Alto Riesgo (55 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: Alto Riesgo
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Pero el arma la tenía ella.

En un primer momento, clavó los ojos en el cuerpo de su camarada y ni siquiera lo miró. La mano de Dieter se deslizó hacia el interior de su chaqueta. De pronto, Flick movió la cabeza y lo vio. Su expresión cambió de inmediato, y Dieter supo que lo había reconocido. Sabía quién era. Sabía contra quién había estado luchando durante los últimos nueve días. En sus ojos había una mirada de triunfo. Pero Dieter vio también la sed de venganza en la mueca de sus labios, y en ese momento Flick levantó el arma y apretó el gatillo.

Dieter se abalanzó hacia la cámara de tortura al tiempo que las balas hacían saltar fragmentos de ladrillo de la pared. Sacó la Walther P38 automática, le quitó el seguro y apuntó a la puerta, listo para disparar en cuanto la mujer apareciera en el umbral.

Flick no apareció.

Dieter esperó unos segundos y se asomó a la sala con cautela. Flick había desaparecido.

Atravesó la sala en dos zancadas, abrió la puerta y salió al pasillo. Flick y otra mujer corrían hacia la salida. Dieter levantó el arma al tiempo que saltaban sobre unos cuerpos tumbados en el pasillo. Apuntó a Flick, pero cuando iba a disparar sintió un dolor intenso en el antebrazo. Soltó un grito y dejó caer el arma. El fuego había prendido en la manga de su chaqueta. Se la quitó a toda prisa y la arrojó al suelo.

Cuando volvió a alzar la vista, las dos mujeres habían desaparecido.

Dieter recogió la pistola y echó a correr tras ellas.

Cuando apenas había recorrido unos metros, percibió un fuerte olor a gasoil. Había un escape, o tal vez las saboteadoras habían agujereado una tubería. De un segundo a otro, el sótano explotaría como una bomba gigante.

Pero aún podía coger a Flick Clairet.

Siguió corriendo hasta la salida y subió las escaleras de dos en dos.

En la cámara de tortura, el uniforme del sargento Becker empezó a arrugarse.

El calor y el humo le hicieron recobrar el conocimiento. Intentó moverse y gritó pidiendo ayuda, pero nadie lo oyó.

Tiró de las correas que lo sujetaban a la mesa de operaciones, como tantas de sus víctimas en el pasado; pero, como ellas, en vano.

Segundos más tarde, el fuego prendió en sus ropas, y Becker empezó a gritar.

Flick vio al mayor Franck subiendo las escaleras tras ella con la pistola en la mano. Comprendió que si se detenía y daba la vuelta para dispararle él podía ser más rápido, y decidió seguir corriendo en lugar de luchar.

Alguien había accionado la alarma de incendios, y una bocina atronaba el palacio mientras Ruby y ella corrían hacia el vestíbulo entre las hileras de centralitas. Todas las operadoras habían abandonado sus puestos y huían hacia la salida, de modo que Flick tuvo que aflojar la marcha, sortear a las que corrían despavoridas por las salas y abrirse paso a empujones y codazos entre las que se apelotonaban ante las puertas interiores. El caos hacía difícil que Franck les disparara sin obstáculos, pero la distancia que las separaba de él se reducía segundo a segundo.

Llegaron a la puerta principal y se lanzaron escaleras abajo. Flick alzó la vista hacia la plaza y vio la parte trasera de la furgoneta de Moulier, estacionada ante la verja del palacio con el motor en marcha y las puertas abiertas. Junto al vehículo, Paul las miraba angustiado. Flick pensó que era lo mejor que había visto nunca.

Ante la escalinata, dos soldados alejaban a las mujeres de la zona de aparcamiento y las desviaban hacia las viñas del extremo oeste de la explanada. Flick y Ruby hicieron caso omiso a sus aspavientos y siguieron corriendo hacia la verja. Uno de los soldados vio la metralleta de Flick y sacó el arma.

