Authors: Ken Follett
─¡No tienes derecho a hacer eso! ─protestó Jelly.
─Por supuesto que lo tengo, idiota ─replicó Flick exasperada─. Estamos en guerra, ¿recuerdas? Y lo que he hecho con Denise, lo haré con cualquier otra a la que tenga que expulsar del equipo.
─¡Yo no pertenezco al ejército! ─objetó Jelly.
─Ya lo creo que sí. Te nombraron oficial ayer, después del té, lo mismo que a las demás. Y cobras paga de oficial, aunque aún no la hayas visto. Eso significa que estás bajo disciplina militar. Además, ahora sabéis demasiado.
─Entonces, ¿qué somos, prisioneras? ─dijo Diana.
─Sois militares ─respondió Flick─, que viene a ser lo mismo. De modo que tomaos el chocolate, y a la cama.
Fueron desfilando una tras otra, hasta que sólo quedó Diana. Flick se lo esperaba. Ver a su amiga achuchando a otra mujer la había dejado de una pieza. Recordaba que en la escuela algunas chicas habían intimado hasta el punto de cruzar notas apasionadas, pasear cogidas de la mano y, en algunos casos, incluso besarse; pero, que ella supiera, ninguna había ido más lejos. En cierta época, Diana y ella habían practicado el beso con lengua, para no estar en la inopia cuando se echaran novio, y ahora Flick comprendía que para Diana aquellos besos habían significado algo más que para ella. Pero no conocía a ninguna adulta a la que le gustaran las mujeres. Sobre el papel, sabía que existían, y las veía como equivalentes femeninos de su hermano Mark y de Greta, pero en el fondo nunca se las había imaginado... en fin, dándose el lote en el almacén de un pub.
¿Tenía alguna importancia? En la vida corriente, ninguna. Mark y sus amigos eran felices, al menos cuando la gente los dejaba en paz. Pero, ¿afectaría la relación de Diana y Maude a la misión? No necesariamente. Después de todo, ella misma trabajaba con su marido en la Resistencia. Por supuesto, no era exactamente lo mismo. Un idilio recién iniciado podía convertirse en una peligrosa distracción.
Flick podía intentar mantenerlas separadas, pero sólo conseguiría agravar la indisciplina de Diana. Además, su relación con Maude tenía un lado positivo. Flick necesitaba desesperadamente reforzar la unidad del equipo, y aquello podía ayudarle a conseguirlo. Por eso había decidido dejarlo correr. Pero Diana quería hablar.
─No es lo que parece, de verdad que no ─dijo Diana sin más preámbulos─. Dios, tienes que creerme. Sólo ha sido una tontería, una broma...
─¿Quieres más chocolate? ─le preguntó Flick─. Me parece que aún queda un poco.
Diana la miró con perplejidad.
─¿Cómo puedes hablar de chocolate en un momento así?
─Sólo quiero que te tranquilices y comprendas que no se va acabar el mundo porque le hayas dado un beso a Maude. Hace años también me besaste a mí, ¿lo recuerdas?
─Sabía que sacarías eso a relucir. Pero lo nuestro fue cosa de crías. Con Maude, no ha sido un simple beso ─murmuró Diana dejándose caer en una silla. Sus orgullosas facciones se descompusieron, y dejó escapar un sollozo─. Pero eso ya lo sabes, lo has visto todo... ¡Oh, Dios mío, las cosas que he hecho! Qué habrás pensado de mí...
─He pensado que eras muy tierna con Maude ─respondió Flick eligiendo cuidadosamente las palabras.
─¿Tierna? ─Diana no daba crédito a sus oídos─. ¿No te hemos dado asco?
─Claro que no. Maude es una chica preciosa, y tú parecías muy enamorada.
─Lo estoy.
─Entonces no le des tantas vueltas.
─¿Cómo no le voy a dar vueltas? ¡No soy normal!
