Alto Riesgo (30 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: Alto Riesgo
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─Só... sólo venía a deciros que nos vamos ─tartamudeó Flick.

Los operadores de radio no eran completamente invisibles. Vivían en un mundo de espíritus en el que, aunque vagamente, sus fantasmales siluetas podían verse. Atisbando la oscuridad y confiando en cazarlos, estaban los miembros del equipo de detección de radio de la Gestapo, alojados en una cavernosa y oscura sala de París. Dieter había estado allí. Trescientas pantallas osciloscópicas de forma redonda soltaban destellos verdosos. En los monitores, las emisiones de radio aparecían como líneas verticales, cuya posición mostraba la frecuencia de transmisión y cuya altura indicaba la intensidad de la señal. Día y noche, vigilantes operadores atendían las pantallas, como ángeles observando los pecados de la Humanidad. Conocían las estaciones regulares, tanto las controladas por los alemanes como las que emitían desde territorio enemigo, y eran capaces de detectar a un pirata instantáneamente.

Tan pronto lo conseguía, el operador de turno descolgaba el teléfono de su escritorio y llamaba a tres estaciones de rastreo ─ dos en el sur de Alemania, en Augsburgo y Nuremberg, y la otra en Brest, en la costa de Bretaña─ y les comunicaba la frecuencia de la emisión pirata. Las estaciones estaban equipadas con goniómetros, aparatos utilizados para medir ángulos, y podían determinar de dónde procedía la emisión en cuestión de segundos. Luego transmitían la información a París, donde el operador trazaba tres líneas en un enorme mapa. La intersección de las líneas indicaba la localización de la radio ilegal. Una vez descubierta, el operador llamaba al destacamento de la Gestapo más cercano al lugar de marras. La Gestapo local tenía coches equipados con aparatos de detección y siempre a punto.

En aquellos momentos, Dieter estaba sentado en uno de esos vehículos, un largo Citroen negro aparcado en las cercanías de Reims. Lo acompañaban tres agentes de la Gestapo con experiencia en detección de radio. Esa noche, la intervención de la central parisina hubiera sido superflua: Dieter sabía la frecuencia que usaría Helicóptero y daba por supuesto que emitiría desde la ciudad, porque era demasiado difícil para un operador de radio perderse en el campo. El receptor del coche estaba sintonizado en la frecuencia del agente británico. No sólo indicaba la procedencia de la emisión, sino también su intensidad, de forma que Dieter sabría que se estaba acercando al transmisor cuando la aguja avanzara sobre el dial.

Por añadidura, el agente de la Gestapo sentado junto a él llevaba un receptor y una antena ocultos bajo la gabardina, y un contador similar a un reloj de pulsera que mostraba la intensidad de la señal. Cuando el perímetro de la búsqueda se redujera a determinada calle, manzana o edificio, le habría llegado el turno.

El hombre de la Gestapo que ocupaba el asiento del acompañante tenía un mazo sobre las rodillas, por si había que reventar alguna puerta.

Dieter había ido de caza una sola vez en la vida. No sentía inclinación por los pasatiempos campestres, a los que anteponía los placeres más refinados de la vida urbana, pero tenía buena puntería. En esos momentos, mientras esperaba a que Helicóptero empezara a enviar su informe codificado a Inglaterra, se acordó de aquella ocasión. Lo de esa noche era muy parecido a permanecer al acecho al rayar el alba, alerta y esperanzado, impaciente por ver asomar un ciervo, saboreando la emoción por adelantado.

Pero los de la Resistencia no eran ciervos, sino zorros, se dijo Dieter. Agazapados en la madriguera, salían a producir destrozos en los gallineros y volvían a ocultarse bajo tierra. Dieter se sentía mortificado por haber perdido a Helicóptero. Estaba tan ansioso por volver a capturarlo que apenas le importaba tener que hacerlo con la ayuda de Willi Weber. Sólo quería matar al zorro.

