Alto Riesgo (29 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: Alto Riesgo
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─Sí ─admitió diciéndose que mentirle a Weber era indigno de él. ─¡Ya! ─Weber reventaba de satisfacción─. Deberías haber dejado ese trabajo a los expertos.

─Bien, pues eso es lo que pienso hacer ─dijo Dieter. Weber lo miró sorprendido─. Helicóptero tiene que establecer contacto con Inglaterra a las ocho en punto ─añadió─. Ahí tienes la ocasión de probar tu pericia. Demuestra lo mucho que vales. Localízalo.

El Descanso del Pescador era un enorme pub plantado como un búnquer en la orilla del estuario, con chimeneas en vez de torretas artilleras y ventanas de cristal ahumado en lugar de troneras de observación. En el jardín delantero, un cartel borroso advertía a los parroquianos que se mantuvieran alejados de la playa, minada en 1940 en previsión de una invasión alemana.

Desde que el Ejecutivo se había instalado en la zona, el establecimiento se llenaba todas las noches; sus luces resplandecían tras las cortinas de oscurecimiento, su piano atronaba, sus barras no daban abasto y su jardín rebosaba en las cálidas tardes de estío. Se cantaba a voz en cuello, se bebía a discreción y se sobaba al otro sexo hasta donde permitía la decencia. Prevalecía una atmósfera de indulgencia, pues todo el mundo sabía que algunos de los jóvenes que reían a carcajada limpia recostados en la barra se embarcarían al día siguiente en misiones de las que nunca regresarían.

Flick y Paul llevaron a su equipo al pub al final del cursillo de dos días. Las chicas se pusieron de tiros largos. Maude estaba más guapa que nunca con su vestido rosa de verano. Ruby no estaría guapa nunca, pero daba gusto verla con el traje negro de noche que se había agenciado. Lady Denise llevaba un vestido de seda color nácar que debía de haber costado una fortuna, pero no remediaba su huesuda figura. Greta, uno de los conjuntos de su espectáculo, traje de noche rojo y zapatos a juego. Hasta Diana se había puesto una falda elegante en lugar de sus perpetuos pantalones de pana y, para asombro de Flick, una pizca de rojo de labios.

El nombre en clave del equipo era «Grajillas». Se lanzarían en paracaídas cerca de Reims, y Flick recordó la leyenda de la «grajilla» de Reims, que le robó el anillo al obispo de la diócesis.

─Los monjes no consiguieron descubrir al ladrón, de modo que el obispo le lanzó una maldición ─le explicó a Paul mientras se tomaban un whisky, ella con agua y él con hielo─. Al cabo de unos días, la grajilla apareció hecha unos zorros, y todos comprendieron que estaba padeciendo los efectos de la maldición y debía de ser la culpable. Aprendí todo el poema en la escuela:

El día acabó, la noche llegó, Monje y motilón buscaron en vano candelero en mano. Con la luz del alba la vio un buen hermano: desplumada y calva, coja, alicaída, llegó la grajilla. Y todos al verla gritaron: «¡Fue ella!» Y, como era de esperar, encontraron el anillo en su nido.

Paul asintió y sonrió. Flick sabía que habría asentido y sonreído exactamente igual si le hubiera estado hablando en islandés. Le daba igual lo que dijera, lo único que quería era mirarla. No tenía mucha experiencia en hombres, pero se daba cuenta cuando uno estaba enamorado, y Paul estaba enamorado de ella.

Había pasado el día en piloto automático. Los besos robados de la noche anterior la habían estremecido y alterado. Se había dicho a sí misma que no quería tener una aventura, sino reconquistar el amor de su marido. Pero la pasión de Paul había trastocado sus prioridades. Ahora, se preguntaba irritada por qué iba a ponerse a la cola del afecto de Michel cuando un hombre como Paul estaba dispuesto a arrojarse a sus pies. Había estado a punto de meterlo en su cama; de hecho, le habría gustado que no hubiera sido tan caballeroso, porque, si hubiera desoído su rechazo y se hubiera deslizado entre sus sábanas, ella quizá hubiera cedido.