─Yo que tú no lo miraría de ese modo. Procuraría ser discreta, para no escandalizar a gente de mente estrecha como Jelly, pero me dejaría de falsas vergüenzas.
─¿Crees que siempre seré así?
Flick consideró la cuestión. Seguramente la respuesta era sí, pero no había necesidad de ser tan brutal.
─Mira, creo que algunas personas, entre ellas Maude, sólo quieren sentirse queridas, y pueden ser felices tanto con un hombre como con una mujer. ─En realidad, Maude era frívola, egoísta y promiscua, pero Flick se guardó mucho de decirlo─. Otras son más inflexibles. Deberías mantener la mente abierta.
─Supongo que esto es el final de la misión para Maude y para mí.
─En absoluto.
─¿Sigues dispuesta a llevarnos contigo?
─Os sigo necesitando. Y no veo por qué lo ocurrido tiene que cambiar nada.
Diana sacó un pañuelo y se sonó la nariz. Flick se levantó y se acercó a la ventana para darle tiempo a recobrar la compostura. Al cabo de un minuto, la voz de Diana sonó más calmada:
─Eres tremendamente amable ─dijo con un asomo de su habitual altivez.
─Anda, ve a acostarte ─le aconsejó Flick. Diana se levantó obedientemente─.Y yo en tu lugar...
─¿Qué?
─Me acostaría en la cama de Maude. ─Diana la miró desconcertada, y Flick se encogió de hombros─. Podría ser vuestra última oportunidad.
─Gracias ─murmuró Diana, y se acercó a Flick con los brazos abiertos; pero se contuvo al instante─. Puede que ya no quieras que te abrace ─le dijo.
─No seas boba ─respondió Flick, y la estrechó entre sus brazos.
─Buenas noches ─dijo Diana, y abandonó la sala de estar.
Flick se volvió y miró hacia el jardín. La luna estaba en cuarto creciente. En unos días estaría llena, y los aliados invadirían Francia. El viento agitaba las hojas nuevas de los árboles del bosque: iba a cambiar el tiempo. Esperaba que no hubiera tormentas en el Canal de la Mancha. El caprichoso clima inglés podía arruinar todos los planes de invasión. Supuso que habría un montón de gente rezando para que hiciera buen tiempo.
Necesitaba dormir un poco. Apagó las luces de la sala y empezó a subir la escalera. Pensó en lo que le había dicho a Diana: «Yo en tu lugar me acostaría en la cama de Maude. Podría ser vuestra última oportunidad». Al llegar ante la puerta de Paul, vaciló. Lo de Diana era distinto: estaba soltera. Ella estaba casada.
Pero podría ser su última oportunidad.
Llamó con los nudillos y entró.
Hundido en el desánimo, Dieter regresó a Sainte-Cécile en el Citroen del equipo de detección. Una vez en el palacio, fue directamente a la sala de escucha de radio del sótano a prueba de bombas. Willi Weber estaba allí, con cara de pocos amigos. Lo único positivo del fracaso de esa noche, pensó Dieter, era que Weber no podía alardear de haber triunfado donde él había fracasado. No obstante, habría soportado todo el triunfalismo de que fuera capaz Weber a cambio de tener a Helicóptero en la cámara de tortura.
─¿Tenéis el mensaje que ha enviado? ─preguntó Dieter.
Weber le tendió una copia del mensaje mecanografiado.
─Ya lo hemos enviado al departamento de análisis criptográfico de Berlín.
Dieter observó la retahíla de palabras sin sentido.
─No podrán descodificarlo. Utiliza un cuadernillo de uso único ─dijo doblando la hoja y guardándosela en un bolsillo. ─ Entonces, ¿para qué lo quieres? ─le preguntó Weber. ─Tengo una copia de su libro de códigos ─respondió Dieter. Era una victoria insignificante, pero se sintió mejor. Weber tragó saliva.
─El mensaje podría decirnos dónde está.
