Alto Riesgo (38 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: Alto Riesgo
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─Conozco al mayor Recomer ─dijo uno de los agentes, un sargento─. Del cuerpo de Ingenieros, ¿no?

─No, del contraespionaje ─respondió Greta.

Al verla tan tranquila, Flick se dijo que, a Greta, hacerse pasar por lo que no era no le suponía el menor esfuerzo.

─Supongo que le gustan las catedrales ─dijo el sargento en tono distendido─. Porque, en este agujero, no hay mucho más que ver. ─Sí.

El hombre se puso a revisar los papeles de Jelly.

─¿Acompaña a frau Recomer en todos sus viajes? ─le preguntó. ─Sí, es muy amable conmigo ─contestó Jelly.

Flick percibió el temblor de su voz y comprendió que estaba aterrorizada.

─¿Han visitado el palacio del obispo? ─dijo el sargento─. Merece la pena.

─Sí, es impresionante ─respondió Greta en francés.

El sargento miraba a Jelly a la espera de su respuesta. Ella se había quedado alelada, y tardó unos segundos en contestar: ─La mujer del obispo ha sido muy amable.

A Flick se le cayó el alma al suelo. Jelly hablaba un francés perfecto, pero no tenía la menor idea sobre ningún país extranjero y por supuesto no sabía que los obispos sólo se casaban en la Iglesia Anglicana, que Francia era un país católico y que sus sacerdotes guardaban el celibato. Jelly se había delatado en el primer control.

¿Qué pasaría ahora? Flick llevaba la metralleta Sten con silenciador en la maleta, desmontada en tres partes; pero tenía la Browning automática en la vieja mochila de cuero que llevaba a la espalda. Discretamente, descorrió la cremallera de la mochila para tener rápido acceso al arma, mientras Ruby metía la mano en el bolsillo derecho de la gabardina y empuñaba su pistola.

─¿La mujer? ─preguntó el sargento─. ¿Qué mujer? ─Jelly lo miró desconcertada─. ¿Es usted francesa?

─Por supuesto.

Greta se apresuró a intervenir.

─Se refiere a la mujer que lleva la casa, al ama de llaves del señor obispo ─dijo en francés.

─Eso, el ama de llaves del señor obispo, quería decir ─confirmó Jelly, comprendiendo que había metido la pata.

Flick contuvo el aliento.

El sargento dudó unos segundos; luego, se encogió de hombros y les devolvió sus papeles.

─Espero que el tren no las haga esperar ─dijo, de nuevo en alemán.

Greta y Jelly siguieron su camino, y Flick respiró aliviada.

Cuando le llegó el turno y estaba a punto de enseñar su documentación, dos gendarmes franceses se saltaron la cola. Se detuvieron en el puesto de control y esbozaron un saludo, pero no sacaron sus papeles. El sargento asintió.

─Pasen ─dijo.

«Si la seguridad de este sitio dependiera de mí ─se dijo Flick─, a este sargento se le iba a caer el pelo.» Cualquiera podía hacerse pasar por poli. Pero los alemanes eran de una amabilidad exquisita con la gente de uniforme: eso explicaba en buena parte que hubieran entregado su país a un hatajo de psicópatas.

Había llegado su turno de mentir a la Gestapo.

─¿Son primas? ─preguntó el sargento clavando los ojos en Flick y luego en Ruby.

─No nos parecemos mucho, ¿verdad? ─respondió Flick con una desenvoltura que estaba lejos de sentir.

No se parecían nada: Flick tenía el pelo rubio, los ojos verdes y la piel clara, mientras que Ruby era morena y tenía los ojos negros. ─Su prima parece gitana ─dijo el sargento.

Flick fingió indignación.

─¿Ah, sí? Pues no lo es ─y, a modo de explicación del color de tez de Ruby, añadió─: Su madre, la mujer de mi tío, era de Nápoles. El sargento se encogió de hombros y se volvió hacia Ruby. ─¿Cómo murieron sus padres?

─En el descarrilamiento de un tren ─dijo.

─¿Un atentado de la Resistencia? ─preguntó el sargento. ─Sí.

─Mi más sentido pésame, señorita. Esos terroristas son animales ─gruñó el sargento devolviéndoles los papeles.

─Gracias, señor ─dijo Ruby.

Flick se limitó a hacer un gesto con la cabeza y la siguió.

No había sido un control fácil. «Espero que no sean todos igual ─se dijo Flick─. Mi corazón no lo soportaría.»

Diana y Maude estaban en el bar. Flick las vio al otro lado del cristal y advirtió que estaban bebiendo champán. Se puso furiosa. Los billetes de mil francos del Ejecutivo no eran para eso. Además, Diana sabía de sobra que necesitaba estar despejada para no cometer errores. Pero de momento no podía hacerse nada.

Greta y Jelly estaban sentadas en un banco. Jelly parecía contrita, sin duda porque alguien a quien consideraba un pervertido extranjero acababa de salvarle la vida. Flick se preguntó si aquello la haría cambiar de actitud.

Ruby y ella encontraron un banco libre a cierta distancia y se sentaron.

