Authors: Ken Follett
Dieter calculó que les quedaba al menos una hora de espera. El operador de la estación británica tendría que descodificar el mensaje y entregárselo al controlador de Helicóptero, que seguramente estaría en la cama. Podía cogerlo por teléfono y redactar la respuesta inmediatamente; pero, aun así, habría que codificarla y transmitirla. Por último, una vez la recibieran, Joachim tendría que descodificarla.
Dieter y Godel subieron al comedor de la planta baja, donde encontraron al cabo de cocina ocupado en preparar el desayuno, y le pidieron que les hiciera salchichas y café. Godel estaba impaciente por regresar al cuartel general de Rommel, pero quería quedarse para ver en qué acababa aquello.
Ya había amanecido cuando se presentó una joven en uniforme de las SS para comunicarles que había llegado la respuesta y que Joachim estaba acabando de mecanografiarla.
Godel y Dieter se apresuraron a bajar al sótano. Dando otra prueba de su habilidad para olfatear la acción, Weber se les había adelantado. Joachim tendió el mensaje mecanografiado a su jefe y sendas copias a Godel y Dieter.
Dieter leyó:
«GRAJILLAS» CANCELARON SALTO PERO ESTÁN EN TIERRA ESPERE MENSAJE DE TIGRESA.
─Esto y nada todo es nada ─rezongó Weber.
Godel parecía estar de acuerdo.
─Qué decepción ─murmuró.
─¡Se equivocan! ─exclamó Dieter con júbilo─. La Tigresa está en Francia, ¡y sabemos qué aspecto tiene! ─Se sacó las fotos de Flick Clairet del bolsillo con un floreo y le tendió una a Weber─. Saca de la cama a un impresor y haz que tire cien copias. Quiero ver esta cara por todo Reims en las próximas doce horas. Hans, que me llenen el depósito del coche.
─¿Adónde piensa ir? ─preguntó Godel.
─A París, con la otra fotografía, a hacer lo mismo que aquí. ¡Esta vez no se me escapará!
El salto había ido como la seda. Primero, lanzaron los contenedores, para evitar que alguno aterrizara en la cabeza de una «grajilla»; acto seguido, las paracaidistas se sentaron una tras otra en la boca de la escotilla y, cuando el auxiliar les dio una palmada en el hombro, se deslizaron por el tobogán y cayeron al vacío.
Flick fue la última. Apenas saltó, el Hudson viró hacia el norte y desapareció en la noche. Les deseó suerte. Estaba amaneciendo; debido a los retrasos de la noche, tendrían que efectuar la última parte del vuelo a la peligrosa luz del día.
Flick hizo un aterrizaje perfecto, con las rodillas dobladas y los brazos pegados a los costados, y rodó por el suelo. Se quedó inmóvil durante unos segundos. Suelo francés, se dijo con un estremecimiento; territorio enemigo. Ahora era una criminal, una terrorista, una espía. Si la cogían, la ejecutarían.
Apartó aquella idea de su mente y se puso en pie. A unos metros, un burro la miró a la luz de la luna, inclinó la cabeza y siguió pastando. Tres contenedores habían caído cerca de donde se encontraba. Algo más lejos, diseminados en parejas por el campo, vio a media docena de partisanos que recogían los pesados bultos y se los llevaban hacia los vehículos.
Se desembarazó del arnés del paracaídas, se quitó el casco y salió del mono. Mientras lo hacía, un muchacho se acercó corriendo y, en jadeante francés, exclamó:
─¡No esperábamos a nadie, sólo las armas!
─Un cambio de planes ─respondió Flick─. No se apure. ¿Está Anton con usted?
Anton era el nombre en clave del jefe del circuito Vestryman. ─Sí.
─Dígale que la Tigresa está aquí.
─Ah... ¿Usted es la Tigresa? ─dijo el chico, visiblemente impresionado.
─Sí.
─Yo soy Chevalier. Es un placer conocerla.
Flick alzó los ojos al cielo. Había empezado a pasar del negro al gris.
─Por favor, Chevalier, hable con Anton enseguida. Dígale que somos seis y necesitamos que nos lleven. No hay tiempo que perder.
─Sí, señora ─dijo el chico, y echó a correr.
Flick plegó el paracaídas cuidadosamente y se puso a buscar a las otras «grajillas». Greta había caído en un árbol y se había magullado al atravesar las ramas superiores, pero había conseguido librarse del arnés y saltar al suelo. Las demás habían caído sobre la hierba y no se habían hecho ni un rasguño.
─Estoy muy orgullosa de mí misma ─declaró Jelly─, pero no volvería a hacerlo ni por un millón de libras.
Flick había observado que los partisanos llevaban los contenedores hacia el extremo sur del prado, y abrió la marcha en esa dirección. Al cabo de unos instantes, vieron una furgoneta de albañil, un carro tirado por un caballo y una vieja limusina Lincoln sin capó movida por un motor de vapor. Flick, en absoluto sorprendida, sonrió: la gasolina era un artículo de lujo, y los franceses tenían que aguzar el ingenio si querían utilizar sus coches.
