Authors: Ken Follett
Al pasar ante la puerta, un objeto caído en el suelo atrajo la mirada de Flick. Era un cepillo de dientes de madera. Sin dejar de andar, se agachó y lo recogió.
─¿Has olvidado el tuyo? ─le preguntó Ruby.
─Se parece al de Paul ─respondió Flick, que había estado a punto de decir «Es el de Paul», aunque en Francia debía de haber cientos, tal vez miles, iguales.
─¿Crees que podría estar aquí?
─Tal vez.
─¿Por qué iba a venir?
─No lo sé. Para advertirnos de algún peligro, tal vez.
Dieron la vuelta a la manzana. Antes de volver a acercarse a la casa, esperaron a que Greta y Jelly les dieran alcance.
─Esta vez iremos juntas ─dijo Flick─. Greta y Jelly llamarán a la puerta.
─Ya iba siendo hora, los pies me están matando ─rezongó Jelly.
─Ruby y yo continuaremos hasta la parte posterior, sólo como precaución. No nos mencionéis; limitaos a esperar a que aparezcamos.
Volvieron a acercarse a la casa, esta vez las cuatro juntas. Flick y Ruby entraron en el patio, pasaron junto al Simca y se deslizaron hasta la parte posterior. La cocina, que ocupaba la mayor parte de esa fachada, tenía dos ventanas con una puerta en medio. Flick esperó a oír el timbre de la puerta y se arriesgó a echar un vistazo por una de las ventanas.
El corazón se le paró en el pecho.
En la cocina había tres personas: dos hombres de uniforme y una mujer alta de exuberante cabellera pelirroja que desde luego no era mademoiselle Lemas.
En una fracción de segundo, Flick los vio apartar la vista de las ventanas y volver la cabeza hacia la puerta principal con expresión inquieta. Luego, volvió a agacharse.
Procuró concentrarse. Estaba claro que los hombres eran agentes de la Gestapo. La mujer debía de ser una francesa colaboracionista que se hacía pasar por mademoiselle Lemas. Le había resultado vagamente familiar, a pesar de haberla visto de espaldas: algo en el elegante vuelo de su vestido verde de verano había hecho saltar la alarma en la memoria de Flick.
Por desgracia, era evidente que los alemanes habían descubierto la casa de seguridad y la habían convertido en una trampa para agentes aliados. El pobre Brian Standish debía de haber caído en ella de cabeza. Flick se preguntó si seguiría vivo.
Una fría determinación se apoderó de su ánimo. Sacó la pistola. Ruby la imitó.
─Tres ─susurró Flick─. Dos hombres y una mujer. ─Respiró hondo. Había llegado el momento de ser implacable─. Vamos a matar a los hombres ─le dijo a Ruby─. ¿De acuerdo? ─La chica asintió. Flick dio gracias a Dios por la sangre fría de Ruby─. Preferiría conservar con vida a la mujer para interrogarla, pero, si vemos que se nos va a escapar, le dispararemos.
─Entendido.
─Los hombres están en el lado izquierdo. La mujer habrá ido a abrir. Tú quédate en esta ventana, yo iré a la otra. Apunta al hombre que tengas más cerca. Dispara cuando yo lo haga.
Flick se deslizó a lo largo de la pared y se agachó bajo la otra ventana. Había empezado a resollar, y el corazón le latía como un martillo neumático, pero tenía la mente tan clara como si estuviera jugando al ajedrez. Nunca había disparado a través de un cristal. Decidió disparar tres veces en rápida sucesión: una para romper el cristal, otra para matar a su blanco y la última para asegurarse. Le quitó el seguro a la Browning con un golpe del pulgar y la sostuvo apuntando al cielo. Luego, se irguió y miró por la ventana.
Los dos alemanes estaban vueltos hacia la puerta del pasillo. Empuñaban sendas pistolas. Flick encañonó al que tenía más cerca.
