Authors: Ken Follett
Era el momento crítico, se dijo Dieter con los nervios tensos como alambres. ¿Mordería el anzuelo Clairet? De momento, contemplaba estupefacto la escena que se desarrollaba ante el Citroen.
Aún tardó unos segundos en reaccionar. Dieter creyó que iba a dejar escapar aquella oportunidad. De pronto, apartó al agente de la Gestapo de un empujón. Se inclinó entre los asientos delanteros, forcejeó con la manilla de la puerta, consiguió abrir, empujó hacia delante el asiento del acompañante y se deslizó afuera.
Volvió la cabeza hacia los agentes de la Gestapo, que seguían discutiendo con Hesse. Estaban de espaldas. Dio media vuelta y echó a andar a toda prisa. Por la expresión de su rostro, estaba claro que apenas podía creer en su suerte.
Dieter no cabía en sí de gozo. Su plan estaba funcionando. Empezó a pedalear detrás de Clairet.
Hesse siguió a Dieter a pie.
Temiendo acercarse en exceso a Clairet, Dieter se apeó, subió la bicicleta a la acera y reanudó la persecución empujándola calle adelante. Clairet dobló la primera esquina, cojeando ligeramente a consecuencia de la herida, pero a buen paso y manteniendo las manos bajas para ocultar las ligaduras. Dieter lo seguía a una distancia prudencial, a ratos a pie y a ratos en bicicleta, ocultándose entre los transeúntes o detrás de algún vehículo alto. Clairet volvía la cabeza de vez en cuando, pero no hizo ningún intento sistemático de dar esquinazo a un hipotético perseguidor. No parecía temer que le hubieran tendido una trampa.
Al cabo de unos minutos, Hans alcanzó a Dieter, tal como habían acordado, y Dieter dejó que tomara la delantera y siguió andando tras él. Más adelante, volvieron a intercambiar los puestos.
¿Adónde iría Clairet? Era esencial para el plan de Dieter que lo guiara hasta otros miembros de la Resistencia, lo que le permitiría retomar el rastro de Flick.
Para sorpresa de Dieter, Clairet llegó al barrio de la catedral y siguió andando en dirección a su casa. ¿Acaso no temía que la tuvieran bajo vigilancia? Fuera como fuese, tomó una calle perpendicular a la suya y la siguió hasta la acera de su casa. No obstante, cruzó la calzada y fue derecho a Chez Régis, a unos cien metros enfrente de su casa.
Dieter dejó la bicicleta apoyada contra el muro del local inmediato, una tienda abandonada cuya desvaída muestra rezaba: «Charcuteríe». Esperó unos minutos, por si Clairet salía. Luego, entró en el bar, su intención era asegurarse de que Clairet seguía dentro, confiando en que con gafas y gorra no le reconocería. Compraría cigarrillos y volvería a salir. Pero Clairet no estaba en el bar. Dieter se quedó perplejo.
─¿Sí, señor? ─le preguntó el camarero.
─Cerveza ─dijo Dieter─. De barril.
Si reducía la conversación al mínimo, era probable que el camarero no notara su leve acento alemán y lo tomara por un ciclista que había decidido hacer un alto para apagar la sed.
─Marchando.
─¿Dónde está el lavabo?
El hombre señaló una puerta en el extremo del bar. Dieter entró. Clairet no estaba en el aseo de caballeros. Se arriesgó a echar un vistazo en el de señoras. Tampoco. Abrió una especie de armario y vio una escalera. La subió. Al final había una puerta maciza con mirilla. Llamó con los nudillos, pero no obtuvo respuesta. Se quedó escuchando. No se oía nada, pero la puerta era gruesa. Estaba convencido de que había alguien del otro lado, comprobando que no era un cliente habitual. Dieter hizo como si estuviera buscando el lavabo y se hubiera equivocado de puerta. Se rascó la cabeza, se encogió de hombros y volvió por donde vino.
