Alto Riesgo (41 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: Alto Riesgo
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En la nevera había una botella de Dom Perignon. Dieter la abrió y se sirvió unos dedos en una flauta de cristal. Luego, con la sensación de que la vida era buena, se sentó ante su escritorio para leer el correo.

Tenía carta de Waltraud, su mujer.

Mi querido Dieter:

No sabes cuánto me duele que no podamos estar juntos el día de tu cuadragésimo cumpleaños.

Lo había olvidado por completo. Miró la fecha en el reloj Cartier de sobremesa. 3 de junio. Ese día cumplía cuarenta años. Se sirvió otra copa de champán para celebrarlo.

En el sobre había otras dos hojas. Su hija de siete años, Margarete, a la que llamaban Mausi, lo había dibujado en uniforme de pie junto a la torre Eiffel. Lo había hecho más alto que la torre: así magnificaban los niños a sus padres. Su hijo Rudi, de diez años, le había escrito una carta de adulto, con tinta azul oscuro y esmerada letra redondilla:

Querido papá:

Voy muy bien en la escuela, aunque el aula del doctor Richter ha sido bombardeada. Pero, como era de noche, la escuela estaba vacía.

Dieter cerró los ojos con una mueca de dolor. No soportaba pensar en las bombas cayendo sobre la ciudad donde vivían sus hijos. Maldijo a los asesinos de la RAF, aunque sabía que sus compatriotas también habían arrojado bombas sobre los escolares británicos.

Miró el teléfono del escritorio considerando la posibilidad de llamar a casa. Era difícil obtener comunicación: la red francesa estaba sobrecargada y el tráfico militar tenía prioridad, de modo que podían pasar horas hasta que conectaban una llamada personal. No obstante, decidió intentarlo. Sentía una necesidad acuciante de oír las voces de sus hijos y asegurarse de que seguían vivos.

Extendió la mano, pero el aparato sonó antes de que llegara a tocarlo. Levantó el auricular.

─Mayor Franck.

─Aquí el teniente Hesse. El corazón de Dieter empezó a palpitar. 

─¿Han encontrado a Felicity Clairet? 

─No. Algo casi igual de bueno.

Flick había estado en el Ritz en una ocasión, cuando estudiaba en París, antes de la guerra. Una amiga y ella se habían puesto sombrero y maquillaje, guantes y medias, y habían cruzado la puerta como si lo hicieran a diario. Se habían paseado por la galería comercial del interior riéndose de los absurdos precios de pañuelos, estilográficas y perfumes. Luego, se habían sentado en el vestíbulo fingiendo esperar a alguien y se habían divertido criticando los modelitos de las mujeres que acudían a tomar el té. Ellas no se habían atrevido a pedir ni siquiera un vaso de agua. En aquella época, Flick ahorraba hasta el último penique para comprar localidades en el paraíso que para ella suponía la Comédie Francaise.

Al parecer, desde el comienzo de la ocupación, los propietarios intentaban llevar el hotel con la mayor normalidad posible, a pesar de que muchas de las habitaciones habían sido ocupadas permanentemente por gerifaltes nazis. Ese día Flick no llevaba ni guantes ni medias, pero se había empolvado el rostro y se había colocado la boina en un ángulo desenfadado, y sólo podía esperar que algunos de los clientes actuales del hotel se vieran obligados a parecidos compromisos.

Hileras de vehículos militares grises y negras limusinas se alineaban delante del hotel, en la plaza Vendome. En la fachada del edificio, seis banderas nazis rojo sangre ondeaban con jactancia agitadas por la brisa. Un portero con sombrero de copa y pantalones rojos les lanzó una mirada suspicaz y les salió al paso.

─No pueden entrar ─les dijo.

Flick llevaba un vestido azul claro bastante arrugado y Ruby, uno azul marino y una gabardina de hombre. No iban vestidas para cenar en el Ritz. Flick intentó imitar la hauteur de una francesa tratando con un irritante inferior.

─¿Cuál es el problema? ─le preguntó al hombre arrugando la nariz.

─Está entrada está reservada a las personalidades, madame. Ni siquiera los coroneles alemanes pueden entrar por aquí. Tendrán que dar la vuelta por la calle Cambon y usar la entrada posterior.

─Está bien ─respondió Flick en tono displicente, aunque estaba encantada de que no les hubiera dicho que no iban vestidas para la ocasión.

Las dos mujeres dieron la vuelta al edificio y entraron por la puerta posterior.

Las arañas hacían resplandecer el vestíbulo, y los bares de ambos extremos rebosaban de hombres de esmoquin o uniforme. El rumor de las conversaciones chirriaba y chasqueaba con las consonantes del alemán, más que borboritar con las lánguidas vocales del francés. Flick se sintió como si acabara de entrar en el bastión del enemigo.

Se acercó al mostrador. Un conserje con levita de botones de latón la miró de arriba abajo. En vista de que no era ni alemana ni una francesa rica, preguntó con frialdad:

─¿Sí?

─Compruebe si mademoiselle Legrand está en su habitación ─ dijo Flick en tono perentorio. Puede que Diana hubiera empleado el nombre que figuraba en su documentación, Simone Legrand─. Estamos citadas.

