Alto Riesgo (33 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: Alto Riesgo
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Uno de los hombres levantó la mano.

─¡Schuller! ─ladró Weber─. Puede hablar.

─Señor, ¿y si los terroristas llaman a una casa? Al no recibir respuesta, podrían empezar a sospechar.

Dieter asintió.

─Buena pregunta. Pero dudo que hagan tal cosa. Mi hipótesis es que los miembros del comité de recepción son forasteros. Los aliados no suelen lanzar agentes en paracaídas cerca de lugares habitados por simpatizantes de la Resistencia; es un riesgo innecesario. Estoy casi seguro de que llegarán cuando haya oscurecido e irán directamente al establo sin molestar a los lugareños.

Weber volvió a meter baza.

─Ése sería el procedimiento normal de la Resistencia ─afirmó en el tono de un médico emitiendo su diagnóstico.

─La maison Grandin será nuestro cuartel general ─siguió diciendo Dieter─. El mayor Weber estará al mando en ella. ─Era su estratagema para mantenerlo alejado de la acción real─. Los civiles permanecerán encerrados en algún sitio conveniente, a ser posible, la bodega. Hay que conseguir que guarden silencio, de modo que podamos oír llegar al vehículo del comité de recepción y, más tarde, al avión.

─Si algún prisionero persiste en hacer ruido, pueden pegarle un tiro ─dijo Weber.

─Tan pronto tengamos encerrados a los vecinos, los equipos A, B, C y D tomarán posiciones en las carreteras que conducen al pueblo y se mantendrán ocultos. Si llega cualquier vehículo o persona, informarán por radio de onda corta, pero no harán nada más. Insisto, a partir de ese momento, no impedirán a nadie la entrada al pueblo ni harán nada que pueda alertar de su presencia. ─Dieter recorrió la sala con la mirada preguntándose con pesimismo si los hombres de la Gestapo tenían suficiente cerebro para seguir aquella orden─. El enemigo necesita un medio de transporte para seis paracaidistas más el comité de recepción, así que llegarán en un camión o autobús, o tal vez en varios coches. Creo que entrarán en el prado por este portón pues, dada la época del año, el terreno estará muy seco, de modo que los vehículos no corren peligro de quedar atascados, y estacionarán entre el portón y el cobertizo, justo aquí ─dijo Dieter señalando un lugar en el mapa─. Los equipos E, F, G y H estarán en este grupo de árboles próximo al estanque, equipados con potentes linternas. Los equipos I y J permanecerán en la maison Grandin custodiando a los prisioneros y guardando el puesto de mando con el mayor Weber. ─Dieter no quería tener cerca a Weber en el momento de las detenciones─. Los equipos K y L estarán conmigo detrás de este seto próximo al cobertizo. ─Hans había averiguado quiénes eran los mejores tiradores y los había asignado a los equipos bajo el mando directo de Dieter─. Permaneceré en contacto por radio con todos los equipos y estaré al mando en el prado. Cuando oigamos el avión, ¡no haremos nada! Cuando veamos a los paracaidistas, ¡no haremos nada! Esperaremos hasta que tomen tierra y los miembros del comité de recepción los reúnan y los lleven hacia el lugar en que hayan aparcado los vehículos ─ y, alzando la voz, por Weber más que por cual quiera de sus hombres, añadió─: ¡No detendremos a nadie hasta ese momento! ─Los hombres no echarían mano a la pistola a menos que un oficial nervioso se lo ordenara─. Cuando llegue, yo daré la señal. A partir de ese instante, y hasta que reciban la orden de retirada, los equipos A, B, C y D detendrán a cualquiera que intente entrar o salir del pueblo. Los equipos E, F, G y H encenderán las linternas y enfocarán con ellas al enemigo. Los equipos K y L me seguirán y efectuarán las detenciones. Nadie debe disparar al enemigo, ¿está claro?

Schuller, que al parecer era el listo del grupo, volvió a levantar la mano.

─¿Y si nos disparan ellos? ─preguntó.

─No respondan al fuego. ¡Esos hombres no nos sirven de nada muertos! Arrójense al suelo y sigan enfocándolos con las linternas. Los equipos E y F son los únicos que pueden utilizar sus armas, y tienen órdenes de limitarse a herir a los paracaidistas. Queremos interrogarlos, no matarlos.

En ese momento, sonó el teléfono, y Hesse levantó el auricular y contestó.

─Es para usted ─dijo tendiéndoselo a Dieter─. Del cuartel general de Rommel.

Más oportuno, imposible, pensó Dieter mientras cogía el auricular. Había llamado a La Roche-Guyon hacía un rato y había dejado dicho que necesitaba hablar con Walter Godel.

─Walter, amigo mío, ¿cómo está el mariscal de campo? ─dijo Dieter al teléfono.

─Estupendamente, ¿qué quiere? ─contestó Godel, tan brusco como siempre.

─He pensado que al mariscal de campo le gustaría saber que vamos a dar un pequeño golpe esta misma noche: la detención de un grupo de saboteadores en el momento de su llegada. ─Por un instante, Dieter dudó si convenía dar detalles por teléfono, pero necesitaba que Godel apoyara la operación y, dado que estaba utilizando una línea militar alemana, el riesgo de que la Resistencia estuviera escuchando era mínimo─. Según mi información, uno de ellos podría proporcionarnos abundantes datos sobre varios circuitos de la Resistencia.

