Authors: Ken Follett
─¿Quién estaba al mando? ─preguntó Monty.
─No dispongo de un informe completo... ─murmuró Graves.
─ Yo puedo decírselo ─intervino Fortescue─. El mayor Clairet. ─Hizo una pausa─. Una chica.
Paul había oído hablar de Felicity Clairet. Era poco menos que una leyenda en el reducido círculo que estaba en el secreto de las operaciones encubiertas de los aliados. Había sobrevivido en Francia más tiempo que ningún otro agente. Su nombre en clave era Tigresa, y quienes la conocían aseguraban que se movía por las calles de la Francia ocupada con el sigilo de un gato salvaje. También decían que tenía cara de ángel y corazón de piedra. Había matado en más de una ocasión.
─¿Y qué ocurrió? ─preguntó Monty.
─La mala planificación, la inexperiencia del mando y la falta de disciplina de los hombres contribuyeron al fracaso ─sentenció Fortescue─. El edificio no contaba con una guarnición numerosa, pero los soldados alemanes están bien adiestrados, y no tuvieron dificultad en barrer a la partida de la Resistencia.
Monty estaba irritado.
─Por lo que dicen ─apuntó Pickford─, no deberíamos confiar demasiado en la Resistencia francesa para cortar las líneas de comunicaciones de Rommel.
Fortescue asintió.
─Los bombardeos son el mejor medio para conseguir ese fin.
─No estoy seguro de que eso sea totalmente justo ─protestó Graves sin convicción─. El mando aéreo también tiene sus éxitos y sus fracasos. Y el Ejecutivo resulta muchísimo más barato.
─Por amor de Dios, no estamos aquí para ser justos con la gente ─rezongó Monty─. Lo único que queremos es ganar la guerra ─dijo poniéndose en pie; y, volviéndose hacia Pickford, añadió─: Creo que ya hemos oído bastante.
─Pero, ¿qué hacemos con lo de la central telefónica? ─preguntó Graves─. El Ejecutivo ha presentado un nuevo plan...
─Dios bendito... ─lo atajó Fortescue─. ¿Qué quieren, volver a joderla?
─Bombardéenla ─respondió Monty.
─Ya lo hemos intentado ─dijo Graves─. Los aviones alcanzaron el edificio, pero los daños sólo inutilizaron la central durante unas horas. ─Pues que vuelvan a bombardearla ─replicó Monty, y salió del aula. Graves lanzó una mirada de furia impotente al hombre del M16. ─Realmente, Fortescue... ─murmuró─. Realmente... Fortescue no se dignó responder.
Todo el mundo abandonó el aula. En el pasillo esperaban dos personas: un hombre de unos cincuenta años con chaqueta de tweed y una rubia menuda con una vieja chaqueta azul sobre un vestido de algodón descolorido. De pie frente a una vitrina llena de trofeos deportivos, parecían un profesor y una alumna, si no fuera porque la chica llevaba un pañuelo amarillo atado al cuello con un buen gusto que Paul juzgó inequívocamente francés. Fortescue pasó rápidamente junto a ellos, pero Graves se detuvo a hablarles.
─Lo han rechazado ─les dijo─.Volverán a bombardearla.
Paul supuso que la mujer era la Tigresa y la miró con curiosidad. Pequeña y delgada, tenía el pelo rubio, corto y rizado, y hermosos ojos verdes. No podía decirse que fuera guapa: la experiencia había dejado demasiadas señales en su rostro. El aire de colegiala se desvanecía con la proximidad. La nariz recta y la afilada barbilla le daban un aspecto agresivo. Pero emanaba un atractivo innegable, algo que hizo imaginar a Paul su cuerpo menudo bajo el gastado vestido.
La mujer reaccionó con indignación a las palabras de Graves.
─No sirve de nada bombardear la central desde el aire. El sótano está reforzado. Por amor de Dios, ¿cómo han podido decidir semejante cosa?
