Alto Riesgo (15 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: Alto Riesgo
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─Te aseguro que no me ascendieron a mayor por llevar de paseo a los generales.

Diana la miró de hito en hito.

─¿Estás hablando en serio?

─Completamente.

─Dios santo...

Mal que le pesara, estaba impresionada.

Flick necesitaba su consentimiento explícito.

─Entonces, ¿estás dispuesta a hacer algo verdaderamente peligroso? No estoy bromeando, es más que probable que no lo cuentes. 

Más que asustada, Diana parecía encantada.

─Claro que estoy dispuesta. William se juega la vida a diario, ¿por qué no iba a hacerlo yo?

─¿Estás segura?

─Segurísima.

Flick disimuló su alivio. Acababa de reclutar a la primera mujer de su equipo.

Diana estaba tan entusiasmada que Flick decidió aprovechar la oportunidad para poner los puntos sobre las íes.

─Hay una condición, y puede que te resulte más desagradable que el peligro.

─¿Cuál?

─Me llevas dos años y en la vida civil perteneces a una clase superior. Eres la hija de un conde, y yo la de un ama de llaves. Hasta ahí, ningún problema. Como diría mamá, esas cosas no tienen vuelta de hoja. 

─Muy bien, cariño, entonces, ¿cuál es el problema? 

─Estoy al mando de la operación. Tendrás que obedecerme. 

Diana se encogió de hombros.

─De acuerdo.

─Será un problema ─insistió Flick─. Se te hará cuesta arriba. Pero no voy a pasarte una hasta que te acostumbres. Te lo advierto. 

─¡Sí, señor!

─En mi departamento las formalidades están de más, así que no hace falta que me llames ni señor ni señora. Pero llevamos la disciplina militar a rajatabla, especialmente durante las operaciones. Si lo olvidas, mi ira será la menor de tus preocupaciones. En mi trabajo, desobedecer una orden puede significar perder la vida.

─¿Jesús, qué dramático! Pero lo entiendo, por supuesto.

Flíck no estaba tan segura, pero había hecho todo lo que estaba en su mano. Se sacó un bloc del bolsillo de la blusa y escribió una dirección de Hampshire.

─Haz la maleta para tres días. Tienes que presentarte aquí. Coges el metro en Waterloo hasta Brockenhurst.

Diana leyó la dirección.

─Pero... si es la propiedad de lord Montagu... 

─Ahora la mayor parte la ocupa mi departamento. ─¿Qué departamento es ése?

─La Agencia de Investigación Interdepartamental ─dijo Flick usando el nombre en clave de costumbre.

─Espero que lo que vamos a hacer sea más emocionante que el nombrecito.

─Eso te lo garantizo.

─¿Cuándo empiezo?

─Tienes que estar allí hoy mismo. ─Flick se puso en pie─. Empezarás el adiestramiento mañana al amanecer.

─Volveré contigo a casa y me pondré a hacer la maleta ─dijo Diana levantándose─. Dime una cosa...

─Si puedo...

Diana, que parecía apurada, se puso a manosear la escopeta. Cuando miró a Flick, la expresión de su rostro traslucía una franqueza inequívoca.

─¿Por qué yo? ─preguntó─. Supongo que sabes que me han echado de todas partes...

Flick asintió.

─No voy a engañarte. ─Volvió la vista hacia los conejos ensangrentados, que seguían en el suelo, y la alzó de nuevo hacia el delicado rostro de Diana─. Eres una cazadora ─dijo─. Justo lo que necesito.

12

Dieter durmió hasta las diez. Se despertó con dolor de cabeza debido a la morfina, pero por lo demás se sentía bien: contento, optimista, confiado. El sangriento interrogatorio de la víspera le había proporcionado una pista caliente. La mujer de la calle du Bois, conocida por el nombre en clave de Burguesa, podía conducirlo directamente hasta el corazón de la Resistencia francesa.

O a ninguna parte.

Se bebió un litro de agua y se tomó tres aspirinas para aliviar la resaca de la morfina; luego, cogió el teléfono.

Primero llamó al teniente Hesse, que se alojaba en una habitación menos lujosa del mismo hotel.

─Buenos días, Hans. ¿Ha dormido bien?

─Sí, mayor, gracias. Señor, he ido al ayuntamiento para comprobar la dirección de la calle du Bois.

─Buen chico ─dijo Dieter─. ¿Qué ha descubierto?

─La casa pertenece a la señorita Jeanne Lemas, que es su única ocupante.

─Pero puede que haya otras personas viviendo en ella...

─He pasado en coche por delante, sólo para echar un vistazo, y no se veía movimiento.

─Esté listo para salir con mi coche dentro de una hora. 

─Muy bien.

─Y, Hans... lo felicito por su iniciativa.

─Gracias, señor.

Dieter colgó el auricular. Se preguntaba qué aspecto tendría Mademoiselle Lemas. Gaston había asegurado que ningún miembro del circuito Bollinger la conocía, y Dieter lo creía: la casa era un dispositivo de seguridad. Los agentes recién llegados no sabían otra cosa que dónde contactar con la mujer: si los cogían, no podrían revelar ninguna información sobre la Resistencia. Al menos, en teoría. La seguridad perfecta es una utopía.