La pelirroja había salido, pero la puerta del pasillo se abrió al instante, y Flick la vio aparecer en el umbral y hacerse a un lado. Sin sospechar nada, Greta y Jelly pasaron junto a ella; de pronto, vieron a los hombres de la Gestapo. Greta, sobresaltada, soltó un chillido. Se oyó una voz ─Flick no pudo entender lo que decía─, y Greta y Jelly levantaron las manos.
La falsa mademoiselle Lemas entró en la cocina. Al verla de frente, Flick confirmó su impresión. La había visto antes. Un instante después recordó dónde. En la plaza de Sainte-Cécile, el domingo anterior, en compañía de Dieter Franck. Flick la había tomado por la querida del mayor. Obviamente, era algo más.
De pronto, la mujer miró hacia la ventana y vio el rostro de Flick. Parpadeó, abrió la boca y levantó la mano para señalar lo que acababa de descubrir. Los dos hombres empezaron a volverse.
Flick apretó el gatillo. La detonación del arma le pareció simultánea al estallido del cristal. Manteniendo la pistola recta y bien sujeta, disparó otras dos veces.
Un segundo después, Ruby descargó su Colt.
Los dos hombres cayeron al suelo.
Flick corrió hacia la puerta y entró en la cocina.
La pelirroja se había lanzado a la carrera hacia la puerta de la calle. Flick levantó la pistola, pero demasiado tarde: en una fracción de segundo, la mujer dobló la esquina del pasillo y desapareció de su vista. De pronto, con insospechada rapidez, Jelly se abalanzó hacia la puerta. Al cabo de un momento se oyó un estrépito de muebles rotos y cuerpos rodando por el suelo.
Flick salió al pasillo y asomó la cabeza al recibidor. Jelly había derribado a la pelirroja sobre el embaldosado. También había partido las delicadas patas curvas de una mesa en forma de riñón, hecho añicos el jarrón chino que adornaba la mesa y esparcido por el suelo el ramillete de hierbas secas que contenía el jarrón. La francesa forcejeaba intentando levantarse. Flick la encañonó con la pistola. Jelly, dando prueba de una sorprendente rapidez de reflejos, agarró a la mujer por el pelo y le estrelló la cabeza contra las baldosas hasta que dejó de debatirse.
La pelirroja calzaba zapatos viejos, uno negro y el otro marrón.
Flick volvió a la cocina y echó un vistazo a los dos alemanes, que yacían inmóviles en el suelo. Recogió sus pistolas y se las guardó en los bolsillos. Dos armas menos para el enemigo.
Por el momento, las cuatro «grajillas» estaban fuera de peligro.
Flick seguía electrizada por la adrenalina. En su momento, se dijo, pensaría en el hombre al que acababa de matar. La desaparición de un ser humano era un hecho terrible. Su solemnidad podía ser aplazada, pero no eludida. Pasarían horas o días, pero Flick acabaría preguntándose si aquel joven de uniforme había dejado atrás a una mujer que ahora estaba sola y unos hijos sin padre. Por el momento, fue capaz de apartar aquella idea de su mente y concentrarse en la misión.
─Jelly, vigila a la mujer. Greta, busca cuerda y átala a una silla. Ruby, mira arriba y asegúrate de que no hay nadie más en la casa. Yo registraré el sótano.
Flick bajó las escaleras de la bodega a toda prisa. Sobre el suelo de tierra había un hombre atado y amordazado. La mordaza le cubría la mayor parte del rostro, pero Flick advirtió que le faltaba media oreja.
Tiró de la mordaza para destaparle la boca, se inclinó sobre él y le dio un largo y apasionado beso.
─Bienvenido a Francia.
─Es la mejor bienvenida que me han dado nunca ─respondió él sonriendo de oreja a oreja.
─Tengo tu cepillo de dientes.
─Se me ha ocurrido en el último segundo, porque la pelirroja me tenía escamado.
─Si no llega a ser por eso, hubiéramos caído de cabeza en la trampa.
