Alto Riesgo (54 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: Alto Riesgo
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Flick se levantó. Su brazo izquierdo empezaba a recobrar la sensibilidad. Recogió la Sten de encima de la mesa de operaciones.

Ruby se había arrodillado junto al cuerpo del hombre, que permanecía boca arriba.

─Te presento al sargento Becker ─dijo.

─¿Estás bien? ─le preguntó Flick.

─Estoy jodida, pero este cabrón me las va a pagar todas juntas. Ruby agarró al sargento por la pechera de la camisa, lo puso en pie y, haciendo un gran esfuerzo, consiguió subirlo a la mesa de operaciones. El hombre soltó un gruñido.

─Está volviendo en sí ─dijo Flick─.Voy a acabar con él. ─Dame diez segundos.

Ruby se inclinó sobre el sargento, le juntó las piernas y le pegó los brazos a los costados; luego, le inmovilizó las manos y los tobillos con las correas y le colocó la cabeza en el cepo. Por último, cogió el borne cilíndrico del aparato de electroshocks y se lo metió en la boca. El hombre resollaba y se atragantaba, pero no podía mover la cabeza. Ruby cogió un rollo de cinta aislante, cortó una tira con los dientes y pegó el cilindro a la boca del sargento para asegurarse de que no se le saliera. Luego, se acercó a la máquina y se puso a jugar con el mando.

Se oyó un zumbido bajo. Sobre la mesa, el hombre arqueó el cuerpo e intentó chillar. Violentas convulsiones lo agitaban de pies a cabeza mientras tiraba en vano de las correas. Ruby lo observó durante unos segundos.

─Vámonos ─dijo al fin.

Flick y Ruby salieron de la cámara dejando al sargento Becker sobre la mesa de operaciones, retorciéndose y gruñendo como un cerdo en el matadero.

Flick consultó su reloj. Jelly había encendido las mechas hacía un poco. Cruzaron la sala de entrevistas y salieron al pasillo. La confusión había cesado casi por completo. Cerca de la salida, tres alemanes conversaban tranquilamente. Flick apretó el paso en su dirección seguida por Ruby.

El instinto le aconsejaba pasar rápidamente junto a ellos con la mayor naturalidad; pero, de pronto, al final del pasillo, apareció la esbelta figura de Dieter Franck, que avanzaba hacia ellas seguido por dos o tres personas a las que no pudo ver con claridad. Flick se detuvo, y Ruby chocó contra su espalda. Flick se volvió hacia la puerta más cercana. El rótulo rezaba: «Sala de escucha». Empuñó el pomo y abrió. El cuarto estaba vacío. Flick y Ruby entraron y entornaron la puerta.

La dejaron abierta un par de dedos. Flick oyó vociferar al mayor Franck:

─Capitán, ¿dónde están los dos hombres que deberían custodiar la entrada?

─No lo sé, mayor. Nos lo estábamos preguntando en este momento.

Flick le quitó el silenciador a la metralleta Sten y puso la palanca de tiro en la posición de disparo a ráfagas. Sólo había utilizado cuatro balas, de modo que le quedaban veintiocho en el cargador.

─Sargento, usted y el cabo monten guardia ante la puerta ─oyó decir a Franck─. Capitán, suba al despacho del mayor Weber y dígale que el mayor Franck le recomienda vivamente que ordene un registro inmediato del sótano. ¡Vamos, a paso ligero!

Segundos después, el mayor Franck pasó ante la sala de escucha. Flick aguzó el oído y esperó. Se oyó un portazo. Flick se asomó al pasillo con cautela. Franck había desaparecido.

─Vamos ─le dijo a Ruby.

Salieron de la sala de escucha, avanzaron por el pasillo y llegaron a la salida.

─¿Qué hacen ustedes aquí? ─les preguntó el cabo en francés. Flick tenía preparada la respuesta.

─Mi amiga Valérie es nueva aquí, y se ha perdido durante el apagón. El cabo las miró con desconfianza.

