Authors: Ken Follett
─Qué casa tan grande. ─El papel pintado, anticuado y oscuro, y los aparatosos muebles cuadraban más bien poco con la propietaria─. ¿Hace mucho que vive en ella?
─La heredé hace tres o cuatro años. Me gustaría redecorarla, pero hoy en día no hay de nada ─explicó la mujer abriendo una puerta y haciéndose a un lado─. Por favor, pase a la cocina.
Paul entró y vio a dos hombres de uniforme. Ambos empuñaban pistolas automáticas. Y ambas pistolas apuntaban en su dirección.
El Hispano-Suiza pinchó en la carretera nacional 3 entre París y Meaux. Un clavo había atravesado el neumático. Irritado por el retraso, Dieter se puso a refunfuñar arcén arriba y abajo; pero el teniente Hesse levantó el vehículo con el gato y cambió la rueda con tranquila eficiencia. Al cabo de unos minutos, volvían a estar en marcha.
Dieter había dormido hasta tarde, bajo la influencia de la inyección de morfina que le había puesto Hans poco después de medianoche, y ahora miraba el, paisaje con impaciencia mientras dejaban atrás la deprimente zona industrial del este de París y avanzaban entre campos de cultivo. No veía el momento de llegar a Reims. Había tendido una trampa para Flick Clairet y necesitaba estar presente cuando cayera en ella.
El enorme Hispano-Suiza volaba por un tramo de carretera rectilíneo flanqueado de álamos, probablemente una antigua vía romana. Al comienzo de la guerra, Dieter estaba convencido de que el Tercer Reich sería como el Imperio Romano, un poder paneuropeo que traería una paz y una prosperidad sin precedentes a todos sus súbditos. Ya no estaba tan seguro.
Le preocupaba su amante. Stéphanie corría peligro, y Dieter se sentía culpable. En esos días, todo el mundo corría peligro, se dijo. La guerra moderna ponía a toda la población en primera línea. La mejor manera de proteger a Stéphanie ─y de protegerse él mismo y proteger a su familia en Alemania─ era derrotar a las fuerzas de invasión. Pero había momentos en que se maldecía por implicar a su amante en su misión. Estaba jugando a un juego muy peligroso y usándola como cebo. Los terroristas de la Resistencia no hacían prisioneros. Acostumbrados a vivir en constante peligro, no tenían escrúpulos en matar a compatriotas que colaboraban con el enemigo. Dieter apenas podía imaginarse la vida sin Stéphanie. La perspectiva le resultaba deprimente, y comprendió que debía de estar enamorado. Siempre se había dicho que la chica sólo era una hermosa cortesana, y que la estaba usando como los hombres solían usar a esas mujeres. Ahora acababa de darse cuenta de que se había estado engañando. Y deseó con más fuerza que antes llegar a Reims y estar a su lado.
Era domingo por la tarde, de modo que apenas había tráfico y progresaban rápidamente.
El segundo pinchazo se produjo cuando estaban a menos de una hora de Reims. A Dieter le habría gustado gritar de desesperación. Otro clavo doblado. ¿Tan malos eran los neumáticos de la guerra? ¿O es que los franceses, sabiendo que nueve de cada diez vehículos pertenecían a las fuerzas de ocupación, arrojaban sus clavos viejos a la carretera deliberadamente?
No tenían más ruedas de repuesto, así que habría que ponerle un parche a la pinchada para poder continuar. Dejaron el coche en el arcén y echaron a andar. Un par de kilómetros más adelante había una granja. La extensa familia estaba sentada alrededor de los restos de un abundante almuerzo dominical: sobre la mesa había queso, fresas y varias botellas de vino vacías. Los campesinos eran los únicos franceses que no pasaban hambre. Dieter obligó al granjero a sacar el carro y el caballo y llevarlos a la localidad más cercana.
En la plaza del pueblo había un surtidor de gasolina ante un taller, de cuya puerta colgaba el letrero de «Cerrado». Dieter y Hans se pusieron a aporrearla y consiguieron interrumpir la siesta del garagiste, que subió refunfuñando a una vetusta camioneta y partió en busca del coche de Dieter con Hans en el asiento del acompañante.
Dieter tomó asiento en el cuarto de estar de la casa del mecánico, bajo las insistentes miradas de tres criaturas andrajosas. La señora de la casa, una mujer de pelo sucio y aspecto cansado, se quedó trabajando en la cocina, pero no le ofreció ni un mal vaso de agua.
Dieter volvió a acordarse de Stéphanie. En el pasillo había un teléfono. Asomó la cabeza a la cocina.
─¿Puedo hacer una llamada? ─preguntó en tono amable─. Por supuesto, se la pagaré.
La mujer le lanzó una mirada hostil.
─¿Adónde? ─gruñó.
─A Reims.
La mujer asintió, miró el reloj de cocina y apuntó la hora.
Dieter llamó a la operadora y le dio el número de la casa de la calle du Bois. Al cabo de un instante, oyó una voz grave y áspera que repitió el número con marcado acento de la región. Dieter se puso tenso.
─Aquí Pierre Charenton ─murmuró.
