Authors: Ken Follett
─A mí también.
Flick sonrió.
─Tendrías que haber visto cómo ha engatusado a la energúmena que dirige la cárcel.
─¿Qué te ha parecido Ruby Romain?
─Un encanto de mujer. Le rebanó el cuello a otra interna por una pastilla de jabón.
─Jesús ─murmuró Percy meneando la cabeza con incredulidad─. ¿Qué diantre de equipo estamos formando, Flick?
─Peligroso, como tiene que ser. El problema no es ése. Además, tal como están saliendo las cosas, quizá podamos darnos el lujo de eliminar a una o dos durante el adiestramiento. Lo que me preocupa es no encontrar a las dos expertas que necesitamos. De poco serviría llegar a Francia con un grupo de mujeres decididas a todo si luego nos equivocamos de cables.
Percy apuró el té y empezó a llenar la pipa.
─Conozco a una experta en explosivos que habla francés.
─¡Eso es fantástico! ─exclamó Flick sorprendida─. Pero, ¿por qué no lo has dicho antes?
─Porque en cuanto me he acordado de ella, he decidido descartarla. No es muy adecuada para este trabajo. Pero en vista de que estamos tan apurados...
─¿Por qué no es adecuada?
─Tiene unos cuarenta años ─respondió Percy encendiendo una cerilla─. El Ejecutivo no suele utilizar a gente tan mayor, y menos cuando hay que saltar en paracaídas.
Tal como estaban las cosas, la edad era lo de menos, se dijo Flick.
─¿Aceptará?
─Es más que probable, especialmente si se lo pido yo.
─¿Sois amigos? ─Percy asintió─. ¿Cómo aprendió a manejar explosivos?
Percy la miró apurado.
─Volando cajas fuertes ─murmuró sin soltar la cerilla─. La conocí hace años en el East End, cuando estaba metido en política.
La cerilla se consumió, y Percy encendió otra.
─Vaya, no imaginaba que tuvieras un pasado tan turbulento. ¿Dónde podemos encontrarla?
Percy consultó su reloj.
─Son la seis. A esta hora de la tarde, estará en El Pato Sucio.
─ Un pub.
─Un bar privado.
─Entonces, enciende la maldita pipa y vámonos de una vez. Una vez en el coche, Flick preguntó:
─¿Cómo sabes lo de las cajas fuertes?
Percy se encogió de hombros.
─Lo sabe todo el mundo.
─¿Todo el mundo? ¿Hasta la policía?
─Sí. En el East End, los policías y los delincuentes crecen juntos, van a las mismas escuelas, viven en las mismas calles... En ese barrio, todo el mundo se conoce.
─Pero, si conocen a los delincuentes, ¿por qué no los meten en la cárcel? Supongo que no pueden probar nada...
─Así es como funciona la cosa ─dijo Percy─. Cuando necesitan a un culpable, detienen a alguien que se dedique a eso. Si se trata de un robo, detienen a un ladrón. No importa que no haya cometido ese robo en concreto, porque siempre pueden cargarle el muerto: comprar a testigos, falsificar confesiones, amañar pruebas... Por supuesto, a veces meten la pata y encarcelan a gente inocente; y a menudo utilizan el sistema para ajustar cuentas personales y cosas por el estilo; pero en esta vida nada es perfecto, ¿no te parece?
─De modo que, según tú, todo el tinglado de los tribunales y los jurados es pura farsa.
─Una farsa muy antigua y muy bien montada que da trabajo a policías, abogados, fiscales y jueces, ciudadanos de lo más respetable que de otro modo se pasarían la vida mano sobre mano.
─¿Ha estado alguna vez en la cárcel tu amiga la revientacajas?
─No. Para evitar que te encarcelen, basta con pagar sobornos sustanciosos y tener amigos en la policía. Pongamos que vives en la misma calle que la madre del detective inspector Fulano. Le haces una visita a la buena señora todas las semanas, le preguntas si necesita que le hagas la compra, miras las fotos de sus nietos... El inspector Fulano sería un desagradecido si acabara metiéndote en chirona.
Flick pensó en la historia que les había contado Ruby hacía unas horas. Para alguna gente, vivir en Londres era casi tan malo como vivir en la Francia ocupada. ¿Podían ser las cosas tan diferentes de lo que siempre había creído?
─No sé si estás hablando en serio, Percy. Ya no sé qué creer.
─Claro que estoy hablando en serio ─dijo Percy sonriendo─. Pero entiendo que te cueste creerme.
Estaban en Stepney, cerca de los muelles. Flick no había visto ningún lugar tan castigado por los bombardeos. Habían arrasado calles enteras. Percy giró hacia un callejón estrecho y aparcó delante de un pub.
El Pato Sucio era un mote jocoso: el local se llamaba El Cisne Blanco. Los «bares privados» no eran privados; se les llamaba así para distinguirlos de los bares públicos, los pubs, que tenían el suelo cubierto de serrín y cobraban un penique menos por la pinta de cerveza. Flick se sorprendió a sí misma pensando en la manera de explicarle a Paul aquellas peculiaridades. Seguro que le hacían gracia.