En otros momentos, se arrepentía de haberle permitido que la besara. Era la moda del día: en toda Inglaterra, las mujeres se olvidaban del marido o del novio que tenían en el frente y se enamoraban de militares norteamericanos de paso. ¿Acaso era tan débil como las frívolas dependientas que se iban a la cama con un yanqui sólo porque hablaba como un astro de la pantalla?

Y, para colmo, sus sentimientos por Paul amenazaban con distraerla del trabajo. Tenía en sus manos las vidas de seis mujeres, aparte de ser un elemento crucial en el plan de invasión, y lo último que necesitaba era pasarse el día pensando en si los ojos de un hombre eran castaños o verdes. Además, Paul no era ningún galán de película; tenía una barbilla enorme y le faltaba media oreja, aunque su cara no carecía de encanto... ─¿En qué piensas? ─le preguntó el interesado. Flick se dio cuenta de que no había dejado de mirarlo. ─En si conseguiremos salirnos con la nuestra ─mintió. 

─Lo conseguiremos, con un poco de suerte. 

─De momento no podemos quejarnos.

Maude se sentó junto a Paul.

─Hablando de suerte ─dijo pestañeando─, ¿me das un cigarrillo? 

─Sírvete tú misma ─respondió Paul empujado el paquete de Lucky Strike sobre la mesa.

Maude se puso un cigarrillo entre sus labios rosa y Paul se lo encendió. Flick se volvió hacia la barra y captó la mirada irritada de Diana. Se había hecho muy amiga de Maude, y compartir nunca había sido su fuerte. Entonces, ¿por qué coqueteaba Maude con Paul? Tal vez para fastidiar a Diana. Menos mal que Paul no las acompañaría a Francia, se dijo Flick: no podía evitar ser una influencia conflictiva en un grupo de mujeres jóvenes.

Flick recorrió la sala con la mirada. Jelly y Percy jugaban a los chinos, y Percy pagaba ronda tras ronda. Era deliberado. Flick necesitaba saber cómo se comportaban las «grajillas» bajo los efectos del alcohol. Si alguna se volvía escandalosa, indiscreta o agresiva, habría que andarse con ojo cuando estuvieran sobre el terreno. Quien más la preocupaba era Denise, la aristócrata bocazas, que ya estaba charlando animadamente en un rincón con un hombre uniformado de capitán.

Ruby también estaba empinando el codo, pero Flick confiaba en ella. Había sido todo un descubrimiento: apenas sabía leer ni escribir, y había sido la peor en las clases de interpretación de mapas y manejo de códigos, pero era la más brillante y la más intuitiva del grupo. Ruby miraba a Greta con curiosidad de vez en cuando, y puede que supiera que era un hombre, pero hasta el momento no había dicho nada.

Estaba sentada en la barra con Jim Cardwell, el instructor de armamento, acariciándole disimuladamente el interior de un muslo sin dejar de hablar con la camarera. El suyo era un idilio vertiginoso. Desaparecían continuamente. Durante la pausa para el café de la mañana, durante la media hora de descanso tras la comida, durante el té de la tarde y en cuanto la ocasión les parecía propicia, salían a hurtadillas, y no se les veía el pelo durante los minutos de rigor. Jim parecía haber saltado de un avión y no haber abierto aún el paracaídas. Su rostro esbozaba una permanente sonrisa de incrédula felicidad. Con su nariz ganchuda y su prominente barbilla, Ruby distaba de ser una belleza; pero al parecer la onda expansiva de aquella bomba sexual había dejado tarumba a Jim. Flick casi sentía celos. No porque la atrajera Jim ─todos los hombres de los que se había enamorado eran intelectuales, o al menos muy inteligentes─, sino porque envidiaba la lujuriosa dicha de Ruby.

