Alto Riesgo (16 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: Alto Riesgo
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─Buenos días ─dijo─. ¿Mademoiselle Lemas?

La mujer se fijó en su traje, vio el coche aparcado en el bordillo, percibió tal vez un asomo de acento alemán... y el miedo asomó a sus ojos.

Cuando respondió, un leve temblor alteraba su voz: ─Para servirlo.

─¿Está sola, mademoiselle? ─le preguntó Dieter sin dejar de escrutarla.

─Sí ─murmuró la mujer─. Completamente sola.

Le estaba diciendo la verdad. No le cupo duda. Una mujer así no habría podido mentir sin que se le notara en los ojos. Dieter se volvió y llamó a Stéphanie.

─Mi colega se unirá a nosotros. ─No iba a necesitar a los hombres de Weber─. Tengo que hacerle unas preguntas.

─¿Preguntas? ¿Sobre qué?

─¿Puedo entrar?

─Está bien.

Los muebles de madera oscura del salón estaban barnizados e impolutos. Había un piano cubierto con su funda, un grabado de la catedral en una de las paredes y unos pocos adornos de buen gusto sobre la repisa de la chimenea: un cisne de cristal tallado, una florista de porcelana, una bola transparente con un palacio de Versalles diminuto en su interior y tres camellos de madera.

Dieter tomó asiento en un sofá tapizado de felpa. Stéphanie se sentó a su lado, y mademoiselle Lemas, frente a ellos, en una silla de respaldo alto. Estaba rellenita, observó Dieter. Un detalle muy significativo después de cuatro años de ocupación. Su debilidad era la comida.

Sobre la mesita baja había una caja de cigarrillos y un pesado encendedor. Dieter abrió la caja y comprobó que estaba llena.

─Por favor, fume si lo desea ─dijo.

Su anfitriona parecía levemente ofendida: para las mujeres de su generación, el tabaco era un vicio de hombres.

─No fumo.

─Entonces, ¿para quién son los cigarrillos?

─Para las visitas.

La mujer se acarició la barbilla, signo inequívoco de falta de sinceridad.

─¿Y qué tipo de visitas suele tener?

─Amigos... Vecinos... ─murmuró la mujer con evidente incomodidad.

─Y espías británicos.

─Eso es absurdo.

Dieter le dedicó su mejor sonrisa.

─Está claro que es usted una señora respetable que se ha visto envuelta en actividades criminales por motivos equivocados ─dijo en un tono de amistosa franqueza─. Estoy decidido a jugar limpio con usted, y espero que no cometa la estupidez de mentirme.

─No le diré nada ─replicó mademoiselle Lemas.

Dieter fingió decepción, aunque estaba encantado de progresar con tanta rapidez. La mujer había dejado de simular que no sabía de qué le estaba hablando. Era tanto como una confesión.

─Voy a hacerle unas cuantas preguntas ─dijo Dieter─. Si no las contesta, tendré que volver a hacérselas en las dependencias de la Gestapo. ─Mademoiselle Lemas le lanzó una mirada desafiante─. ¿Dónde se encuentra con los agentes británicos? ─ La mujer no despegó los labios─. ¿Cómo la reconocen? ─Los ojos de mademoiselle Lemas sostuvieron la mirada de Dieter. Ya no estaba nerviosa, sino resignada. Era valiente;, se dijo Dieter. No iba a ser fácil─. ¿Cuál es la contraseña? ──No hubo respuesta─. ¿A quién tiene que presentárselos? ¿Cómo contacta con la Resistencia? ¿Quién es el jefe? ─Silencio. Dieter se levantó─. Acompáñeme, por favor.

─Muy bien ─dijo ella con voz firme─. ¿Me permite que me ponga el sombrero?

─Por supuesto. ─Dieter hizo un gesto a Stéphanie─. Acompaña a mademoiselle Lemas, por favor. Asegúrate de que no use el teléfono ni escriba nada.

Dieter no podía permitir que dejara un mensaje.