─Arriba había luz suficiente. ¿Cómo es posible que haya acabado en el sótano?

─Lo siento mucho, señor ─terció Ruby─. Creía que tenía que limpiar aquí abajo, y nadie me ha dicho lo contrario.

─Tenemos orden de no dejarlas entrar ─dijo el sargento─, no de no dejarlas salir, cabo.

Los dos hombres se echaron a reír y les indicaron que se marcharan.

Dieter ató a la prisionera a una silla y despidió al cocinero. Una vez solos, la observó durante unos instantes, preguntándose de cuánto tiempo disponía. Una agente había sido arrestada en la calle, cerca del palacio. Otra, si es que era una agente, subiendo del sótano. ¿Y las demás? ¿Habrían conseguido entrar y marcharse? ¿Seguían fuera, esperando el momento propicio? ¿O estaban en el palacio en esos precisos instantes? Era para volverse loco. Pero acababa de ordenar que registraran el sótano. Aparte de eso, lo único que podía hacer era interrogar a la prisionera.

Dieter empezó con el tradicional guantazo, súbito y humillante. La mujer ahogó un grito de sorpresa y dolor.

─¿Dónde están las otras? ─le preguntó Dieter.

La mejilla izquierda de la mujer enrojeció. Dieter estudió su expresión. Lo que vio lo dejó perplejo.

Parecía feliz.

─Está en el sótano del palacio ─le dijo Dieter─. Detrás de esa puerta, hay una cámara de tortura. En el otro lado, tras ese tabique, están los terminales de la central telefónica. Esto es el final de un túnel, un culde-sac, como dicen los franceses. Si sus amigas planean volar el edificio, lo más probable es que usted y yo muramos en esta sala.

La mujer mantuvo la misma expresión.

Puede que el palacio no estuviera a punto de saltar en mil pedazos, pensó Dieter. Pero, entonces, ¿en qué consistía la misión de aquellas mujeres?

─Usted es alemana ─dijo Dieter─. ¿Por qué está ayudando a los enemigos de su patria?

La mujer se decidió a hablar.

─Se lo contaré ─dijo en alemán con acento de Hamburgo─. Hace muchos años, tenía un amante. Se llamaba Manfred. ─La prisionera clavó los ojos en el vacío, recordando─. Los nazis lo detuvieron y lo enviaron a un campo. Imagino que murió allí, porque no he vuelto a saber nada de él. ─Hizo una pausa y tragó saliva. Dieter esperó. Al cabo de un momento, la mujer siguió hablando─: Cuando me lo quitaron, juré que me vengaría. Eso es todo. ─La mujer sonrió─. Su inmundo régimen tiene las horas contadas. Y yo he ayudado a destruirlo.

Algo no cuadraba. La mujer hablaba como si la operación hubiera acabado. Se había producido un apagón. ¿Habrían conseguido su propósito durante los escasos minutos que había durado? Aquella mujer no parecía tener miedo. ¿Era posible que no le importara morir?

─¿Por qué detuvieron a su amante?

─Decían que era un pervertido.

─¿De qué clase?

─Era homosexual.

─¿Y era su amante?

─Sí.

Dieter frunció el ceño. Luego, miró a la mujer con detenimiento. Era alta y ancha de hombros... Bajo el maquillaje, su nariz y su barbilla parecían masculinas...

─¿Es usted un hombre? ─preguntó Dieter asombrado. La mujer se limitó a sonreír.

Una sospecha terrible asaltó a Dieter.

─¿Por qué me cuenta todo eso? ─exclamó─. ¿Está intentando mantenerme ocupado mientras sus amigas escapan? ¿Está sacrificando su vida para asegurar el éxito de la misión...?

Un ruido débil le hizo perder el hilo de las ideas. Parecía un gruñido ahogado. En ese momento, cayó en la cuenta de que ya lo había oído un par de veces, pero no le había prestado atención. Parecía proceder del cuarto de al lado.

Dieter se puso en pie de un salto y abrió la puerta de la cámara de tortura.