Era poco probable que Mademoiselle Lemas estuviera casada. Podía ser una mujer joven que había heredado la casa de sus padres, una madurita en busca de marido o una solterona de edad. Le convenía ir con una mujer, se dijo.

Volvió al dormitorio. Stéphanie se había cepillado la exuberante cabellera pelirroja y lo esperaba sentada en la cama, enseñando los pechos por encima de la sábana. No podía negarse que sabía cómo excitar a un hombre. Sin embargo, Dieter venció el impulso de volver a la cama.

─¿Harías algo por mí? ─le preguntó Dieter. 

─Cualquier cosa.

─¿Lo que sea? ─Se sentó en el borde de la cama y le acarició el hombro─. ¿Vendrías conmigo a ver a otra mujer?

─Por supuesto ─respondió Stéphanie─. Y le lamería los pezones mientras se lo haces.

─Lo harías, no me cabe duda. ─Dieter rió encantado. Había tenido otras amantes, pero ninguna como Stéphanie─. Lamentablemente no se trata de eso. Quiero que me acompañes a arrestar a una mujer de la Resistencia.

El rostro de Stéphanie no mostró la menor emoción. 

─Muy bien ─dijo con calma.

Dieter estuvo tentado de insistir hasta que reaccionara, de preguntarle cómo se sentía al respecto y si de verdad no le importaba hacerlo; pero decidió conformarse con su asentimiento.

─Gracias ─le dijo, y volvió al salón.

Mademoiselle Lemas podía estar sola, pero también cabía la posibilidad de que la casa estuviera llena de agentes aliados armados hasta los dientes. Consultó su libreta y le dio el número de Rommel en La Roche-Guyon al operador del hotel.

Al comienzo de la ocupación, la red telefónica francesa estaba colapsada. Los alemanes mejoraron los equipos, añadieron kilómetros de cable e instalaron centralitas automáticas. El sistema seguía sobrecargado, pero funcionaba mucho mejor.

Dieter preguntó por el ayudante de Rommel. Al cabo de un momento oyó la voz fría y cortante del mayor Godel: 

─Godel.

─Soy Dieter Franck. ¿Cómo está usted, Walter?

─Ocupado ─respondió Godel con sequedad─. ¿De qué se trata?

─Estoy progresando muy rápidamente. Prefiero no darle detalles, porque llamo desde un hotel, pero estoy a punto de arrestar a un espía, puede que a varios. Pensé que al mariscal de campo le gustaría saberlo.

─Se lo comunicaré.

─Otra cosa. Necesitaría ayuda. Sólo dispongo de un teniente. Estoy tan desesperado que he pedido ayuda a mi amiga francesa. 

─Eso no es muy sensato.

─Le aseguro que es de total confianza. Pero no me servirá de mucho contra un grupo de terroristas experimentados. ¿Podría conseguirme media docena de hombres competentes?

─Use a la Gestapo. Para eso están.

─No me fío de ellos. Ya sabe que están cooperando con nosotros a regañadientes. Necesito gente de confianza.

─Quíteselo de la cabeza ─respondió Godel.

─Mire, Walter, ya sabe lo importante que es esto para Rommel... Me ha encomendado que me asegure de impedir que la Resistencia entorpezca nuestra movilidad...

─Sí. Pero el mariscal de campo espera que lo haga sin privarlo de tropas de combate.

─En esas condiciones, no sé si seré capaz.

─¡Por amor de Dios, Franck! ─lo atajó Godel─. Tenemos que defender toda la costa del Atlántico con un puñado de soldados, y usted está rodeado de hombres sanos y fuertes sin otra obligación que registrar pajares en busca de viejos judíos. ¡Ponga manos a la obra y deje de calentarme la cabeza!

Dieter oyó un clic al otro lado de la línea. Estaba estupefacto. Godel no perdía los estribos así como así. Estaba claro que la amenaza de la invasión los había puesto al borde de la histeria. Pero la cosa estaba clara. Tenía que apañárselas solo.

Soltó un suspiro, presionó la horquilla para obtener tono y llamó al palacio de Sainte-Cécile.

Lo pusieron con Willi Weber.

─Voy a llevar a cabo una detención en una casa de la Resistencia ─le dijo─. Necesitaría a algunos de tus pesos pesados de la Gestapo. ¿Podrías mandarme a cuatro hombres y un coche al hotel Frankfort? ¿O prefieres que vuelva a hablar con Rommel?

Era una amenaza innecesaria. Weber estaba más que dispuesto a que sus hombres participaran en la operación. De ese modo, la Gestapo podría adjudicarse todo el mérito en caso de que tuviera éxito. Le prometió que tendría el coche y los hombres en media hora.

A Dieter no le hacía maldita la gracia trabajar con la Gestapo. No podría controlarlos. Pero no tenía elección.