Esperó en el recibidor. Cuando volvieron, mademoiselle Lemas se había quitado el delantal y se había puesto un abrigo de entretiempo y un sombrero acampanado que había pasado de moda mucho antes de que estallara la guerra. Llevaba un aparatoso bolso de cuero marrón.

─¡Vaya! ─exclamó la mujer cuando estaban a punto de salir─. Me dejaba la llave.

─No la necesitará ─dijo Dieter.

─La puerta se cierra sola ─objetó la mujer─. Necesito la llave para volver a entrar.

Dieter la miró a los ojos.

─¿Es que no lo comprende? ─murmuró─. Ha ocultado en su casa a terroristas británicos, la han cogido y está en manos de la Gestapo. ─Dieter meneó la cabeza con una lástima que no era enteramente fingida─. Ocurra lo que ocurra, mademoiselle, nunca volverá a casa.

La mujer comprendió lo que le estaba ocurriendo en todo su horror. Se puso pálida y le fallaron las piernas, pero consiguió mantenerse erguida agarrándose al borde de una mesita en forma de riñón. Un jarrón chino que contenía un haz de hierbas secas bailó peligrosamente sobre el tablero, pero no cayó. Al cabo de un instante, mademoiselle Lemas recobró el aplomo. Se irguió y soltó la mesita. Lanzó otra mirada desafiante a Dieter y salió de la casa con la cabeza alta.

Dieter pidió a Stéphanie que se sentara delante, ocupó el asiento posterior con la prisionera y mantuvo con ella una conversación educada mientras Hans los conducía a Sainte-Cécile:

─¿Nació usted en Reims, mademoiselle?

─Sí. Mi padre era abogado del arzobispado

Un entorno religioso. Eso encajaba a la perfección en el plan que empezaba a tomar forma en la mente de Dieter. 

─¿Ya no lo es?

─Murió hace cinco años, tras una larga enfermedad.

─¿Y su madre?

─Murió siendo yo muy joven.

─Entonces, imagino que cuidó usted a su padre mientras estuvo enfermo...

─Durante veinte años.

─Ah. ─Eso explicaba que no se hubiera casado. Se había pasado media vida cuidando a un impedido─.Y le dejó la casa... La mujer asintió.

─Pequeña recompensa, dirían algunos, por toda una vida de sacrificio ─dijo Dieter con la mejor intención.

La mujer le lanzó una mirada ofendida.

─Esas cosas no se hacen esperando una recompensa.

─Claro que no. ─Lo había malinterpretado, pero se guardó mucho de decírselo. Si la mujer se convencía de su propia superioridad, moral y social, el plan de Dieter saldría muy beneficiado─. ¿Tiene hermanos?

─No.

Dieter lo vio todo con claridad. Los agentes a los que daba cobijo, hombres y mujeres jóvenes, eran como sus hijos. Los alimentaba, les lavaba la ropa, hablaba con ellos y probablemente vigilaba sus relaciones con el otro sexo para asegurarse de que no eran inmorales, al menos bajo su techo.

Y ahora moriría por ello.

Pero antes, con un poco de suerte, se lo contaría todo. O eso esperaba.

El Citroen de la Gestapo los siguió hasta Sainte-Cécile. Una vez aparcaron en la explanada del palacio, Dieter habló con Weber: 

─Voy a llevármela arriba y meterla en una oficina. 

─¿Por qué? En el sótano hay celdas de sobra. 

─Tú espera y lo verás.

Dieter acompañó a la prisionera escaleras arriba, hasta las dependencias de la Gestapo. Echó un vistazo a todas las habitaciones y eligió la más concurrida, combinación de sala de mecanógrafas y departamento postal. Estaba llena de hombres y mujeres jóvenes vestidos con camisa y corbata elegantes. Dejó a mademoiselle Lemas en el pasillo, cerró la puerta y dio unas palmadas para pedir silencio.