Esperaba ver a la otra agente, inmovilizada sobre la mesa, y se quedó petrificado al encontrarse con otra persona. Era un hombre, pero al principio no pudo reconocerlo, porque tenía el rostro desfigurado: la mandíbula dislocada, los dientes rotos, las mejillas salpicadas de sangre y vómito... Al cabo de unos instantes, reconoció el rechoncho corpachón del sargento Becker. Los cables del aparato de electroshocks acababan en su boca. Dieter vio el extremo del borne cilíndrico, sujeto con una tira de cinta aislante a los labios del sargento. Becker, que seguía vivo, se agitaba y emitía un gruñido continuo y atroz. Dieter estaba horrorizado.

Corrió hacia la máquina y la apagó. Becker dejó de estremecerse. Dieter agarró los cables y tiró con fuerza. El borne salió disparado de la boca del sargento.

Dieter soltó los cables y se inclinó sobre la mesa.

─¡Becker! ─exclamó─. ¿Puede oírme? ¿Qué ha pasado aquí? No hubo respuesta.

En la planta baja reinaba la normalidad. Flick y Ruby avanzaron a buen paso entre las hileras de telefonistas, que, inclinadas sobre las centralitas, murmuraban a los micrófonos incorporados a sus cascos sin parar de introducir clavijas en las tomas y poner en comunicación a las cabezas pensantes de Berlín, París y Normandía. Flick consultó su reloj. En dos minutos exactos todas aquellas comunicaciones se interrumpirían, y la máquina militar alemana se desarmaría y quedaría reducida a un montón de componentes aislados, incapaces de trabajar al unísono. «Vanos ─se dijo Flick─, tenemos que llegar a la puerta...»

Salieron del edificio sin contratiempos. En unos segundos estarían en la plaza del pueblo. Casi lo habían conseguido. Pero, apenas pisaron la explanada, vieron a Jelly, que volvía sobre sus pasos.

─¿Dónde está Greta? ─les preguntó.

─Pero, ¿no ha salido contigo? ─preguntó Flick a su vez.

─Me he parado en el cuarto del generador para poner una carga en la tubería del gasoil, como me habías dicho. Greta ha continuado sola. Pero no ha llegado a casa de Antoinette. Sólo estaba Paul, y no la ha visto. Así que he decidido volver para buscarla. ─Jelly tenía un envoltorio en las manos─. Le he dicho al centinela de la entrada que salía a buscar mi cena.

Flick estaba consternada.

─Greta debe de seguir dentro... ¡Mierda!

─Voy a entrar a buscarla ─dijo Jelly con decisión─. Ella me salvó de la Gestapo en Chartres, así que se lo debo.

Flick consultó su reloj.

─Tenemos menos de dos minutos... ¡Deprisa!

Las tres mujeres se precipitaron hacia la puerta y echaron a correr hacia el fondo del ala este bajo la mirada estupefacta de las operadoras. Flick empezaba a arrepentirse de su precipitación. Con aquel intento desesperado de salvar a una de las mujeres del equipo, ¿no estaría arriesgando las vidas de las otras dos... y la suya?

Flick se detuvo al llegar a la escalera. Los dos soldados que las habían dejado salir del sótano con una broma no les permitirían entrar de nuevo tan fácilmente.

─Como antes les dijo a las otras en voz baja─. Nos acercaremos a los centinelas sonriendo y les dispararemos en el último momento. 

─¿Qué hacen ahí: ─preguntó una voz sobre sus cabezas. Flick se quedó petrificada.

Volvió la cabeza y miró de reojo. En el tramo de escalera que descendía del primer piso, había cuatro hombres. Uno, vestido con uniforme de mayor, la encañonaba con una pistola. Flick reconoció al mayor Weber.

Era el grupo que se disponía a registrar el sótano a instancias de Dieter Franck. Había aparecido en el peor momento.

Flick maldijo su irreflexión. Ahora estaban perdidas las cuatro.

─Tienen ustedes pinta de conspiradoras ─dijo Weber.