Al cabo de cinco horas, el andén estaba a rebosar. Entre los viajeros que esperaban había hombres trajeados con aspecto de abogados o empresarios con asuntos que resolver en París, mujeres francesas relativamente bien vestidas y grupos de militares alemanes. Las «grajillas», que disponían de dinero y libretas de racionamiento falsas, pudieron comprar pain noir y sucedáneos de café en el bar.

Eran las once pasadas cuando el tren se detuvo en la estación. Los coches iban de bote en bote, y apenas bajó gente, de modo que Flick y Ruby tuvieron que quedarse de pie, lo mismo que Greta y Jelly. En cambio, Diana y Maude encontraron sitio en un compartimento de seis, con dos mujeres de mediana edad y los dos gendarmes franceses.

Los gendarmes inquietaban a Flick. Consiguió abrirse paso entre la gente apretujada en el pasillo y hacerse un hueco junto a la puerta del compartimento, desde donde podía echar un vistazo por el cristal y vigilar a los cuatro. Por suerte, la combinación de la noche en vela y del champán de la estación pudo más que Diana y Maude, que se quedaron dormidas en cuanto el tren emprendió la marcha.

El convoy avanzaba cansinamente resoplando entre bosques y campos de cultivo. Al cabo de una hora, las dos señoras francesas se apearon en una estación intermedia, y Flick y Ruby se apresuraron a ocupar sus sitios. Sin embargo, Flick lo lamentó casi de inmediato. A los gendarmes, dos veinteañeros, les faltó tiempo para pegar la hebra, encantados de tener a dos chicas con las que conversar durante el largo viaje.

Se llamaban Christian y Jean-Marie. El primero, de pelo negro y rizado y ojos castaños, era románticamente guapo; Jean-Marie tenía una mirada astuta, una cara zorruna y un bigote rubio. Christian, el más hablador, ocupaba el asiento del centro y tenía a Ruby a un lado. Flick estaba sentada enfrente, junto a Maude, que dormía con la cabeza apoyada en el pecho de Diana.

Los gendarmes contaron que iban a París para recoger a un preso. El asunto no tenía nada que ver con la guerra: el detenido era un vecino de Chartres que había asesinado a su mujer y a su hijastro y había huido a París, donde los flics, los policías de la capital, le habían echado el guante y lo habían hecho confesar. Christian y Jean-Marie tenían que traerlo de vuelta a Chartres para que lo juzgaran. Christian se llevó la mano a un bolsillo de la guerrera y les enseñó las esposas que le pondrían, como para demostrar a Flick y Ruby que no estaban fanfarroneando.

En una hora, Flick se enteró de toda la vida y milagros de Christian. A continuación, y en justa correspondencia, tuvo que detallar su falsa identidad mucho más allá de los rasgos básicos que había imaginado de antemano. Acabó agotada, pero se dijo que era una buena práctica para un interrogatorio de verdad.

Dejaron atrás Versalles y pasaron de largo por la estación de clasificación de Saint-Quentin, devastada por los bombardeos. Maude se despertó. Se acordó de hablar en francés, pero no de fingir que no conocía a Flick, así que le preguntó:

─Hola. ¿Dónde estamos, lo sabes?

Los gendarmes, sorprendidos, cruzaron una mirada. Flick les había dicho que Ruby y ella no conocían a las otras dos chicas; sin embargo, Maude se había dirigido a ella como a una amiga.

Flick conservó la sangre fría.

─No nos conocemos ─dijo sonriendo─. Me parece que me ha confundido con su amiga. Está usted medio dormida.

Maude frunció el ceño como diciendo: «¿De qué demonios estás hablando?»; pero no tardó en captar la mirada de Christian. En rápida mímica, su rostro expresó sorpresa, comprensión y horror, y al cabo de un instante, en tono nada convincente, farfulló:

─Por supuesto, qué tonta soy... Usted perdone.

Por suerte, Christian no era un hombre suspicaz.

─Lleva dormida dos horas ─le dijo a Maude sonriendo─. Estamos a las afueras de París. Pero, como puede ver, el tren se ha parado.

Maude le dedicó la más deslumbrante de sus sonrisas. 

─ ¿Cuándo cree usted que llegaremos?

─La verdad, señorita, me pide usted demasiado. Yo sólo soy humano; el único que conoce el futuro es Dios.

Maude rió como si el gendarme hubiera dicho algo deliciosamente ingenioso, y Flick se relajó.

En ese momento, Diana despertó sobresaltada y exclamó en inglés:

─¡Dios santo, cómo me duele la cabeza! ¿Dónde demonios estamos?

Un segundo después vio a los dos gendarmes y comprendió al instante lo que acababa de hacer... pero era demasiado tarde.

─¡Ha hablado en inglés! ─dijo Christian. ─Flick vio que Ruby metía la mano en el bolsillo de la gabardina─. ¡Usted es inglesa! ─dijo el gendarme señalando a Diana, y se volvió hacia Maude─. ¡Y usted también! ─y, recorriendo el compartimento con la mirada, cayó en la cuenta─. ¡Todas son inglesas!

Flick extendió el brazo y agarró a Ruby por la muñeca cuando ya había sacado la mitad del arma fuera del bolsillo de la gabardina.