─Sí. Tiene que estar en el aire para recibir la respuesta a las once.
─Dieter consultó su reloj. Faltaban unos minutos─. La grabaremos y descodificaré los dos mensajes.
Weber salió. Dieter esperó en la sala subterránea. A las once en punto, un receptor sintonizado en la frecuencia de escucha de Helicóptero empezó a soltar los pitidos breves y largos del Morse. Un operador fue escribiendo las letras mientras el magnetófono grababa los sonidos. Cuando cesó la comunicación, el operador se sentó ante una máquina de escribir y copió lo que había escrito en la libreta. Al acabar, le entregó una de las copias a Dieter.
Los dos mensajes podían ser todo o nada, se dijo Dieter sentándose al volante de su coche. La luna brillaba en el cielo nocturno mientras el Hispano-Suiza zigzagueaba entre viñedos, llegaba a Reims y se detenía ante la casa de la calle du Bois. Hacía un tiempo perfecto para una invasión.
Stéphanie lo esperaba en la cocina. Dieter dejó los mensajes codificados sobre la mesa y sacó las copias del cuadernillo y del pañuelo que le había hecho la chica. Se frotó los párpados y empezó a descodificar el primer mensaje, el enviado por Helicóptero, y a escribirlo en la libreta de la compra de mademoiselle Lemas.
Stéphanie preparó café. Echó un vistazo por encima del hombro de Dieter y le hizo un par de preguntas; luego, cogió el segundo mensaje y se puso a descodificarlo.
El texto de Dieter hacía un conciso relato del incidente de la catedral y aludía a Dieter llamándolo «Charenton» y explicando que había sido reclutado por la Burguesa, inquieta respecto a la seguridad del lugar de contacto. Añadía que Monet había dado el paso excepcional de telefonear a la Burguesa para confirmar que Charenton era de confianza, y que había quedado satisfecho.
Por último, incluía los nombres en clave de los miembros del circuito Bollinger que no habían sucumbido en la operación del domingo anterior. Sólo eran cuatro.
Era una información útil, pero no daba ninguna pista sobre el paradero de los terroristas.
Dieter se tomó una taza de café mientras esperaba a que Stéphanie terminara de descifrar el otro mensaje. Al cabo de unos instantes, la chica le tendió una hoja escrita con esmerada caligrafía.
Cuando la leyó, apenas pudo creer en su suerte. Decía así:
PREPÁRESE RECIBIR GRUPO SEIS PARACAIDISTAS NOMBRE CLAVE «GRAJILLAS» JEFE TIGRESA LLEGADA ONCE NOCHE VIERNES UNO CAMPO DE PIEDRA
─Dios mío... ─murmuró.
«Campo de piedra» era un nombre en clave, pero Dieter sabía lo que significaba, porque se lo había revelado Gaston durante el primer interrogatorio. Era un punto de contacto en un prado en las cercanías de Chatelle, un pueblecito a ocho kilómetros de Reims. Ahora sabía exactamente dónde estarían Helicóptero y Monet a las once de la noche del día siguiente, y podría echarles el guante.
También podría capturar a otros seis agentes aliados en cuanto aterrizaran en paracaídas.
Y uno de ellos era la Tigresa: Flick Clairet, la persona que más sabía sobre la Resistencia francesa, la mujer que, sometida a tortura, le proporcionaría la información que necesitaba para desarticular la organización terrorista justo a tiempo para impedir que ayudara a las fuerzas de invasión.
─Dios Todopoderoso ─dijo Dieter─. Menudo golpe.
Paul y Flick conversaban.
Seguían tumbados en la estrecha cama. Tenían la luz apagada, pero el resplandor de la luna bañaba la ventana. Paul estaba desnudo, como al entrar Flick. Siempre dormía desnudo. Sólo se ponía el pijama para ir al baño del final del pasillo.