─Tal vez deba preguntárselo a este caballero ─le sugirió Graves volviéndose hacia Paul─. Mayor Chancellor, le presento a la mayor Clairet y al coronel Thwaite.
A Paul le molestó que lo pusieran en el brete de defender una decisión ajena y, cogido por sorpresa, respondió con una franqueza nada diplomática:
─No creo que haya mucho que explicar ─dijo con brusquedad─. La jodieron y han decidido no darles una segunda oportunidad.
Paul le sacaba la cabeza, pero la mujer lo fulminó con la mirada. ─¿Que la jodimos? ─masculló colérica─. ¿Qué coño quiere decircon eso?
Paul sintió que se le subían los colores.
─Puede que hayan informado mal al general Montgomery, pero, ¿no era ésta la primera vez que dirigía una operación de ese calibre, mayor?
─¿Eso es lo que les han contado? ¿Que fue mi falta de experiencia?
Era guapa, ahora se daba cuenta. La cólera le agrandaba los ojos y le coloreaba las mejillas. Pero también era una maleducada, de modo que decidió no andarse por las ramas.
─De eso, de la mala planificación...
─¡La jodida planificación no tenía ningún error!
─... y del hecho de que los defensores fueran tropas bien adiestradas y ustedes un grupo indisciplinado.
─¡Maldito cerdo arrogante!
Paul retrocedió instintivamente. Ninguna mujer le había hablado de aquel modo en toda su vida. Puede que fuera un retaco de metro cincuenta y poco, se dijo Paul, pero los nazis debían de tenerle pánico. Viendo la ira que alteraba sus facciones, comprendió que estaba más colérica consigo misma que con él.
─Usted piensa que fue culpa suya ─le dijo Paul─. Nadie se pone así por un error ajeno.
Esta vez fue Flick quien se quedó de piedra. Abrió la boca, pero fue incapaz de hablar.
El coronel Thwaite decidió que había llegado el momento de intervenir:
─Por amor de Dios, Flick, haz el favor de calmarte ─dijo, y se volvió hacia Paul─: Déjeme adivinar... Esa es la versión de Simon Fortescue, del M16, ¿verdad?
─Verdad ─respondió Paul, tenso.
─¿y no ha mencionado que el plan de ataque se basaba en la información que nos había proporcionado su gente?
─Me temo que no.
─Me lo imaginaba ─dijo Thwaite─. Gracias, mayor Chancellor, no quiero hacerle perder más tiempo.
Paul no tenía la sensación de que la conversación hubiera acabado, pero, puesto que un oficial superior opinaba lo contrario, no le quedaba más remedio que dar media vuelta y marcharse.
Estaba claro que se había dejado coger en el fuego cruzado de una guerra de intereses entre el M16 y el EOE. Si estaba furioso con alguien era con Fortescue, que había aprovechado la reunión para marcarse un tanto. ¿Había acertado Monty decidiendo bombardear la central en lugar de conceder una segunda oportunidad al Ejecutivo?
Al ir a entrar en su despacho, volvió la cabeza. La mayor Clairet seguía discutiendo con el coronel Thwaite, en voz baja pero con el rostro encendido y manifestando su indignación con elocuentes ademanes. Discutía como un hombre, con una mano en la cadera, el cuerpo inclinado hacia delante y blandiendo un índice admonitorio en apoyo de sus argumentos; pero, al mismo tiempo, resultaba enormemente seductora. Paul no pudo evitar preguntarse cómo sería rodearla con los brazos y deslizar la mano por las delicadas curvas de su cuerpo. «Es dura ─se dijo─, pero toda una mujer.»
Pero, ¿tenía razón? ¿Era inútil el bombardeo? Decidió seguir haciendo preguntas.
La ennegrecida mole de la catedral se alzaba sobre el centro de Reims como un reproche divino. A mediodía, el Hispano-Suiza azul celeste de Diether Franck se detuvo ante el hotel Franckfort, requisado por las fuerzas alemanas de ocupación.