Paul se echó un rifle a la cara y apuntó entre los barrotes de la verja. Se oyeron dos disparos, y los dos soldados cayeron al suelo. Paul abrió las puertas de la verja.

Al tiempo que abandonaba la explanada, Flick oyó silbar las balas sobre su cabeza y las vio incrustarse en la furgoneta: Franck le estaba disparando.

Paul saltó al asiento del conductor.

Flick y Ruby se lanzaron al interior de la furgoneta.

El vehículo se puso en marcha, y Flick vio que el mayor Franck echaba a correr hacia el aparcamiento en dirección a su Hispano-Suiza.

En ese momento, abajo, en el sótano, las llamas alcanzaron los depósitos de gasoil.

Se oyó una explosión formidable, y el suelo tembló como agitado por un terremoto. La zona de aparcamiento hizo erupción, y el aire se llenó de grava, tierra y fragmentos de hormigón. La onda expansiva volcó la mitad de los coches aparcados alrededor de la vieja fuente, y una lluvia de pedruscos y ladrillos se abatió sobre el resto. Dieter Franck salió despedido hacia la escalinata. El surtidor de gasolina voló por los aires, y una lengua de fuego brotó del lugar que ocupaba. Varios coches empezaron a arder, y sus depósitos explotaron uno tras otro. La furgoneta abandonó la plaza, y Flick no pudo ver nada más.

Paul conducía a toda velocidad hacia la salida del pueblo, mientras Flick y Ruby botaban sobre el suelo de la furgoneta. De improviso, Flick cayó en la cuenta de que habían cumplido su misión. Apenas podía creerlo. Pensó en Greta y Jelly, que acababan de morir, y en Diana y Maude, muertas o condenadas a morir en algún campo de concentración, y no pudo sentirse feliz. Pero experimentó una satisfacción salvaje al recordar el cuarto de los terminales envuelto en llamas y el aparcamiento del palacio saltando por los aires.

Miró a Ruby.

Ruby le sonrió.

─Lo hemos conseguido ─dijo.

Flick asintió.

Ruby le echó los brazos al cuello y la estrechó con fuerza. 

─Sí ─ dijo Flick─. Lo hemos conseguido.

Dieter se levantó del suelo como pudo. Le dolía todo el cuerpo, pero podía andar. El palacio era una pira y el aparcamiento, un campo de batalla. Alrededor, las mujeres chillaban y corrían sin ton ni son.

Mirara adonde mirara, sólo veía destrucción. Las «grajillas» habían conseguido su objetivo. Pero la partida no había acabado. Aún estaban en Francia. Y, si lograba capturar e interrogar a Flíck Clairet, aún podía convertir la derrota en victoria. Con toda probabilidad, la agente británica se encontraría esa misma noche con un avión en algún campo no muy lejos de Reims. Tenía que averiguar cuándo y dónde.

Y sabía a quién preguntárselo.

A su marido.

Último día:
martes, 6 de junio de 1944

Dieter esperaba sentado en un banco de la estación de Reims. Los ferroviarios franceses y los soldados alemanes esperaban con él, de pie bajo las crudas luces del andén. El tren llevaba horas de retraso, pero seguía circulando; Dieter lo había comprobado. No tenía más remedio que esperarlo. Era su última carta.

La rabia lo consumía. Lo había humillado y derrotado una mujer. Si hubiera sido alemana, se habría sentido orgulloso de ella. La habría considerado inteligente y audaz. Puede que incluso se hubiera enamorado de ella. Pero Flick pertenecía al enemigo, y lo había batido en todos los frentes. Había asesinado a Stéphanie, había destruido el palacio y había logrado escapar. Pero conseguiría cazarla. Y, cuando lo hiciera, la sometería a torturas como jamás habría podido imaginar. Y la haría hablar.

Siempre los hacía hablar.

El tren entró en el andén minutos después de medianoche.

