Alto Riesgo (36 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: Alto Riesgo
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Los vehículos alemanes, que habían permanecido en el granero de la casa Grandin, llegaron al prado. Los prisioneros y los agentes de la Gestapo irían en el camión. Dieter dio órdenes de que los encerraran en celdas separadas y les impidieran comunicarse.

Godel y Dieter se trasladaron al palacio de Sainte-Cécile en el Mercedes de Weber.

─¡Hemos hecho el ridículo! ─rezongó Weber─. ¡Qué pérdida de tiempo y qué despilfarro de hombres!

─No exageres ─replicó Dieter─. Hemos retirado de la circulación a cuatro agentes subversivos, que, después de todo, es el cometido de la Gestapo. Y lo mejor de todo es que tres de ellos siguen vivos y en condiciones de ser interrogados.

─¿Qué espera obtener de ellos? ─preguntó Godel.

─El muerto, Helicóptero, era un operador de radio ─le explicó Diether─. Tengo una copia de su libro de códigos. Desgraciadamente, no había traído el equipo. Si consiguiéramos dar con él, podríamos hacernos pasar por Helicóptero.

─¿No le vale cualquier radio? Siempre que conozca las frecuencias que le habían asignado, claro.

Dieter meneó la cabeza.

─Para el oído experto, cada transmisor suena diferente. Y esas pequeñas radios portátiles son especialmente fáciles de identificar. Los diseñadores han eliminado todos los circuitos superfluos para reducir el tamaño, y el resultado es un deterioro de la calidad del sonido. Si dispusiéramos de un aparato idéntico, obtenido de otro agente capturado, merecería la pena correr el riesgo.

─Es posible que tengamos alguno.

─De tenerlo, estará en Berlín. Es más rápido buscar el de Helicóptero. ─¿Y cómo piensa hacerlo?

─La chica me dirá dónde está.

Dieter pasó el resto del viaje meditando la estrategia de los interrogatorios. Podía torturar a la chica delante de los dos hombres, pero quizá no bastara. Lo mejor sería torturarlos a ellos delante de la chica. Aunque quizá hubiera un método más sencillo.

El plan empezaba a formarse en su cabeza cuando pasaron ante la biblioteca pública del centro de Reims. Dieter se había fijado en el edificio con anterioridad. Era una pequeña joya, una casa modernista de piedra ocre, rodeada por un cuidado jardín.

─¿Te importa detener el coche un momento, Weber? ─Weber murmuró una orden al conductor─. ¿Tienes herramientas en el maletero?

─No tengo ni idea ─respondió Weber─. ¿Qué mosca te ha picado ahora?

─Con su permiso, mayor ─terció el conductor─. Llevamos la caja de herramientas reglamentaria.

─¿Hay algún martillo grande? ─preguntó Dieter.

─Sí ─dijo el conductor, y saltó fuera del coche. ─No tardaré nada ─aseguró Dieter apeándose.

El conductor le tendió un martillo de mango largo y gruesa cabeza de acero. Dieter pasó junto al busto de Andrew Carnegie  y subió la escalinata de la biblioteca. Como era de esperar, estaba cerrada y a oscuras. Una trabajada reja de hierro forjado protegía las puertas de cristal. Dieter dobló la esquina del edificio y vio una puerta de madera que parecía conducir al sótano. El letrero rezaba: «Archivos Municipales».

Dieter golpeó la cerradura con el martillo. Cedió al cuarto martillazo. Entró y dio la luz. Subió por una escalera estrecha y, una vez en la planta baja, cruzó el vestíbulo hacia la sección de literatura. Buscó en la letra efe, encontró las obras de Flaubert y cogió un ejemplar del libro que le interesaba: Madame Bovary. Sabía que estaría: puede que fuera el único libro que no faltaba en ninguna biblioteca del país.

Buscó el capítulo noveno de la segunda parte y localizó el pasaje en cuestión. No se había equivocado. Era justo lo que necesitaba.

