Authors: Ken Follett
Flick deslizó la mano hacia su cadera.
─Me habría gustado conocerte cuando tenías dieciséis años.
Paul abrió los ojos. Ya no quería prolongar aquel instante eternamente. En realidad, no veía el momento de dar el siguiente paso.
─¿Te importaría...? ─Tenía la boca seca, y tuvo que tragar saliva─.
¿Te importaría quitarte algo?
─No. Pero, hablando de precauciones...
─En mi cartera. En la mesilla de noche.
─Bien.
Flick se incorporó en la cama, se desanudó los zapatos y los arrojó al suelo. Luego, se puso en pie y se desabrochó la blusa. Estaba tensa, se dijo Paul.
─Tómate tiempo, tenemos toda la noche.
Hacía un par de años que no veía desnuda a una mujer de verdad. Los había sobrellevado a base de revistas, en las que, invariablemente, todas las chicas lucían rebuscados modelemos de seda con encajes, corsés, ligueros y negligées transparentes. Flick llevaba una camiseta de algodón, sin sujetador, y Paul supuso que los pequeños y firmes pechos que se delineaban tentadoramente bajo el tejido se sostenían solos. Flick dejó caer la falda. Llevaba unas sencillas bragas blancas de algodón con adornos en los muslos. Tenía un cuerpo diminuto pero musculoso. Parecía una colegiala cambiándose para jugar al hockey, pero lo excitaba infinitamente más que las chicas de las revistas.
─¿Está mejor así? ─preguntó Flick acostándose de nuevo.
Paul le acarició la cadera, rozando la piel caliente, el suave algodón y de nuevo la piel. Aún no estaba lista; Paul podía notarlo. Se dijo que tenía que ser paciente y adaptarse a su ritmo.
─No me has contado tu primera vez ─le había dicho. Para su sorpresa, Flick se puso roja.
─No fue tan bonita como la tuya.
─¿Y eso?
─El sitio era horrible. Un cuartucho polvoriento.
Paul se indignó. Había que ser un verdadero idiota para salir con una chica tan especial como Flick y echarle un polvo rápido en un rincón de mala muerte.
─¿Cuántos años tenías?
─Veintidós.
Paul había imaginado que diría diecisiete.
─Vaya... A esa edad te merecías una cama con dosel.
─Lo peor no fue eso.
Empezaba a relajarse, comprendió Paul, que no obstante la animó a seguir hablando:
─Entonces, ¿qué pasó?
─Probablemente, que yo no tenía muchas ganas. Me convenció a base de insistir.
─¿No lo querías?
─Quererlo, lo quería, pero no estaba preparada.
─¿Cómo se llamaba?
─Prefiero no decírtelo.
Paul supuso que se trataba de su marido, Michel, y en lugar de insistir la besó y le preguntó:
─¿Puedo tocarte los pechos?
─Puedes tocarme lo que quieras.
Nadie le había dicho nunca nada parecido. Su franqueza lo sorprendía y lo excitaba. Paul empezó a explorar su cuerpo. En semejante trance, la mayoría de las mujeres que había conocido cerraban los ojos, pero Flick los mantuvo abiertos y estudió su rostro con una mezcla de deseo y curiosidad que acabó de inflamarlo. Era como si mirándolo lo estuviera explorando, en lugar de lo contrario. Las manos de Paul delinearon el firme perfil de sus pechos, y las yemas de sus dedos se familiarizaron con sus pezones y aprendieron lo que les gustaba. Luego, le quitó las bragas. Tenía el vello abundante, ensortijado y de color miel, y debajo, en la ingle izquierda, un antojo parecido a una salpicadura de té. Paul agachó la cabeza y se lo besó; luego, posó los labios en sus rubias guedejas y probó su humedad con la punta de la lengua.
Paul sintió que Flick iba cediendo al placer. Su nerviosismo se había esfumado. Sus brazos y sus manos se extendieron, flojos y abandonados, pero sus caderas se tendían hacia él con ansia. Paul exploró los pliegues de su sexo con delectación. Los movimientos de Flick se hicieron más apremiantes poco a poco.
Flick le apartó la cabeza con las manos. Tenía la cara encendida y respiraba pesadamente. Estiró el brazo hacia la mesilla de noche, abrió la cartera de Paul y encontró los preservativos, tres unidades en una bolsita de papel. Rasgó la bolsa con dedos temblorosos, sacó uno y se lo puso a Paul. Luego, lo obligó a tumbarse boca arriba y se puso encima. Se inclinó a besarlo y le dijo al oído:
─Cuánto me gusta sentirte dentro...
Luego, se incorporó y empezó a moverse.
─Quítate la camiseta ─le dijo Paul.
Ella se la sacó por la cabeza.
Paul la contempló mientras se movía sobre él, con el rostro congelado en una expresión dolorosamente concentrada y agitando deliciosamente sus hermosos pechos. Se sentía el hombre más afortunado del mundo. Le habría gustado que aquello no acabara nunca, que no amaneciera, que no hubiera mañana, ni avión, ni paracaídas, ni guerra...
En esta vida, se dijo, no había nada como el amor.