El conserje cambió de actitud.

─¿A quién debo anunciar?

─Madame Martigny. Trabajo para ella.

─Muy bien. En realidad, mademoiselle está en el comedor principal con su acompañante. Tenga la bondad de hablar con el jefe de comedor.

Flick y Ruby cruzaron el vestíbulo y se asomaron al restaurante. Era el dechado de la vida elegante: manteles blancos, cubiertos de plata, velas y camareros de negro deslizándose por el salón con platos de comida. Nadie hubiera dicho que medio París se moría de hambre. Flick olió auténtico café.

Se detuvo en el umbral y vio a Diana y Maude de inmediato. Ocupaban una mesa pequeña en el extremo más alejado del salón. Mientras las observaba, Diana sacó una botella de vino de una reluciente cubitera y llenó las dos copas. Flick habría podido estrangularla.

Dio un paso en dirección a la mesa, pero el jefe de comedor se interpuso en su camino.

─¿Sí, madame? ─dijo el hombre mirando su vestido sin disimulo. 

─Buenas noches ─respondió Flick─. Tengo que hablar con aquella señora.

El hombre no se movió. Era un individuo bajo de aspecto frágil, pero no parecía dispuesto a dejarse enredar.

─Tal vez pueda transmitirle su mensaje.

─Me temo que no, es demasiado personal.

─Entonces, le diré que está usted aquí. ¿Su nombre?

Flick tenía los ojos clavados en Diana, pero ella seguía a lo suyo. 

─Soy madame Martigny ─dijo Flick con resignación─. Dígale que necesito hablar con ella inmediatamente.

─Muy bien. Tenga la amabilidad de esperar aquí.

Flick apretó los dientes con frustración. Cuando el jefe de comedor dio media vuelta, estuvo a punto de seguirlo hasta la mesa. Pero en ese instante vio que un joven con el uniforme negro de mayor de las SS la observaba desde una mesa próxima. Sus ojos se encontraron, y Flick desvió la vista con un nudo en la garganta. La insistencia de aquella mirada, ¿era pura curiosidad por la discusión con el jefe de comedor? ¿Significaba que el alemán había visto la fotografía e intentaba recordar de qué le sonaba el rostro de aquella desconocida? Puede que simplemente la encontrara atractiva. En cualquier caso, comprendió Flick, montar una escena habría sido una temeridad.

Cada segundo que pasaban en el comedor era una temeridad, y Flick tuvo que vencer la tentación de dar media vuelta y salir huyendo.

El jefe de comedor habló con Diana, se volvió e hizo un gesto a Flick.

─Más vale que esperes aquí ─le dijo Flick a Ruby─. Una llamará menos la atención que las dos ─añadió, y se alejó hacia la mesa.

Para irritación de Flick, ni Diana ni Maude tuvieron la decencia de mostrarse avergonzadas. Maude estaba en la gloria y Diana, tan impertinente como de costumbre. Flick agarró el borde de la mesa con ambas manos y se inclinó para hablar en un susurro:

─Esto es extremadamente peligroso. Levantaos ahora mismo y venid conmigo. Pagaréis la cuenta en la salida.

Había sido tan tajante como permitían las circunstancias, pero Diana y Maude seguían en las nubes.

─Sé razonable, Flick ─dijo Diana.

Flick se sintió indignada. ¿Cómo podía ser Diana tan estúpida y tan arrogante?

─Pedazo de idiota... ─masculló entre dientes─. ¿No te das cuenta de que os la estáis jugando?

Flick comprendió al instante que había sido un error insultarla. Diana la miró con aires de superioridad.

─Es mi vida. Y estoy en mi derecho de arriesgarla.

─Nos estás poniendo en peligro a las demás y toda la misión. ¡Levantate de la silla!

─Escúchame bien...

De pronto, se produjo movimiento detrás de Flick. Diana interrumpió la frase y miró hacia el comedor.

Flick dio media vuelta y contuvo la respiración.

En el umbral del salón, esperaba el distinguido oficial alemán al que había visto en la plaza de Sainte-Cécile. Lo reconoció al primer vistazo: un individuo alto con elegante traje negro y pañuelo blanco en el bolsillo de la pechera.

Se volvió a toda prisa y, con el corazón palpitante, rezó para que no la hubiera visto. Con la melena negra, era muy probable que no la hubiera reconocido al primer golpe de vista.

Su nombre le acudió a la mente de inmediato: Dieter Franck. Había encontrado su fotografía en los archivos de Percy Thwaite. El mayor Franck había sido detective de policía. Flick recordó la anotación del dorso de la foto: «Estrella del contraespionaje de Rommel, se le considera un hábil interrogador y un torturador despiadado».

Por segunda vez en una semana, lo tenía lo bastante cerca como para pegarle un tiro.

Flick no creía en las coincidencias. Había algún motivo para que estuviera allí al mismo tiempo que ella.

No tardó en descubrirlo. Volvió a mirar y lo vio cruzando el salón a grandes zancadas con cuatro matones de la Gestapo pegados a los talones. Venían hacia ellas. El jefe de comedor los seguía a unos pasos con el pánico pintado en el rostro.