No se veía ninguna puerta trasera. Clairet seguía allí dentro, en el cuarto de arriba. Dieter estaba convencido. Pero, ¿qué podía hacer?
Cogió el vaso de cerveza y se lo llevó a una mesa para evitar al camarero. La cerveza era floja e insípida. Hasta en Alemania había empeorado por culpa de la guerra. Se la acabó de mala gana y salió a la calle.
En la acera de enfrente, Hesse fingía mirar el escaparate de una librería. Dieter cruzó la calle.
─Está en una especie de sitio privado, en el piso de arriba ─le explicó a Hans─. Podría estar reunido con otros miembros de la Resistencia. Aunque también puede ser un burdel, o cualquier otra cosa; y no quiero alertarlo antes de que nos lleve hasta alguien que merezca la pena. ─Comprendiendo el dilema, Hans asintió. Dieter tomó una decisión. Era demasiado pronto para volver a detener a Clairet─. Cuando salga, lo seguiré yo. En cuanto nos pierdas de vista, fuerza la entrada a ese cuarto.
─¿Solo?
Dieter señaló hacia el Citroen negro en el que dos agentes de la Gestapo montaban guardia frente a la casa de Clairet. ─Que te ayuden esos dos.
─Muy bien.
─Intenta que parezca una operación antivicio... Arresta a las putas, si es que hay alguna. No menciones a la Resistencia. ─ Muy bien. Ahora, a esperar.
Flick lo veía todo negro, hasta el instante en que Michel cruzó el umbral.
Sentada ante la barra del pequeño casino improvisado, conversaba lánguidamente con Yvette y miraba con indiferencia los concentrados rostros de los hombres pendientes de las cartas, los dados o las vueltas de la rueda de la ruleta. Ninguno le prestaba mucha atención: jugaban demasiado fuerte para dejarse distraer por una cara bonita.
Si no encontraba a Michel, estaría en apuros. Paul y las «grajillas» esperaban en la catedral, pero no podrían quedarse allí toda la noche. Podían dormir al raso ─era junio, y sobrevivirían─, pero se arriesgaban a que los cogieran.
También necesitaban transporte. Si el circuito Bollinger no podía proporcionárselo, no tendrían más remedio que robar un coche o una furgoneta. Pero se verían obligados a llevar a cabo la misión utilizando un vehículo buscado por la policía. Sería un riesgo que añadir a una empresa sobradamente peligrosa.
Había otro motivo para su abatimiento: la imagen de Stéphanie Vinson acudía a su mente sin cesar. Era la primera vez que mataba a un prisionero atado e indefenso, y la primera vez que le disparaba a una mujer.
Cualquier muerte la perturbaba profundamente. El agente de la Gestapo al que había abatido momentos antes de ejecutar a Stéphanie era un combatiente y empuñaba una pistola; aun así, a Flick le parecía terrible haber puesto fin a su vida. Había sentido lo mismo respecto a los otros hombres que había matado: dos policías de la Milicia en París, un coronel de la Gestapo en Lille y un traidor francés en Rouen. Pero lo de Stéphanie era peor. Le había puesto la pistola en la nuca y había apretado el gatillo. Justo lo que enseñaba a hacer a los aspirantes del Ejecutivo. Desde luego, Stéphanie se lo merecía; a Flick no le cabía la menor duda. Pero la obligaba a hacerse preguntas sobre sí misma. ¿Qué clase de persona era capaz de matar a sangre fría a una prisionera indefensa? ¿Se había convertido en un verdugo sin entrañas?
Apuró el whisky, pero rechazó el segundo por miedo a achisparse. En ese momento, Michel cruzó el umbral.
Un alivio enorme se apoderó de Flick. Michel conocía a todo Reims. Él la sacaría del apuro. De pronto, Flick volvió a sentirse capaz de cumplir la misión.