Dieter regresó al coche. Godel lo miró divertido. Weber, con incredulidad.

─¿Qué, necesitabas lectura?

─Si no leo un capítulo, me cuesta dormirme ─replicó Dieter. Godel rió. Le cogió el libro y leyó el título.

─Un clásico de la literatura universal ─sentenció─. Aun así, debe de ser la primera vez que alguien fuerza una biblioteca para robarlo.

Prosiguieron viaje hacia Sainte-Cécile. Cuando llegaron al palacio, el plan de Dieter estaba perfilado.

Para empezar, ordenó al teniente Hesse que preparara a Clairet haciéndolo desnudarse y atándolo a una silla en la cámara de tortura.

─Enséñele los alicates de arrancar las uñas ─le dijo Dieter─. Luego, déjelos en la mesa, donde pueda verlos.

Mientras Hesse cumplía sus instrucciones, Dieter fue a buscar pluma, tintero y un cuadernillo de papel de cartas a las oficinas del primer piso.

Walter Godel se había instalado cómodamente en un rincón de la cámara, dispuesto a observar. Dieter estudió a Monet durante unos instantes. El jefe del circuito Bollinger era un hombre alto, con atractivas arrugas en las comisuras de los ojos. Vestía con desaliño y tenía ese aire de granuja simpático que tanto gusta a las mujeres. Ahora estaba asustado pero resuelto a callar: pensando con angustia en cómo resistir a la tortura el mayor tiempo posible, supuso Dieter.

Dieter dejó la pluma, el tintero y el papel en la mesa, junto a los alicates, para mostrarle que tenía dos alternativas.

─Desátele las manos ─ordenó.

Hesse obedeció. El rostro de Clairet dejó traslucir un enorme alivio mezclado con el miedo a que aquello no fuera real.

─Antes de interrogar a los prisioneros ─explicó Dieter a Godel─, quiero obtener muestras de su letra.

─¿De su letra?

Dieter asintió mirando a Clairet. El partisano, que debía de haber entendido el breve diálogo en alemán, parecía esperanzado.

Dieter se sacó Madame Bovary de un bolsillo, lo abrió y lo dejó sobre la mesa.

─Copie el capítulo noveno ─le dijo a Clairet en francés.

El prisionero dudó. Parecía una petición inofensiva. Sospechaba que le estaban. tendiendo una trampa, se dijo Dieter, pero no podía imaginar en qué consistía. Dieter esperó. Los miembros de la Resistencia tenían instrucciones de hacer todo lo posible para posponer el comienzo de la tortura. Clairet acabaría viendo aquello como un medio para ese fin. Era poco probable que fuera inofensivo, pero no podía ser peor que quedarse sin uñas.

─Muy bien ─dijo tras una larga pausa, y empezó a escribir.

Dieter lo observó. Escribía con letra amplia y campanuda. Empleó seis cuartillas para copiar dos páginas. Cuando iba a pasar la hoja del libro, Dieter le indicó que parara. Luego, le dijo a Hans que lo devolviera a su celda y trajera a Gilberte.

Godel echó un vistazo a lo que había escrito Clairet y meneó la cabeza con perplejidad.

─Me gustaría saber qué pretende con esto, Franck ─murmuró tendiéndole las hojas y regresando a su silla.

Dieter rasgó una de las hojas con cuidado para dejar sólo las frases que le interesaban.

Gilberte entró en la cámara aterrorizada pero desafiante.

─No pienso decirles nada. Nunca traicionaré a mis amigos. Además, no sé nada. Sólo soy la conductora.

Dieter la invitó a sentarse y le ofreció café.

─Auténtico ─dijo tendiéndole la taza. Los franceses tenían que conformarse con achicoria.

Gilberte lo probó y le dio las gracias.

Dieter la observó con calma. Era guapa de verdad, morena y con grandes ojos negros, pero su expresión tenía algo de bovina.