─Voy a entrar con una francesa ─dijo en voz baja─. Es una prisionera, pero quiero que se muestren educados y amistosos con ella, ¿entendido? Trátenla como si fuera una invitada. Es importante que se sienta respetada.

La hizo entrar, la invitó a sentarse y, murmurando una disculpa, le esposó un tobillo a una pata de la mesa. Pidió a Stéphanie que se quedara con ella y fue en busca de Hesse.

─Vaya a la cantina y dígales que preparen un almuerzo en una bandeja. Sopa, un segundo plato, un poco de vino; una botella de agua mineral y mucho café. Traiga cubiertos, vasos y una servilleta. Procure que tenga buena pinta.

El teniente sonrió admirado. No tenía ni idea de lo que tramaba su jefe, pero estaba seguro de que funcionaría.

Al cabo de unos minutos, regresó con la bandeja. Dieter la cogió y se la llevó a la oficina. La dejó delante de mademoiselle Lemas. 

─Por favor ─dijo─. Es la hora de la comida. 

─No tengo apetito, gracias.

─Al menos, pruebe la sopa ─la animó Dieter sirviéndole vino.

Ella le añadió agua y le dio un sorbo. A continuación, tomó una cucharada de sopa.

─¿Cómo está?

─Muy buena ─admitió la mujer.

─La comida francesa es tan refinada... A nosotros no nos sale tan bien.

Siguió parloteando y procurando que se relajara. La mujer se tomó casi toda la sopa. Dieter le llenó un vaso de agua.

El mayor Weber, que acababa de entrar, se acercó y se quedó pasmado mirando a la prisionera inclinada sobre la bandeja.

─¿Desde cuándo recompensamos a la gente que oculta a terroristas? ─refunfuñó en alemán.

─Mademoiselle Lemas es una dama ─respondió Dieter─. Debemos tratarla con corrección.

─Dios de los cielos ─masculló Weber, y se fue echando pestes.

La prisionera no tocó el segundo plato, pero se bebió todo el café. Dieter estaba encantado. Todo iba según su plan. Cuando la mujer acabó de comer, volvió a hacerle las mismas preguntas.

─¿Dónde se encuentra con los agentes aliados? ¿Cómo la reconocen? ¿Cuál es la contraseña? ─La mujer lo miró apurada, pero se negó a responder. Dieter la miró con tristeza─. Lamento mucho que se niegue a cooperar conmigo, a pesar de que la he tratado con amabilidad.

─Le agradezco su amabilidad, pero no puedo decirle nada ─ respondió ella con evidente desconcierto.

Sentada junto a él, Stéphanie también parecía perpleja. Dieter imaginó lo que estaba pensando: «¿De verdad creías que bastaría un buen almuerzo para hacer hablar a esta mujer?».

─Muy bien ─dijo Dieter, y se levantó como si fuera a marcharse. ─Y ahora, monsieur ─murmuró mademoiselle Lemas apurada─. Necesito... visitar el tocador de señoras.

─¿Quiere ir al retrete? ─dijo Dieter con aspereza. La mujer se ruborizó.

─En una palabra, sí.

─Lo siento, mademoiselle ─replicó Dieter─. Me temo que eso no es posible.

«No hagas otra cosa en lo que queda de guerra, pero asegúrate de destruir la central telefónica», habían sido las últimas palabras de Monty el lunes por la noche.

El martes, Paul Chancellor se despertó con aquella frase resonando en su mente. Era una orden sencilla. Si conseguía cumplirla, habría contribuido a ganar la guerra. Si fracasaba, moriría gente... y él podía pasarse el resto de su vida diciéndose que había contribuido a que perdieran la guerra.

Se presentó en Baker Street temprano, pero Percy Thwaite se le había adelantado y lo esperaba sentado en su despacho, dando caladas a la pipa y revisando seis cajas de expedientes. Parecía el típico zoquete del ejército, con su chaqueta a cuadros y su bigote de cepillo. Alzó la vista hacia Paul con hostilidad mal disimulada.