Cuando acabaron, lo primero que pensó Flick fue: «Y ahora, ¿qué voy a decirle a Michel?»
No estaba triste. Estaba llena de amor y deseo por Paul. En poco tiempo había llegado a sentirse más unida a él de lo que nunca lo estuvo a Michel. Deseaba hacer el amor con él todos los días del resto de su vida. Ése era el problema. Su matrimonio había acabado. Y tendría que decírselo a Michel en cuanto lo viera. No podía fingir, ni siquiera durante unos minutos, que sentía aquello por él.
Michel era el único hombre con el que había tenido relaciones íntimas antes de conocer a Paul. Se lo habría dicho a Paul, pero se habría sentido desleal hablándole de Michel. Aquello le parecía más desleal que el mismo adulterio. Algún día le contaría a Paul que era su según do amante, y puede que añadiera que el mejor, pero nunca le hablaría de cómo eran sus relaciones con Michel.
Sin embargo, lo diferente con Paul no era sólo el sexo, era ella misma. A Michel nunca le había preguntado por sus anteriores experiencias sexuales, como había hecho con Paul. Nunca le había dicho: «Puedes tocarme lo que quieras». Nunca le había puesto un condón, ni se había sentado a horcajadas sobre él, ni le había dicho cuánto le gustaba sentirlo dentro.
Al acostarse en la cama junto a Paul, era como si otra personalidad hubiera surgido de su interior, de un modo similar a lo que le ocurría a Mark cuando entraba en el Criss-Cross Club. De pronto, había tenido la sensación de que podía decir lo que quisiera, hacer lo que se le ocurriera, ser ella misma sin miedo a lo que pudiera pensar Paul.
Con Michel nunca había sido así. Al conocerlo siendo su alumna y deseando impresionarlo, nunca había conseguido ponerse en un auténtico pie de igualdad con él. Había seguido buscando su aprobación, algo que Michel nunca buscaba en ella. En la cama, se esforzaba en complacerlo más que en disfrutar.
─¿En qué estás pensando? ─le preguntó Paul al cabo de unos instantes.
─En mi matrimonio.
─¿Y?
Flick se preguntó cuánto debía confesarle. Esa misma tarde, Paul le había dicho que quería casarse con ella, pero eso había sido antes de que acudiera a su cuarto. Que los hombres nunca se casan con las mujeres que se acuestan con ellos antes de hora, lo sabía hasta la más incauta. No siempre era cierto, como probaba su propia experiencia con Michel. Pero, de todas formas, decidió contarle a Paul la mitad de la verdad.
─Que se ha acabado.
─Una decisión drástica.
Flick apoyó un codo en la almohada y lo miró fijamente. ─¿Te preocupa?
─Todo lo contrario. Espero que eso signifique que seguiremos viéndonos.
─¿Estás seguro?
Paul la rodeó con los brazos.
─No me atrevo a decirte lo seguro que estoy.
─¿Por qué?
─Porque no quiero que salgas huyendo. Hace un rato he dicho una tontería.
─¿Lo de casarte conmigo y tener hijos?
─Lo decía en serio, pero he sido un poco arrogante.
─No tiene importancia ─dijo Flick─. Cuando la gente es demasiado correcta, suele significar que no les importas. Un poco de torpeza resulta más sincera.
─Supongo que tienes razón. Nunca lo había pensado.
Flick le acarició el rostro. Notó que le apuntaba la barba, y se dio cuenta de que la luz del amanecer empezaba a colarse por la ventana. Se obligó a no consultar su reloj: no quería saber cuánto tiempo les quedaba.
Deslizó la mano por el rostro de Paul y recorrió sus facciones con la punta de los dedos: sus pobladas cejas, las profundas cuencas de sus ojos, su enorme nariz, lo que quedaba de su oreja izquierda, sus sensuales labios, su ancha barbilla...
─¿Tienes agua caliente? ─le preguntó de improviso. ─Sí. El lavabo es el no va más. Esa pila del rincón. Flick saltó fuera de la cama.
─¿Qué vas a hacer?
─Tú quédate ahí.
Cruzó la habitación descalza sintiendo los ojos de Paul sobre su cuerpo desnudo, y deseó no ser tan ancha a la altura de las caderas. En el estante de encima del lavabo había un vaso con un tubo de pasta dentífrica y un cepillo de dientes de madera, que reconoció como francés. Al lado vio una navaja de afeitar, una brocha y un cuenco para la espuma. Abrió el grifo del agua caliente, mojó la brocha y llenó el cuenco de espuma. Luego, se volvió hacia Paul. Se la comía con los ojos.
─Tengo demasiado culo.
Paul sonrió de oreja a oreja.
─Desde aquí no lo parece. ─Flick volvió a la cama con el cuenco y la brocha─. Un momento ─dijo Paul─. ¿Qué pretendes?
─Voy a afeitarte.
─¿Por qué?
─Ya lo verás.
Flick le cubrió la cara de espuma; luego, fue por la navaja y llenó el vaso de agua caliente. Se sentó sobre su vientre igual que cuando habían hecho el amor y lo afeitó con cuidadosas pasadas de navaja.