─Gracias a Dios lo has visto.
Flick se sacó la pequeña navaja de la vaina de la manga y empezó a cortar las ligaduras.
─¿Cómo has llegado hasta aquí?
─Me lancé en paracaídas anoche.
─¿Y se puede saber para qué demonios?
─Decididamente, la radio de Helicóptero está siendo utilizada por la Gestapo. Quería prevenirte.
Flick le lanzó los brazos al cuello en un arrebato de cariño.
─ ¡Me alegro tanto de que estés aquí!
Él la estrechó en sus brazos y la besó.
─Siendo así, me alegro de haber venido.
Flick y Paul subieron a la planta baja.
─Mirad a quién me he encontrado en la bodega ─dijo Flick.
Las chicas saludaron a Paul y se volvieron hacia Flick esperando instrucciones. Flick pensó con calma. Habían transcurrido cinco minutos desde el tiroteo. Los vecinos tenían que haberlo oído, pero pocos ciudadanos franceses habrían corrido al teléfono para llamar a la policía: tenían miedo de acabar respondiendo preguntas en las dependencias de la Gestapo. Sin embargo, convenía evitar cualquier riesgo innecesario. Tenían que largarse cuanto antes.
Flick se volvió hacia la falsa mademoiselle Lemas, que permanecía atada a una silla de la cocina. Sabía lo que había que hacer, pero pensarlo le produjo un estremecimiento.
─¿Cómo se llama?
─Stéphanie Vinson.
─Usted es la amante de Dieter Franck.
La chica estaba pálida como un sudario, pero le lanzó una mirada desafiante, y Flick no pudo evitar admirar su belleza.
─Dieter me salvó la vida.
De modo que así se había ganado Franck la lealtad de aquella mujer, se dijo Flick. Pero eso no cambiaba nada: un traidor era un traidor, alegara lo que alegase.
─Usted trajo a Helicóptero a esta casa para que lo capturaran. ─La chica no dijo nada─. ¿Está vivo o muerto?
─No lo sé.
Flick señaló a Paul.
─También lo ha traído a él. ─Flick pensó en el peligro que había corrido Paul, y la cólera alteró su voz─.Y habría seguido ayudando a la Gestapo hasta que nos capturara a todos. ─ Stéphanie agachó la cabeza. Flick se colocó detrás de la silla y sacó la pistola─. Es usted francesa; sin embargo, ha colaborado con la Gestapo. Podían habernos matado a todos.
Los otros, viendo lo que estaba a punto de ocurrir, se apartaron de la línea de tiro.
Stéphanie no podía ver el arma, pero presentía que iba a suceder algo.
─¿Qué van a hacer conmigo? ─murmuró.
─Si la dejamos aquí, le dirá a Franck cuántos somos y qué aspecto tenemos, y lo ayudará a capturarnos, para que pueda torturarnos y matarnos... ¿verdad? ─La chica no respondió. Flick le apuntó a la nuca─. ¿Tiene alguna excusa para ayudar al enemigo?
─Hice lo que tenía que hacer. Como todo el mundo.
─Exactamente ─respondió Flick, y apretó el gatillo dos veces.
Los disparos retumbaron en el reducido espacio de la cocina. Un chorro de sangre, mezclada con algo más, brotó del rostro de la mujer y tiñó la falda de su elegante vestido. El cuerpo cayó hacia delante y quedó inmóvil.
Jelly dio un respingo y Greta volvió la cabeza. Hasta Paul se puso pálido. Sólo Ruby permaneció impertérrita.
Todos guardaron silencio.
─Vámonos de aquí ─dijo Flick al fin.
Eran las seis en punto de la tarde cuanto Dieter aparcó delante de la casa de la calle du Bois. Tras el largo viaje, el coche azul celeste estaba cubierto de polvo e insectos muertos. Al tiempo que se apeaba, una nube se deslizó sobre el sol, y la calle residencial quedó en sombras. Dieter se estremeció.