Dieter percibió el hedor aun antes de que se detuviera. Era como la peste a ganado, pero espantosamente humana.

El convoy estaba formado por coches heterogéneos, ninguno de ellos pensado para transportar pasajeros: vagones de mercancías, jaulas de ganado y hasta un coche de correos con las ventanillas rotas. Todos estaban abarrotados.

Los vagones de ganado eran cajones de madera con espacios entre las tablas para ventilar a los animales. Los prisioneros sacaban los brazos entre las tablas, con las manos abiertas y las palmas hacia arriba, como mendigos. Imploraban que los soltaran, suplicaban que les dieran comida, pero sobre todo pedían agua. Los guardias permanecían impasibles:

Dieter había dado órdenes estrictas de que nadie socorriera a los prisioneros esa noche.

Lo acompañaban dos cabos de las Waffen SS, destinados en el palacio y buenos tiradores. Los había arrancado del caos de Sainte-Cécile echando mano de su rango de mayor. En ese momento, se volvió hacia ellos y les ordenó:

─Traigan a Michel Clairet.

Clairet permanecía encerrado en el cuarto sin ventanas donde el jefe de estación guardaba la recaudación. Los cabos se marcharon y volvieron unos minutos después custodiando a Clairet. El detenido llevaba las manos atadas a la espalda y los tobillos trabados para que no pudiera correr. Ignoraba lo ocurrido en Sainte-Cécile. Lo único que sabía era que lo habían capturado por segunda vez en una semana. Apenas quedaba nada de su arrogante fachada. Intentaba mantener un aire desafiante y conservar la moral alta, pero era un esfuerzo vano. Cojeaba más que antes, estaba cubierto de mugre y esbozaba una mueca amarga. Era la viva imagen de la derrota..

Dieter lo cogió del brazo y lo acercó al tren. Al principio, Clairet no comprendió lo que tenía ante los ojos, y su rostro sólo expresó perplejidad y miedo. Luego, cuando vio las manos extendidas y oyó las voces suplicantes, le flaquearon las piernas, y Dieter tuvo que sujetarlo y ayudarlo a erguirse.

─Necesito cierta información ─le dijo Dieter. Clairet meneó la cabeza.

─Súbame al tren ─respondió─. Prefiero estar con ellos a estar con usted.

Dieter no esperaba el insulto ni el coraje de Clairet.

─Dígame dónde aterrizará el avión de las «grajillas» y a qué hora.

Clairet se volvió hacia él.

─No las han capturado ─dijo, y la esperanza relajó sus facciones─. Han volado la central telefónica, ¿verdad? Lo han conseguido.

─Echó atrás la cabeza y lanzó un grito triunfal─. ¡Bien hecho, Flick!

Dieter lo acompañó a lo largo del andén, obligándolo a caminar despacio y a calibrar el número de prisioneros y la magnitud de su sufrimiento.

─El avión ─volvió a decirle.

─El prado a las afueras de Chatelle ─respondió Clairet─, a las tres de la mañana.

Dieter estaba casi seguro de que mentía. Hacía setenta y dos horas, Flick debía haber saltado sobre La Chatelle, pero había decidido no hacerlo, sin duda porque presentía una trampa. Dieter sabía que existía un campo alternativo llamado Campo de Oro; se lo había confesado Gaston, que, sin embargo, ignoraba su localización. Clairet, en cambio, tenía que conocer el sitio exacto.

─Está mintiendo ─dijo Dieter.

─Entonces, súbame al tren ─replicó Clairet.

Dieter meneó la cabeza.

─La alternativa no es ésa. Sería demasiado fácil.

La perplejidad y el temor enturbiaron la mirada de Clairet.

Dieter le hizo dar media vuelta y lo llevó hasta el vagón de las mujeres. Voces femeninas suplicaban en francés y alemán, unas pidiendo misericordia, otras rogando a los soldados que pensaran en sus madres y sus hermanas, y unas cuantas ofreciendo favores sexuales. Clairet agachó la cabeza y se negó a mirar.