Apoyada en el piano con un mejunje rosa en la mano, Greta hablaba con tres hombres que parecían vecinos de la zona más que agentes del Ejecutivo. Al parecer, habían sobrevivido al sobresalto de su acento alemán ─sin duda les había contado que su padre era de Liverpool─, y en esos momentos la escuchaban boquiabiertos, cautivados por alguna historia sobre los antros de Hamburgo. Saltaba a la vista que no tenían dudas sobre el sexo de Greta: la trataban como a una mujer exótica pero atractiva, invitándola a copas, encendiéndole los cigarrillos y riendo encantados cuando ella los tocaba.

Mientras Flick los observaba, uno de los hombres se sentó al piano, tocó unos acordes y alzó la vista hacia Greta. El bar quedó en silencio, y Greta entonó los primeros versos de «El cocinero»:

¡Ay, cómo hace las almejas, y el conejo, si le dejas!

El público comprendió que cada frase era un equívoco sexual, y la carcajada fue general. Cuando terminó la canción, Greta le estampó un beso en los labios al pianista, que tuvo que agarrarse al taburete.

Maude los dejó solos y volvió a la barra con Diana. El capitán que había estado hablando con Denise se acercó a la mesa y saludó a Paul.

─Me lo ha contado todo, señor.

Flick asintió, decepcionada pero no sorprendida. 

─¿Qué ha dicho? ─quiso saber Paul.

─Que sale de misión mañana por la noche para volar un túnel ferroviario cerca de Reims.

Era falso, pero Denise no lo sabía, y se lo había revelado a un completo desconocido. Flick estaba furiosa.

─Gracias ─murmuró Paul.

─Lo siento ─dijo el capitán encogiéndose de hombros.

─Cuanto antes lo supiéramos, mejor ─respondió Flick. ─ ¿Quiere decírselo usted, señor, o prefiere que me encargue yo? ─ Hablaré con ella primero ─dijo Paul─. Usted espérela fuera, si no le importa.

─Por supuesto, señor.

El capitán salió del pub y Paul hizo una seña a Denise.

─Se ha ido sin despedirse ─dijo Denise─. Vaya unos modales. ─ Era evidente que se sentía ofendida─. Es instructor de explosivos. 

─No, no lo es ─dijo Paul─. Es policía.

─¿Qué quiere decir? ─Denise estaba desconcertada─. Lleva uniforme de capitán y me ha dicho...

─Una sarta de mentiras ─la atajó Paul─. Su trabajo consiste en descubrir a la gente que se va de la lengua con desconocidos. Y la ha descubierto.

Denise se quedó boquiabierta, pero se recuperó de inmediato y reaccionó con indignación.

─Así que era una trampa... Han intentado cazarme...

─Me temo que lo hemos conseguido ─replicó Paul─. Le ha contado hasta el último detalle.

Comprendiendo que la habían descubierto, Denise trató de quitarle importancia al asunto.

─¿Y cuál es el castigo? ¿Escribir «No volveré a hacerlo» cien veces durante el recreo?

A Flick le habría gustado abofetearla. La charlatanería de Denise podía haber puesto en peligro a todo el equipo.

─Para eso no hay castigo ─respondió Paul con sequedad. 

─Ah... Pues muchas gracias.

─Pero está usted fuera del equipo. No vendrá con nosotros. Se va esta misma noche, con el capitán.

─Me sentiré un poco incómoda volviendo a mi puesto en Hendon. Paul meneó la cabeza.

─El capitán no va a llevarla a Hendon.

─¿Cómo que no?

─Sabe usted demasiadas cosas. No podemos dejarla suelta. Denise empezaba a estar preocupada.

─Entonces, ¿qué van a hacer conmigo?

─La enviarán a algún sitio donde no pueda causar perjuicios. Creo que generalmente es una base aislada en Escocia donde se dedican a revisar las cuentas de los regimientos.

