Authors: Ken Follett
Mientras las mujeres se cambiaban, Paul se despidió de Flick.
─Necesitamos un avión para las prácticas de mañana, y sé que van a decirme que no hay ninguno disponible. Voy a Londres a pegar unas cuantas voces.Volveré esta noche.
Flick se dijo que probablemente también iba a ver a la chica.
En el jardín había una vieja mesa de pino, un horrible armario victoriano de caoba y una escalera de mano de cinco metros. Jelly estaba aterrada.
─¿No pretenderás que saltemos de lo alto de ese jodido armario, verdad? ─le preguntó a Flick.
─Sólo cuando os hayamos enseñado a hacerlo ─respondió Flick─. Te sorprenderá lo fácil que es.
Jelly se volvió hacia Percy.
─Maldito gusano... ─murmuró─. ¡En menudo fregado me has metido!
Cuando todas estuvieron listas, el sargento Griffiths las reunió a su alrededor.
─Primero vamos a aprender a saltar desde una altura cero. Hay tres modos: hacia delante, hacia atrás y hacia un lado. ─ Griffiths hizo una demostración de los tres métodos dejándose caer sin esfuerzo y levantándose de un salto con agilidad de gimnasta─. Mantengan las piernas juntas ─dijo y, lanzándoles una mirada maliciosa, añadió─: Como deberían hacer todas los jovencitas. ─Nadie le rió la gracia─. No intenten amortiguar la caída con los brazos; manténganlos pegados al cuerpo. No tengan miedo de hacerse daño. Si se rompen un brazo, les dolerá muchísimo más.
Como era de esperar, las jóvenes no tuvieron problemas. Diana, Maude, Ruby y Denise aprendieron a caer como atletas a los pocos intentos. Ruby, que lo había conseguido a la primera, perdió la paciencia con el ejercicio y se subió a lo alto de la escalera.
─¡Todavía no! ─le gritó Griffiths, pero era demasiado tarde.
Ruby se arrojó al suelo desde lo alto de la escalera y cayó perfectamente. A continuación, se alejó del grupo, se sentó al pie de un árbol y encendió un cigarrillo.
«Con ésta tendré problemas», se dijo Flick.
Pero quien más la preocupaba era Jelly. Era un miembro clave del equipo, la única experta en explosivos. Pero había perdido la elasticidad de la juventud hacía años. Aprender la técnica del salto en paracaídas se le iba a hacer cuesta arriba. No obstante, era animosa. La primera vez, cayó como un saco y se levantó maldiciendo, pero lista para intentarlo de nuevo.
Para sorpresa de Flick, la peor alumna era Greta.
─No puedo hacerlo ─le dijo a Flick─. Ya te dije que no valía para estas cosas.
Era la primera vez que Greta pronunciaba más de dos palabras seguidas, y Jelly la miró frunciendo el ceño y murmuró: ─Qué acento más curioso...
─Déjeme ayudarla ─le dijo Griffiths a Greta─. Quédese quieta. Relaje el cuerpo. ─La cogió por los hombros. De pronto, con un brusco empujón, la arrojó al suelo. Greta cayó de bruces y soltó un quejido. Se levantó con dificultad y, para consternación de Flick, se echó a llorar─. Por amor de Dios ─rezongó Griffiths─. Con inútiles así, no hay nada que hacer.
Flíck lo fulminó con la mirada. No estaba dispuesta a perder a su técnica en telefonía por culpa de aquel bestia.
─Tómeselo con calma ─le dijo.
Griffiths no estaba dispuesto a bajarse del burro.
─¡Yo no soy nada comparado con la Gestapo!
Flick decidió reparar el daño personalmente y cogió a Greta de la mano.
─Haremos un poco de práctica juntas.
Doblaron la esquina de la casa y se detuvieron en otra zona del jardín.
─Lo siento ─dijo Greta─. Odio a ese enano.
─Te comprendo. Ahora, vamos a hacerlo juntas. Ponte de rodillas.
