Alto Riesgo (39 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: Alto Riesgo
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─ Tienen que ayudarme ─dijo Flick.

─¿Cómo? La Gestapo... ─balbuceó Christian. ─Tengo que pasar el control.

─Pero la detendrán...

─No si ya estoy detenida.

─¿Qué quiere decir?

─Pónganme las esposas. Finjan que me han capturado. Pasen el control conmigo. Si los paran, díganles que me llevan al 84 de la avenida Foch, el cuartel general de la Gestapo.

─¿Y después?

─Requisen un taxi y llévenme con ustedes. Luego, cuando nos hayamos alejado de la estación, me quitan las esposas, me dejan en un lugar discreto y siguen su camino.

Christian estaba aterrorizado. Saltaba a la vista que se estaba rompiendo la cabeza en busca de una excusa para negarse. Pero, después de sus fanfarronadas sobre la Resistencia, lo tenía difícil.

Jean-Marie parecía más tranquilo.

─Funcionará ─dijo─. No sospecharán de unos policías de uniforme.

Ruby subió al coche.

─¡Flick! ─murmuró─. Ese cartel...

─En eso estamos. Los gendarmes van a hacerme pasar el control esposada y soltarme fuera de la estación. Si no funciona, quedas al mando de la misión ─y, en inglés, añadió─: Olvídate de la historia del túnel ferroviario. El auténtico objetivo es la central telefónica de Sainte-Cécile. Pero no se lo digas a las demás hasta el último momento. Ahora, tráelas aquí, deprisa.

Segundos después, las seis mujeres estaban reunidas en un compartimento del coche. Flick les explicó el plan.

─Si la cosa sale mal y me detienen, no se os ocurra disparar. La estación debe de estar llena de policías. Si iniciáis una batalla campal, la perderéis. Lo primero es la misión. Olvidaos de mí, salid de la estación, reagrupaos en la pensión y seguid con el plan. Ruby tomará el mando. Y no hay tiempo para discusiones ─dijo, y se volvió hacia Christian─. Las esposas.

El gendarme seguía dudando.

A Flick le habría gustado gritarle: «¡Sácalas de una puta vez, bocazas cobarde!». Pero optó por bajar la voz y sonreír mientras le murmuraba: ─Gracias por salvarme la vida... Nunca lo olvidaré, Christian. El chico sacó las esposas.

─Las demás, andando ─dijo Flick.

Christian le esposó la muñeca derecha a la izquierda de Jean-Marie; a continuación, bajaron del coche y avanzaron juntos por el andén en dirección al puesto de control. Christian llevaba la maleta de Flick y la mochila de cuero con la Browning automática dentro. Llegaron al final de la cola. Jean-Marie alzó la voz:

─¡Atención, señores, dejen paso! ¡Por favor, señoras y caballeros, dejen el paso libre!

Con Flick en medio, los dos gendarmes se pusieron a la cabeza de la cola y, tal como habían hecho en Chartres, saludaron a los hombres de la Gestapo, pero no se detuvieron.

Esta vez, sin embargo, el capitán al mando del control apartó la vista del carné que estaba examinando y murmuró:

─Un momento.

Los tres se quedaron clavados. Flick supo que estaba a un paso de la muerte.

El capitán la miró fijamente.

─Es la mujer del cartel.

Christian estaba demasiado asustado para hablar.

─Sí, capitán ─se apresuró a decir Jean-Marie─. La detuvimos en Chartres.

Flick agradeció a Dios que uno de los dos chicos tuviera algo en la cabeza.

─Los felicito ─dijo el capitán─. Pero, ¿adónde la llevan? 

─ Tenemos órdenes de entregarla en la avenida Foch ─respondió Jean-Marie, que al parecer había olvidado el número de la calle. 

─¿Necesitan transporte?

─Tenemos un coche de la policía esperándonos a la salida.

