet, que, sometida a tortura, delataría a media Resistencia.

Dieter consultó su reloj. Eran las tres y cinco. Probablemente no se presentaría nadie. Alzó la vista. Horrorizado, vio a Willi Weber. ¿Qué demonios estaba haciendo allí?

Iba de paisano, con el traje verde de tweed. Lo acompañaba un hombre más joven de la Gestapo vestido con chaqueta de cuadros. Venían del extremo este y avanzaban hacia el deambulatorio en dirección a Dieter, pero no lo habían visto. Se detuvieron a la altura de la entrada a la cripta.

Dieter maldijo entre dientes. Aquello podía arruinarlo todo. Casi deseó que no se presentara ningún agente británico.

Al volverse hacia la nave sur, vio a un joven con una pequeña maleta. Dieter frunció el ceño. La mayoría de los presentes era gente mayor.

El chico llevaba un viejo traje azul de corte francés, pero el pelo rojizo, los ojos azules y el cutis lechoso le daban un aire de vikingo. Era un tipo muy inglés, pero también podía ser alemán. A simple vista, parecía un oficial de permiso en visita turística o deseoso de rezar.

Sin embargo, se delató solo. Siguió avanzando por la nave con paso decidido, sin admirar la arquitectura, como habría hecho un turista, ni sentarse en un banco, como alguien religioso. A Dieter se le aceleró el corazón. ¡Un agente! ¡Y el primer día! La maleta no podía contener más que una radio portátil y, en consecuencia, un libro de códigos. Aquello era más de lo que Dieter se había atrevido a esperar.

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