Los partisanos habían cargado la mayoría de los contenedores en el carro y estaban cubriéndolos con cajas vacías. El resto iba en la furgoneta. Al mando de la operación estaba Anton, un individuo delgado de unos cuarenta años tocado con una boina mugrienta y embutido en una chaquetilla de trabajo azul. El hombre las miró asombrado.
─¿Seis mujeres? ─exclamó moviendo un cigarrillo amarillento en la comisura de los labios─. ¿Qué es esto, un equipo de costureras?
Flick había descubierto que lo mejor era hacer oídos sordos a las bromas sobre mujeres, y le habló con la mayor seriedad:
─Ésta es la mayor operación que he tenido a mi cargo, y necesito tu ayuda.
─Faltaría más.
─Tenemos que coger un tren a París.
─Puedo llevaros a Chartres. ─Miró al cielo calculando el tiempo que faltaba para que se hiciera de día y señaló hacia una granja, apenas visible al otro lado del campo─. De momento, ocultaos en un granero. Cuando hayamos dejado los contenedores, volveremos a por vosotras.
─No es buena idea ─dijo Flick con firmeza─.Vamos con retraso.
─El primer tren a París sale a las diez. Te garantizo que llegaréis a tiempo para cogerlo.
─No digas estupideces. A saber cuándo pasa el tren. ─Era cierto. La combinación de los bombardeos aliados, los atentados de la Resistencia y los errores deliberados de los ferroviarios hostiles a los nazis había desquiciado los horarios; lo más sensato era llegar a la estación cuanto antes y coger el primer tren─. Deja los contenedores en el granero y llévanos ya.
─Imposible ─dijo Anton─. Tengo que quitar las armas de en medio antes de que se haga de día.
Los hombres dejaron de trabajar para presenciar la discusión.
Flick soltó un suspiro. Las armas y las municiones de los contenedores eran lo más importante del mundo para Anton. Eran la fuente de su poder y su prestigio.
─Esto es más importante, créeme ─dijo Flick.
─Lo siento...
─Escúchame bien, Anton. Si no haces esto por mí, te prometo que no volverás a recibir un solo paquete de Inglaterra. Y sabes que está en mi mano, ¿verdad?
Hubo una pausa. Anton no quería bajarse del burro delante de sus hombres. Pero, si le cortaban el suministro de armas, esos mismos hombres se buscarían otro jefe. Aquél era el único medio de presión de los agentes británicos sobre la Resistencia Francesa.
Y funcionó. Anton la fulminó con la mirada. Lentamente, se quitó la colilla de la boca, le echó un vistazo y la lanzó lejos.
─Está bien ─murmuró─. Subid a la furgoneta.
Las mujeres ayudaron a descargar los contenedores y subieron a la caja del vehículo. El suelo estaba sucio de polvo de cemento, barro y aceite, pero utilizaron unos trozos de saco como almohadillas y se sentaron. Anton cerró las puertas.
Chevalier se puso al volante.
─Pónganse cómodas, señoras ─dijo en inglés─. ¡Allá vamos!
─Nada de bromas, por favor ─lo atajó Flick en francés─, y nada de inglés.
El chico se puso en marcha sin replicar.
Después de viajar ochocientos kilómetros en el suelo metálico de un bombardero, las «grajillas» hicieron otros cuarenta en el de una furgoneta inmunda. Sorprendentemente, Jelly ─la mayor, la más gruesa y la menos paciente de las seis─ se lo tomó con más filosofía que ninguna, haciendo bromas sobre las incomodidades y riéndose de sí misma cuando el vehículo tomaba una curva cerrada y la hacía rodar por el suelo.
Pero cuando salió el sol y la furgoneta entró en la pequeña ciudad de Chartres, los rostros de las seis mujeres volvieron a tensarse.
─No puedo creer que esté haciendo esto ─murmuró Maude, y Diana le apretó la mano.
Flick había perfilado el plan.
─A partir de ahora ─les dijo─, nos dividiremos en parejas.
Flick había formado los grupos en el centro de desbaste. Diana iría con Maude, porque no habría aceptado otra compañera. Flick había decidido emparejarse con Ruby, porque necesitaba a alguien con quien discutir los problemas, y Ruby era la «grajilla» más inteligente. Por desgracia, Greta y Jelly tendrían que ir juntas.
─Sigo sin entender por qué me toca ir con el extranjero ─dijo Jelly.
─Esto no es una excursión campestre, donde una puede sentarse con su mejor amiga ─respondió Flick irritada─. Es una operación militar y harás lo que se te ordene. ─Jelly no dijo ni pío─.Tendremos que cambiar nuestras historias, para explicar el viaje en tren ─prosiguió Flick─. ¿Alguna idea?
─Yo soy la mujer del mayor Remmer ─dijo Greta─, un oficial alemán destinado en París, de viaje con mi doncella francesa.
Iba a visitar la catedral de Reims. Supongo que ahora podría volver de visitar la de Chartres.
─Perfecto. ¿Diana?
─Maude y yo somos secretarias de la compañía eléctrica en Reims. Hemos viajado a Chartres porque... Maude ha perdido el contacto con su novio y pensábamos que podía estar aquí. Pero no estaba.
