Authors: Ken Follett
─Casi nunca ─respondió la joven lanzando una mirada inquieta a su supervisora─. Si una chica nueva es un poco descuidada, el agente monta la de Dios es Cristo. Y con razón, la verdad. Con lo mal que lo pasan, no tenemos justificación para cometer errores.
Paul se volvió hacia la señora Bovins.
─Si escribo un mensaje, ¿podrían codificarlo tal cual? Será una especie de prueba.
─Por supuesto.
Paul consultó su reloj. Eran las siete y media de la tarde. ─ Helicóptero debería emitir a las ocho. ¿Podrían enviarlo a esa hora? ─Sí ─respondió la supervisora─. Cuando salga al aire, le diremos que permanezca a la escucha después de trasmitir para recibir un mensaje de emergencia.
Paul se sentó, pensó durante unos segundos y se puso a escribir:
INFORME ARMAS CUANTAS AUTO CUENTAS STENS CUANTA MUNICIO RESPECTO CUANTA GRADANAS URGE RESPUESTA
Releyó el mensaje. Era una petición absurda redactada en tono autoritario, y parecería codificada y transmitida con desidia. Se la enseñó a la señora Bevins. La mujer frunció el ceño.
─Es un mensaje horroroso. Una auténtica vergüenza. ─¿Cuál cree que sería la reacción de un agente? La supervisora soltó una risita.
─Enviar una respuesta colérica salpicada con unos cuantos tacos.
─Por favor, codifíquelo tal como está y envíeselo a Helicóptero. La mujer parecía indecisa.
─Si es eso lo que desea...
─Sí, por favor.
─Está bien ─respondió la supervisora, y se llevó el papel.
Paul salió a comer algo. La cantina estaba abierta las veinticuatro horas, como el resto de la estación, pero el café era aguachirle y sólo tenían sándwiches rancios y pastas secas.
Unos minutos después de las ocho, Jean Bevins entró en la cantina en busca de Paul.
─Helicóptero ha llamado diciendo que aún no sabía nada de la Tigresa. En estos momentos, le estamos enviando el mensaje de emergencia.
─Muchas gracias.
Brian, o el impostor de la Gestapo, tardaría al menos una hora en descodificar el mensaje, redactar una respuesta, codificarla y transmitirla. Paul clavó los ojos en el plato preguntándose cómo se atrevían los ingleses a llamar sándwich a aquello: dos rebanadas de plan blanco manchadas de margarina y una hoja de papel de fumar de color jamón. Sin mostaza.
El barrio chino de París era un dédalo de callejas oscuras y sucias esparcido sobre una colina, tras la calle de la Chapelle, no muy lejos de la Gare du Nord. «La Charbo», la calle de la Charbonniére, ocupaba el corazón del barrio. En la acera norte, el convento de la Chapelle se alzaba como una estatua de mármol en un muladar. El convento consistía en una iglesia diminuta y una casa en la que ocho monjas consagraban sus vidas a ayudar a los parisinos más desdichados. Hacían sopa para ancianos famélicos, disuadían del suicidio a mujeres desesperadas, sacaban del arroyo a marineros borrachos y enseñaban a leer y escribir a los hijos de las prostitutas. El Hotel de la Chapelle estaba pegado al convento.
El hotel no era exactamente un burdel, pues no daba alojamiento a pupilas fijas; pero, cuando había habitaciones libres, la propietaria no tenía ningún inconveniente en alquilarlas por horas a las mujeres pintarrajeadas y embutidas en trajes de noche baratos que llegaban arrastrando a sebosos ricachos franceses, soldados alemanes de incógnito o cándidos adolescentes en busca de emociones demasiado borrachos para andar por su propio pie.
Flick cruzó la puerta con una profunda sensación de alivio. Los gendarmes la habían dejado a un kilómetro del hotel. Por el camino había visto dos copias de su cartel. Christian le había dado su pañuelo, un cuadrado de impoluto algodón, rojo con lunares blancos, y Flick se lo había puesto en la cabeza para ocultar su pelo rubio, con la certeza de que cualquiera que la mirara dos veces la reconocería por el cartel. Sin embargo, no podía hacer otra cosa que bajar la vista y cruzar los dedos. Había sido el paseo más largo de su vida.