Cuando Flick abrió la puerta, estaba dormido, pero se despertó de inmediato y saltó de la cama, inconscientemente convencido de que aquella visita clandestina en plena noche era cosa de la Gestapo. Se abalanzó sobre el desconocido y le echó las manos al cuello antes de comprender que era Flick.
Asombrado, emocionado y agradecido, cerró la puerta y la besó allí mismo, larga y apasionadamente. Seguía medio dormido, y por un momento temió estar soñando y despertar solo.
Flick lo rodeó con los brazos y le acarició los hombros, la espalda y el pecho. Sus manos, suaves pero firmes, lo exploraban con avidez y se detenían en cada detalle de su cuerpo.
─Tienes mucho pelo ─le susurró Flick.
─Como un mono.
─Pero feo ─bromeó ella.
Paul la miraba embelesado, pendiente de los movimientos de sus labios, pensando que en unos instantes los rozaría con los suyos, y que sería maravilloso.
─Vamos a acostarnos ─dijo sonriendo.
Se echaron en la cama, el uno frente al otro, pero Flick no se quitó la ropa, ni siquiera los zapatos. A Paul le resultó extrañamente excitante estar desnudo con una mujer completamente vestida. Le gustaba tanto que no tenía ninguna prisa en dar el siguiente paso. Habría querido que aquel instante se prolongara eternamente.
─Dime algo ─murmuró Flick con voz perezosa y sensual.
─ ¿Qué?
─Cualquier cosa. Apenas te conozco.
¿Qué era aquello? Nunca había estado con una chica que se comportara de aquel modo. Había entrado en su habitación en plena noche, se había acostado en su cama, aunque sin quitarse nada, y se había puesto a hacerle preguntas.
─¿Para eso has venido? ─le preguntó Paul sin dejar de mirarla. ¿Para interrogarme?
Ella rió con suavidad.
─No te preocupes, quiero hacer el amor contigo, pero sin prisas. Háblame de tu primera novia.
Paul le acarició el rostro con la punta de los dedos, siguiendo la curva de su barbilla. No sabía qué pretendía, ni adónde quería ir a parar. Había conseguido desconcertarlo.
─¿Podemos tocarnos mientras hablamos?
─Sí.
Paul la besó en la boca.
─¿Y besarnos?
─También.
─Entonces, creo que deberíamos hablar un rato, digamos durante uno o dos años.
─¿Cómo se llamaba?
Flick no estaba tan segura de sí misma como pretendía, se dijo Paul. Estaba nerviosa; por eso preguntaba tanto. Pero, si interrogarlo la hacía sentirse más cómoda, no tenía inconveniente en contestar a sus preguntas.
─Se llamaba Linda. Éramos unos críos. Tan críos que casi me da vergüenza. La primera vez que la besé, ella tenía doce años y yo, catorce. ¿Te lo imaginas?
─Claro. ─Flick rió por lo bajo, y por un instante volvió a ser una niña─. Yo también me besaba con chicos a los doce.
─Teníamos que fingir que salíamos con un montón de amigos, y normalmente empezábamos la tarde con ellos, pero en cuanto podíamos nos escabullíamos y nos metíamos en un cine o en un sitio por el estilo. Seguimos así durante un par de años, antes de hacerlo por primera vez.
─¿Dónde era, en Estados Unidos?
─En París. Mi padre era agregado militar de la embajada. Los padres de Linda tenían un hotel en el que solían alojarse los norteamericanos de paso. Siempre íbamos con un montón de chavales expatriados.
─¿Dónde lo hicisteis?
─En el hotel. Lo teníamos fácil. Siempre había habitaciones disponibles.
─¿Cómo fue la primera vez? ¿Usasteis... ya sabes, alguna precaución?
─Linda le robó un condón a su padre.
Los dedos de Flick le acariciaban el vientre. Paul cerró los ojos. ─¿Supiste ponértelo?
─Me lo puso ella. Fue muy excitante. Casi no pude aguantarme. Y si sigues así...