Hacía una noche espléndida. El Citroen estaba estacionado en el extremo norte de la ciudad. Reims era pequeña; Dieter calculaba que un coche podía atravesarla de punta a punta en menos de diez minutos.Consultó su reloj: las ocho y un minuto. Helicóptero se retrasaba. Talvez no emitiera esa noche... Pero no, eso no era probable. Esa misma mañana había establecido contacto con Monet. Estaría impaciente por comunicar su éxito a sus superiores e informarlos de lo que quedaba del circuito Bollinger.

Michel Clairet había telefoneado a la casa de la calle du Bois hacía dos horas. Dieter estaba allí. Había sido un momento tenso. Stéphanie había contestado y había hecho su imitación de la voz de mademoiselle Lemas. Clairet se había identificado con su nombre en clave y había preguntado si «la Burguesa» se acordaba de él, pregunta que había tranquilizado a Stéphanie, porque indicaba que el partisano apenas conocía a mademoiselle Lemas y no descubriría la impostura.

A continuación, se había interesado por el nuevo, el individuo que usaba «Charenton» como nombre en clave. «Es mi primo ─ había improvisado Stéphanie─. Nos conocemos desde críos. Pondría mi vida en sus manos sin vacilación.» Monet le había replicado que no tenía derecho a reclutar a nadie sin consultárselo siquiera, pero al parecer se había tragado la historia. Dieter había besado a Stéphanie y le había dicho que era lo bastante buena actriz como para estar en la Comédie Frangaise.

Aun así, Helicóptero sabía que la Gestapo estaría alerta e intentaría localizarlo. Era un riesgo inevitable: si no enviaba mensajes a Londres, no sería de ninguna utilidad. Permanecería en el aire el tiempo estrictamente necesario. Si tenía mucha información, la enviaría por partes desde diferentes lugares. La única esperanza de Dieter era que sintiera la tentación de permanecer en el aire un minuto más de lo imprescindible.

Pasaron unos minutos. En el coche el silencio era absoluto. Los hombres fumaban con nerviosismo. De pronto, a las ocho y cinco, el receptor soltó un pitido.

Como habían acordado, el conductor se puso en marcha de inmediato en dirección sur.

La señal aumentaba de intensidad, pero despacio. Dieter se temía que no iban directamente hacia la fuente.

En efecto, apenas llegaron al centro de la ciudad y pasaron de largo junto a la catedral, la aguja empezó a retroceder.

En el asiento del acompañante, el agente de la Gestapo habló por una radio de onda corta. Estaba consultando con una furgoneta de detección situada a dos kilómetros de distancia.

─Cuadrante noroeste ─dijo al cabo de un momento.

El conductor torció hacia el oeste de inmediato, y la señal volvió a sonar con fuerza.

─Ya te tengo ─murmuró Dieter.

Habían transcurrido cinco minutos.

El conductor pisó a fondo, y la señal fue intensificándose, mientras Helicóptero seguía pulsando el teclado Morse de la radio portátil en su escondrijo ─un cuarto de baño, un ático, un almacén─ del noroeste de la ciudad. Entre tanto, en el palacio de Sainte-Cécile, un operador de radio habría sintonizado la misma frecuencia y estaría recibiendo el mensaje codificado, que grabaría simultáneamente un magnetófono. Más tarde, Dieter lo descodificaría utilizando la copia del cuadernillo de uso único que le había hecho Stéphanie. Pero lo más importante no era el mensaje, sino el mensajero.

Llegaron a una zona llena de caserones, en su mayoría decrépitos y divididos en pequeños pisos y habitaciones para estudiantes y enfermeras. La señal se hizo más fuerte y, de improviso, empezó a disminuir.

─¡Vuelve, vuelve! ─gritó el agente que iba en el asiento del acompañante.

El conductor frenó en seco e hizo retroceder al coche. Habían transcurrido diez minutos.

Dieter y los tres hombres de la Gestapo saltaron fuera del coche. El que llevaba la unidad de detección portátil bajo la gabardina echó a andar calle adelante consultando el contador de su reloj, y los demás lo siguieron de cerca. Cuando había avanzado unos cien metros, se detuvo bruscamente y volvió sobre sus pasos. Al cabo de unos instantes, se paró y señaló una casa.