─¿Quién te ha enseñado a hacer esto? ─le preguntó Paul.
─No hables ─le dijo Flick─. De pequeña vi a mi madre afeitando a mi padre muchas veces. Papá era alcohólico, y llegó un momento en que ya no podía sujetar la navaja sin que le temblara el pulso, así que mamá tenía que afeitarlo a diario. Levanta la barbilla. ─Paul obedeció, y Flick le pasó la navaja por la delicada piel de la garganta. Cuando acabó, humedeció una toalla con agua caliente y le quitó la espuma; luego, le secó la cara con otra limpia─. Ahora debería aplicarte una crema facial, pero seguro que eres demasiado masculino para usarla.
─No tenía ni idea de que existieran esas cosas.
─Entonces, listo.
─¿Y ahora?
─¿Te acuerdas de lo que me estabas haciendo justo antes de que cogiera tu cartera?
─Perfectamente.
─¿No te has preguntado por qué no te he dejado continuar?
─He pensado que te apetecía más... lo otro.
─No, me estabas arañando los muslos con los pelos de la barba, justo donde la piel es más sensible.
─Vaya, no sabes cuánto lo siento.
─Pues ahora tienes la ocasión de hacerte perdonar. Paul frunció el ceño.
─Cómo?
Flick resopló con fingida exasperación.
─Vamos, Einstein. Ahora que estás bien afeitadito...
─Ah, ya caigo... ¿Conque por eso me has afeitado? Quieres que... Flick se acostó boca arriba, separó las piernas y sonrió de oreja a oreja.
─¿Te vale esto como pista?
Paul se echó a reír.
─Me parece que sí ─dijo, y se inclinó sobre ella. Flick cerró los ojos.
El antiguo salón de baile estaba en el ala oeste del palacio, la más dañada por el bombardeo. Uno de sus extremos había quedado reducido a escombros: sillares cuadrados, trozos de frontón y fragmentos de muro pintado apilados en polvorientos montones; pero el otro permanecía intacto. El sol matinal entraba por un enorme agujero del techo y bañaba una hilera de columnas rotas produciendo, pensó Dieter, el efecto pintoresco de un cuadro victoriano de ruinas clásicas.
Había decidido celebrar la sesión informativa en el salón de baile. La alternativa era reunirse en el despacho de Weber, pero Dieter no deseaba dar la impresión de que era Willi quien estaba al mando. Había un pequeño estrado, probablemente para la orquesta, en el que habían colocado una pizarra. Los hombres habían traído sillas de otros lugares del edificio y las habían ordenado en cuatro hileras de cinco perfectamente alineadas. Muy alemán, pensó Dieter sonriendo interiormente; los franceses las habrían dejado de cualquier modo. Weber, que había reunido al equipo, estaba sentado en el estrado de cara a los hombres, para dejar claro que era uno de los mandos, no un subordinado de Dieter.
La existencia de dos jefes, iguales en rango y mutuamente hostiles, era la mayor amenaza para la operación, se dijo Dieter.
Había dibujado un minucioso mapa de Chatelle en la pizarra. El pueblo consistía en tres edificios grandes ─probablemente granjas o bodegas─, seis casas y una panadería, apiñados en torno a un cruce de carreteras y rodeados por viñedos al norte, oeste y sur, y por un prado de un kilómetro de largo, bordeado por un gran estanque, al este. Dieter suponía que se utilizaba para pasto porque el terreno era demasiado húmedo para la vid.
─Los paracaidistas intentarán tomar tierra en el prado ─dijo Dieter─. Debe de ser un lugar de aterrizaje y despegue habitual, más que suficiente para un Lysander y lo bastante largo incluso para un Hudson. Sin duda, el estanque colindante les resulta muy útil como punto de referencia visible desde el aire. En el extremo sur del prado hay un establo, que probablemente utilizan los comités de recepción para ocultarse mientras esperan a los aviones. ─Hizo una pausa─. Lo más importante que deben recordar todos ustedes es que queremos que esos paracaidistas tomen tierra. Tenemos que evitar cualquier acción que pudiera alertar de nuestra presencia al comité de recepción o al piloto. Debemos ser silenciosos e invisibles. Si el avión da media vuelta y regresa a su base con los agentes a bordo, habremos perdido una oportunidad de oro. Uno de los paracaidistas es una mujer que puede proporcionarnos información sobre la mayoría de los circuitos de la Resistencia del norte de Francia... siempre que consigamos ponerle las manos encima.
Weber tomó la palabra, más que nada, para recordar su presencia a los hombres:
─Permítanme subrayar lo que acaba de decir el mayor Franck. ¡No corran riesgos! ¡No tomen iniciativas! ¡Aténganse al plan!
─Gracias, mayor ─dijo Dieter─. El teniente Hesse los ha dividido en equipos de dos hombres, designados con letras que van de la A a la L. Cada edificio del mapa está marcado con una de esas letras. Llegaremos al pueblo a las veinte horas. Ocuparemos los edificios tan rápidamente como podamos. Todos los habitantes serán trasladados a la mayor de las casas grandes, conocida como maison Grandin, y permanecerán allí bajo custodia hasta que todo haya acabado.