Mientras se afeitaba, escuchó la radio, que estaba sintonizada con una emisora alemana. Se enteró de que la primera batalla de tanques que tenía lugar en el teatro del Pacífico se había librado el día anterior, en la isla de Biak. El ejército de ocupación japonés había hecho retroceder a la división estadounidense de infantería 162 hasta la cabeza de playa. «Arrojadlos al mar», murmuró Dieter para sus adentros.

Se puso un traje de estambre gris oscuro, una camisa fina de algodón de rayas gris pálido y una corbata negra con topos blancos. Le encantaba que los puntos, en lugar de estampados, estuvieran cosidos al tejido. Se quedó pensando un instante; luego, se quitó la chaqueta y se puso una sobaquera. Cogió la Walther P38 automática de un cajón del escritorio, se la enfundó y volvió a ponerse la chaqueta.

Se sentó a tomar una taza de café y contempló a Stéphanie mientras se vestía. Los franceses confeccionaban la lencería más bonita del mundo, se dijo, mientras la chica se ponía un conjunto de braguita y camisola color crema. Le encantaba mirarla mientras se subía las medias y alisaba la seda sobre sus muslos.

─¿Cómo es posible que ningún gran pintor haya inmortalizado un momento así? ─dijo Dieter.

─Porque las mujeres del Renacimiento no tenían medias de seda natural.

Se marcharon en cuanto estuvo lista.

Hans Hesse y el Hispano-Suiza los esperaban ante el hotel. El joven teniente miró a Stéphanie con respetuosa admiración. A sus ojos, la chica era tan deseable como intocable. Dieter no pudo evitar compararlo con una muerta de hambre embobada ante un escaparate de Cartier. Tras su coche, había un Citroen negro Traction Avant ocupado por cuatro hombres de la Gestapo vestidos de paisano. Dieter comprobó que el mayor Weber había decidido participar en persona en la operación; estaba sentado en el asiento del acompañante y vestía un traje verde de tweed que le daba aspecto de granjero con la ropa de los domingos.

─Sígueme ─le dijo Dieter─. Cuando lleguemos, no salgas del coche hasta que te llame, por favor.

─¿De dónde has sacado esa preciosidad? ─le preguntó Weber. ─ Me la regaló un judío ─respondió Dieter─. Por ayudarlo a huir a Norteamérica.

Weber rezongó con incredulidad, pero Dieter hablaba en serio.

Con gente como Weber, lo mejor era fanfarronear. Si Dieter hubiera intentado mantener oculta a Stéphanie, Weber habría sospechado de inmediato que era judía y le habría faltado tiempo para investigarla. Pero, como Dieter se exhibía con ella, ni siquiera se le pasó por la cabeza.

Con Hans al volante, se dirigieron hacia la calle du Bois.

Reims era una ciudad importante con una población que sobrepasaba los cien mil habitantes, pero por sus calles apenas circulaban coches. El uso de automóviles estaba restringido a quienes prestaban algún servicio público: policías, médicos, bomberos y, por supuesto, los alemanes. El resto de los ciudadanos se desplazaba en bicicleta o a pie. Se disponía de gasolina para el reparto de comida y otros artículos de primera necesidad, pero muchas mercancías se transportaban mediante carros tirados por caballos. La principal industria de la región era el champán. A Dieter le encantaba en todas sus variedades: los añejos con cuerpo; los caldos jóvenes, frescos y ligeros; los refinados blanc de blancs; los semisecos, ideales para acompañar los postres; e incluso los pícaros rosados, favoritos de las cortesanas parisinas.

La calle du Bois, una calle tranquila flanqueada de árboles, se encontraba a las afueras de la ciudad. Hans detuvo el coche ante una casa alta situada en una esquina que tenía un pequeño patio lateral. Aquél era el hogar de mademoiselle Lemas, se dijo Dieter. ¿Sería capaz de doblegar su espíritu? Las mujeres tenían más aguante que los hombres. Gritaban y chillaban, pero tardaban en desmoronarse. Había fracasado con mujeres más de una vez; con hombres, nunca. Si aquella conseguía vencerlo, podía decir adiós a su investigación.

─Si ves que te hago una seña, ven enseguida ─le dijo a Stéphanie, y salió del coche.

El Citroen de Weber se detuvo detrás del Hispano-Suiza, pero los hombres de la Gestapo obedecieron sus instrucciones y permanecieron en el interior.

Dieter echó un vistazo al patio lateral. Había un garaje. El resto lo ocupaba un pequeño jardín con setos bien recortados, arrayanes rectangulares llenos de flores y un cuidado sendero de grava. La propietaria era una mujer cuidadosa.

Junto a la puerta de entrada había un anticuado cordón rojo y amarillo. Dieter le dio un tirón y oyó el sonido de una campana mecánica en el interior.

La mujer que abrió la puerta rondaba los sesenta años. Tenía el pelo blanco, y lo llevaba recogido en la nuca con un prendedor de carey. Llevaba un vestido azul con estampado de florecillas blancas y, atado a la cintura, un delantal inmaculado.

─Buenos días, monsieur ─saludó con amabilidad.

Dieter sonrió. Era la perfecta viejecita de provincias bien educada. Ya se le había ocurrido una forma de torturarla. La confianza lo puso de buen humor.

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