─Excelente ─dijo Godel─. En estos momentos, le estoy hablando desde París. ¿Cuánto tardaría en llegar a Reims en coche? ¿Dos horas?

─Tres.

─Entonces lo acompañaré durante la operación. Dieter estaba encantado.

─Por supuesto ─respondió─, si ése es el deseo del mariscal de campo. Lo esperamos en el palacio de Sainte-Cécile no más tarde de las diecinueve horas ─añadió volviéndose hacia Weber, que estaba ligeramente pálido.

─Muy bien ─respondió Godel, y colgó.

Dieter tendió el auricular a Hesse.

─El ayudante personal del mariscal de campo Rommel, mayor Godel, se reunirá con nosotros esta tarde ─anunció en tono triunfal─. Razón de más para asegurarnos de actuar con impecable eficacia. ─Sonrió a la sala y se volvió hacia Weber─. Qué suerte la nuestra, ¿no?

Las «grajillas» pasaron la mañana metidas en el autobús que las llevaba hacia el norte. Fue un viaje lento y zigzagueante entre densos bosques y verdes trigales, de pueblo somnoliento en pueblo somnoliento, rodeando Londres por el oeste. El campo parecía ajeno, no ya a la guerra, sino al propio siglo XX, y Flick esperaba que siguiera así indefinidamente. Cuando atravesaron la ciudad medieval de Winchester, pensó en Reims, otra ciudad catedralicia, aunque con nazis de uniforme pavoneándose por las calles y coches negros de la Gestapo en todas las esquinas, y agradeció a Dios que se hubieran detenido en el Canal de la Mancha. Se sentó junto a Paul y contempló el paisaje durante unos minutos; luego, agotada por el ajetreo de la noche, se quedó profundamente dormida con la cabeza apoyada en el hombro de su amante.

Llegaron a Sandy, en el condado de Bedford, a las dos de la tarde. El autobús descendió por una sinuosa carretera comarcal y tomó un cansino de tierra que atravesaba el bosque y desembocaba ante una enorme mansión llamada Tempsford House. Flick la había visitado en numerosas ocasiones: era el punto de reunión para el cercano aeródromo de Tempsford. La sensación de tranquilidad la abandonó de golpe. Para Flick, a despecho de su elegancia dieciochesca, el edificio simbolizaba la insoportable tensión de las horas previas a un vuelo sobre territorio enemigo.

Llegaban tarde para comer, pero les sirvieron té y sándwiches en la biblioteca. Flick se tomó el té, pero estaba demasiado nerviosa para comer. Los demás, en cambio, hicieron los honores con apetito.

Tras subir a sus habitaciones, las mujeres volvieron a reunirse en la biblioteca. La habitación se había transformado en una especie de guardarropa de estudio cinematográfico, atestado de percheros con chaquetas y vestidos, cajas de sombreros y zapatos, y paquetes etiquetados «Culottes», «Chaussettes» y «Mouchoirs», alrededor de una mesa de caballete con varias máquinas de coser.

Al mando de la operación se encontraba madame Guillemin, una mujer delgada de unos cincuenta años que lucía un elegante vestido camisero y una graciosa chaquetilla a juego. Llevaba las gafas en la punta de la nariz y una cinta métrica colgada al cuello, y hablaba un francés exquisito con acento parisino.

─Como saben, la ropa francesa es inequívocamente distinta de la inglesa. No diré que tengan más estilo, pero, ya me entienden, tienen más... estilo.

Se encogió de hombros a la francesa, y las chicas se echaron a reír.

No era solo cuestión de estilo, pensó Flíck sombría. Normalmente, las chaquetas francesas eran unos veinte centímetros más largas que las inglesas y tenían numerosas diferencias de detalle, cualquiera de las cuales podía ser la pista fatal que delatara a un agente. Por ese motivo, todas aquellas prendas habían sido adquiridas en Francia, obtenidas de refugiados a cambio de ropa inglesa nueva o fielmente copiadas de modelos franceses y usadas el tiempo necesario para que no parecieran nuevas.

─Como se acerca el verano, lo que tenemos ahora son vestidos de algodón, trajes finos de lana y gabardinas. ─Madame Guillemin hizo un gesto hacia las dos jóvenes sentadas ante sendas máquinas de coser─. Mis ayudantes harán las alteraciones necesarias si las prendas no les quedan perfectas.

─Necesitamos ropa más bien cara ─dijo Flick─, pero bastante usada. Si nos para la Gestapo, tenemos que parecer señoras respetables.

Cuando tuvieran que pasar por limpiadoras, podrían disimular la calidad de la ropa quitándose sombreros, guantes y cinturones.

Madame Guillemin empezó por Ruby. La miró de arriba abajo durante un minuto, se acercó a un perchero y eligió un vestido azul marino y una gabardina de color habano.