Christian advirtió el gesto, bajó la vista hacia la mano de Ruby y exclamó:

─¡Y están armadas!

Su pasmo habría resultado cómico si la vida de ellas cuatro no hubiera estado en peligro.

─¡Ay, Dios, la he jodido del todo! ─murmuró Diana.

El tren dio una sacudida y se puso en marcha.

─¡Son agentes de los aliados! ─dijo Christian bajando la voz.

Flick aguardaba su reacción con el corazón en un puño. Si intentaba sacar la pistola, Ruby le dispararía. En tal caso, tendrían que saltar del tren. Con suerte, podrían escabullirse entre las casuchas del suburbio que atravesaban en esos momentos antes de que la Gestapo iniciara la persecución. El convoy empezó a coger velocidad, y Flick se preguntó si no era mejor saltar ya, antes de que fuera demasiado deprisa.

Pasaron unos segundos en tenso silencio. De pronto, Christian esbozó una sonrisa.

─¡Buena suerte! ─dijo bajando la voz hasta convertirla en un susurro─. Su secreto está seguro con nosotros.

Eran simpatizantes de la Resistencia... gracias a Dios. Flick relajó el cuerpo, aliviada.

─Gracias ─murmuró.

─¿Cuándo empezará la invasión? ─preguntó el chico.

Era una ingenuidad pensar que alguien que conociera semejante secreto se lo iba a revelar así como así; pero, para mantenerlo motivado, Flick respondió:

─De un día para otro. Tal vez el martes.

─¿En serio? Eso es maravilloso... ¡Viva Francia!

─No sabe cómo me alegro de que estén de nuestro lado.

─Siempre he estado en contra de los alemanes. ─Christian decidió ponerse alguna medalla─. En mi trabajo, he podido prestar más de un servicio útil a la Resistencia, de un modo discreto, claro ─dijo dándose un golpecito en una aleta de la nariz.

Flick no lo creyó ni por un segundo. No dudaba de que fuera hostil a los alemanes, como la mayoría de los franceses después de cuatro años de penurias y toques de queda. Pero, si realmente hubiera colaborado con la Resistencia, no se lo habría dicho a nadie; por el contrario, habría tenido pánico a que lo descubrieran.

Pero eso no importaba. La cuestión era que Christian había comprendido de qué lado soplaba el viento y no iba a delatar a unas agentes aliadas a la Gestapo a unos días de la invasión. Había demasiadas probabilidades de que acabara costándole caro.

El tren redujo la marcha, y Flick vio que estaban entrando en la Gare d'Orsay y se levantó. Christian le besó la mano y, con voz temblorosa de emoción, murmuró:

─Es usted una mujer valiente. ¡Buena suerte!

Flick bajó la primera. Apenas pisó el andén, vio a un hombre pegando carteles. Se fijó en la imagen y el corazón le dio un vuelco. Era su propio retrato.

Nunca había visto aquella imagen, ni recordaba que le hubieran hecho una fotografía en traje de baño. El fondo era una mancha gris, como si lo hubieran cubierto de pintura, así que no proporcionaba ninguna pista. El cartel daba su nombre y uno de sus viejos alias, Francoise Boule, y la acusaba de ser una asesina.

El hombre acabó de pegar el cartel, recogió los bártulos y eligió otro trozo de pared.

Flick comprendió que su foto debía de estar por todo París.

Fue un golpe terrible. La dejó clavada en mitad del andén. Estaba tan asustada que le entraron ganas de vomitar. Dejó pasar unos segundos y consiguió reponerse.

Su primer problema era cómo salir de la Gare d'Orsay. Miró hacia el comienzo del andén y vio un puesto de control en la puerta de acceso al vestíbulo. Dio por supuesto que los agentes de la Gestapo disponían de la foto.

¿Cómo pasar el control? No podía ponerse a la cola y confiar en la suerte. Si los alemanes la reconocían, la detendrían al instante, y no conseguiría enredarlos les contara lo que les contara. ¿Salir del paso a tiro limpio? Puede que las «grajillas» consiguieran eliminar a los hombres del control; pero la estación debía de estar llena de alemanes, por no hablar de policías franceses, que dispararían primero y preguntarían después. Era demasiado arriesgado.

Había otra solución, comprendió Flick. Podía ceder el mando de la operación a una de las chicas ─probablemente a Ruby─, dejar que pasaran el control y probar suerte la última. De ese modo, la misión tendría una posibilidad.

Se volvió hacia el tren. Ruby, Diana y Maude ya se habían apeado.

Christian y Jean-Marie se disponían a bajar. De pronto, Flick se acordó de las esposas del gendarme y se le ocurrió una solución desesperada. Empujó al chico a la plataforma del coche y subió tras él. Christian, no sabiendo qué pensar, sonrió nervioso. 

─ ¿Qué ocurre?

─Mire ─le dijo Flick─. Hay un cartel con mi foto en aquella pared. 

Los dos gendarmes se asomaron a la puerta del coche. Christian se puso pálido.

─¡Dios mío, son espías de verdad! ─murmuró Jean-Marie. 

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