Dieter hizo un gesto a dos figuras ocultas entre las sombras.

Clairet alzó la vista, y un miedo terrible cubrió sus facciones.

Hans Hesse avanzó hacia ellos sujetando del brazo a una mujer joven. Debía de ser hermosa, pero tenía el rostro demacrado, el cabello, grasiento y desgreñado y los labios, resecos.

Era Gilberte.

Clairet ahogó un grito.

Dieter repitió su pregunta:

─¿Dónde aterrizará el avión, y a qué hora? ─Clairet no dijo nada. Dieter se volvió hacia Hesse─. Súbala al tren.

Clairet soltó un gemido.

Un soldado abrió la puerta del vagón y, mientras otros dos contenían a las mujeres a punta de bayoneta, agarró a Gilberte y la empujó al interior.

─¡No! ─gritó la chica─. ¡No, por favor!

El soldado empezó a cerrar la puerta, pero Dieter lo detuvo. ─ Espere ─dijo, y se volvió hacia Clairet.

El jefe de la Resistencia lloraba a lágrima viva.

─Por favor, Michel... ─gimió Gilberte─. Te lo suplico. Clairet asintió.

─De acuerdo ─murmuró.

─No vuelva a mentirme ─le advirtió Dieter.

─Suéltela.

─El sitio y la hora.

─Un campo de patatas al este de Laroque, a las dos de la mañana. Dieter consultó su reloj. Era la una menos diez. ─ Lléveme ─dijo.

El pueblo de L'Épine, a cinco kilómetros de Laroque, dormía. Los rayos de la luna bañaban de plata la enorme iglesia. Tras ella, la furgoneta de Moulier permanecía discretamente aparcada junto a un granero. Sentados en la densa sombra que proyectaba un contrafuerte, Paul y las «grajillas» supervivientes conversaban para matar el tiempo.

─¿Qué es lo que más echáis de menos? ─preguntó Ruby.

─Un bistec ─dijo Paul.

─Una cama blanda con sábanas limpias ─respondió Flick─. ¿Y tú?

─A Jim.

Flick recordó que Ruby tenía una aventura con el instructor de armamento.

─Creía... ─empezó a decir.

─¿Creías que sólo era un rollo de cama? ─le preguntó Ruby. 

Flick asintió apurada.

─Lo mismo cree Jim ─dijo Ruby─. Pero yo tengo otros planes.

Paul rió divertido.

─Estoy seguro de que te saldrás con la tuya.

─Y vosotros dos, ¿qué? ─preguntó Ruby.

─Yo estoy soltero ─dijo Paul, y se volvió hacia Flick. Flick meneó la cabeza.

─Tenía intención de pedirle el divorcio a Michel... Pero, ¿cómo iba a hacerlo en mitad de una operación?

─Esperaremos a que acabe la guerra para casarnos ─dijo Paul. Soy un hombre paciente.

Era como todos los hombres, se dijo Flick. Hablaba del matrimonio como si fuera un detalle menor, tan importante como sacar la licencia del perro. ¡Qué poco romanticismo!

Pero en el fondo estaba encantada. Era la segunda vez que mencionaba el matrimonio. ¿Qué más romanticismo quería? Consultó su reloj. Era la una y media.

─Es hora de ponerse en marcha ─dijo.

Dieter había cogido prestada una limusina Mercedes que había sobrevivido a la explosión porque estaba aparcada fuera de la explanada del palacio. En esos momentos, se encontraba estacionada al borde de un viñedo colindante con el campo de patatas, camuflada con frondosas vides arrancadas de la tierra. Gilberte y Michel estaban en el asiento de atrás, atados de pies y manos y vigilados por Hans.

Además, Dieter se había hecho acompañar por los dos cabos, armados con rifles. Dieter y los dos tiradores vigilaban el campo de patatas.

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