Authors: Ken Follett
El miliciano se desplomó sobre la acera con la boca llena de sangre.
Antes de que Flick pudiera alertarla, los dos hombres de la Gestapo se abalanzaron sobre Ruby y la agarraron de los brazos.
Flick se apartó de la ventana rápidamente y entornó los postigos. Ruby no tenía escapatoria.
Siguió observando por la rendija que separaba los dos postigos. Uno de los hombres de la Gestapo lanzó la mano de Ruby contra la pared de la tienda y la obligó a soltar el machete. La joven alemana se inclinó sobre el cuerpo del miliciano. Le levantó la cabeza y le dijo algo; luego, se volvió hacia sus compañeros. Se produjo un rápido intercambio de frases farfulladas. La joven corrió hacia el interior de la cestería y regresó con el tendero. El hombre se inclinó sobre el miliciano y volvió a erguirse poniendo cara de asco, fuera debido a las terribles heridas o al odiado uniforme, Flick no hubiera sabido decirlo. La joven alemana echó a correr hacia el palacio, presumiblemente en busca de ayuda, mientras sus dos compañeros arrastraban a Ruby en la misma dirección.
Flick se volvió hacia Paul.
─Baja y coge los capazos ─le ordenó.
Paul no se lo pensó.
─Sí, señora ─dijo, y salió hacia la puerta.
Flick lo vio aparecer en la calle y cruzar la calzada. ¿Qué pensaría el tendero? El hombre miró a Paul y dijo algo. Paul no le respondió; se agachó, cogió los capazos rápidamente y dio media vuelta.
El tendero se quedó mirando a Paul. Su rostro expresaba con claridad lo que le pasaba por la cabeza: pasmo ante la aparente indiferencia de Paul, perplejidad mientras intentaba encontrar una explicación a lo ocurrido y una sonrisa de inteligencia al empezar a comprender.
─Hay que moverse ya ─dijo Flick cuando Paul entró en la cocina─. ¡Meted las cosas en los capazos y andando! Tenemos que pasar el control mientras los guardias siguen revolucionados por lo de Ruby.
Flick se apresuró a llenar su capazo con una linterna, las tres piezas de la metralleta Sten, seis cargadores de treinta y dos balas y su parte de explosivo plástico. La pistola y la navaja iban en sus bolsillos. Tapó el contenido del capazo con una servilleta y puso encima media barra de pan y una botella.
─¿Y si los guardias de la entrada intentan registrar los capazos? ─preguntó Jelly.
─Será lo último que hagan ─respondió Flick─. Nos llevaremos por delante a todos los nazis que podamos. No permitáis que os capturen vivas.
─¡Ay, Dios! ─murmuró Jelly, pero comprobó el cargador de su automática como una profesional y volvió a encajarlo con un golpe seco.
La campana de la iglesia empezó a dar las siete.
Estaban listas.
Flick se volvió hacia Paul.
─Alguien podría extrañarse de que se presenten tres limpiadoras en vez de seis. Antoinette es su jefa, así que tal vez decidan preguntarle el motivo. Si viene alguien, tendrás que cargártelo.
─Entendido.
Flick besó a Paul en la boca, rápida pero apasionadamente, y salió a toda prisa seguida por Jelly y Greta.
En la acera de enfrente, el tendero, que seguía mirando al miliciano agonizante, alzó la vista hacia las tres mujeres y la desvió de inmediato. Flick supuso que había empezado a ensayar sus respuestas a un posible interrogatorio: «No he visto nada. No había nadie más».
Las tres «grajillas» echaron a andar calle adelante en dirección a la plaza. Impaciente por llegar al palacio, Flick apretó el paso con la vista clavada en la verja de entrada, que se alzaba justo enfrente, al otro lado de la plaza. Ruby y sus dos captores la atravesaban en ese preciso instante. «Bueno ─se dijo Flick─, al menos ella lo ha conseguido.»
Llegaron al final de la calle y empezaron a cruzar la plaza. La luna del Café des Sports, destrozada durante el tiroteo del domingo anterior, estaba tapiada con tablas. Dos centinelas abandonaron el palacio escopeta en mano y echaron a correr por la plaza, sin duda hacia el lugar donde había caído el miliciano. Las «grajillas» se hicieron a un lado, y los soldados pasaron junto a ellas sin mirarlas.
Flick llegó a la entrada de la verja. Era el primer momento de auténtico peligro.
El centinela seguía mirando a sus dos compañeros sin prestar atención a Flick. Echó un rápido vistazo a su pase y le indicó que entrara con un gesto de la cabeza. Flick cruzó la valla y se detuvo para esperar a las otras.
Greta se acercó al centinela, que le hizo tan poco caso como a Flick.
Estaba pendiente de lo que ocurría en la calle du Cháteau.
Flick se dijo que lo habían conseguido; pero, de pronto, el soldado, que acababa de comprobar el pase de Jelly, se inclinó sobre su capazo. ─Eso huele que alimenta ─le dijo a Jelly.
Flick contuvo el aliento.