─Es usted una mujer preciosa, Gilberte ─dijo Dieter─. No creo que sea una auténtica asesina.

─No, no lo soy ─respondió Gilberte con énfasis.

─Pero una mujer es capaz de hacer cualquier cosa por amor, ¿verdad?

La chica lo miró sorprendida.

─Veo que lo ha entendido.

─Lo sé todo sobre usted. Está enamorada de Michel.

Gilberte inclinó la cabeza sin despegar los labios.

─Un hombre casado, desde luego. Eso es lamentable. Pero usted lo quiere. Por eso ayuda a la Resistencia. Por amor, no por odio. La chica asintió.

─¿Tengo razón? ─le preguntó Dieter─. Responda, por favor. 

─Sí ─ murmuró Gilberte.

─Pero ha hecho mal, querida.

─Sé que he hecho cosas...

─No me ha entendido. Ha hecho mal, no sólo violando la ley, sino también enamorándose de Michel.

Gilberte lo miró desconcertada.

─Ya sé que está casado, pero...

─Me temo que él no la quiere.

─¡Claro que me quiere!

─No. Quiere a su mujer. Felicity Clairet, conocida como Flick. Una inglesa ni tan chic ni tan guapa como usted, que además es mayor... Pero él la quiere.

Las lágrimas afluyeron a los ojos de Gilberte. ─Eso es mentira ─sollozó.

─Le escribe cartas, ¿lo sabía? Imagino que se las entrega a los correos que vuelven a Inglaterra. Le manda cartas de amor en las que le dice cuánto la echa de menos. Son bastante poéticas, aunque un poco anticuadas. He leído unas cuantas.

─Eso no es posible.

─Llevaba una encima cuando los detuvimos. Ha intentado romperla hace justo un momento, pero hemos conseguido salvar unos pedazos.

Dieter se sacó del bolsillo la hoja que había roto y se la tendió. ─¿Es su letra?

─Sí.

─Y es una carta de amor, ¿no?

Gilberte leyó despacio, moviendo los labios:

¡Sí, pienso en ti constantemente! Tu recuerdo me desespera... ¡Ah, perdóname! Me iré... ¡Adiós! Me iré lejos, tan lejos que no volverás a oír hablar de mí. Y sin embargo... hoy mismo... no sé qué extraña fuerza me ha empujado hacia ti. Porque es inútil luchar contra el cielo, es imposible resistirse a la sonrisa de los ángeles. No hay más remedio que dejarse arrastrar por lo que es hermoso, encantador, adorable.

Gilberte dejó caer el papel con un sollozo.

─Lamento que se haya enterado por mí ─dijo Dieter con suavidad. Sacó el pañuelo blanco de lino del bolsillo delantero de su chaqueta y se lo tendió. La chica ocultó el rostro en él.

Había llegado el momento de pasar de la conversación al interrogatorio sin alertar a Gilberte.

─Imagino que Michel ha estado viviendo con usted desde que se fue Flíck.

─Desde mucho antes ─respondió la chica, indignada─. Desde hace seis meses; dormía en casa todas las noches, salvo cuando ella estaba en la ciudad.

─¿En casa de usted?

─Tengo un piso. Es muy pequeño, pero suficiente para dos... dos personas que se quieren ─murmuró Gilberte, y rompió a llorar de nuevo.

Dieter procuraba mantener un tono ligero y distendido mientras hacía derivar la conversación hacia el tema que le interesaba.

─¿No les resultaba incómodo compartir un piso tan pequeño con Helicóptero?

─No vivía con nosotros. Michel lo trajo ayer mismo.

─Pero debieron de discutir dónde se quedaría...

─No. Michel le había encontrado un sitio, una habitación encima de la librería de viejo de la calle Moliere.

Walter Godel se removió en su silla. Empezaba a comprender adónde quería ir a parar Dieter. Éste hizo como que no se había dado cuenta y, con la mayor naturalidad, le preguntó a Gilberte:

─¿Dejó sus cosas en el piso cuando salieron hacia Chatelle para esperar al avión?