─No sé por qué lo ha puesto Monty al mando de esta operación ─murmuró─. No me importa que usted sólo sea mayor y yo coronel. Eso son gilipolleces. Pero nunca ha dirigido una operación clandestina, mientras que yo llevo haciéndolo tres años. ¿Le parece razonable?

─Sí ─respondió Paul de inmediato─. Cuando uno quiere estar absolutamente seguro de que un trabajo se llevará a cabo, se lo encarga a alguien en quien confía. Monty confía en mí.

─Y en mí, no.

─No lo conoce.

─Ya ─refunfuñó Percy.

Paul necesitaba la colaboración de Percy, así que decidió darle un poco de jabón. Echó un vistazo al despacho y vio el retrato de un joven con uniforme de teniente y una mujer madura con un enorme sombrero. El chico podía ser Thwaite hacía treinta años. ─¿Su hijo? ─aventuró Paul.

Percy se suavizó de inmediato.

─David. Está en El Cairo ─dijo─. Durante la guerra del desierto tuvimos momentos malos, sobre todo cuando Rommel llegó a Tobruk; pero ahora está muy lejos de la línea de fuego, y no puedo decir que lo lamentemos.

La mujer tenía el pelo y los ojos negros, y un rostro con carácter, atractivo más que hermoso.

─¿La señora Thwaite?

─Rosa Mann. Fue una sufragista famosa en los veinte, y siempre ha usado su nombre de soltera.

─¿Sufragista?

─Una feminista de las que pedían el voto para la mujer.

A Percy le gustaban las mujeres fuertes, concluyó Paul; por eso apreciaba tanto a Flick.

─Sabe, tiene usted razón sobre mis puntos flacos ─dijo en un arranque de sinceridad─. He estado en la infantería de las operaciones clandestinas, pero ésta será la primera vez que organizo una. De modo que le agradecería su ayuda.

Percy asintió.

─Empiezo a comprender por qué tiene esa reputación de conseguir que se hagan las cosas ─dijo con un asomo de sonrisa─. Pero, si está dispuesto a aceptar un consejo...

─Por favor.

─Déjese guiar por Flick. Nadie ha sobrevivido tanto tiempo en la clandestinidad. Sus conocimientos y su experiencia no tienen igual. Puede que en teoría yo sea su jefe, pero me limito a darle el apoyo que merece. Nunca intentaría decirle lo que tiene que hacer.

Paul se quedó pensativo. Monty no le había dado el mando para que se lo cediera a otro, se lo aconsejara quien se lo aconsejara.

─Lo tendré en cuenta ─aseguró.

Percy parecía satisfecho. Le indicó los expedientes. ─¿Y si empezamos?

─¿Qué son?

─Expedientes de los aspirantes a agentes a los que acabamos rechazando por algún motivo.

Paul se quitó la chaqueta y se remangó la camisa.

Pasaron la mañana revisando los expedientes mano a mano. Algunas de las candidatas ni siquiera habían sido entrevistadas; a otras las habían rechazado nada más verlas; y las más no habían superado alguna de las pruebas del curso de adiestramiento del Ejecutivo: se hacían un lío con los códigos, no tenían puntería o les daba auténtico pánico saltar en paracaídas desde un avión. La mayoría tenía poco más de veinte años, y todas, una cosa en común: hablaban otro idioma con fluidez de nativas.

Había muchos expedientes, pero pocas candidatas dignas de consideración. Tras eliminar a los hombres, y a todas las mujeres cuya segunda lengua no era el francés, sólo les quedaron tres nombres.

Paul estaba descorazonado. Habían topado con un grave obstáculo aun antes de empezar.

─Como mínimo, necesitamos cuatro, suponiendo que Flick haya reclutado a la mujer a la que ha ido a ver esta mañana. ─ Diana Colefield.

─¡Y ninguna de las tres es experta en explosivos o técnica en telefonía!

Percy era más optimista.

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