─Se arrodillaron una frente a la otra y se cogieron las manos─. Tú limítate a hacer lo mismo que yo. ─Flick se inclinó lentamente hacia un lado. Greta la imitó y se dejó caer al suelo con ella, que seguía agarrándole las manos─.Ya está ─dijo Flick─. ¿A que no era tan difícil?
Greta sonrió.
─¿Qué le costaba hacer lo mismo a ese animal? Flick se encogió de hombros.
─¡Hombres! ─exclamó sonriendo─.Y ahora, ¿crees que podrás dejarte caer estando de pie? Lo haremos igual, cogiéndonos de las manos.
Greta hizo con Flick los mismos ejercicios que las otras con el sargento. Al poco rato, cuando cogió confianza, fueron a reunirse con el grupo. Estaban saltando desde encima de la mesa. Cuando llegó su turno, Greta aterrizó impecablemente, y sus compañeras la premiaron con un aplauso.
A continuación, aprendieron a saltar desde el armario y, minutos después, desde lo alto de la escalera. Cuando Jelly se lanzó al vacío, rodó por el suelo perfectamente y se levantó como si tal cosa, Flick le dio un abrazo.
─Estoy orgullosa de ti ─le aseguró─. ¡Bien hecho! Griffiths, mohíno, se volvió hacia Percy.
─¿Qué coño va a ser del ejército si hay que abrazar a la gente porque han cumplido las jodidas órdenes?
─Más vale que te acostumbres, Bill ─le respondió Percy.
Una vez en la casa de la calle du Bois, Dieter subió la maleta de Stéphanie al dormitorio de mademoiselle Lemas. Se detuvo en la puerta y echó un vistazo a la impecable cama individual, a la anticuada cómoda de nogal y al reclinatorio, de cuyo brazo colgaba un rosario.
─No te va a ser fácil pasar por la dueña de esta casa ─ murmuró Dieter dejando la maleta sobre la cama.
─Diré que la he heredado de una tía soltera, y que no he tenido tiempo de arreglarla a mi gusto ─respondió Stéphanie.
─Bien pensado. Aun así, más vale que lo desordenes todo un poco.
Stéphanie abrió la maleta, sacó un camisón transparente de color negro y lo dejó al desgaire sobre el reclinatorio.
─Eso lo cambia todo ─dijo Dieter─. ¿Qué harás si suena el teléfono?
Stéphanie se quedó pensativa. Cuando habló, su voz era más baja, y un tonillo provinciano y distinguido había sustituido a su refinado acento parisino:
─¿Diga? Sí, aquí mademoiselle Lemas... ¿Con quién hablo, por favor?
─Muy bien ─aprobó Dieter.
La comedia tal vez no engañara a un pariente o a un amigo íntimo, pero funcionaría con un desconocido, ayudada por la distorsión de la línea telefónica.
A continuación, echaron un vistazo a las habitaciones. Había otros cuatro dormitorios, listos para sendos invitados, con las camas hechas y una toalla limpia en el toallero. En la cocina, en lugar de un puñado de sartenes y una cafetera individual, encontraron cacerolas grandes y un saco de arroz que habría bastado para alimentar a mademoiselle Lemas durante todo un año. En la bodega, había vin ordinaire barato, pero también media caja de buen whisky escocés. El garaje del costado de la casa contenía un Simca Cinq de antes de la guerra, versión italiana del Fiat «Topolino», como lo llamaban en Italia. Estaba en buen estado y tenía el depósito lleno. Dieter accionó la palanca de contacto, y el motor se puso en marcha de inmediato. Era poco probable que las autoridades hubieran permitido a mademoiselle Lemas comprar gasolina y piezas de recambio para que pudiera hacer la compra en coche. Sin duda, se los proporcionaba la Resistencia. Dieter se preguntó cómo se las habría apañado para utilizar el vehículo sin que la detuvieran. Tal vez se hacía pasar por comadrona.
─La vieja estaba bien organizada ─murmuró Dieter.