La dueña del hotel, una mujer gruesa y simpática, llevaba una bata de seda rosa sobre un corsé de ballenas. Hacía muchos años, había sido hermosa, se dijo Flick. No era la primera vez que visitaba el hotel; no obstante, la dueña no dio muestras de reconocerla. Flick se dirigió a ella como «Madame», pero la mujer le contestó: «Llámeme Régine». A continuación, cogió el dinero de Flick y le dio la llave de una habitación sin hacer preguntas.
Flick estaba a punto de subir cuando miró por el cristal de la puerta y vio a Diana y Maude bajando de un extraño taxi, una especie de sofá sobre ruedas tirado por una bicicleta. Su patinazo con los gendarmes no parecía haberlas escarmentado. Entraron en el hotel muertas de risa a cuenta del vehículo.
─¡Dios bendito, vaya antro! ─dijo Diana nada más entrar─ .Tendremos que comer fuera.
Los restaurantes parisinos habían seguido funcionando durante la ocupación, pero inevitablemente la mayoría de sus clientes eran oficiales alemanes, y los agentes procuraban evitarlos.
─Eso ni pensarlo ─dijo Flick irritada─.Vamos a estarnos quietecitas unas cuantas horas y al amanecer iremos a la Gare de l'Est. Maude lanzó una mirada acusadora a Diana.
─Me prometiste que me llevarías al Ritz.
Flick procuró no alterarse.
─Pero, ¿en qué mundo vives? ─le preguntó a Maude.
─Vale, no te sulfures.
─¡Nadie sale del hotel! ¿Está claro?
─Sí, sí.
─Una de nosotras saldrá más tarde y comprará comida. Ahora tengo que hacer cosas. Diana, quédate ahí sentada y espera a las otras mientras Maude sube vuestras cosas a la habitación. Avísame cuando hayan llegado todas.
En las escaleras, Flick se cruzó con una chica negra enfundada en un ajustado vestido rojo y advirtió que tenía una abundante mata de pelo negro y liso.
─Espere ─le dijo Flick─. ¿Me vendería la peluca?
─Puedes comprarte una a la vuelta de la esquina, guapa. ─La chica miró a Flick de arriba abajo con aire displicente y la tomó por una buscona aficionada─. Pero, la verdad, yo diría que necesitas algo más que una peluca.
─Es una urgencia.
La chica se quitó la peluca para mostrarle sus rizos naturales, cortados casi al ras del cráneo.
─No puedo trabajar sin ella.
Flick sacó un billete de mil francos del bolsillo de su chaqueta.
─Cómprate otra. ─La chica, viendo que tenía demasiado dinero para ser una prostituta, miró a Flick con otra cara. Encogió los hombros, agarró el billete y soltó la peluca─. Gracias ─le dijo Flick.
La chica la miró fijamente. Sin duda, se estaba preguntando cuántos de aquellos habría en la chaqueta de Flick.
─También lo hago con mujeres ─dijo y, alargando la mano, le rozó los pechos con las puntas de los dedos.
─No, gracias.
─A lo mejor tu novio y tú...
─No.
La chica miró el billete de mil francos.
─Bueno, supongo que puedo tomarme la noche libre. Buena suerte, guapa.
─Gracias ─dijo Flick─. La necesitaré.
Buscó su habitación, dejó la maleta sobre la cama y se quitó la chaqueta. Sobre el lavabo había un pequeño espejo. Flick se lavó las manos y contempló su imagen durante unos instantes.