El capitán asintió, pero, en lugar de autorizarlos a continuar, siguió mirando a la detenida. Flick empezaba a creer que algo en su aspecto la había delatado, que el alemán había podido leer en su rostro que se estaba fingiendo presa.

─Estos ingleses... ─rezongó el hombre al cabo de unos instantes─. Mandan a niñas a hacer el trabajo de hombres ─y meneó la cabeza con incredulidad. Jean-Marie tuvo la sensatez de mantener la boca cerrada─. Adelante ─dijo al fin el capitán.

Flick y los gendarmes cruzaron el vestíbulo y salieron al sol del exterior.

Paul Chancellor se había encolerizado con Percy Thwaite al enterarse del asunto del mensaje de Brian Standish.

─¡Me ha engañado! ─le había gritado─. ¡Se las apañó para librarse de mí antes de enseñárselo a Flick!

─Es cierto, pero me pareció lo mejor...

─Soy yo quien está al mando de esta operación. ¡No tiene usted ningún derecho a ocultarme información!

─Supuse que cancelaría el vuelo.

─Puede que lo hubiera hecho... Puede que hubiera sido lo mejor. 

─Pero lo habría hecho porque quiere a Flick, no porque fuera la decisión más acertada.

Aquello había sido un golpe bajo, porque Paul había comprometido su posición de jefe acostándose con un miembro del equipo. El comentario no había conseguido más que aumentar la rabia de Paul, que, sin embargo, no había tenido más remedio que tragársela.

No podían ponerse en contacto con el avión de Flick, pues los vuelos sobre territorio enemigo prescindían rigurosamente de comunicarse por radio, de modo que los dos hombres habían pasado la noche en el aeródromo, fumando, dando vueltas y pensando con preocupación en la mujer a la que, cada uno a su modo, tanto querían. Paul llevaba en el bolsillo de la camisa el cepillo de dientes francés que habían compartido el viernes por la mañana, tras su primera noche juntos. Por lo general, no era supersticioso, pero no dejaba de tocarlo, como si la estuviera tocando a ella para asegurarse de que seguía bien.

Cuando volvió el avión y el piloto les contó que Flick, temiéndose una emboscada de la Gestapo en el prado de Chatelle, había decidido saltar cerca de Chartres, Paul se había sentido tan aliviado que le había faltado poco para echarse a llorar.

Minutos más tarde, Percy había recibido una llamada del cuartel general del Ejecutivo y había sabido que Brian Standish había enviado otro mensaje preguntando qué había ocurrido. Paul había decidido enviar la respuesta redactada por Flick que les había entregado el piloto del Hudson. Si Brian seguía en libertad, el mensaje lo informaría de que las «grajillas» habían tomado tierra y se pondrían en contacto con él; pero no daba más datos, en previsión de que el operador estuviera en manos de la Gestapo.

Sin embargo, seguían sin tener ninguna certeza respecto a lo ocurrido en Reims. A Paul, aquella incertidumbre le resultaba insoportable. Flick tenía que llegar a Reims a toda costa. Paul necesitaba saber si iba derecha a una trampa de la Gestapo. Tenía que haber algún modo de comprobar que las transmisiones de Brian era fiables.

Sus mensajes contenían las contraseñas correctas: Percy lo había comprobado. Pero la Gestapo podía haber torturado a Brian para obligarlo a revelarlas. Según Percy, había medios más sutiles de comprobar la identidad del operador, pero estaban en manos de las chicas de la estación de escucha. En consecuencia, Paul había decidido ir allí.

En un principio, Percy había intentado disuadirlo. Presentarse en una unidad de escucha podía poner en peligro a los agentes, le había asegurado, pues perturbaba la buena marcha del servicio. Paul había hecho oídos sordos. A continuación, el jefe de la estación le había dicho que estaría encantado de fijar una fecha para la visita, que podría efectuar al cabo de unas dos o tres semanas. Paul le había contestado que su idea era más bien dos o tres horas y había insistido, con amabilidad pero con firmeza, usando la amenaza de la cólera de Monty como último recurso. Y se había puesto en camino a Grendon Underwood.