Sentada en un taburete al final de la barra, Geraldine Knight parecía la dueña del local. Tenía el pelo muy rubio, la cara muy maquillada y una figura exuberante pero aparentemente firme, que hacía sospechar el uso de un corsé. El cigarrillo que se consumía en el cenicero tenía un cerco de pintalabios en la boquilla. Era difícil imaginar a alguien que tuviera tan poca pinta de agente secreto, pensó Flick desanimada.
─¡Percy Thwaite, vivito y coleando! ─exclamó la mujer. Hablaba como una verdulera que hubiera tomado clases de dicción─. ¿Qué te trae por esta pocilga, maldito cabrón comunista? ─ añadió, sin duda encantada de verlo.
─Hola, Jelly te presento a mi amiga Flíck ─dijo Percy.
─Es un placer conocerte, estoy segura ─respondió la mujer estrechando la mano de Flick.
─¿Jelly? ─preguntó Flick.
─Es un apodo como otro cualquiera.
─Ah, claro ─dijo Flick─, Jelly Knight, gelignita.
─Si vas a pedir algo, Percy, yo tomaré una ginebra con vermut ─dijo Jelly haciéndose la distraída.
─¿Vive en esta zona de Londres? ─le preguntó Flick en francés.
─Desde los diez años ─respondió Jelly en el mismo idioma con acento norteamericano─. Nací en Quebec.
Mal asunto, se dijo Flick. Puede que los alemanes no notaran el acento, pero a los franceses no les pasaría inadvertido. Jelly tendría que hacerse pasar por ciudadana francesa nacida en Canadá. Era una historia plausible, pero lo bastante inusual para llamar la atención.
─Pero se considera británica...
─De británica, nada. Inglesa ─respondió Jelly con indignada suficiencia; y, de nuevo en inglés, añadió─: Pertenezco a la Iglesia Anglicana, voto a los conservadores y no me gustan ni los extranjeros ni los republicanos ni los de otras confesiones. Exceptuando a los presentes, claro ─puntualizó volviéndose hacia Percy.
─Deberías vivir en Yorkshire ─dijo Percy─, en una granja perdida en el monte, donde no hubieran visto a un extranjero desde la época de los vikingos. No entiendo cómo soportas vivir en Londres rodeada de bolcheviques rusos, judíos alemanes, católicos irlandeses y galeses no conformistas que levantan iglesias como quien hace churros.
─Londres ya no es lo que era, Perce.
─¿Quieres decir que no es lo que era cuando llegaste de Canadá? Obviamente, era un viejo tema de discusión. Flick lo interrumpió con impaciencia:
─Me alegra saber que es usted tan patriota, Jelly.
─¿Y por qué iba a importarle a usted semejante cosa, si se puede saber?
─Porque hay algo que podría hacer por su país.
─Le he hablado a Flick de... tus habilidades, Jelly ─confesó Percy. La mujer se miró el rojo de sus uñas.
─Discreción, Percy, por favor. Como dice la Biblia, la discreción es el mejor valor.
─Confío en que esté al corriente de los últimos adelantos en su profesión ─dijo Flick─. Me refiero a los explosivos plásticos.
─Procuro estar al día ─respondió Jelly con displicente modestia; y, mirando a Flick con astucia, añadió─: Es algo relacionado con la guerra, ¿verdad?
─Sí.
─Cuente conmigo. Haré lo que sea por Inglaterra.
─Tendrá que estar fuera unos días.
─No hay problema.
─Y podría no volver nunca.
─¿Qué coño significa eso?
─Correremos mucho peligro ─dijo Flick bajando la voz.
─Vaya ─dijo Jelly consternada, y tragó saliva─. Bueno, no importa ─añadió sin convencimiento.
─¿Está segura?
Jelly se quedó pensativa, como si estuviera echando sus cuentas.
─Usted quiere que vuele algo...
Flick asintió.
─¿No habrá que cruzar el charco, no?
─Podría ser.
─¡Tras las líneas enemigas! Alabado sea Dios, soy demasiado vieja para una cosa así. Tengo... ─Dudó─. Tengo treinta y siete años.
Debía de tener unos cinco años más, pensó Flick, pero se limitó a decir:
─Bueno, somos casi de la misma edad. Yo estoy a punto de cumplir los treinta. Aún podemos permitirnos alguna aventura, ¿no le parece?
─Hable por usted, guapa.
A Flick se le cayó el alma al suelo. Ya podía despedirse de Jelly.
La idea había sido un error desde el principio, se dijo. Era imposible encontrar a mujeres adecuadas para aquella misión que además hablaran un francés perfecto. El plan estaba condenado al fracaso. Se apartó de Jelly. Tenía miedo de echarse a llorar.
─Jelly ─dijo Percy─, te estamos pidiendo que hagas algo realmente crucial para el curso de la guerra.
─A otro con ese hueso, Perce, que yo soy perro viejo ─dijo Jelly, pero su sarcasmo sonó falso.
Percy meneó la cabeza.
─No exagero, Jelly La victoria podría depender de que lo consigamos. ─La mujer lo miró, indecisa. La mueca de su rostro dejaba traslucir la lucha que libraba en su interior─. Y eres la única persona en todo el país que puede hacerlo ─añadió Percy.