─¿Nosotras? ─respondió Flick─. Somos las limpiadoras.

─Tal vez ─replicó el mayor─. Pero hay un equipo de agentes enemigas en el pueblo.

Flick fingió sentirse aliviada.

─Ah, ¿era eso? ─respondió─. Si están buscando agentes enemigas, nos quedamos más tranquilas. Temíamos que estuvieran descontentos de la limpieza.

Flick soltó una risita, y Ruby la imitó. Ambas sonaron falsas.

─Levanten las manos ─dijo Weber sin dejar de encañonarlas. Al tiempo que alzaba las muñecas, Flick echó un vistazo al reloj. Quedaban treinta segundos─. Bajen las escaleras ─les ordenó Weber.

Flick tragó saliva y empezó a bajar. Ruby y Jelly la siguieron, con los cuatro hombres pisándoles los talones.

Flick se detuvo al pie de la escalera. Veinte segundos. ─¿Otra vez ustedes? ─le preguntó uno de los centinelas. ─Dígaselo a su mayor ─respondió Flick.

─Sigan andando ─ordenó Weber.

─Creía que teníamos prohibido entrar en el sótano ─dijo Flick. 

─¡He dicho que sigan andando!

Cinco segundos.

Cruzaron la puerta del sótano.

La explosión fue tremenda.

Al fondo del pasillo, los tabiques del cuarto del equipo salieron despedidos contra la pared de enfrente. Se oyeron una serie de detonaciones y las llamas asomaron por el boquete. La onda expansiva los derribó a todos.

Flick apoyó una rodilla en el suelo, se sacó la metralleta de debajo de la bata y se volvió. Jelly y Ruby estaban a su lado. Los centinelas, Weber y los otros tres hombres seguían en el suelo. Flick apretó el gatillo.

De los seis alemanes, sólo Weber conservó la sangre fría. Al tiempo que Flick soltaba una ráfaga, el mayor disparó su pistola. Jelly, que intentaba levantarse, soltó un grito y cayó. Una fracción de segundo después, Flick alcanzó a Weber en el pecho y lo abatió.

Flick vació el cargador sobre los seis cuerpos tumbados en el suelo del pasillo. Extrajo el cargador, sacó otro del bolsillo y lo encajó en el arma.

Ruby se inclinó sobre Jelly e intentó encontrarle el pulso. Al cabo de unos instantes, se volvió hacia Flick.

─Muerta ─murmuró.

Flick miró hacia el otro extremo del pasillo, donde debía de estar Greta. Las llamas seguían consumiendo el cuarto de los terminales, pero la pared de la sala de entrevistas parecía intacta.

Flick echó a correr hacia el infierno.

Dieter se vio tumbado en el suelo y se preguntó qué había ocurrido. Oyó fragor de llamas y olió humo. Se levantó como pudo y miró a su alrededor.

Comprendió de inmediato que la pared de ladrillos de la cámara de tortura le había salvado la vida. El tabique que separaba la sala de entrevistas del cuarto de los terminales había desaparecido. Los escasos muebles de la sala habían salido despedidos contra la pared. La prisionera, que había corrido la misma suerte, yacía en el suelo, atada a la silla, con el cuello en un ángulo atroz, que indicaba que estaba muerta... o muerto. El fuego devoraba el cuarto de los terminales y se extendía rápidamente.

Dieter se dijo que sólo tenía unos segundos para escapar de allí.

La puerta de la sala se abrió de golpe, y Flick Clairet apareció en el umbral empuñando una metralleta.

Llevaba una peluca morena y ligeramente torcida, bajo la que asomaba el cabello rubio. Sofocada, sin aliento, con la mirada brillante, estaba preciosa.

Si hubiera tenido un arma en la mano en ese momento, la habría abatido en un arrebato de ira. Capturada viva, habría sido una presa inigualable, pero se sentía tan rabioso y humillado por los éxitos de aquella mujer y por sus propios fracasos que no hubiera podido controlarse.

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