Se quitó las gafas protectoras ─había estado conduciendo con la capota bajada─ y se pasó los dedos por el cabello para alisárselo.
─Por favor, Hans, espéreme aquí ─dijo volviéndose hacia Hesse; quería estar solo con Stéphanie.
Echó en falta el Simca-Cinq de mademoiselle Lemas apenas abrió la verja y entró en el jardín. La puerta del garaje estaba abierta y el garaje, vacío. ¿Lo estaría utilizando Stéphanie? Pero, ¿adónde habría ido? Tenía que esperarlo en la casa, protegida por dos agentes de la Gestapo.
Se acercó a la puerta y tiró del cordón de la campana mecánica. El sonido del timbre se apagó y la casa quedó en silencio. Dieter miró por la ventana de la sala de estar, que, como de costumbre, estaba vacía. Volvió a llamar. No obtuvo respuesta. Se agachó para mirar por la abertura del buzón, pero apenas pudo ver nada: un trozo de escalera, un cuadro de un paisaje alpino y la puerta de la cocina, entreabierta. No había ningún movimiento.
Miró hacia la casa vecina y vio un rostro que se apartaba rápidamente de una ventana y una cortina que volvía a cubrirla.
Dobló la esquina de la casa, atravesó el patio lateral y llegó al jardín posterior. Vio dos ventanas rotas y la puerta trasera abierta. El corazón le dio un vuelco. ¿Qué había ocurrido allí?
─¿Stéphanie? ─gritó.
No hubo respuesta.
Entró en la cocina.
Al principio no entendió lo que estaba viendo. Había un bulto atado a una silla con cuerda ordinaria. Parecía el cuerpo de una mujer con un amasijo repugnante en lo alto. Al cabo de unos instantes, su experiencia como policía le dijo que el repugnante amasijo era una cabeza humana destrozada por un disparo. Luego, vio que la mujer calzaba zapatos viejos, uno negro y el otro marrón, y comprendió que era Stéphanie. Soltó un aullido de angustia, se tapó los ojos con las manos y se derrumbó lentamente sobre las rodillas, sollozando.
Al cabo de un minuto, apartó las manos de los ojos y se obligó a mirar de nuevo. El ex detective vio la sangre en la falda del vestido y concluyó que le habían disparado desde atrás. Tal vez había sido un gesto piadoso, para evitarle el terror de saber que estaba a punto de morir. Le habían disparado dos veces. Los dos grandes orificios de salida habían dejado intactos sus sensuales labios, pero le habían destrozado los ojos y la nariz y habían convertido su hermoso rostro en una máscara espantosa. De no haber sido por los zapatos, no la habría reconocido. Los ojos de Dieter se llenaron de lágrimas, y el cuerpo de Stéphanie se convirtió en una mancha borrosa.
La sensación de pérdida era como una herida. Nunca había sufrido una conmoción tan profunda como la súbita certeza de la desaparición de Stéphanie. No volvería a lanzarle una de sus orgullosas miradas; no volvería a atraer las miradas de todos los hombres al entrar a un restaurante; no volvería a sentarse ante él y deslizar unas medias de seda sobre sus perfectas pantorrillas. Su elegancia y su ingenio, sus miedos y sus deseos, habían sido anulados, borrados, aniquilados. Dieter se sentía como si le hubieran disparado a él, como si hubiera perdido una parte de sí mismo. Susurró su nombre: al menos le quedaba eso.
De pronto, oyó una voz a su espalda.
Sobresaltado, soltó un grito.
Volvió a oírlo: un gruñido sin palabras, pero humano. Se puso en pie de un salto y dio media vuelta secándose las lágrimas con el dorso de la mano. Por primera vez, vio a dos hombres en el suelo. Los dos vestían uniforme. Eran los agentes de la Gestapo que debían proteger a Stéphanie. No habían conseguido salvarla, pero habían muerto intentándolo.