Diether se apeó del vehículo y alzó la vista hacia las rechonchas torres gemelas del enorme templo. El plan original del edificio preveía esbeltos capiteles que no llegaron a construirse por falta de dinero. Los obstáculos mundanos frustraban hasta las aspiraciones más sagradas.
Diether ordenó al teniente Hesse que continuara viaje con el coche hasta el palacio de Sainte-Cécile y se asegurara de que la Gestapo estaba dispuesta a colaborar. No quería arriesgarse a sufrir un segundo rechazo del mayor Weber. Hesse se alejó en el Hispano-Suiza, y Dieter subió a la suite en la que había dejado a Stéphanie la noche anterior.
La chica se levantó de la silla apenas lo vio entrar. Estaba preciosa. Llevaba el pelo suelto sobre los hombros, un salto de cama de seda de color castaño y zapatillas de tacón alto. La besó con ansia y recorrió su esbelto cuerpo con manos ávidas, agradecido por el don de su belleza.
─Es estupendo que te alegres tanto de verme ─dijo sonriendo Stéphanie, que, como siempre, le hablaba en francés.
Dieter aspiró el aroma de su cuerpo.
─Bueno, la verdad es que hueles mejor que Hans Hesse, sobre todo cuando lleva un día y una noche en pie.
La chica le apartó el pelo de la frente con una caricia de su suave mano.
─Nunca me tomas en serio. Pero dudo que hubieras protegido a Hans con tu propio cuerpo.
─En eso tienes razón. ─Dieter suspiró y la soltó─. Dios, estoy muerto.
─Ven a la cama.
Dieter meneó la cabeza.
─Tengo que interrogar a los prisioneros. Hesse volverá a recogerme dentro de una hora ─dijo, y se derrumbó en el sofá.
─Te pediré algo de comer. ─Stéphanie pulsó el timbre, y al cabo de un minuto apareció un viejo camarero francés. La chica conocía a Dieter lo bastante bien como para pedir por él. Encargó un plato de jamón con panecillos calientes y ensalada de patata─. ¿Quieres vino? ─preguntó volviéndose hacia Dieter.
─No, me entraría sueño.
─Entonces, una taza de café ─le dijo Stéphanie al camarero. Tras cerrar la puerta, se acercó al sofá, se sentó junto a Dieter y le cogió la mano─. ¿Ha ido todo según tus planes?
─Sí. Rommel ha sido muy amable conmigo. ─Dieter frunció el ceño─. Sólo espero ser capaz de cumplir todas las promesas que le he hecho.
─Seguro que las cumplirás.
Stéphanie no le pidió detalles. Sabía que sólo le contaría lo que juzgara oportuno y ni una palabra más.
Dieter la miró con afecto dudando si decirle lo que le rondaba por la cabeza. Podía aguarle la fiesta, pero tenía que decírselo. Volvió a suspirar.
─Si la invasión tiene éxito y los aliados recuperan Francia, será el final de lo nuestro. Supongo que lo comprendes.
La chica frunció el ceño como si hubiera sentido un dolor repentino y le soltó la mano.
─¿Tengo que comprenderlo?
Dieter sabía que su marido había caído al inicio de la guerra y que no habían tenido hijos.
─¿Vive alguien de tu familia? ─le preguntó.
─Mis padres murieron hace años. Tengo una hermana en Montreal.
─Quizá debiéramos pensar en el modo de enviarte allí. Stéphanie sacudió la cabeza.
─No.
─¿Por qué?
La chica rehuyó su mirada.
─Me gustaría que hubiera acabado la guerra ─murmuró.
─No, no te gustaría.
─Claro que sí ─dijo Stéphanie con una irritación rara en ella.
─Es una vulgaridad impropia de ti ─repuso Dieter con una punta de desdén.
─No irás a decirme que la guerra te parece algo bueno...
─Si no fuera por la guerra, tú y yo no estaríamos juntos.
─¿Y todo el sufrimiento que está causando?