Stéphanie se puso a preparar la comida. Las tiendas no tenían ni carne ni pescado, pero habían comprado champiñones, una lechuga y una barra de pain noir, pan hecho con harina de baja calidad y salvado, lo único que podían conseguir los panaderos en aquellos tiempos. Stéphanie preparó una ensalada y arroz con champiñones, y Dieter echó un vistazo en la despensa y encontró queso, que tomaron de postre. Con la mesa del comedor cubierta de migas y el fregadero de la cocina lleno de cacharros sucios, la casa empezaba a parecer habitada.
─La guerra ha debido de ser la mejor época de su vida ─dijo Dieter mientras tomaban café.
─¿Cómo puedes decir algo así? Van a enviarla a un campo de prisioneros.
─Piensa en la vida que llevaba antes. Una mujer sola, sin marido, sin familia desde que murió su padre ... Y, de pronto, entran en su vida todos esos jóvenes, chicos y chicas valientes en misiones de alto riesgo. Seguramente le cuentan sus amores y sus miedos. Los esconde en su casa, les da whisky y cigarrillos, y luego les desea suerte y los pone en camino. Probablemente han sido los años más emocionantes de su vida. Te apuesto lo que quieras a que nunca ha sido tan feliz.
─Puede que hubiera preferido una vida tranquila, comprar sombreros con una amiga, poner flores en la catedral, ir a París una vez al año para asistir a un concierto...
─En el fondo, nadie prefiere una vida tranquila. ─Dieter se volvió hacia la ventana del comedor─. ¡Maldita sea! ─Una joven subía por el sendero empujando una bicicleta con un cesto delante del manillar─. ¿Quién coño es ésa?
─¿Qué hago? ─preguntó Stéphanie con los ojos clavados en la chica.
Dieter no respondió de inmediato. La desconocida era una joven poco atractiva y de aspecto saludable, con los pantalones manchados de barro y anchos cercos de sudor en los encuentros de la basta camisa. En lugar de acercarse a la puerta, empujó la bicicleta hasta el patio lateral. Dieter estaba consternado. ¿Tan pronto iba a malograrse su farsa?
─Va hacia la puerta de atrás. Debe de ser una amiga o una pariente. Tendrás que improvisar. Ve a su encuentro, yo escucharé desde aquí.
Oyeron la puerta de la cocina, que se abrió y volvió a cerrarse.
─¡Buenos días, soy yo! ─exclamó la chica en francés.
Stéphanie entró en la cocina. Dieter se acercó a la puerta y se arrimó a la pared. Lo oía todo con claridad.
─¿Quién es usted? ─preguntó la chica sorprendida. ─Stéphanie, la sobrina de mademoiselle Lemas.
La desconocida no se esforzó en disimular su recelo. ─No sabía que tuviera una sobrina.
─A mí tampoco me ha hablado de usted. ─Dieter percibió la nota de amistosa ironía en la voz de Stéphanie, y comprendió que interpretaba su papel con naturalidad─. ¿Quiere sentarse? ¿Qué lleva en la cesta?
─Provisiones. Me llamo Marie. Vivo en el campo. Puedo conseguir comida extra y le traigo parte a... a mademoiselle.
─Ah ─dijo Stéphanie─. Para sus... invitados. ─Se oyó ruido de papeles, y Dieter supuso que la chica estaba desenvolviendo los alimentos de la cesta─. ¡Qué maravilla! Huevos... tocino... fresas...
Eso explicaba que mademoiselle Lemas estuviera más bien rolliza, se dijo Dieter.
─Así que lo sabe... ─dijo la chica.
─Estoy al tanto de la vida secreta de mi tía, sí.
Al oírla decir «mi tía», Dieter cayó en la cuenta de que ignoraban el nombre de pila de mademoiselle Lemas. La comedia se iría al traste en cuanto Marie descubriera que Stéphanie no sabía ni el nombre de «su tía».
─¿Dónde está?
─Ha ido a Aix. ¿Se acuerda usted de Charles Menton, antiguo deán de la catedral?
─No, la verdad.
─Claro, es usted demasiado joven. Era el mejor amigo del padre de mi tía. Cuando se retiró, se fue a vivir a Provenza. ─ Stéphanie estaba improvisando con brillantez, se dijo Dieter admirado. Tenía tanta sangre fría como imaginación─. Le ha dado un ataque al corazón, y mi tía ha ido a cuidarlo. Me ha pedido que cuide de sus invitados mientras está fuera.