─Pruébese esto. La gabardina es de hombre, pero en los tiempos que corren las francesas ya no tienen manías. ─La sastra indicó un rincón de la biblioteca─. Si quiere, puede cambiarse detrás de aquel biombo, y para las más tímidas hay un pequeño gabinete detrás del escritorio. Creemos que el dueño de la casa se encerraba en él para leer porquerías. ─Las chicas rieron de nuevo, excepto Flick, que se sabía de memoria los chascarrillos de madame Guillemin. La sastra se quedó mirando a Greta─. Enseguida estoy con usted ─dijo, y pasó a la siguiente. Eligió sendos conjuntos para Jelly, Diana y Maude, que desfilaron hacia el biombo; luego, se acercó a Flick y bajó la voz─: ¿Qué es esto, una broma?

─¿Qué quiere decir?

La mujer se volvió hacia Greta.

─Usted es un hombre. ─Flick soltó un bufido de frustración y se puso a dar vueltas por la biblioteca. La sastra había desenmascarado a Greta en cuestión de segundos. Era un mal presagio─. Podrá engañar a todo el mundo, pero no a mí. Lo he calado enseguida.

─¿Cómo? ─preguntó Greta.

Madame Guillemin se encogió de hombros.

─Las proporciones son justo las contrarias ... Tiene los hombros demasiado grandes y las caderas demasiado estrechas, las piernas demasiado musculosas y las manos demasiado grandes. Es evidente para cualquier experto.

─Para esta misión, tiene que ser una mujer ─dijo Flíck con irritación─, así que, por favor, vístala lo mejor que pueda.

─Por supuesto. Pero, por amor de Dios, procure que no lo vea un sastre.

─No se preocupe. La Gestapo no suele contratar sastres ─ respondió Flick con fingida confianza; no quería que madame Guillemin supiera hasta qué punto la había inquietado.

La sastra volvió a medir a Greta con la mirada.

─Voy a darle una falda y una blusa que hagan contraste, para disimular su altura, y una gabardina tres cuartos.

La mujer eligió las prendas y se las tendió a Greta.

Greta las miró con disgusto. En cuestión de ropa, se inclinaba por conjuntos mucho más llamativos. Sin embargo, no se quejó.

─Voy a ser tímida y encerrarme en el gabinete ─dijo.

Por último, madame eligió un vestido verde manzana y una gabardina a juego para Flick.

─El color realza sus ojos ─aseguró la sastra─. Ya sé que no quiere llamar la atención; pero, ¿por qué no lucirse un poco? Su atractivo podría sacarla de más de un atolladero.

Era un vestido suelto y le sentaba como una tienda de campaña, pero consiguió darle un poco de forma poniéndose un cinturón.

─Es usted tan chic como una francesa ─dijo madame Guillemin. Flick se quedó con las ganas de decirle que la principal utilidad del cinturón sería sujetar una pistola.

Las chicas acabaron de vestirse y empezaron a desfilar por la biblioteca toqueteándose y soltando risitas. Madame Guillemin había elegido bien: todas se mostraron satisfechas de sus conjuntos, aunque algunos necesitaban pequeños arreglos.

─Mientras ajustamos los vestidos, pueden elegir los accesorios ─dijo la sastra.

No tardaron en perder la vergüenza y empezaron a corretear por la biblioteca en ropa interior probándose sombreros y zapatos, pañuelos y bolsos. Flick comprendió que habían olvidado momentáneamente los peligros de la misión y estaban disfrutando de lo lindo con su nuevo vestuario.

Para sorpresa de todas, Greta salió del gabinete hecha un brazo de mar. Flick la examinó detenidamente. Se había levantado el cuello de la sencilla blusa para darle un toque de estilo y se había echado la gabardina por los hombros como si fuera una capa. Madame Guillemin enarcó una ceja pero no hizo ningún comentario.

A Flick le estaban acortando el vestido. Mientras lo hacían, se dedicó a mirar la gabardina del derecho y del revés. Trabajar en la clandestinidad le había aguzado la vista para los detalles, y no dejó de examinar la prenda hasta que estuvo segura de que las costuras, el forro, los botones y los bolsillos eran de estilo francés. En la etiqueta del cuello podía leerse: «Galerías Lafayette».

Flick mostró a madame Guillemin la navaja que solía llevar en la manga. Sólo medía ocho centímetros y la hoja era muy fina, aunque extremadamente afilada. Tenía el mango pequeño y carecía de guarda. La vaina era de cuero, con orificios para pasar el hilo.

─Quiero que me la cosan a la manga de la gabardina ─dijo Flick.

─Lo haré yo misma ─respondió la sastra.

Madame entregó a cada una de las chicas un montoncito de ropa interior con dos mudas de cada prenda, todas con etiquetas de tiendas francesas. Con asombroso ojo clínico, había acertado no sólo con las tallas, sino también con los gustos de cada cual: corsés para Jelly, graciosas braguitas con encajes para Maude, bragas azul marino de cintura alta y sujetadores de aros para Diana, y camisetas y bragas normales y corrientes para Ruby y Flick.

─Los pañuelos tienen las marcas de lavado de diferentes blanchisseries de Reims ─dijo madame Guillemin sin poder ocultar su orgullo.

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