Al otro lado del hilo, la voz se transformó en la de Stéphanie:
─ Hola, cariño.
Dieter comprendió que, como precaución, la chica había respondido haciendo su imitación de mademoiselle Lentas, y sintió un alivio inmenso.
─¿Va todo bien? ─le preguntó.
─He capturado a otro agente enemigo para ti ─respondió Stéphanie con toda naturalidad.
Dieter sintió que se le secaba la boca.
─¡Dios mío, bien hecho! ¿Cómo ha sido?
─Contactó conmigo en el Café de la Gare y lo traje aquí.
Dieter cerró los ojos. Si algo hubiera ido mal, si hubiera hecho algo que hubiera despertado las sospechas del agente, ahora podía encontrarse muerta.
─¿Y después?
─Tus hombres lo han reducido.
Había dicho «él». Eso significaba que el terrorista no era Flick. Dieter se sintió decepcionado. No obstante, su estrategia estaba dando resultados. Aquel hombre era el segundo agente aliado que caía en la trampa.
─¿Cómo es?
─Joven. Cojea y le falta media oreja.
─¿Qué han hecho con él?
─Está aquí, atado en el suelo de la cocina. Estaba a punto de llamar a Sainte-Cécile para que vinieran a por él.
─No lo hagas. Enciérralo en la bodega. Quiero hablar con él antes que Weber.
─¿Dónde estás?
─En un pueblucho. Hemos tenido un maldito pinchazo.
─No tardes.
─Estaré ahí en una o dos horas.
─De acuerdo.
─¿Cómo estás?
─Estupendamente.
Dieter quería una respuesta menos banal.
─No, en serio, ¿cómo te sientes?
─¿Que cómo me siento? ─Stéphanie hizo una pausa─. No sueles hacerme ese tipo de preguntas.
Dieter dudó.
─No suelo involucrarte en la captura de terroristas.
─Me siento bien ─respondió Stéphanie suavizando la voz─. No te preocupes por mí.
Dieter se sorprendió a sí mismo diciendo algo que no tenía pensado:
─¿Qué haremos después de la guerra? ─Al otro lado de la línea, se produjo un significativo silencio─. Por supuesto, la guerra podría durar otros diez años, pero también podría acabar dentro de dos semanas, y en tal caso, ¿qué haríamos?
Stéphanie parecía recobrada de su sorpresa, pero su voz tenía un extraño temblor cuando preguntó:
─¿Qué te gustaría hacer a ti?
─No lo sé ─dijo Dieter; pero la respuesta lo dejó insatisfecho, y al cabo de un momento balbuceó─: No quiero perderte.
─Oh.
Dieter esperó a que dijera algo más.
─¿Qué estás pensando? ─le preguntó al ver que seguía callada.
Stéphanie no dijo nada. Dieter oyó un ruido extraño al otro lado de la línea y comprendió que estaba llorando. Se le hizo un nudo en la garganta. En ese momento, captó la mirada de la mujer del mecánico, que seguía controlando la duración de la llamada. Tragó saliva y se volvió de espaldas; no quería que una extraña lo viera descompuesto. ─Estaré ahí enseguida ─murmuró─.Y seguiremos hablando.
─Te quiero ─dijo Stéphanie.
Dieter volvió la cabeza hacia la mujer del mecánico. No le quitaba ojo. «¡Que se vaya al infierno!», se dijo. ─Yo también te quiero ─respondió, y colgó el auricular.
Las «grajillas» emplearon casi todo el día en viajar de París a Reims.
Pasaron todos los controles sin contratiempos. Sus nuevas identidades falsas funcionaban tan bien como las viejas, y nadie notó que Flick había retocado su fotografía con lápiz de ojos.
Pero su tren se detenía durante una hora en plena vía cada dos por tres e iba acumulando retrasos. Sentada en el asfixiante compartimento, obligada a permanecer mano sobre mano, Flick se moría de impaciencia viendo esfumarse minutos preciosos. El motivo de las detenciones era evidente: los bombarderos de la RAU y de las fuerzas aéreas estadounidenses habían destrozado la mitad de la línea. Cuando el tren daba una sacudida y volvía a ponerse en marcha, se asomaba a una ventanilla y veía a las brigadas de vías y obras retirando raíles retorcidos, cambiando traviesas y colocando carriles nuevos. Su único consuelo era que los retrasos debían de ser aún más desesperantes para Rommel, pues le impedían desplegar sus tropas para repeler la invasión.
Un peso frío e inerte le oprimía el pecho, y Diana y Maude le acudían a la mente sin cesar. A esas alturas las habrían interrogado con toda certeza, torturado con mucha probabilidad y asesinado muy posiblemente. Flick conocía a Diana de toda la vida. Iba a tener que contarle lo ocurrido a William, su hermano, y a su propia madre, que iba a sentirlo casi tanto como William: no en vano había ayudado a criar a Diana.
Empezaron a ver viñedos, luego, cavas de champán a ambos lados de las vías, y por fin llegaron a Reims minutos antes de las cuatro de la tarde del domingo. Como había temido Flick, era demasiado tarde para llevar a cabo la misión, ese mismo día
Las esperaban otras veinticuatro horas angustiosas en territorio ocupado. Y tenían un problema más concreto e inmediato: dónde pasar la noche.