Se peinó el corto pelo rubio, se lo pasó por detrás de las orejas y se lo sujetó con horquillas. Luego, se encasquetó la peluca y, mirándose en el espejo, se la enderezó. Era enorme, pero se mantendría en su sitio. La melena negra alteraba su aspecto radicalmente. Sin embargo, producía un llamativo contraste con las cejas rubias. Flick abrió su estuche de maquillaje, sacó el lápiz de ojos y se las pintó de negro. Mucho mejor. No sólo parecía morena, sino más exuberante que la chica del traje de baño. La nariz recta y la barbilla pronunciada seguían siendo las mismas, pero apenas constituían un vago aire de familia entre dos hermanas muy distintas.
A continuación, sacó el carné de identidad del bolsillo de la chaqueta. Con sumo cuidado, retocó la fotografía usando el lápiz de ojos para dibujar finas líneas de pelo negro y estrechas cejas negras. Cuando acabó, observó la fotografía con atención. Parecía poco probable que alguien adivinara que la habían manipulado, a menos que la frotara con un dedo hasta emborronar los trazos de lápiz.
Flick se quitó la peluca, se descalzó y se tumbó en la cama. Llevaba dos noches sin dormir, porque había pasado la del jueves haciendo el amor con Paul y la del viernes en el suelo metálico de un bombardero Hudson. Cerró los ojos y se quedó dormida en cuestión de segundos.
Se despertó al oír que llamaban a la puerta. Para su sorpresa, empezaba a hacerse de noche. Llevaba horas dormida. Se acercó a la puerta y preguntó:
─¿Quién es?
─Ruby.
La dejó entrar.
─¿Va todo bien?
─No estoy segura.
Flick corrió las cortinas y apagó la luz.
─¿Qué ha pasado?
─Han llegado todas, pero no encuentro ni a Diana ni a Maude. No están en su habitación.
─¿Dónde las has buscado?
─En el despacho de la propietaria, en la iglesia de al lado, en el bar de enfrente...
─¡No, Dios mío! ─murmuró Flick consternada─. Ese par de estúpidas se han ido de picos pardos.
─¿Adónde?
─Maude quería ir al Ritz.
Ruby se quedó boquiabierta.
─¡No pueden ser tan idiotas!
─Maude lo es con ganas.
─Pero Diana parecía más sensata...
─Diana está enamorada ─dijo Flick─. Imagino que haría cualquier cosa que le pidiera Maude. Además, quiere impresionar a su amorcito, llevarla a sitios elegantes y demostrarle que se mueve como pez en el agua entre la buena sociedad.
─Con razón dicen que el amor es ciego.
─En este caso, más que ciego es gilipollas y suicida. Es increíble, pero estoy convencida de que han ido allí. No les estaría mal empleado que las detuvieran.
─¿Qué vamos a hacer?
─Ir al Ritz y sacarlas de allí a rastras... si no llegamos tarde. Flick se puso la peluca.
─Me había extrañado que te hubieras pintado las cejas. Funciona, pareces otra.
─Estupendo. Coge tu pistola.
En el vestíbulo, Régine le tendió un sobre a Flick. La letra era de Diana. Flick lo rasgó y leyó la nota:
Nos vamos a un hotel mejor. Nos encontraremos en la Gare de l'Est a las cinco de la mañana. ¡Y no te preocupes!
Flick le enseñó la nota a Ruby; luego, la hizo pedazos. Estaba más enfadada consigo misma que con ellas. Conocía a Diana de toda la vida y sabía que era caprichosa e irresponsable. «¿Por qué se me ocurriría traerla?», se preguntó. Porque no tenía a otra, fue la respuesta.
Salieron de la pensión. Flick no quería coger el metro, porque la Gestapo tenía controles en algunas estaciones y realizaba inspecciones ocasionales en los trenes. El Ritz estaba en la plaza Vendome, a media hora de La Charbo yendo a buen paso. El sol se había ocultado, y la oscuridad empezaba a adensarse. Tendrían que estar pendientes de la hora: el toque de queda empezaba a las once.