─Venga ya ─replicó Jelly con escepticismo.
─No he hablado más en serio en toda mi vida.
─Maldita sea, Perce. ─Jelly se quedó pensativa. Siguió muda durante unos instantes. Flick contuvo la respiración─. Está bien, cabronazo ─dijo al fin─. Lo haré.
Flick estaba tan contenta que la besó.
─Dios te bendiga, Jelly ─dijo Percy.
─¿Cuándo empezamos? ─preguntó ella.
─Ahora mismo ─respondió Percy─. En cuanto te acabes esa ginebra, te acompaño a casa para que hagas la maleta y luego te llevo al centro de adiestramiento.
─¿Cómo, esta noche?
─Ya te he dicho que era importante.
Jelly apuró el vaso.
─Muy bien, estoy lista.
Al verla deslizar las cachas sobre el cuero del taburete, Flick no pudo evitar preguntarse cómo se las apañaría con un paracaídas. Salieron del pub. Percy se volvió hacia Flick. ─¿No te importa volver en metro?
─Claro que no.
─Entonces, te vemos mañana en el centro de desbaste.
─Allí estaré.
Flick los dejó y se dirigió hacia la estación de metro más próxima. Estaba exultante. La tarde de verano era espléndida, y el East End estaba muy animado: un grupo de críos sucios jugaba al críquet con un palo y una vieja pelota de tenis; un hombre vestido con un mono de trabajo volvía a casa con aspecto cansado; un soldado de permiso, que no debía de llevar más que un paquete de cigarrillos y un puñado de chelines en el bolsillo, avanzaba por la acera con aire decidido, como si todos los placeres del mundo lo estuvieran esperando a la vuelta de la esquina; tres chicas atractivas que llevaban vestidos sin manga y sombreros de paja reían mirando al soldado. La suerte de todos ellos se decidiría en cuestión de días, se dijo Flick, súbitamente angustiada.
En el metro que la llevaba a Bayswater, volvió a sentirse pesimista. Aún no tenía al miembro más importante del equipo. Sin una técnica en telefonía, Jelly podía colocar los explosivos en un lugar inadecuado. Producirían daños, pero si podían repararlos en uno o dos días, todo el esfuerzo y el riesgo serían inútiles.
Cuando llegó al cuarto de la pensión, encontró a su hermano Mark esperándola. Lo abrazó y le dio un beso.
─¡Qué sorpresa tan estupenda! ─exclamó Flick.
─Tengo la noche libre y he pensado que podía invitarte a una copa ─dijo Mark.
─¿Y Steve?
─Haciendo de Yago para las tropas, en Lyme Regis. Ahora casi siempre trabajamos para la ENSA. ─Mark se refería a la Asociación del Servicio Nacional de Espectáculos, que organizaba funciones para las fuerzas armadas─. ¿Adónde te apetece ir?
Flick estaba muerta de cansancio, y su primer impulso fue rechazar la invitación; pero se dijo que el viernes saldría para Francia, y que aquélla podía ser la última vez que viera a su hermano.
─¿Qué te parece el West End? ─preguntó.
─Iremos a un club nocturno.
─¡Estupendo!
Salieron de la pensión y se alejaron del brazo calle adelante.
─ He visto a mamá esta mañana ─dijo Flick.
─¿Cómo está?
─Bien, pero no parece muy dispuesta a bajarse del burro respecto a lo tuyo con Steve.
─Ya. ¿Cómo es que os habéis visto?
─He tenido que ir a Somersholme. Sería muy largo de explicar.
─Y confidencial, seguro.
Flick sonrió en señal de asentimiento y suspiró al acordarse de su problema.
─Supongo que no conoces a ninguna técnica en telefonía que hable francés, ¿verdad?
Mark se paró en seco.
─Pues, mira por donde, sí.
Mademoiselle Lemas estaba desesperada. Seguía sentada en la misma silla dura tras la mesita de la oficina, con el rostro congelado en una máscara inescrutable. No se atrevía a moverse. Llevaba puesto el sombrero de casquete y tenía el aparatoso bolso marrón en el regazo. Sus manos, pequeñas y gordezuelas, estrujaban rítmicamente las asas de cuero. No llevaba anillos; en realidad, no llevaba más joya que una cadena con una pequeña cruz de plata.
A su alrededor, impecablemente uniformados, los últimos oficinistas y secretarias seguían tecleando y archivando. Siguiendo las instrucciones de Dieter, sonreían educadamente cuando sus ojos se encontraban con los de la prisionera; de vez en cuando, alguna de las chicas le dirigía la palabra para ofrecerle agua o café.
Sentado frente a ella, con Stéphanie a su derecha y Hans Hesse a su izquierda, Dieter la observaba. El teniente era el tipo perfecto del recio e imperturbable alemán de la clase trabajadora. Seguía mirando estoicamente: había asistido a muchas sesiones de tortura. Stéphanie era menos paciente, pero se esforzaba por dominarse. Estaba a disgusto, pero se aguantaba: su objetivo en la vida era complacer a Dieter.