─Yo soy un vitalista. La guerra saca lo que la gente lleva dentro: los sádicos se convierten en torturadores, los psicópatas en soldados de primera línea, los verdugos y las víctimas tienen una oportunidad única de satisfacer sus inclinaciones, y las putas no dan abasto. Stéphanie lo miró airada.
─No hace falta que me digas qué papel interpreto yo.
Dieter acarició su suave mejilla y le rozó los labios con las puntas de los dedos.
─Tú eres una cortesana, y de las mejores.
─No piensas nada de lo que dices ─replicó ella apartando el rostro─. Improvisas sobre una música, como cuando te sientas al piano.
Dieter sonrió y asintió: efectivamente, el jazz no se le daba mal, para consternación de su padre. Era una comparación pertinente. Más que expresar convicciones firmes, jugaba con ideas.
─Puede que tengas razón.
La cólera de Stéphanie había dado paso a la tristeza.
─¿Te refieres a lo de separarnos si los alemanes tenéis que evacuar Francia?
Dieter la rodeó con el brazo y la atrajo hacia sí. La chica lo dejó hacer y apoyó la cabeza en su hombro. Él la besó en la frente y le acarició el pelo.
─Eso no ocurrirá ─respondió.
─¿Estás seguro?
─Te lo garantizo.
Era la segunda vez en un mismo día que hacía una promesa sin estar seguro de poder cumplirla.
El camarero trajo su desayuno y rompió el encantamiento. Dieter estaba tan cansado que ni siquiera tenía hambre, pero comió un poco y se bebió todo el café. Luego, se lavó y afeitó, y empezó a sentirse mejor. Se estaba abotonando una camisa de uniforme limpia cuando el teniente Hesse llamó a la puerta. Dieter besó a Stéphanie y salió con él.
El coche llegó a una calle bloqueada y tuvo que tomar un desvío: los aviones aliados habían regresado durante la noche y destruido toda una hilera de casas próximas a la estación de ferrocarril. Salieron de la ciudad y tomaron la carretera a Sainte-Cécile.
Dieter le había dicho a Rommel que el interrogatorio de los prisioneros «podía» conducir a la desarticulación de la Resistencia antes de la invasión. Pero Rommel, como cualquier mando militar, había tomado el «quizá» por una promesa, y esperaría resultados. Por desgracia, en un interrogatorio no había nada garantizado. Había prisioneros lo bastante listos para inventar mentiras imposibles de descubrir. A otros se les ocurrían ingeniosas formas de suicidio cuando la tortura empezaba a resultarles insoportable. Si la seguridad de aquel circuito de la Resistencia era realmente estricta, cada miembro sabría solamente lo mínimo sobre los demás y poseería escasa información relevante. Y, lo que era peor, los aliados podían haberles dado información falsa, de forma que cuando la tortura los doblegara todo lo que dijeran formara parte de un engaño perfectamente planeado.
Dieter procuró mentalizarse para lo que se avecinaba. Tenía que ser inmisericorde y astuto. No podía permitir que le afectara el sufrimiento físico y mental que estaba a punto de infligir a unos seres humanos. Lo único importante eran los resultados. Cerró los ojos y empezó a sentir una profunda calma, una indiferencia que le calaba hasta los huesos y a la que solía comparar con el frío de la muerte.
El Hispano-Suiza cruzó la verja del palacio y penetró en la explanada. Un grupo de trabajadores sustituía los cristales de las ventanas alcanzadas por los disparos y rellenaba los boquetes abiertos por las granadas. En el vestíbulo, las telefonistas lanzaban sus eternos bisbiseos a los micrófonos. Dieter avanzó por el dédalo de recibidores del ala este, con Hans Hesse pisándole los talones. Descendieron el tramo de escaleras que conducía al sótano. El centinela de la entrada se cuadró y dejó pasar a Dieter, que iba de uniforme. Llegaron ante la puerta del centro de interrogatorios. Dieter la abrió y entró en la sala de entrevistas.