Flick volvió el rostro y se alejó discretamente. Franck se detuvo ante la mesa de Diana.

Se hizo un silencio sepulcral: los comensales interrumpieron sus conversaciones a media frase, los camareros dejaron de llenar los platos y el sumiller se quedó petrificado con una licorera de burdeos en la mano.

Flick llegó a la puerta, donde Ruby la seguía esperando.

─Va a detenerlas ─le susurró Ruby llevándose la mano al bolsillo. Los ojos de Flick volvieron a encontrarse con los del mayor de las SS.

─Deja las manos quietas ─murmuró─. No podemos hacer nada. Podríamos enfrentarnos a él y a los cuatro de la Gestapo, pero esto está infestado de oficiales alemanes. Aunque consiguiéramos cargarnos a esos cinco, los otros nos coserían a balazos.

Franck estaba interrogando a Diana y Maude. Flick estaba demasiado lejos para oír lo que decían. La voz de Diana adoptó el tono de desdeñosa indiferencia que solía usar cuando estaba equivocada. Maude estaba llorosa.

Franck debía de haberles pedido la documentación, porque las dos mujeres se inclinaron simultáneamente hacia sus bolsos, que habían dejado en el suelo, contra las sillas. El alemán se movió ligeramente para ponerse a un lado de Diana, a unos centímetros detrás de su silla, y vigilar sus movimientos, y en ese instante Flick supo lo que iba a ocurrir a continuación.

Maude tendió su documentación al mayor, pero Diana sacó la pistola. Se oyó una detonación, y uno de los agentes de la Gestapo dobló el cuerpo y se desplomó. El restaurante hizo erupción. Las mujeres rompieron a chillar y los hombres se lanzaron de cabeza bajo las mesas. Sonó otro disparo, y otro alemán exhaló un quejido. Un grupo de comensales echó a correr hacia la salida.

La pistola de Diana apuntó al tercer agente de la Gestapo. Como en un fogonazo, Flick volvió a ver a Diana en los bosques de Somersholme, fumando sentada en la hierba, rodeada de conejos muertos, y recordó lo que le había dicho: «Sabes matar». No se había equivocado.

Pero Diana no hizo el tercer disparo.

Dieter Franck mantuvo la sangre fría. Aferró el antebrazo derecho de Diana con ambas manos y lo golpeó contra el borde de la mesa. Diana emitió un grito de dolor y soltó la pistola. El mayor la arrancó de la silla, la arrojó boca abajo sobre la moqueta y cayó sobre sus riñones con ambas rodillas. A continuación, le puso las manos a la espalda y, haciendo oídos sordos a sus quejas de dolor, la esposó y se levantó.

─Larguémonos de aquí ─le dijo Flick a Ruby.

Presas del pánico, hombres y mujeres se habían abalanzado hacia la puerta e intentaban salir al mismo tiempo. Antes de que Flick pudiera moverse, el joven mayor de las SS que la había estado observando se puso en pie de un salto y la agarró del brazo.

─Espere un momento ─dijo en francés.

─¡Quíteme las manos de encima! ─exclamó Flick tratando de dominar el pánico.

El alemán le apretó el brazo con más fuerza.

─Me ha parecido que conocía usted a esas mujeres.

─¡Pues se ha equivocado! ─replicó Flíck tratando de soltarse. El hombre tiró de ella con violencia.

─Se va a quedar aquí y va a responder a unas preguntas.

Se oyó otro estallido. Las mujeres volvieron a chillar, pero nadie vio de dónde procedía el disparo. El rostro del oficial de las SS se contrajo en una mueca de dolor. Al tiempo que doblaba las rodillas, Flick vio a Ruby tras él, deslizando la pistola en el bolso.

─¡Gracias! ─murmuró.

Las dos mujeres se abrieron paso hasta el vestíbulo empujando sin contemplaciones y pudieron huir a la carrera sin levantar sospechas, porque la desbandada era general.

Había una hilera de coches aparcados a lo largo de un bordillo de la calle Cambon. La mayoría de los chóferes habían echado a correr hacia la entrada posterior del hotel para informarse de lo ocurrido. Flick eligió un Mercedes sedán 230 de color negro con rueda de repuesto en un estribo. Echó un vistazo al salpicadero: la llave estaba en el contacto.

─¡Entra! ─urgió a Ruby.

Se sentó al volante y accionó el encendido automático. El potente motor soltó un rugido. Flick puso primera, hizo girar el volante y apretó el acelerador. El coche era aparatoso y cachazudo, pero estable: una vez cogió velocidad, tomó las curvas como un tren.

Cuando estuvieron a varias manzanas del hotel, Flick empezó a evaluar la situación. Había perdido a un tercio del equipo, incluida su mejor tiradora. Consideró la posibilidad de abandonar la misión, pero la desechó al instante. Sería complicado; tendría que explicar por qué se presentaban cuatro limpiadoras en vez de las seis habituales, pero algo se le ocurriría. Les harían más preguntas de las previstas, pero el riesgo merecía la pena.

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