─Aquélla ─dijo─. Pero ha dejado de transmitir.

Dieter advirtió que las ventanas no tenían visillos. La Resistencia solía elegir edificios abandonados para realizar sus transmisiones.

El agente que llevaba el mazo reventó la puerta al segundo golpe. Dieter se abalanzó al interior, y los hombres de la Gestapo tras él.

Las habitaciones carecían de muebles y apestaban a humedad. Dieter abrió una puerta y se asomó a un cuarto vacío.

Lo cruzó y abrió otra puerta. Nada. En tres zancadas, llegó a la siguiente, la abrió y echó un vistazo a una cocina desvencijada.

Echó a correr escaleras arriba. Una de las ventanas del piso superior daba a un estrecho jardín pegado a la fachada posterior. Dieter se asomó... y vio a Helicóptero y Monet corriendo por la hierba. Clairet cojeaba. Helicóptero llevaba la maleta de la radio. Dieter soltó una maldición.

Debían de haber huido por una puerta trasera mientras la Gestapo forzaba la principal. Dieter se volvió y gritó:

─¡Al jardín de atrás!

Los agentes de la Gestapo echaron a correr y Dieter los siguió.

Al salir al exterior, vio a Monet y Helicóptero saltando la verja que separaba el jardín de la siguiente propiedad. Echó a correr de nuevo, pero los fugitivos les llevaban demasiada ventaja. Alcanzó a los hombres de la Gestapo ante la verja, se encaramó a ella y saltó al otro lado.

Llegó a la calle justo a tiempo para ver un Renault Monaquatre negro que doblaba la esquina.

─Joder! ─murmuró entre dientes.

Por segunda vez en un mismo día, Helicóptero se le había escapado de las manos.

Cuando llegaron a la casa, Flick les hizo chocolate. No era práctica habitual de los oficiales preparar chocolate para la tropa, pero en opinión de Flick eso sólo demostraba lo poco que sabía el ejército sobre las dotes exigibles a un mando.

Paul se quedó en la cocina mientras ella esperaba a que hirviera el agua. Flick sentía la caricia de sus ojos recorriéndole el cuerpo. Sabía lo que le iba a decir, y tenía preparada la respuesta. Habría sido fácil enamorarse de él, pero no iba a traicionar a su marido, que arriesgaba la vida a diario luchando contra los nazis en la Francia ocupada.

Sin embargo, su pregunta la sorprendió.

─¿Qué harás después de la guerra?

─Aburrirme todo lo que pueda ─respondió Flick. 

Paul se echó a reír.

─Tan harta estás de emociones?

─Harta es poco. ─Flick se quedó pensativa─. Sigo queriendo ser profesora. Me gustaría compartir mi amor por la cultura francesa con gente joven. Enseñarles a apreciar la literatura y el arte franceses, y también cosas menos sesudas, como la cocina y la moda.

─Así que quieres enseñar en la universidad...

─Acabar el doctorado, sacar plaza, aguantar que me traten con condescendencia los catedráticos carcamales ... Tal vez, escribir una guía de viajes sobre Francia o incluso un libro de cocina.

─Después de esto, la verdad es que sí suena aburrido.

─Pero es más importante de lo que parece. Cuanto más sepan los jóvenes sobre la gente de otros países, menos probabilidades habrá de que sean tan estúpidos como nosotros y declaren la guerra a sus vecinos.

─Ojalá tengas razón.

─¿Y tú? ¿Qué planes tienes para después de la guerra?

─Bah, los míos son de lo más vulgar. Quiero casarme contigo y llevarte a París a pasar la luna de miel. Luego nos instalaremos en algún sitio y tendremos hijos.

Flick lo miró fijamente.

─¿Pensabas pedir mi consentimiento? ─le preguntó indignada. 

Paul se había puesto serio.

─Hace días que no pienso en otra cosa.

─Ya tengo marido.

─Pero no lo quieres.

─¡No tienes derecho a decir eso!

─Lo sé, pero no puedo evitarlo.