─¿Cuándo volverá?
─Por desgracia, el señor Menton no vivirá mucho. Por otra parte, la guerra podría estar a punto de acabar.
─Mademoiselle Lemas no le había contado a nadie lo del señor Menton...
─Me lo había contado a mí.
Parecía que Stéphanie iba a salirse con la suya, se dijo Dieter. Si aguantaba un poco más, Marie acabaría yéndose convencida. Puede que hablara con alguien de lo ocurrido, pero la historia de Stéphanie era creíble y concordaba con la naturaleza misma de la Resistencia, tan diferente a un ejército disciplinado: alguien como mademoiselle Lemas podía decidir dejar su puesto a un sustituto por su cuenta y riesgo. Los jefes de la Resistencia montaban en cólera, pero no podían hacer nada: todos sus efectivos eran voluntarios.
Dieter empezaba a tranquilizarse.
─¿De dónde es usted? ─oyó preguntar a Marie. ─Vivo en París.
─Tiene su tía Valérie más sobrinas escondidas por ahí? ─Creo que no... Ninguna, que yo sepa.
─Es usted una mentirosa.
El tono de Marie había cambiado radicalmente. La farsa no había funcionado. Dieter suspiró, se llevó la mano al interior de la chaqueta y sacó la automática.
─Pero, ¿puede saberse de qué está hablando?
─Está mintiendo. Ni siquiera sabe su nombre. Se llama Jeanne, no Valérie.
Dieter le quitó el seguro al arma y puso la palanca de la izquierda de la corredera en la posición de disparo.
─Siempre la llamo «tía» ─replicó Stéphanie con aplomo─. Es usted una maleducada.
─Lo sabía desde el principio ─dijo Marie en tono despectivo─. Jeanne no confiaría en alguien como usted en la vida. Con esos tacones y esa peste a perfume...
Dieter entró en la cocina.
─Qué lástima, Marie ─dijo─. Si fuera más confiada, o menos lista, habría podido marcharse sin problemas. Ahora, en cambio, está arrestada.
Marie se volvió hacia Stéphanie.
─¡Puta de la Gestapo! ─le espetó.
Stéphanie acusó el insulto y enrojeció.
Dieter sintió tal furia que estuvo a punto de abofetear a Marie con la pistola.
─Lamentará ese comentario cuando esté en manos de la Gestapo ─le dijo fríamente─. Hay un individuo llamado sargento Becker que se muere de ganas por hacerle unas preguntas. Cuando esté chillando, sangrando y suplicando piedad, acuérdese de ese insulto lanzado a la ligera.
Marie parecía a punto de huir. Dieter casi deseó que lo hiciera. Así podría dispararle y resolver el problema. Pero la chica no se movió. Al cabo de unos instantes, dejó caer los hombros y se echó a llorar.
Sus lágrimas no lo conmovieron.
─Túmbese boca abajo en el suelo y ponga las manos a la espalda. ─La chica obedeció, y Dieter se guardó el arma─. Creo haber visto un rollo de cuerda en la bodega ─le dijo a Stéphanie.
─Voy a buscarlo.
Stéphanie volvió trayendo un trozo de cuerda para tender la ropa. Dieter le ató las muñecas y los tobillos a Marie.
─Tengo que llevarla a Sainte-Cécile. No podemos arriesgarnos a que llegue un agente británico hoy mismo y ella siga estando aquí. ─Consultó su reloj. Eran las dos de la tarde. Llevaría a la detenida al palacio y estaría de vuelta a las tres─.Tendrás que ir sola a la cripta ─dijo volviéndose hacia Stéphanie─. Coge el Simca del garaje. Estaré en la catedral, aunque puede que no me veas ─añadió, y la besó. Como un marido antes de marcharse al trabajo, se dijo Dieter con sombrío humor. Levantó a Marie y se la echó al hombro─. Tengo que darme prisa ─dijo, y fue hacia la puerta de atrás. Salió, pero volvió atrás de inmediato─. Esconde la bicicleta.