─¡Eso es casi una prisión!

Paul lo meditó durante unos segundos y asintió. 

─Casi.

─¿Hasta cuándo? ─preguntó Denise consternada.

─Quién sabe. Probablemente, hasta que acabe la guerra.

─Es usted un canalla ─farfulló Denise─. Maldigo la hora en que lo conocí.

─Ahora puede irse ─respondió Paul─. Y agradezca que la haya pescado yo. A partir de mañana, podría haber sido la Gestapo. Denise se fue hecha una furia.

─Confío en no haber sido innecesariamente cruel ─murmuró Paul.

Muy al contrario, se había quedado corto, pensó Flick. Aquella cabeza de chorlito se merecía algo mucho peor. No obstante, quería causar buena impresión a Paul, de modo que respondió:

─No le des más vueltas. Hay gente que no sirve para este trabajo, y ya está. No es culpa suya.

─Mira que eres mentirosa... ─dijo Paul sonriendo─. Piensas que ha salido demasiado bien librada, ¿no?

─Pienso que crucificarla sería poco ─respondió Flick indignada; pero Paul se echó a reír, y su buen humor la amansó y acabó haciéndola sonreír─. No puedo dártela con queso, ¿verdad?

─Espero que no. ─Paul volvió a ponerse serio─. Menos mal que nos sobraba un miembro para el equipo. Podemos permitirnos perder a Denise.

─Pero ahora estamos las justas ─dijo Flick poniéndose en pie con aire cansado─. Más vale que vayamos levantando el campo.

A partir de mañana no van a poder dormir en condiciones durante días.

Paul recorrió el local con la mirada.

─No veo ni a Diana ni a Maude.

─Habrán salido a tomar el aire. Voy a buscarlas mientras juntas al resto del rebaño.

Paul asintió y Flick salió del pub.

No había ni rastro de las dos chicas. Se detuvo a contemplar el resplandor de la luz vespertina en el agua del estuario. Al cabo de un momento, dobló la esquina del local para echar un vistazo en el aparcamiento. Un Austin caqui del ejército lo abandonaba en ese instante, y Flick vio a Denise en el asiento trasero, llorando.

Maude y Diana tampoco estaban allí. Perpleja, Flick avanzó entre las hileras de coches hasta la parte posterior del edificio. Al otro lado del patio, lleno de barriles y pilas de cajones, había un cobertizo con la puerta entreabierta. Flick la empujó y entró.

Al principio, la penumbra le impidió ver nada, pero supo que no estaba sola, porque oyó respirar a alguien. El instinto la impulsó a quedarse quieta y no hacer ruido. Al cabo de unos segundos, sus ojos se acostumbraron a la semioscuridad, y Flick vio que las paredes estaban llenas de herramientas, llaves, tijeras y palas cuidadosamente colgadas de ganchos; en el centro del cobertizo había un cortacésped enorme. Diana y Maude estaban en el rincón más alejado.

Maude estaba recostada en la pared y Diana, inclinada sobre ella, la besaba. Flick se quedó boquiabierta. Diana se había desabrochado la blusa, bajo la que resaltaba el blanco de un sujetador de talla grande sin el menor adorno. Maude tenía la falda levantada hasta la cintura, y Flick pudo ver que llevaba bragas del mismo color rosa. Al cabo de un instante, distinguió la mano de Diana deslizándose bajo el elástico de la prenda.

Flick estaba petrificada por la sorpresa. Maude la vio y se la quedó mirando.

─¿Nos ves bien? ─dijo con descaro─. ¿No prefieres acercarte?

Diana dio un respingo, apartó la mano de las ingles de Maude y se separó de ella. Al volverse, una expresión horrorizada cubrió sus facciones.

─Oh, Dios mío ─murmuró y, abochornada, se agarró la blusa con una mano y se tapó la boca con la otra. 

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