Al ver su desgarbada figura, su atractivo rostro y sus risueños ojos, no pudo evitar sentir un afecto no exento de tristeza por su marido. Probablemente siempre lo sentiría. Luego, al pensar en el apasionado amor que había llegado a inspirarle, una nostalgia dolorosa le oprimió el corazón.
Cuando lo tuvo más cerca, advirtió que estaba muy desmejorado. El corazón de Flick se llenó de compasión. Su rostro, surcado por nuevas arrugas, acusaba el cansancio y el miedo, y parecía el de un hombre diez años más viejo, se dijo Flick angustiada.
Pero lo que más la angustiaba era pensar en decirle que su matrimonio había acabado. Tenía miedo. Resultaba irónico que trabajara infiltrada en territorio enemigo, que acabara de matar a un agente de la Gestapo y a una traidora francesa, y que nada la asustara tanto como herir los sentimientos de su marido.
Michel estaba visiblemente contento de volver a verla.
─¡Flick! ─exclamó yendo hacia ella. La herida de la pierna seguía haciéndole cojear─. ¡Sabía que te encontraría aquí!
─Temía que te hubieran capturado los alemanes ─le dijo Flick bajando la voz.
─¡Y lo hicieron!
Michel se volvió para dar la espalda a las mesas de juego y le enseñó las muñecas, atadas con cuerda gruesa.
Disimuladamente, Flick se sacó la navaja de la vaina que llevaba bajo la manga y le cortó las ligaduras. Los jugadores no vieron nada, y Flick volvió a guardar la navaja.
Mémé Régis vio a Michel cuando se estaba metiendo las cuerdas en los bolsillos de los pantalones. Se acercó a él y lo besó en ambas mejillas. Flick lo observó mientras flirteaba con aquella mujer que podía ser su madre, hablándole con voz acariciante y dedicándole una de sus seductoras sonrisas. Al cabo de unos instantes, Mémé los dejó solos y volvió a atender a los jugadores. Michel le contó a Flick cómo había escapado. Hasta ese momento, Flick había temido que quisiera besarla apasionadamente, porque no hubiera sabido cómo reaccionar; pero Michel se concentró tanto en el relato de su aventura que al parecer ni siquiera se le pasó por la cabeza ponerse romántico con ella.
─¡He tenido una suerte increíble! ─exclamó al finalizar. A continuación, se sentó en un taburete, se frotó las muñecas y pidió una cerveza.
Flick asintió.
─Puede que demasiada ─murmuró.
─¿Qué quieres decir?
─Que podría ser una trampa.
Michel, juzgando que acababa de llamarlo ingenuo, puso cara de indignación.
─¿Pueden haberte seguido hasta aquí?
─No ─respondió con firmeza─. Por supuesto, lo he comprobado.
Flick no se quedó tranquila, pero lo dejó correr.
─Así que Brian Standish ha muerto y mademoiselle Lemas, Gilberte y el doctor Boucher están en manos de la Gestapo.
─Los demás están muertos. Los alemanes entregaron los cuerpos de los que cayeron en la acción. Y los supervivientes, Gaston, Genevieve y Bertrand fueron ejecutados por un pelotón de fusilamiento en la plaza de Sainte-Cécile.
─Dios mío...
Se quedaron en silencio. Flick pensaba abrumada en el sufrimiento y las vidas que estaba costando su misión.
Yvette sirvió a Michel, que se bebió media cerveza de un trago y se secó los labios con el dorso de la mano.
─Imagino que habrás vuelto para intentarlo de nuevo.
Flick asintió.
─Pero la tapadera es que vamos a volar el túnel ferroviario de Martes.
─Es una buena idea, deberíamos hacerlo igualmente.
─Otra vez será. Dos miembros de mi equipo cayeron en París, y a estas alturas habrán hablado. Habrán contado lo del túnel, porque no tenían ni idea de cuál es nuestra auténtica misión, y puedes estar seguro de que los alemanes habrán doblado la vigilancia en Martes. Dejaremos el túnel para la RAF y nos concentraremos en Sainte-Cécile.