Flick asintió satisfecha. Había centenares de francesas buscando a parientes desaparecidos, especialmente a hombres jóvenes, que podían haber resultado heridos en un bombardeo, detenidos por la Gestapo, enviados a campos de trabajo en Alemania o reclutados por la Resistencia.
─Yo soy la viuda de un agente de bolsa caído en 1940 ─dijo Flick─. He venido a Chartres a recoger a una prima huérfana y llevármela conmigo a Reims.
Una de las mayores ventajas de los agentes secretos femeninos era que podían desplazarse por el país sin levantar sospechas, mientras que un hombre sorprendido fuera del área donde trabajaba se arriesgaba a que lo acusaran de pertenecer a la Resistencia, especialmente si era joven.
Flick se volvió hacia el conductor.
─Chevalier, busque un lugar discreto para dejarnos. ─Seis mujeres bien vestidas bajando de la caja de una vieja furgoneta habrían llamado la atención incluso en la Francia ocupada, donde la gente tenía que conformarse con los medios de transporte disponibles─. Ya encontraremos la estación nosotras.
Un par de minutos más tarde, Chevalier detuvo la furgoneta, retrocedió hasta una bocacalle, se apeó y abrió las puertas traseras. Las «grajillas» saltaron a tierra y vieron que estaban en una calleja empedrada con casas altas en ambas aceras. Al fondo, sobre los tejados, se veía parte de la catedral.
Flick les recordó el plan:
─Id a la estación, sacad billetes de ida a París y coged el primer tren. Cada pareja hará como que no conoce a las demás, pero intentaremos sentarnos juntas. Nos reagruparemos en París. Ya sabéis la dirección.
Se encontrarían en una pensión llamada Hotel de la Chapelle, cuya propietaria, aunque no pertenecía a la Resistencia, no haría preguntas. Si llegaban a tiempo a la estación, continuarían viaje a Reims de inmediato; si no, pasarían la noche en la pensión. Flick no se moría de ganas de ir a París, que hervía de agentes de la Gestapo y de sus esbirros franceses, los collabos, pero el transbordo era inevitable.
Flick y Greta seguían siendo las únicas que conocían el auténtico objetivo de la misión. Las otras estaban convencidas de que iban a volar un túnel ferroviario.
─Diana y Maude las primeras, vamos, ¡deprisa! Jelly y Greta, tras ellas, más despacio.
Las dos parejas se alejaron una tras otra con el miedo pintado en el rostro. Chevalier estrechó las manos de Flick y Ruby, les deseó suerte y se marchó en la furgoneta camino del Campo de Oro, para recoger el resto de los contenedores. Las dos mujeres salieron de la calleja.
Los primeros pasos en una localidad francesa eran siempre los peores. Flick tenía la sensación de que todas las personas con las que se encontraban sabían lo que eran, como si llevaran un letrero pegado a la espalda en el que dijera: «¡Agente británica! ¡Dispare a matar!». Pero la gente pasaba a su lado sin fijarse en ellas y, tras cruzarse sin contratiempos con un gendarme y un par de oficiales alemanes, su pulso recuperó el ritmo normal.
No obstante, se sentía rara. Siempre había sido una persona respetable, y de niña le habían enseñado a considerar amigos a los policías.
─Odio estar en el otro lado de la ley ─murmuró en francés─. Como si hubiera hecho algo malo.
Ruby rió por lo bajo.
─A mí me resbala ─dijo─. La policía y yo nunca hemos hecho buenas migas.
Flick recordó con un estremecimiento que el martes de esa misma semana Ruby seguía en la cárcel por asesinato. Cuatro días que parecían una eternidad.
Al llegar a la catedral, en lo alto de la colina, y ver aquel templo incomparable, aquella cima de la cultura medieval francesa, Flick no pudo evitar emocionarse. De pronto, sintió una nostalgia dolorosa al pensar que en otros tiempos podría haber pasado horas contemplando aquella maravilla desde todos sus ángulos.
Descendieron la colina hacia la estación, un moderno edificio de piedra del mismo color que la catedral. Entraron en el vestíbulo cuadrado de mármol ocre. En la ventanilla había cola. Era buena señal: la gente intuía que el tren no tardaría en llegar. Greta y Jelly ya estaban en la fila, pero no había ni rastro de Diana y Maude. Era de suponer que esperaban en el andén.
Sobre el despacho de billetes, un cartel anti Resistencia mostraba a un matón con pistola y a Stalin tras él. La leyenda decía así:
¡ASESINAN envueltos en los pliegues de NUESTRA BANDERA!
«Yo soy una de ésos», se dijo Flick.
Sacaron los billetes sin contratiempos. Para llegar al andén tenían que pasar un control de la Gestapo, y a Flick se le aceleró el pulso. Greta y Jelly ya estaban en la cola. Sería su primer encuentro con el enemigo. Flick rezó para que no perdieran los nervios. Diana y Maude debían de haber pasado el control.
Greta respondió a los agentes de la Gestapo en alemán. Flick la oyó con claridad mientras recitaba su historia.