Reims no era París. No tenía barrio chino con pensiones de mala nota cuyos propietarios prescindieran de hacer preguntas, y Flick no sabía de ningún convento cuyas monjas ocultaran a fugitivos en busca de asilo. Allí no había callejas oscuras en las que los vagabundos pudieran dormir entre cubos de basura sin ser molestados por la policía.
A Flick se le ocurrieron tres posibles escondrijos: la casa de Michel, el piso de Gilberte y la casa de mademoiselle Lemas en la calle du Bois. Desgraciadamente, los tres podían estar bajo vigilancia, dependiendo de hasta qué punto se hubiera infiltrado la Gestapo en el circuito Bollinger. Si Dieter Franck había tomado a su cargo la investigación, cabía temerse lo peor.
No quedaba más remedio que ir a comprobarlo.
─Tenemos que trabajar por parejas otra vez ─les dijo a las otras─. Cuatro mujeres juntas llaman mucho la atención. Ruby y yo iremos delante. Greta y Jelly, seguidnos a unos cien metros.
Fueron andando hasta casa de Michel, que no estaba lejos de la estación. Era el domicilio conyugal de Flick, que, sin embargo, siempre la había considerado la casa de Michel. Había espacio más que suficiente para cuatro mujeres; pero era poco probable que la Gestapo no la conociera: habría sido asombroso que ninguno de los prisioneros capturados el domingo anterior hubiera revelado la dirección.
El edificio estaba en una calle concurrida en la que había varios comercios. Mientras avanzaban por la acera, Flick miraba disimuladamente hacia el interior de cada vehículo aparcado y Ruby vigilaba las casas y las tiendas. La casa era un edificio alto y estrecho en una elegante manzana de inmuebles del siglo XVIII. Tenía un pequeño jardín delantero con un magnolio. El lugar estaba tranquilo y silencioso, y no se veía movimiento en las ventanas. El umbral tenía una capa de polvo.
En el primer recorrido, no vieron nada sospechoso: ni obreros levantando la calle ni ociosos en la terraza del bar Chez Régis ni lectores de periódico apoyados en postes del telégrafo.
Volvieron por la otra acera. Delante de la panadería había un Citroen Traction Avant con dos hombres trajeados que fumaban con cara de aburrimiento en el interior.
Flick se puso tensa. Llevaba la peluca morena, y estaba convencida de que no la reconocerían como a la chica del cartel, a pesar de lo cual apretó el paso al llegar a la altura del Citroen con el corazón en un puño. Siguió avanzando por la acera temiendo que le dieran el alto en cualquier momento; pero llegó al final de la manzana sin contratiempos, dobló la esquina y respiró aliviada.
Aflojó el paso. Sus temores se habían confirmado. La casa de Michel no les servía. No tenía puerta trasera, pues la manzana formaba un bloque compacto. No podían entrar sin que las viera la Gestapo.
Flick consideró las otras dos posibilidades. Probablemente, Michel seguía viviendo en el piso de Gilberte, a no ser que lo hubieran capturado. El edificio disponía de una útil entrada posterior. Pero el apartamento era diminuto; cuatro mujeres que pasaran la noche en una vivienda de un solo dormitorio, además de estar incómodas, podían atraer la atención del resto de los vecinos.
Parecía evidente que el lugar más adecuado para pasar la noche era la casa de la calle du Bois. Flick la había visitado en dos ocasiones. Era un edificio enorme con dormitorios de sobra. Mademoiselle Lemas era de total confianza y siempre estaba dispuesta a alojar y alimentar a huéspedes inesperados. Llevaba años dando cobijo a agentes británicos, pilotos de aviones derribados y prisioneros evadidos. Y tal vez supiera qué le había ocurrido a Brian Standish.
La casa estaba a dos o tres kilómetros del centro de la ciudad. Las cuatro mujeres se pusieron en camino, con Flíck y Ruby en cabeza y Greta y Jelly a cien metros de distancia.
Llegaron media hora más tarde. La calle du Bois era una tranquila calle residencial; un equipo de vigilancia se habría visto negro para mantenerse oculto. Sólo había un coche aparcado a la vista: un Peugeot 201 en buen estado pero demasiado lento para la Gestapo. Estaba vacío.
Flick y Ruby dieron un paseo preliminar por delante de la casa. Tenía el aspecto habitual. El Simca-Cinq de mademoiselle Lemas estaba en el patio, lo que sólo era relativamente raro, porque siempre lo guardaba en el garaje. Flick aflojó el paso y volvió la cabeza hacia la ventana con discreción. No vio a nadie. Mademoiselle Lemas apenas utilizaba aquella habitación; era una anticuada sala de estar, con un piano impoluto, cojines bien ahuecados y la puerta siempre cerrada, salvo para las visitas formales. Sus huéspedes clandestinos siempre se sentaban en la cocina, en la parte posterior de la casa, donde no corrían el riesgo de que los vieran desde la calle.