─¿Qué puedo hacer yo?
─Necesitamos un sitio para pasar la noche. Michel se puso a pensar.
─La bodega de Joseph Laperriére ─dijo al fin.
Laperriére era propietario de unas cavas de champán. Antoinette, la tía de Michel, había sido su secretaria.
─¿Es uno de los nuestros?
─Un simpatizante. ─Michel esbozó una sonrisa amarga─. Ahora todo el mundo simpatiza con la causa. Esperan la invasión de un día para otro ─dijo, y miró a Flick inquisitivamente─. Imagino que no se equivocan...
─No ─respondió Flick, que no podía ser más explícita─. ¿Es muy grande la bodega? Somos cinco.
─Lo bastante grande para ocultar en ella a cincuenta personas. ─Estupendo. También necesito un vehículo para mañana.
─¿Para ir a Sainte-Cécile?
─Y para después, para acudir a la cita con el avión, si seguimos vivas. ─Eres consciente de que no podéis usar el prado de Chatelle, ¿verdad? La Gestapo lo conoce. Me capturaron allí.
─Sí. El avión nos recogerá en el campo de Laroque. Les di instrucciones.
─El campo de patatas. Bien.
─¿Y el vehículo?
─Philippe Moulier tiene una furgoneta. Hace el reparto de la carne a todas las bases alemanas. El lunes es su día libre.
─Sé quién es: un pronazi.
─Lo era. Y ha sangrado a los boches durante cuatro años. Pero ahora tiene miedo de que triunfe la invasión y lo linchen por colaboracionista en cuanto se vayan los alemanes. Está desesperado por hacer algo por nosotros y demostrar que no es un traidor. Nos prestará la furgoneta.
─Llévala a la bodega mañana a las diez en punto de la mañana. Michel le acarició la mejilla.
─¿No podemos pasar la noche juntos? ─le preguntó esbozando una de sus sonrisas y lanzándole la mirada tierna y traviesa de costumbre.
Flick sintió que algo se removía en su interior, pero sin la fuerza de antaño. Entonces, aquella sonrisa la hubiera derretido. Ahora era como el recuerdo de un deseo.
Quiso decirle la verdad, porque no soportaba no ser totalmente sincera. Pero temía poner en peligro la misión. Necesitaba la ayuda de Michel. ¿O se estaba valiendo de una excusa? Puede que simplemente le faltara valor.
─No ─respondió─. No podemos.
Michel la miró cariacontecido.
─¿Es por Gilberte?
Flick asintió, pero no sabía mentir, y se sorprendió a sí misma contestando:
─Sí, en parte.
─¿Cuál es la otra parte?
─No creo que debamos mantener esta conversación en medio de una misión importante.
Michel la miró sorprendido, casi asustado.
─¿Hay otro?
Flick no tuvo fuerzas para decirle la verdad.
─No.
Michel la miró fijamente.
─Bien ─dijo al fin─. Me alegra saberlo.
Flick se odió a sí misma.
Michel apuró la cerveza y bajó del taburete.
─La bodega de Laperriére está en el Chemin de la Carriére. Tardarás media hora andando.
─Conozco la calle.
─Yo iré a hablar con Moulier sobre la furgoneta. Michel la abrazó y la besó en los labios.
Flick pasó un mal trago. Después de haber negado que hubiera otro, difícilmente podía rechazar el beso; pero permitir que Michel la besara la hizo sentirse desleal hacia Paul. Cerró los ojos y esperó pasivamente a que se apartara de ella.
Michel no podía dejar de notar su falta de entusiasmo, y se la quedó mirando durante unos instantes.
─Nos veremos a las diez ─dijo, y se marchó.
Flick decidió esperar cinco minutos antes de imitarlo y le pidió otro whisky a Yvette.