─Creía que eras un pico de oro...

─Suelo serlo. El cazo está hirviendo.

Flick apartó el cacharro del fuego y vertió el agua sobre la jarra grande de loza que contenía el cacao.

─Pon tazas en una bandeja ─dijo Flick─. A ver si colaborando un poco en las faenas de la casa se te quita ese ramalazo doméstico. 

Paul obedeció.

─No conseguirás desanimarme haciéndote la sargento ─dijo─. Para que lo sepas, me gusta.

Flick añadió leche y azúcar y llenó las tazas que Paul había colocado en la bandeja.

─Siendo así, coge esa bandeja y tráetela a la sala. 

─Ahora mismo, señora.

Cuando entraron en el cuarto de estar, encontraron a Jelly y Greta enzarzadas en una discusión, de pie en mitad de la sala, mientras las demás las observaban a medias divertidas, a medias asustadas.

─¡No lo estabas usando! ─gritó Jelly.

─Tenía los pies encima ─replicó Greta.

─No hay bastantes sillas. ─Jelly sujetaba un pequeño escabel tapizado, y Flick supuso que se lo había quitado a Greta de debajo de los pies por las bravas.

─¡Señoras, por favor! ─dijo tratando de calmar los ánimos. No le hicieron ni caso.

─No tenías más que pedírmelo, guapa.

─No tengo que pedir permiso a ninguna extranjera en mi país.

─Yo no soy extranjera, foca vieja.

─¿Qué?

Jelly se sintió tan ofendida por aquel doble insulto que se lanzó hacia Greta y la agarró de los pelos. La peluca morena de la cabaretera se le quedó en las manos.

Con la cabeza casi afeitada, Greta recuperó de golpe un aire inconfundiblemente masculino. Percy y Paul estaban en el secreto, y Ruby lo había adivinado, pero Diana y Maude se habían quedado de una pieza.

─¡Dios bendito! ─exclamó la primera, mientras la segunda soltaba un gritito.

Jelly fue la primera en recobrarse.

─¡Un pervertido! ─gritó en son de triunfo─. La madre que... ¡Un pervertido extranjero!

Greta lloraba a lágrima viva.

─Jodida nazi... ─murmuró entre sollozos.

─¡Seguro que es un espía! ─aulló Jelly.

─Cierra el pico, Jelly ─la atajó Flick─. No es ningún espía. Yo sabía que era un hombre.

─¿Que lo sabías?

─Lo mismo que Paul. Y que Percy.

Jelly se volvió hacia Percy, que asintió muy serio.

Greta dio media vuelta dispuesta a marcharse, pero Flick la cogió del brazo.

─No te vayas ─le pidió─. Siéntate, por favor. ─Greta obedeció y Flick se volvió hacia Jelly─. Jelly, dame la maldita peluca. ─Jelly se la dio. Flick se acercó a Greta y se la puso. Comprendiendo lo que pretendía, Ruby descolgó el espejo de encima de la repisa de la chimenea y lo sostuvo delante de Greta, que observó su imagen mientras se acomodaba la peluca y se secaba los ojos con un pañuelo─. Ahora, escuchadme todas ─dijo Flick─. Greta es nuestra técnica y sin ella no podríamos cumplir nuestra misión. Tenemos muchas más probabilidades de sobrevivir en territorio ocupado siendo un grupo exclusivamente femenino. La conclusión es bien sencilla: necesitamos a Greta y necesitamos que sea una mujer. Así que iros haciendo a la idea. ─Jelly soltó un bufido desdeñoso─. Hay otra cosa que debería explicaros ─ dijo Flick fulminando a Jelly con la mirada─. Imagino que habréis advertido que Denise ya no está con nosotras. Esta noche la hemos sometido a una pequeña prueba, y no la ha superado. Está fuera del equipo. Desgraciadamente, en estos dos días se ha enterado de algunos secretos, y no podrá regresar a su antiguo puesto. Así que la han destinado a una base remota de Escocia, donde probablemente permanecerá hasta el final de la guerra, sin permisos.

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