Flick se preguntaba cuánto tardaría el personal del hotel en denunciar a Diana y Maude a la Gestapo. Les habrían notado algo raro de inmediato. Según sus documentos, eran un par de secretarias de Reims. ¿Qué pintaban en el Ritz aquel par de pelagatos? Iban razonablemente bien vestidas para lo habitual en la Francia ocupada, pero desde luego no como las clientas típicas del Ritz: esposas de diplomáticos de países neutrales, amigas de los peces gordos del mercado negro y amantes de oficiales alemanes. Puede que el director del hotel no hiciera nada, sobre todo si no simpatizaba con los nazis; pero la Gestapo tenía informadores en todos los restaurantes y hoteles importantes de la ciudad, y cobraban, sobre todo, para informar de desconocidos con historias poco creíbles. Eran detalles como aquél lo que trataban de inculcar los cursos de adiestramiento del Ejecutivo; pero el curso duraba tres meses, y Diana y Maude lo habían hecho en dos días.
Flick apretó el paso.
Dieter estaba exhausto. Conseguir que imprimieran mil carteles y los distribuyeran en medio día había requerido todo su poder de persuasión y de intimidación. Había sido paciente y persistente cuando había podido, y se había puesto hecho una furia cuando había sido necesario. Además, había pasado la noche anterior en vela. Tenía los nervios de punta, la cabeza como un bombo y el genio atravesado.
Pero una sensación de paz se apoderó de su ánimo en cuanto entró en el magnífico edificio de la Porte de la Muette, con vistas al Bois de Boulogne. El trabajo que llevaba a cabo para Rommel le exigía recorrer todo el norte de Francia, por lo que necesitaba una base en París; sin embargo, había tenido que prodigar sobornos y amenazas para conseguir aquel piso. Había merecido la pena. Le encantaban los paneles de caoba negra, las gruesas cortinas, los altos techos, la plata del siglo XVIII del aparador... Se paseó por el fresco y oscuro salón para renovar la relación con sus posesiones favoritas: una pequeña escultura de una mano, de Rodin; un pastel de una bailarina poniéndose una zapatilla de ballet, de Degas; una primera edición de El conde de Montecristo... Se sentó al Stenway de media cola y tocó una lánguida versión de Ain't Misbehavin': No one to talk with, all by myself..
Antes de la guerra, el piso y la mayoría de los muebles habían pertenecido a un ingeniero de Lyon que se había hecho de oro fabricando pequeños aparatos eléctricos, aspiradoras, radios y timbres de puerta. Se lo había contado una vecina, una viuda rica cuyo marido había sido un destacado fascista francés en los años treinta. El ingeniero era un hombre sin gusto, le había explicado la mujer: había pagado para que le eligieran el papel pintado y las antigüedades. Su único interés al adquirir objetos bellos era impresionar a los amigos de su mujer. Había acabado marchándose a los Estados Unidos, donde todo el mundo era tan vulgar como él, había dicho la condesa, que acto seguido se había declarado encantada de que el piso tuviera un nuevo dueño capaz de apreciarlo.
Dieter se deshizo de la chaqueta y la camisa y se lavó la cara y el cuello para quitarse la mugre de París. A continuación, se puso una camisa blanca, gemelos de oro en las mangas francesas y una corbata de color gris plata. Mientras se la anudaba, puso la radio. Las noticias de Italia eran malas. El locutor decía que los alemanes defendían sus posiciones con coraje. Dieter concluyó que Roma caería en cuestión de días.
Pero Italia no era Francia.
Ahora había que esperar a que alguien viera a Felicity Clairet. Desde luego, no tenía la absoluta certeza de que Flick fuera a pasar por París; pero, después de Reims, sin duda era el sitio más probable donde cabía esperar verla. Echaba de menos a Stephanie. Por desgracia, necesitaba que siguiera ocupando la casa de la calle du Bois. Cabía la posibilidad de que otros agentes aliados aterrizaran en las inmediaciones de Reims y llamaran a su puerta. Era importante atraerlos poco a poco a la red. Había dado instrucciones de que no torturaran ni a Clairet ni al doctor en su ausencia. Podían seguir siéndole útiles.