─No, se las había llevado a la habitación.

Dieter hizo la pregunta crucial:

─¿La maleta pequeña también?

─Sí.

─Ah. ─Ya tenía lo que necesitaba. La radio de Helicóptero estaba en aquella habitación de encima de la librería de la calle Moliere─. He acabado con esta pánfila ─le dijo a Hesse en alemán─. Entréguesela a Becker.

El Hispano-Suiza azul de Dieter estaba aparcado frente al palacio. Con Walter Godel a su lado y Hans Hesse en el asiento posterior, Dieter cubrió rápidamente el sinuoso tramo de carretera que unía SainteCécile y Reims, y se dirigió directamente a la calle Moliere.

Forzaron la puerta de la librería y subieron la vieja escalera de madera que llevaba al cuarto de encima de la tienda. No tenía más muebles que un jergón relleno de paja y cubierto con una sábana basta. En el suelo, junto a la modesta yacija, había una botella de whisky, un neceser y la pequeña maleta.

Dieter la abrió y le mostró la radio a Godel.

─Con esto ─dijo exultante─, puedo convertirme en Helicóptero. En el viaje de vuelta a Sainte-Cécile, hablaron sobre el mensaje que convenía enviar.

─Lo primero que querría saber Helicóptero es por qué no se lanzaron los paracaidistas ─dijo Dieter─. Así que preguntaría: «¿Qué pasó?». ¿Está de acuerdo?

─Y estaría molesto ─apuntó Godel.

─Entonces, puede que dijera: «¿Qué diantre pasó?». Godel meneó la cabeza.

─Estudié en Inglaterra antes de la guerra. Esa expresión, «¿Qué diantre?», es demasiado fina. Es un ridículo eufemismo de: «¿Qué coño?». Un militar joven no la usaría nunca.

─Muy bien, entonces lo haremos decir: «¿Qué coño pasó?» ─ Demasiado vulgar ─objetó Godel─. Helicóptero sabe que el mensaje podría ser descodificado por una mujer.

─Su inglés es mejor que el mío, usted elige.

─Yo creo que diría: «¿Qué demonios pasó?». Expresa su enfado y es una expresión masculina que no resulta ofensiva para una mujer.

─De acuerdo. A continuación, querrá saber qué quieren que haga, de modo que les pedirá nuevas órdenes. ¿Qué diría?

─Probablemente: «Espero instrucciones». A los ingleses no les gusta la palabra «órdenes»; les suena poco refinada.

─Muy bien. Y tenemos que solicitar una respuesta rápida, porque Helicóptero estaría impaciente, como lo estamos nosotros.

Llegaron al palacio y fueron directamente a la sala de escucha del sótano. Un operador de mediana edad llamado Joachim enchufó la radio de Helicóptero y sintonizó su frecuencia de emergencia mientras Dieter garrapateaba el mensaje:

¿QUÉ DEMONIOS PASÓ? ESPERO INSTRUCCIONES. URGE RESPUESTA.

Dieter procuró reprimir su impaciencia y explicó cuidadosamente a Joachim cómo tenía que codificar el mensaje, incluida la contraseña de seguridad.

─¿No descubrirán que no es Helicóptero quien teclea? ¿No pueden reconocer el ritmo particular del operador, como si fuera su letra?

─Sí ─respondió Joachim─. Pero he oído transmitir a ese chico un par de veces, y puedo imitarlo. Es un poco como remedar la voz de alguien, como poner acento de Frankfurt, por así decirlo.

Godel parecía escéptico.

─¿Es usted capaz de hacer una imitación perfecta después de haberlo oído dos veces?

─No, perfecta no. Pero los agentes suelen estar bajo una enorme presión cuando transmiten, escondidos en algún cuchitril y temiendo que los descubramos en cualquier momento, así que las pequeñas variaciones pueden achacarse a la, tensión ─explicó el operador, y empezó a teclear el mensaje.

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