─Será el embutido de mi cena ─respondió Jelly─. Es un poco fuerte. El centinela le indicó que entrara y volvió a mirar hacia la plaza. Las tres «grajillas» cruzaron la explanada, subieron la escalinata y, al fin, entraron en el palacio.
Dieter pasó la tarde persiguiendo el tren de Clairet y deteniéndose en un pueblo de mala muerte tras otro para comprobar que no lo abandonaba. No dejaba de decirse que estaba perdiendo un tiempo precioso y que Clairet sólo era un señuelo; pero no tenía alternativa. Aquel hombre era su única pista. Sin él, no tendría nada.
El tren llegó a Reims con Clairet en él.
Una angustiosa sensación de fracaso y desgracia inminentes se abatió sobre Dieter mientras esperaba en el coche, junto a un edificio bombardeado, a que Clairet saliera de la estación. ¿Cuál había sido su error? Estaba convencido de haber hecho todo lo humanamente posible. Sin embargo, nada había funcionado.
¿Y si seguir a Clairet no lo llevaba a ninguna parte? Antes o después, tendría que cortar por lo sano y someterlo a interrogatorio. Pero, ¿cuánto tiempo le quedaba? Esa noche habría luna llena, pero el Canal de la Mancha seguía revuelto. Los aliados podían posponer la invasión, o decidir atacar a pesar del mal tiempo. En cuestión de horas podía ser demasiado tarde.
Esa mañana, Clairet había llegado a la estación en la furgoneta de Philippe Moulier, el proveedor de carne. Dieter había intentado localizarla en las inmediaciones de la estación; al no encontrarla, supuso que la había recogido Flick. A esas alturas, las «grajillas» podían estar en cualquier sitio en un radio de doscientos kilómetros. Dieter se maldijo por no haber dejado a alguien vigilando el vehículo.
Intentó distraerse pensando en cómo interrogar a Clairet. Probablemente su punto débil era Gilberte. En esos momentos, la chica estaba en una celda del palacio, preguntándose qué harían con ella. Seguiría allí hasta que Dieter tuviera la certeza de que había acabado con ella; luego, la ejecutarían o la enviarían a un campo de Alemania. ¿Cómo podía usarla para hacer hablar a Clairet, y rápido?
Pensar en los campos de Alemania le dio una idea.
─Cuando la Gestapo manda prisioneros a Alemania ─dijo inclinándose hacia el conductor─, los envía en tren, ¿verdad?
─Sí, señor.
─¿Es verdad que los meten en los mismos vagones que sirven para transportar animales?
─Sí, señor, en vagones de ganado. Es lo que se merece ese hatajo de comunistas, judíos y demás.
─¿Dónde los embarcan?
─Aquí mismo, en Reims. El convoy de París para aquí. ─¿Y cada cuánto pasa?
─Hay uno casi todos los días. Sale de París después de mediodía y llega aquí hacia las ocho de la tarde, cuando no se retrasa.
Antes de que pudiera perfilar su idea, Dieter vio a Clairet saliendo de la estación. A diez metros, confundido entre la gente, apareció Hans. Clairet echó a andar hacia el Citroen por la acera contraria.
El conductor de la Gestapo encendió el motor.
Dieter se volvió en el asiento para observar mejor las evoluciones de Clairet y Hesse.
Los dos hombres pasaron a la altura del coche. Luego, para sorpresa de Dieter, Clairet torció en la calle inmediata al Café de la Gare.
Hans apretó el paso y dobló la misma esquina menos de un minuto después.
Dieter frunció el ceño. ¿Intentaba Clairet dar esquinazo a Hans?
El teniente volvió a aparecer en la esquina y miró a ambos lados de la calle con cara de preocupación. Apenas había gente: los escasos viajeros que entraban a la estación o salían a la calle y los últimos trabajadores del centro de la ciudad, que volvían a sus casas. Hesse movió los labios y volvió a la calleja.
Dieter gruñó audiblemente. Hans había perdido a Clairet.
Era el peor desastre en el que había estado implicado desde la batalla de Alam Halfa, cuando un error del contraespionaje había provocado la derrota de Rommel. Aquello había sido el punto de inflexión de la guerra en el norte de África. Dieter rezó para que esto no fuera el punto de inflexión de la guerra en Europa.
Mientras miraba aterrado hacia la bocacalle, Clairet apareció en la puerta del café.
Dieter respiró aliviado. Clairet había despistado a Hans, pero ignoraba que tenía otro perseguidor. No todo estaba perdido.
Clairet cruzó la calle y echó a correr hacia el coche de Dieter.
Dieter trató de pensar. Para mantener la vigilancia, tendría que correr tras Clairet, y resultaría evidente que lo estaba siguiendo. Era imposible: la vigilancia había acabado. Tenía que detener a Clairet.
Clairet seguía corriendo por la acera, obligando a apartarse a los viandantes. La herida de la pierna lo hacía cojear, pero avanzaba deprisa y se acercaba al coche de Dieter rápidamente.
Dieter tomó una decisión.
Abrió la puerta del coche y cuando Clairet estaba a unos metros, se apeó y la mantuvo abierta para entorpecer el paso. Clairet se arrimó a la pared para eludir el obstáculo, pero Dieter estiró la pierna y el partisano tropezó con su pie, salió despedido y aterrizó sobre la acera.