De niño, en la época en que asistía a la escuela dominical, Paul le había dado muchas vueltas a un problema teológico. Había observado que en Arlington, Virginia, donde vivía con sus padres, la mayoría de los niños de su edad se iban a la cama a la misma hora, las siete y media. Eso significaba que rezaban sus oraciones simultáneamente. Con todas aquellas voces alzándose hacia el cielo, ¿cómo podía oír Dios lo que él, Paul, estaba diciendo? La respuesta del pastor ─«Dios lo puede todo» lo dejó insatisfecho. El pequeño Paul sabía que aquello era una evasiva. La cuestión siguió intrigándolo durante años.

Si hubiera podido ver Grendon Underwood, lo habría comprendido enseguida.

Como Dios, el Ejecutivo de Operaciones Especiales tenía que escuchar innumerables mensajes, y lo más frecuente era que llegaran por decenas y al mismo tiempo. Agazapados en sus escondrijos, los agentes secretos aporreaban sus teclados Morse al unísono, como los escolares de Arlington rezando arrodillados junto a sus camas a las siete y media. El Ejecutivo los oía a todos.

Grendon Underwood era otra imponente casa de campo abandonada por sus propietarios y ocupada por el ejército. Oficialmente llamada Estación 53a, albergaba un puesto de escucha. En sus amplios terrenos, una multitud de antenas de radio agrupadas en grandes arcos escuchaban, como las orejas de Dios, mensajes procedentes de cualquier punto entre el norte ártico de Noruega y el polvoriento sur español. Cuatrocientos operadores de radio y especialistas en códigos, la mayoría mujeres jóvenes del FANY, trabajaban en la enorme mansión y vivían en hangares Nissen erigidos a toda prisa en el jardín.

Paul fue recibido por Jean Bevins, una supervisora corpulenta que usaba gafas. Al principio, la mujer parecía aterrorizada por la visita de aquel pez gordo que representaba al mismísimo general Montgomery, pero acabó tranquilizándose al ver que Paul tenía la sonrisa fácil y hablaba con naturalidad. Lo acompañó a la sala de transmisiones, donde alrededor de un centenar de mujeres permanecían sentadas en hileras, con sendos auriculares, libretas y lápices. Una pizarra enorme mostraba los nombres en clave de los agentes, sus horas de recepción y transmisión y las frecuencias que tenían asignadas. En la sala reinaba una atmósfera de intensa concentración; en aquellos instantes, no se oía más ruido que el tecleo del Morse con el que una operadora comunicaba a un agente que lo recibía alto y claro.

Jean le presentó a Lucy Briggs, una atractiva rubia con un acento de Yorkshire tan marcado que Paul tuvo que aguzar el oído para entenderla.

─¿Helicóptero? ─dijo la chica─. Sí, claro que lo conozco. Es nuevo. Llama a las veinte horas y recibe a las veintitrés. Hasta ahora, no ha dado problemas.

Se comía las haches. En cuanto lo advirtió, Paul dejó de tener problemas con su acento.

─¿A qué se refiere? ─le preguntó a Lucy─. ¿Qué problemas suelen dar?

─Bueno, algunos no sintonizan bien, y tienes que buscar su frecuencia. Otras veces, la señal es débil y cuesta entender las letras; si no estás muy atenta, puedes confundir los puntos con las rayas. La letra be, por ejemplo, es muy parecida a la de. Y, al ser tan pequeñas, las radios portátiles suenan fatal.

─¿Sería capaz de reconocer el ritmo de Helicóptero? La chica dudó.

─Sólo ha emitido tres veces. El miércoles estaba un poco nervioso, probablemente porque era la primera vez, pero tecleaba pausadamente, como si supiera que tenía tiempo de sobra. Me alegré... Supuse que se sentía razonablemente seguro. Sufrimos por ellos, ¿sabe? Nosotras estamos aquí sentadas tan ricamente, mientras ellos van dando tumbos tras las líneas enemigas con la maldita Gestapo pisándoles los talones.