Dieter sacó la pistola y le quitó el seguro.
Clairet permaneció boca abajo unos segundos, aturdido. Luego, apoyó las manos en el suelo e intentó incorporarse. Dieter le puso el cañón de la pistola en la sien.
─No se levante ─le dijo en francés.
El conductor sacó un par de esposas del maletero, se las puso a Clairet y lo arrastró hasta el asiento posterior del Citroen. En ese momento, apareció Hans.
─¿Qué ha pasado? ─preguntó compungido.
─Ha entrado en el Café de la Jare por la puerta trasera y ha salido por la delantera ─le explicó Dieter.
Hans se sintió aliviado.
─¿Y ahora?
─Acompáñeme a la estación. ─Dieter se volvió hacia el conductor─. ¿Lleva pistola?
─Sí, señor.
─No pierda de vista a ese hombre. Si intenta escapar, dispárele a las piernas.
─Sí, señor.
Dieter y Hans se apresuraron a llegar a la estación. En el vestíbulo, Dieter vio a un hombre con uniforme de ferroviario y lo acorraló en un rincón.
─Quiero ver al jefe de estación ahora mismo. El hombre lo miró ceñudo, pero respondió:
─Lo acompañaré a su despacho.
El jefe de estación vestía chaqueta y chaleco negros y pantalones de rayas, un uniforme tan elegante como anticuado, gastado en codos y rodillas. Al parecer, no se quitaba la gorra ni siquiera en el despacho. Era evidente que la visita de aquel enérgico alemán le producía inquietud.
─¿Qué puedo hacer por usted? ─preguntó con una sonrisa nerviosa.
─¿Espera algún tren de prisioneros procedente de París?
─Sí, a las ocho, como siempre.
─Cuando llegue, reténgalo hasta que yo se lo ordene. Tengo que embarcar a un prisionero especial.
─Muy bien. Si pudiera tener una autorización escrita...
─Por supuesto. Me encargaré de ello. ¿Hacen ustedes algo con los prisioneros durante la parada?
─A veces limpiamos los vagones con la manguera. Ya sabe, son vagones de ganado, de modo que no hay lavabos y, francamente, se ponen hechos un asco, y no es que quiera criticar...
─No limpien los vagones esta tarde, ¿entendido? ─Por supuesto.
─¿Hacen algo más?
El hombre dudó un instante.
─Pues... no.
Dieter comprendió que le ocultaba algo.
─Vamos, hombre, suéltelo. No va a pasarle nada.
─A veces, los compañeros sienten lástima de los prisioneros y les dan agua. No está permitido, estrictamente hablando, pero...
─Esta tarde, nada de agua.
─Comprendido.
Dieter se volvió hacia Hans.
─Quiero que lleve a Michel Clairet a la comisaría de policía y lo encierre en una celda; luego, regrese a la estación y asegúrese de que se cumplen mis órdenes.
─Por supuesto, mayor.
Dieter levantó el auricular del teléfono del jefe de estación.
─Póngame con el palacio de Sainte-Cécile. ─Cuando obtuvo comunicación, preguntó por Weber─. En los calabozos hay una mujer llamada Gilberte ─le dijo cuando se puso al teléfono.
─Lo sé ─respondió Weber─. Una chica muy atractiva.
Weber parecía muy satisfecho de sí mismo, se dijo Dieter.
─ ¿Podrías mandarla en un coche a la estación de Reims? El teniente Hesse se hará cargo de ella.
─Muy bien ─respondió Weber─. No te retires, por favor. ─Weber se apartó el teléfono de la boca y ordenó a alguien que se encargara del traslado de Gilberte. Dieter esperaba impaciente. ─Ya está arreglado ─dijo Weber al fin.
─Gracias...
─No cuelgues. Tengo noticias para ti.
Ése era el motivo de que estuviera tan ufano, pensó Dieter.
─ Te escucho ─dijo.
─He capturado a un agente aliado.
─¿Qué? ─se asombró Dieter. Por fin cambiaba su suerte─. ¿Cuándo?
─Hace unos minutos.
─¿Dónde, por amor de Dios?
─Aquí mismo, en Sainte-Cécile.
─¿Cómo ha sido?
─Ha atacado a un miliciano, y tres de mis brillantes muchachos estaban cerca. Han tenido la presencia de ánimo de capturar a la culpable, que llevaba una Colt automática.
─¿Has dicho «la culpable»? ¿Es una mujer?
─Sí.
Eso lo aclaraba todo. Las «grajillas» estaban en Sainte-Cécile. Su objetivo era el palacio.
─Weber, escúchame bien ─dijo Dieter─. Creo que esa mujer forma parte de un equipo de saboteadoras que intentan atentar contra la central.
─Ya lo intentaron una vez ─replicó Weber─. Y les dimos su merecido.
─Por supuesto que se lo disteis ─dijo Dieter procurando disimular su impaciencia─. Por eso mismo puede que esta vez actúen con más astucia. ¿Puedo sugerirte una alerta de seguridad? Dobla la guardia, registra el palacio e interroga a todo el personal no alemán del edificio.