─¿Qué me dice de su segundo mensaje?

─Sí, el del jueves... Se notaba que tenía prisa. Cuando van apurados, puede resultar difícil entenderlos, ya sabe... ¿Qué era eso, dos puntos seguidos, o una raya corta? No sé desde dónde estaría transmitiendo, pero desde luego estaba deseando acabar y largarse.

─¿Y el siguiente?

─El viernes no emitió. Pero no me preocupé. Sólo llaman cuando no tienen más remedio; es demasiado peligroso. Luego, salió al aire el sábado por la mañana, justo antes del amanecer. Era un mensaje de emergencia, pero no parecía nervioso; de hecho, recuerdo haber pensado: «Se curte rápido». Lo digo porque la señal era fuerte, el ritmo, regular y todas las letras, claras.

─¿Podría haber sido otra persona quien manejara el transmisor? Lucy lo pensó unos instantes.

─Parecía él... Pero sí, supongo que podría tratarse de otra persona. Y, si quien se hacía pasar por él era un alemán, sonaría claro y relajado, desde luego, porque no tenía nada que temer.

Paul se sentía como si caminara por un barrizal. Cada pregunta que formulaba tenía dos respuestas. Necesitaba algo tajante, algo que lo ayudara a vencer el pánico cada vez que pensaba que podía perder a Flick, menos de una semana después de que hubiera entrado en su vida como un regalo de los dioses.

Jean Bevins, que los había dejado solos, volvió agitando unas hojas de papel en su rolliza mano.

─He traído las descodificaciones de los tres mensajes recibidos de Helicóptero ─dijo.

Paul, gratamente sorprendido por su discreta eficacia, leyó la primera cuartilla:

NOMBRE CLAVE HLCP (HELICÓPTERO) CONTRASEÑA PRESENTE

30 MAYO 1944 CONTENIDO MENSAJE:

LLEGADA OK CANCELARVISITAS CRICTA STOP VIJILADA GESTAPO CONSEGÍ ESCAPAR STOP NUEVO LUGAR CONTACTO CAFE DE LA GARRE CIERRO

─Su fuerte no es la ortografía ─comentó Paul. ─Son las prisas ─explicó Jean─. Todos cometen errores cuando teclean en Morse. Los descodificadores tienen orden de reproducirlos en lugar de corregirlos, por si pudieran tener algún significado.

La segunda transmisión de Brian, que informaba del estado del circuito Bollinger, era más larga:

NOMBRE CLAVE HCLP (HELICÓPTERO) CONTRASEÑA PRESENTE

31 MAYO 1944 CONTENIDO MENSAJE:

CINCO AGENTE ATIVOS A SABER STOP MONET ERIDO STOP CONDESA BIEN STOP CHEVALAYUDAAVEZES STOP BURGESA ENSU PUESTO STOP MI SALVADOR NOMBRE CLAVE CHARENTON STOP

─La cosa va de mal en peor ─dijo Paul alzando la vista. ─Ya le dije que la segunda vez iba a escape ─le recordó Lucy. El mensaje continuaba con un detallado relato del incidente en la catedral. Paul pasó al tercero:

NOMBRE CLAVE HCLP (HELICÓPTERO) CONTRASEÑA PRESENTE 2 JUNIO 1944

CONTENIDO MENSAJE: QUE DEMONIOS PASO INTERROGANTE STOP ESPERO ISTRUCCIONES STOP URGE RESPUESTA CIERRO

─Va mejorando ─dijo Paul─. Sólo hay una falta.

─Creo que el sábado estaba más relajado ─opinó Lucy.

─O eso, o el mensaje lo envió otra persona ─respondió Paul. De pronto, se le ocurrió un modo de comprobar si «Brian» era Brian o un impostor de la Gestapo. Si funcionaba, al menos sabría a qué atenerse─. Lucy, ¿comete usted errores cuando transmite?

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